De mujeres y partos

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Es verdad que desde los albores del siglo XX la situación empezó a cambiar, y las mujeres comenzaron a ganar tímidamente cierto espacio en el ámbito público, especialmente de la mano de las valerosas mujeres republicanas y laicistas. No lo es menos que siguieron encontrando muchas resistencias incluso entre sus correligionarios varones, algunas fundamentadas en las barreras que se alzaban para la autonomía de las mujeres en tanto que tradicionalmente se las consideraba muy influenciables por la Iglesia Católica. Sin embargo, como dice Ana Aguado, esta prevención nacía de cuestiones más profundas, ya que entroncaban: “en la ancestral misoginia patriarcal, y en sus discursos y mecanismos de control social, de los cuales no estaban exentos ni mucho menos los republicanos” (Aguado, 2002, p. 107).

Con el siglo XX, también a partir de la primera década –como veremos más adelante–, las mujeres matronas comenzarán a tener un espacio de mayor visibilidad tanto en el ámbito de la formación académica como en el del reconocimiento profesional. Hablamos de cambios suaves pero significativos, siempre –eso sí– desde una concepción definida por la necesaria tutela de los hombres médicos.

1.2. ANDROCENTRISMO, GÉNERO E INVESTIGACIÓN EN HISTORIA DE LA CIENCIA

La construcción de la ciencia moderna a lo largo de los siglos XVII y XVIII se sustentó en una epistemología positivista que propugnaba la objetividad absoluta, la neutralidad axiológica y la voluntad de independencia de cualquier contexto social o político. Como sabemos, sin embargo, no existe tal objetividad libre de discrepancias o influencias.

En materia de salud, el papel ejercido durante siglos por la Iglesia como generadora y guardiana de las verdades incuestionables pasó, poco a poco, a detentarlo la emergente ciencia médica cuyas recomendaciones y criterios llegaron a convertirse –en tanto que nuevos paradigmas objetivos– en los dogmas de estricta observancia para los ciudadanos.

El androcentrismo tiene una especial incidencia en las ciencias que tienen como objeto de estudio al ser humano. Al identificar lo humano con lo masculino las mujeres quedan fuera de su campo de estudio, a excepción de los aspectos reproductivos. Por otra parte, como en cualquier otra rama de saber, en las ciencias de la salud se invisibiliza la aportación de las mujeres que ha sido enorme y constante a lo largo de la historia, tanto en la praxis cotidiana como en los saberes acumulados a través de la misma.

Somos conscientes de las limitaciones que en ocasiones se han derivado de una utilización poco crítica del género como categoría de análisis: uso del término género en lugar de mujeres o sexo; hacer referencia a los dos géneros, masculino y femenino, reforzando las dicotomías y los roles asignados al hombre y a la mujer; hablar de las relaciones de género queriendo significar relaciones de complementariedad olvidando en el discurso el componente jerárquico que de ellas se deriva; usar la palabra género en lugar de feminismo como estrategia de despolitización; o, por acabar aquí, la tendencia a desligar la perspectiva de género de otras categorías como clase, etnia o raza3. Estos errores, no obstante, han permitido avanzar hacia una re-conceptualización o re-definición del mismo.

En la investigación relacionada con las prácticas de salud se hace indispensable la utilización del concepto género por varias razones. En primer lugar porque la historia de la ciencia se ha construido desde posiciones androcéntricas, dejando en la invisibilidad la mayoría de las prácticas de salud que, secularmente, han sido realizadas por mujeres. También porque las enfermedades que afectaban al aparato reproductivo de las mujeres eran cuidadas y curadas por otras mujeres, siendo consideradas estas actividades de una categoría inferior. En sentido más estricto, el acompañamiento y la asistencia a los partos era una actividad que, tanto el discurso médico como el religioso, desaconsejaban –cuando no prohibían– realizar a los varones. Otra razón que avala la necesidad de recuperar la historia de las mujeres es que, desde tiempos inmemoriales, la realización de determinadas prácticas de salud ha sido patrimonio de las matronas, quienes se han situado fuera de la ciencia institucionalizada en función de que fueron pocas las mujeres que pudieron transmitir sus conocimientos por escrito y mantener su posición ante el saber hegemónico de los varones médicos o cirujanos.

La historia de la ciencia no ha sido ajena al comportamiento general de la historiografía y también ha construido su saber al margen de los conocimientos sobre salud, tanto científicos como profanos, que circularon en distintas épocas y en diferentes contextos sociales, sin preguntarse quiénes y cómo se habían elaborado, aplicado en la práctica y difundido entre la sociedad de su tiempo. No es extraño que algunas autoras al hablar de la invisibilidad de las aportaciones de las mujeres a la ciencia los denominen saberes excluidos.

Las comadronas dominaban un saber empírico y realizaban muchas técnicas obstétricas antes de que éstas alcanzaran el reconocimiento social y científico que les otorgó el pasar a ser de dominio masculino. Los saberes, pues, de aquellas matronas han de ser re-evaluados para que adquieran significado. Es por razones de este tipo que algunas investigadoras feministas proponen cuestionar los límites que definen lo que es ciencia desde el conocimiento legitimado. La filósofa Hanna Arendt (1996) nos da luz sobre la posibilidad de modificar los límites entre poder y autoridad en favor de esta última, otorgando valor a los textos científicos y médicos escritos por mujeres en la historia de la medicina y posibilitando el análisis de las prácticas de autorización o desautorización en las sociedades en las cuales alcanzan significado. Como sugiere Teresa Ortiz (2006, p. 72) autoridad, autoría y pensamiento de la diferencia sexual son conceptos que han posibilitado dar valor a las aportaciones de las mujeres y a su subjetividad, y han permitido sacar a la luz determinadas prácticas segregadas no solo como formas de exclusión, sino también como espacios de libertad y de construcción de identidades propias y de autoridad femenina.

Al estudiar las formas de organización de las actividades sanitarias y científicas es necesario introducir la perspectiva de género, porque las profesiones y las actividades sanitarias las construyen y las practican tanto hombres como mujeres, haciéndose patente la diferencia de oportunidades sociales de sus miembros en función del sexo, así como las relaciones de poder, de jerarquía y de autoridad que se dan dentro de una misma profesión o entre profesiones distintas dentro de un ámbito similar. Un ejemplo de esto último es la asistencia al parto que es el eje de estas páginas, donde existe una tradición de práctica femenina durante siglos. Es necesario, pues, investigar sobre los posibles conflictos, pactos o rupturas entre los profesionales sanitarios, hombres y mujeres, y la superación o pervivencia de los mismos a través de los distintos momentos históricos.

1.3. CORRIENTES FEMINISTAS Y SUS APORTACIONES EN LA SALUD DE LAS MUJERES

Al contemplar la salud de las mujeres desde una perspectiva de género nos encontramos con tres líneas cuya genealogía se ha sucedido cronológicamente pero, al no ser excluyentes, ha sido necesario ir avanzando hacia un nuevo enfoque sin dejar de investigar en el anterior, de manera que hemos de afirmar que la característica más llamativa es el eclecticismo. Las aportaciones a los modelos de salud que se han realizado desde las distintas corrientes feministas han ido confluyendo con los desarrollos de las teorías sobre la salud. Estas tres líneas sucesivas han influido en los modelos de programación, en la intervención y en la investigación en salud.

La primera hace referencia exclusivamente a la Salud de las Mujeres y viene determinada por el trabajo realizado por un movimiento feminista americano, el Colectivo de Salud de las Mujeres de Boston que, a finales de los años 70 saca a la palestra el hecho de que el sistema médico se ha apropiado de los cuerpos femeninos y de sus funciones, aun en el caso de que no haya una patología que lo justifique. Se propone cambiar las condiciones de vida de las mujeres, entender que éstas tienen unas necesidades diferentes que son consecuencia de la biología y que hay determinados aspectos que se tienen que auto gestionar: la reproducción, la sexualidad y la salud mental. Aunque puede considerarse pre-género, sigue vigente en la actualidad.

La segunda se encuadra dentro de lo que podemos denominar Desigualdades de género en salud y con el objetivo de alcanzar la igualdad y la equidad entre unas y otros, se propone realizar los estudios pertinentes para comparar la salud de mujeres y hombres de modo que se lleguen a conocer las desigualdades existentes, porque se entiende que las diferencias son injustas y, además, evitables.

El enfoque más avanzado se denomina Análisis de género como determinante de salud y enfermedad y pretende encontrar la razón por la cual se producen estas desigualdades que tienen su origen en las relaciones entre las mujeres y los hombres, la influencia de los roles sociales y de los modelos que utilizamos, por tanto contempla la subjetividad y las identidades de género. Solo conociendo donde están las causas, podrá afrontarse el origen de la discriminación hasta llegar a comprender que las diferencias existentes en función del sexo de las personas no tienen por qué llevar implícita una jerarquización en las relaciones sociales.

En cuanto a la parte de este capítulo dedicada a la interrelación entre las teorías de la salud con las teorías feministas, este trabajo es deudor del magnífico texto de Velasco (2009) “Sexos, género y salud. Teoría y métodos para la práctica clínica y programas de salud”. A lo largo del siglo XX se desarrollan tres grandes bloques en cuanto a teorías de la salud (Kuhn, 2001): el primero es el paradigma biomédico que contempla las teorías biomédica y social, el segundo bloque es el de teorías críticas, incluyendo la teoría socialista, la psicoanalista, la estructuralista, la postestructuralista, la ecosocial y la biopsicosocial. El tercer bloque lo constituye la teoría feminista con sus distintas corrientes. Sobre estos pilares se construirá el denominado enfoque de género en salud.

 

Distintas corrientes se han ido sumando dentro de las propuestas del movimiento feminista, interrelacionándose entre ellas y conviviendo, hasta el punto de que muchas coexisten en la actualidad. Por ello consideramos oportuno realizar un somero recorrido por los aspectos más importantes de dichas corrientes y las aportaciones que han realizado al tema de la salud, basándonos en los trabajos de distintas autoras que con sus exhaustivos trabajos han analizado cada una de las distintas corrientes. Nos referimos a los trabajos de Juliet Mitchell (1974), Elizabet Fee (1983), Jane Flax (1990), Celia Amorós (1997 y 2005), Silvia Tubert (1990, 2001 y 2003), Elena Beltrán y Virginia Maquieira (2001), en la lectura de cuyos rigurosos textos se basa esta aproximación.

Como sabemos, la primera oleada del feminismo se desarrolló en Europa y EEUU desde la última década del siglo XVIII hasta principios del siglo XX y estuvo vinculada a la consecución del sufragio femenino. En los años 60 del siglo pasado comienza la llamada segunda oleada del feminismo en Estados Unidos con la corriente del feminismo liberal, que aboga por la igualdad de derechos y de oportunidades entre las mujeres y los hombres en lo que respecta al acceso a la educación, al trabajo y a los bienes sociales. El límite más importante de esta corriente, también llamada feminismo “blanco”, es que habla de las mujeres como si se tratara de un grupo homogéneo sin tener en cuenta las diferencias de clase, etnia, condición social u orientación sexual. Se critica abiertamente las formas en que se manifiesta el poder de los hombres médicos en la asistencia sanitaria hacia las mujeres. Según Betty Friedan (1963, pp. 78 y 208), su máxima exponente, se ejerce un autoritarismo en las consultas de ginecología tratándolas como niñas y también en las consultas de psiquiatría abusando de la prescripción de tranquilizantes, con el objetivo de domesticarlas para que sean sumisas en el cumplimiento de las exigencias a las que están sometidas en función de la sexualidad y de la reproducción.

Para el feminismo socialista la opresión que sufren las mujeres deriva de la lucha de clases propia de las sociedades capitalistas, por tanto no consideraron necesario militar en un movimiento distinto ya que el marxismo al crear una sociedad socialista, eliminaría la posición subordinada de la mujer dentro de la familia. Estos planteamientos fueron defendidos tanto por Alejandra Kollontai, que llegó a ser ministra tras la revolución de octubre, como por Rosa Luxenburgo, dirigente de la Liga Espartaquista (origen del Partido Comunista Alemán) asesinada en enero de 1919, quien llegó a enfrentarse con las tesis de Lenin reclamando la igualdad. Para ambas, no obstante, la opresión objetiva que la mujer padece no hace necesario que cristalice una causa feminista diferenciada del partido obrero, sino que aquella es un derivado de la lucha de clases por lo que su superación entra dentro de la estrategia del partido. Las limitaciones de esta corriente se han puesto en evidencia ya que, aún en sociedades socialistas o incluso, dentro de los partidos que las propugnan, la dominación sobre las mujeres se sigue manteniendo. En cuanto a las aportaciones de esta corriente al tema de la salud podemos destacar su planteamiento de que las desigualdades en la salud entre mujeres y hombres se derivan de la división originaria del trabajo en productivo y reproductivo, de manera que, por un lado existe una segregación laboral horizontal que hace que las mujeres se concentren en ciertos sectores y en ciertos puestos de trabajo; y una segregación vertical, de modo que existe una desigualdad en cuanto a las posibilidades de acceso a las responsabilidades y a la jerarquía de puestos dentro de una misma profesión. Ponen en la palestra los riesgos para la salud derivados del entorno laboral y denuncian las cargas de trabajo que asume la mujer, debidas a los imperativos del cuidado y de la maternidad que no son reconocidas ni remuneradas y se añaden al trabajo laboral fuera del domicilio. Por tanto, dentro del feminismo socialista, hay que tener en cuenta la clase social y critican a la corriente liberal por hablar de “las mujeres” como si fueran un colectivo homogéneo.

A partir de los planteamientos enunciados por la corriente marxista, a finales de la década de los 60 y durante la del 70 del siglo XX, surge el llamado feminismo radical con el propósito de encontrar una explicación al origen de la opresión de las mujeres. Según sus autoras, la raíz de la dominación no solo tiene que ver con las consecuencias del sistema capitalista, sino que hay una estructura superior –el patriarcado– que es un constructo primario sobre el que se asienta toda sociedad (Millet, 1995, p. 70). Por tanto, es necesario actuar desde el movimiento feminista, incluso manteniendo una doble militancia con sus partidos políticos. Se considera que ejercen una crítica radical por dos motivos: en primer lugar porque buscan la raíz de la dominación de las mujeres y, en segundo, porque proponen una revolución sexual que será la que, según sus presupuestos, acabará con la estructura patriarcal. El texto más representativo de esta corriente es Política Sexual (Millet, 1995) cuya autora, analiza el patriarcado desde sus fundamentos biológicos, sociales, políticos y psicológicos. La revolución sexual se propone con un lema: “lo personal es político” (Haninsch 1969) y sugiere que es la política la que permite que dentro de los hogares, en la vida privada de las mujeres y los hombres, exista una forma de relacionarse y de asumir las responsabilidades que se derivan de la vida en común. Proponen la emancipación de las mujeres, es decir, salir de la posición subordinada en la relación de poder con los hombres.

En cuanto a los temas de salud sus aportaciones son importantes. Se plantean romper con las ataduras ligadas a la reproducción y a la maternidad como institución, se involucran en la lucha por la liberalización del aborto y en defensa de la elección libre de la maternidad. También se manifiestan contra la prostitución, la pornografía y la violencia sexual. Entienden que las relaciones patriarcales de poder se reproducen en el campo de la salud, ejerciendo el médico el papel de padre, la enfermera el papel de madre y el o la paciente el papel de niño o niña. Por tanto, paternalismo y autoritarismo se ponen de manifiesto en el ejercicio de sus funciones. Al mantenerse la familia como institución fundamental se contribuye a la perpetuación del sistema y se mantiene a las mujeres como responsables de las funciones domésticas que se derivan de la maternidad y del cuidado, se impide la libre elección de la maternidad y se esconden los deseos de autonomía de las mujeres bajo los efectos de los tranquilizantes. Dan un paso más y realizan otra crítica al sistema sanitario que según esta corriente provoca una doble discriminación hacia las mujeres: por un lado como pacientes y por otro, porque son situadas en función de la distribución sexista de las profesiones sanitarias en puestos subordinados.

En los años 70 se produjo en EEUU el Movimiento de Salud de las Mujeres con el objetivo de oponerse al poder ejercido por el sistema médico, dando un empuje cualitativo, trabajando para que las mujeres fueran agentes de su salud y para que se crearan servicios de atención a sus necesidades que se encaminaran hacia el autoconocimiento y el autocuidado. Este movimiento se extendió también por Europa. Surgen así los Grupos de Autoayuda que tan buen resultado han dado en nuestro país en la desmedicalización de la menopausia. Uno de los movimientos más representativo fue el Colectivo de Mujeres de Boston, citado anteriormente, que publicó en 1971 Nuestros Cuerpos, Nuestras Vidas, reeditado hasta la actualidad con nuevas aportaciones y que ha pretendido poner en manos de las propias mujeres el saber sobre el cuidado de su propia salud.

La siguiente corriente dentro de la teoría feminista se basa en la recuperación del cuerpo femenino por las mujeres, haciéndose cargo de su sexualidad y de su maternidad que hasta entonces han sido gestionadas por los varones y que constituirá el germen del denominado feminismo de la diferencia. Nos referimos al Feminismo Cultural que parte de un cierto esencialismo al plantear que la opresión de las mujeres no deriva de las estructuras patriarcales sino de una naturaleza masculina dominadora y ahistórica según una de sus voces más importantes, la de Adrienne Rich. La heterosexualidad y no el patriarcado, como afirmaban las feministas radicales, es el origen de la opresión (Rich, 1986). Por tanto, las autoras más extremistas de esta corriente promoverán una separación y una crítica acérrima hacia lo masculino y defenderán el lesbianismo como la mejor opción, criticando el modelo de heterosexualidad obligatoria. Buscan la especificidad y lo esencial de las mujeres, que es anterior al lenguaje y a lo simbólico y de este modo, las aportaciones relacionadas con la salud se centran en teorizar sobre la existencia de una psicología femenina que permite recuperar el protagonismo y el valor de las funciones maternales, al tiempo que favorecerá la autonomía y el cuidado entre las mujeres. Promueven espacios de desarrollo personal entre las mujeres y luchan activamente contra la violencia masculina hacia éstas y contra la pornografía.

Como hemos comentado anteriormente, durante los años 70 del siglo XX aparecieron y se consolidaron varias de las corrientes feministas que en la actualidad siguen con plena vigencia. La siguiente tendencia de la que vamos a hablar es el Ecofeminismo que, manteniendo la clasificación aportada por (Puleo, 2002, pp. 36-39) en un artículo publicado en el 2002, a su vez, tiene tres vertientes. El Ecofeminismo clásico, donde feministas con conciencia ecológica retoman la identificación de las mujeres con la naturaleza procedente del patriarcado y también algunas ideas del esencialismo femenino de la corriente cultural, para afirmar que las mujeres, en función de su biología, poseen cualidades maternales para la conservación de la vida y para ejercitar la ética del cuidado, es decir, le darán la vuelta a los planteamientos, para reafirmar estas cualidades de las mujeres como garantes de la continuidad de la vida, en contra de la tendencia destructiva hacia el planeta propia de la cultura masculina que nos ha llevado a las guerras y a la contaminación de la Tierra. En cuanto a las aportaciones a la salud, de esta corriente deriva la tendencia del parto natural, donde la mujer debe seguir sus propios instintos, lejos de la intervención del sistema médico que con frecuencia dirige –sin necesidad– la normal evolución del nacimiento. También la lactancia materna prolongada se adscribe a estas posiciones. No obstante, tenemos que añadir que tanto la lactancia materna como la evolución natural del parto han sido refrendadas por la evidencia científica, de manera que se alejan del esencialismo originario para situarse en perfecta sintonía con las recomendaciones de los organismos internacionales que trabajan por la salud. El problema reside en que estos aspectos relacionados con la maternidad y la crianza siguen estando infravalorados desde el androcentrismo, que continúa siendo el que rige el valor que tienen las actividades que realizan varones y mujeres.

La segunda vertiente es el Ecofeminismo espiritualista que surge de la pobreza y la marginación en los países del denominado Tercer Mundo. Está liderado por Vandana Shiva y persigue que sean las mujeres las que tengan el control de los alimentos y del medio ambiente, ya que en sus países son ellas las que están vinculadas a los cultivos y se responsabilizan de la alimentación de sus hijos. Del mismo modo que los movimientos marxistas buscan el acceso a la producción y el control de los bienes por las clases sociales oprimidas, esta tendencia del ecofeminismo trabaja para que las mujeres dejen de ser explotadas, para que se deje de destruir el medio ambiente y para que ellas puedan controlar los bienes. Vandana Shiva realiza una seria crítica del desarrollo técnico occidental que ha colonizado el mundo entero:

 

Lo que recibe el nombre de desarrollo, es un proceso de mal desarrollo, fuente de violencia contra la mujer y la naturaleza en todo el mundo (...) tiene sus raíces en los postulados patriarcales de homogeneidad, dominación y centralización que constituyen el fundamento de los modelos de pensamiento y estrategias de desarrollo dominantes (Shiva, 1995) (Puleo, 2002, p. 38).

La tercera vertiente es el Feminismo ecologista o constructivista. Sus planteamientos comparten algunas posiciones anteriores como el antirracismo o el antielitismo, pero no están de acuerdo con el esencialismo de las clásicas ni con el espiritualismo que hemos comentado anteriormente. Está liderado por Bina Agarwal y se muestra crítica hacia el ecofeminismo espiritualista porque hace extensiva la explotación patriarcal y la relación de las mujeres con la naturaleza a todas las mujeres del Tercer Mundo, sin tener en cuenta que éstas pertenecen a distintas clases sociales, a distintas castas y a distintas razas. Está de acuerdo en que la destrucción del medio ambiente afecta en mayor medida a las mujeres y al conjunto de las poblaciones de los países menos desarrollados, pero atribuye la responsabilidad a los grupos dominantes que monopolizan el poder y no solo al sistema patriarcal que, evidentemente, no es homogéneo para todas las mujeres. En cuanto a las aportaciones en el ámbito de la salud de estos dos últimos planteamientos ecofeministas, podemos destacar la puesta en marcha de acciones comunitarias y colectivas de empoderamiento de las mujeres en el Tercer Mundo, promoviendo acciones solidarias entre ellas para los cuidados relacionados con la maternidad y la crianza de hijas/os y el control de la producción de alimentos.

Influenciadas por cada una de las corrientes de pensamiento crítico que surgieron en el transcurso del siglo XX como marxismo, psicoanálisis, estructuralismo y postestructuralismo, las corrientes feministas se fueron nutriendo de cada una de ellas. Así llegamos al Feminismo Psicoanalítico en el que, a lo largo del siglo XX y comienzos del XXI, las complejas, fructíferas y en ocasiones polémicas relaciones entre el psicoanálisis y los feminismos teóricos, buscarán explicaciones a la creación y la perpetuación de los principios patriarcales. Estas relaciones, en ocasiones enfrentadas, otras veces difíciles y otras de convergencia, no pueden ser resumidas en unos párrafos porque sería un recorrido demasiado simplista y se dejarían de lado determinados matices y algunas ambigüedades, que han ido enriqueciendo con los sucesivos debates las teorías feministas (Flax, 1995, pp. 68-108) y que en la actualidad continúan vigentes. Por tanto, recogemos aquí lo que nos parece más importante de esta corriente para el objetivo de nuestro trabajo: su contribución a los marcos teóricos sobre la salud teniendo en cuenta el enfoque de género. Esto es posible gracias a que se toma en cuenta la subjetividad en las distintas formas de enfermar.

Las psicoanalistas discípulas de Freud4 fueron las primeras que se acercaron a planteamientos feministas, buscando encontrar un modelo de feminidad no androcéntrico, es decir, que no se definiera a partir de sus diferencias y oposiciones con la masculinidad. Esta esencia de la feminidad predispone a un deseo y a un ejercicio instintivo de la maternidad y sugiere la figura de la madre, que de manera temprana será la que imprima su huella en etapas arcaicas del desarrollo infantil. En El segundo sexo, Beauvoir (1949) realizó una crítica a la teoría freudiana porque no cuestionaba la desvalorización y la desventaja social de la mujer, sino que parecía justificar una cierta inferioridad, considerando que era natural y que formaba parte del psiquismo. Sin embargo, sus críticas fueron puntuales y respetó el psicoanálisis, porque alejaba las explicaciones unicausales sobre problemas psicológicos basadas en razones biológicas y daba cabida a la significación que para cada persona tiene la vivencia de determinadas situaciones. A este planteamiento se adscribe veinticinco años después Mitchell (1974), explicando que Freud no indica cómo han de ser la mujer o el hombre para que respondan al modelo patriarcal, sino que estudia cómo son los individuos dentro de ese mismo sistema. Según la autora, las feministas hasta ese momento solo habían dado importancia a las cuestiones sociales ignorando lo que ocurría en el inconsciente, es decir, en la subjetividad. Mitchell desarrolla por primera vez la principal aportación del psicoanálisis al feminismo: una teoría sobre la subjetividad. Esta permitirá comprender como se perpetúa la subordinación de las mujeres, gracias a que los mecanismos por los que se produce llegan a ser internalizados y reproducidos subjetivamente y es en el inconsciente donde la sociedad patriarcal reprime la feminidad.

Su contribución a los conceptos de salud y enfermedad procederán del psicoanálisis. Incorpora la atención a la subjetividad en salud y el análisis de las identidades femenina y masculina. De este modo, la enfermedad es una expresión del sufrimiento subjetivo que se produce por conflictos vividos entre lo social y lo psíquico y tiene una íntima relación con el desempeño de los roles y la vivencia de la identidad femenina o masculina. En cuanto al modelo de atención en la clínica propone la escucha de la subjetividad de la paciente y del significado simbólico de los síntomas. Otra de las aportaciones importantes es que recomienda tomar en consideración todos los aspectos que contribuyen a la salud, también la salud mental, que en el caso de la mujer había estado polarizada casi con exclusividad por la salud reproductiva. Sugerirá métodos para trabajar la autoestima y para afrontar los modelos de vida dentro de los grupos de mujeres, planteando alternativas de cambio. Por primera vez, da nombre a un problema hasta entonces no catalogado en el sistema sanitario: el malestar de las mujeres.

De todo lo dicho hasta ahora, es fácil concluir que se ha producido dentro de la teoría feminista una división en dos grandes bloques: uno es el feminismo de la diferencia, que defiende la idea de que existe una esencia femenina incuestionable e irreductible que hace diferentes a las mujeres. A este bloque se adscriben el feminismo cultural, y los ecofeminismos –clásico y ecologista–. También hay un feminismo psicoanalítico que ofrece fundamentos para que se busque una esencia femenina temprana, que existiría antes de la posterior construcción cultural de la identidad femenina. El segundo gran bloque es el feminismo de la igualdad, que se muestra convencido de que la feminidad y la masculinidad son construcciones culturales, por tanto no puede existir ninguna esencia ligada al cuerpo biológico, sino que ambos sexos pueden ser iguales en todos los aspectos de la vida que son socialmente construidos. En este segundo bloque se inscribe el feminismo psicoanalítico constructivista, que está convencido de que la identidad femenina se construye a partir de la experiencia vivida y a partir de los ideales y los mandatos culturales y sociales, que se inscriben en la subjetividad de cada mujer y de cada hombre.

Como venimos repitiendo a lo largo de esta exposición, las distintas corrientes filosóficas del siglo XX impactaron en todas las áreas de conocimiento. Bajo la influencia del estructuralismo y el postestructuralismo, antropólogas, psicoanalistas y filósofas feministas, a lo largo de los años setenta del pasado siglo, continúan su búsqueda de las razones de la opresión de las mujeres y el modo de desprenderse de ella. Para ello, analizan la estructura de las relaciones entre hombres y mujeres, utilizando el concepto de género a partir de la definición de identidad de género que se conocía a partir de las contribuciones de John Money, psicólogo sexólogo, y de Robert Stoller, psiquiatra y psicoanalista. Ambos trabajan en la clínica con personas hermafroditas, inter-sexos y transexuales y observan las discrepancias que pueden existir entre el sexo biológico y la identidad sexual. Money define la identidad de género, que puede ser diferente del sexo biológico y que la niña o el niño adquieren en edades tempranas a partir de la experiencia vivida en relación con su madre y su padre. Stoller define el género como todos los aspectos psicológicos, sociales y culturales de la feminidad y la masculinidad. Ambos utilizaron el marco psicoanalítico para el estudio de la construcción subjetiva de la identidad psicosexual, siguiendo la formación del inconsciente, diferente y separada de la biología (Velasco, 2009, p. 77).