Falacias, dilemas y paradojas, 2a ed.

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Prólogo a la presente edición

La obra sigue manteniendo el hilo conductor de la edición inicial. En ella se persigue satisfacer los intereses formativos del alumno de 2° y 3er curso de Economía y de ADE (Administración de Empresas) en el ámbito de la economía española. A este fin, con ese mismo espíritu, y aconsejado por la propia docencia, hemos añadido nuevas píldoras hasta un total de 60, y las hemos agrupado con un criterio temático en diez capítulos o bloques compactos, que son lo que se corresponden con los diez temas en los que está dividido el programa de la asignatura Economía Española.

Como novedad, en esta segunda edición, abrimos el libro con una introducción al mundo de la argumentación y al bosque de las falacias en economía. Al mismo tiempo, hemos añadido al final de cada capítulo tres apartados: (i) el primero, contiene ejercicios y actividades ; (ii) el segundo, nos envía a la dirección de una página Web del servidor de la Universitat de València creado al efecto (http//www.adeit.uv.es/libros), en la que el alumno podrá encontrar resueltos muchos de los ejercicios propuestos, así como otros nuevos, ejercitarse en la resolución del cuestionario de autoevaluación y buscar por su cuenta fuentes estadísticas; y, (iii) el tercero, recoge un cuestionario de autoevaluación para que el alumno pueda comprobar cómo ha avanzado en el dominio de la materia, lo cual requiere, además de trabajar el libro, la asistencia a clase de forma regular. Siempre se ha tratado de que dichas actividades, ejercicios y cuestionarios sirvan a los fines generales que justificaron el primer objetivo de esta obra. El alumno que haya asistido al curso de Economía Española debería de estar en condiciones óptimas para resolver los ejercicios y responder a las cuestiones sin mayor dificultad.

Este prólogo apareció publicado, en parte, en forma de artículo en el diario El País – Tribuna,, el martes 19 de enero de 2010, p. 31.

Me preguntaba en la primera edición sobre la misión de la universidad ¿Consiste ésta en formar estudiantes y enseñarles un oficio con el que ganarse la vida? ¿Ha de limitarse la universidad a transmitir información y conocimiento? No lo creo. La universidad debe, más bien, pertrecharles con el instrumental y la cartografía necesarios para que no pierdan el rumbo a la hora de construirse como universitarios y profesionales pero, sobre todo, como personas. Con ese bagaje, pero sin la muleta del profesor, a los estudiantes les compete elaborar su propio pensamiento y, siguiendo el ideal kantiano de la ilustración, saturar su Sapere aude!, atreverse a servirse de su propia razón, tener el valor de colmar su saber, pensando por cuenta propia.

En lugar de divulgar informaciones o conocimientos asequibles pero que debilitan el espíritu, el profesor está llamado a influir sobre las capacidades del alumno para que construya su propio pensamiento. Ni la función de la universidad consiste en presentar ante los estudiantes un conocimiento previamente masticado y después regurgitado, ni la del profesor en situarles ante la fuente del saber. Aún así, nunca podríamos obligarles a beber de él. Se trata de actuar como guías indicando la dirección que puedan llevar sus pasos hasta alcanzar la fuente, estimulando así, su necesidad de saber que todos llevamos dentro, como se encarga de recordarnos Nietzsche. Además, nuestra preocupación se centraría no sólo en la transmisión de conocimientos, en su mayor parte con fecha de caducidad, y en un saber utilitario y necesario para ejercer una profesión; sino también, en infundir en el ánimo del estudiante un impulso moral hacia una cultura de vida anclada en actitudes y valores, que le permita ser una persona cabal, capaz de una cordialidad amistosa.

Más que encorsetar al estudiante en un corpus teórico asfixiante, ejerzamos nuestra docencia como una actividad orientada a fecundar su inteligencia, a desarrollar en él una actitud positiva, en el sentido de añadidora de algo personal, aunque sea muy liviano, a lo que recibe desde la tarima. Nuestra docencia no puede quedar reducida a un saber libresco, a una cháchara que decrepita al fuego fatuo de los manuales al uso. Para el estudiante, más importante que amontonar un saber sabido es reflexionar sobre lo aprendido, como ya nos enseñó Antonio Machado por boca de Juan de Mairena: «Aprendió tantas cosas [...] que no tuvo tiempo para pensar en ninguna».

En ocasiones, sin embargo, la endogamia y la escolástica de manual, el pitagorismo doctrinal de clanes y camarillas, lo emponzoña todo. Mejor será, pues, que estimulemos proyectos educativos que respondan a las reflexiones que los mismos profesores realizan sobre su propia disciplina, para no acabar siendo, como nos enseña Descartes, «como la yedra que no sólo no alcanza mayor altura que la de los árboles, sino que frecuentemente desciende después de haber alcanzado la copa», hasta convertirse en humus.

Seguramente cada cual logra tener una visión personal sobre su propia disciplina después de un proceso lento y a veces árido, de contrastación, análisis y reflexión, que ha pasado por fases de fascinación y desencanto, y de rebelión ante la sabiduría convencional de cada profesión y posterior reelaboración personal. Como economista, reconozco que salimos de las facultades con una visión ciclópea de la economía, es decir, unidimensional, pues, al igual que el cíclope homérico Polifemo, la aproximamos con un único ojo. Sólo el contacto con la vida económica, social y política nos convierte en economistas de una pieza, con una visión macroscópica de la economía. Quizás sea esta la razón por la que, desgraciadamente, existan muchos licenciados en economía pero muy pocos economistas.

La obra está elaborada pensando, sobre todo, en mis alumnas y en mis alumnos de la Facultad de Economía de la Universitat de València y, en general, en los estudiantes de la Universidad española y, entre ellos, en mis hijos Lluìs y Alex. Por eso, no quiero desaprovechar la oportunidad que me ofrece este prólogo para transmitirles mi visión de lo que debe ser la docencia universitaria. Quiero que sepan que me parece inútil intentar encorsetar la sagrada autonomía moral de las personas y la libertad docente de los profesores universitarios; que el saber y la libertad van tan unidos que no puede darse el uno sin la otra; que los profesores universitarios no sabemos estar acuartelados, pues el toque de queda académico es letal para la universidad, lo que no es excusa para instalarnos en la rutina fácil del manual y de las clases magistrales; que un profesor universitario se hace con sus libros; y, que la elaboración de una obra como esta constituye, a mi modo de ver, el acto más positivo, en el sentido de ponedor o de añadidor, que cualquier profesor puede realizar durante su vida académica.

Deseo aprovechar la oportunidad que me da este prólogo para expresar mi más sincero agradecimiento a las nuevas colaboraciones que he recibido desde la primera edición. A los profesores Rafael Beneyto Torres, Jesús Alcolea Banegas, Enrique Sanchis Peris, Ana Zorio Grima, y María Concepción Ferragut Domínguez, de la Universitat de València. Al profesor José García Solanes, de la Universidad de Murcia. Al profesor Vicente Royuela Mora, de la Universitat de Barcelona. A Tomás García Azcárate, Octavi Quintana Trías, y Bernard Connolly, de la Comisión Europea. Y, ya dentro de mi propia Facultad, a Vicente Almenar Llongo, querido compañero del Departamento de Economía Aplicada, por su inestimable ayuda en algunos ejercicios prácticos y en la preparación de todo el material docente en el sitio Web; a Lucía Marrahi Gomar, Licenciada en ADE y alumna del curso 2007-08, a quien le agradezco sinceramente haber colaborado conmigo en la discusión, concepción y redacción de los cuestionarios de autoevaluación; y, a mi hijo Lluìs quien, en plenos exámenes, ha estado siempre disponible para leer algunas píldoras y opinar desde la perspectiva del alumno, así como por haberme sacado de más de un atolladero informático y de otros zarzales en los que, en forma de cuadros y gráficos, me metí muy a mi pesar.

Al igual que nos pasa cuando comemos con gula invencible, en este prólogo me he dejado para el final el mejor de los bocados. Lo mejor empieza ahora, porque es ahora cuando quiero agradecerle a mi esposa Yvonne, ejemplo de paciencia y discreción para mí, por su ilimitada comprensión a la hora de dejarme horas y horas enfrascado con mis fantasmas y luchando, como Don Quijote, con mis molinos de viento económicos.

Mil gracias a todos por sus consejos y por su ayuda.

La Canyada, 11 de enero de 2010

Introducción.

Falacias, dilemas y paradojas en economía

Píldora 1

Sobre la teoría de la argumentación y las falacias1

En un libro sobre falacias, dilemas y paradojas en el ámbito de la economía española, quizá valga la pena introducir la materia con algunas referencias, aunque sólo sean muy someras, a la teoría de la argumentación y a las nociones de argumentación, argumento, falacia, sofisma, paralogismo, dilema y paradoja.

Se denomina argumentación o argumento a aquel enunciado o conjunto de enunciados que se expresan con el ánimo de establecer algo con el fin de que aquel ante quien se presenta la argumentación o argumento acepte como verdadero o falso aquello que se le presenta como conclusión, o bien siga un determinado curso de acción.

Aunque las nociones de argumento y de argumentación pueden ser utilizadas de forma indistinta, se entiende por argumento, en un sentido general, aquel razonamiento o conjunto de razonamientos, enunciados o proposiciones que se utilizan para justificar, apoyando o refutando, una afirmación o una tesis. Por su parte, se entiende por argumentación un conjunto de argumentos o razonamientos como los anteriores a los que hay que añadir una intención de persuasión o seducción2 con el fin de conseguir que alguien acepte la verdad o falsedad de una tesis o su acción siga un curso determinado.

 

Existen diferencias de matiz, aunque importantes, entre tales términos (Quintás Alonso, 2002: 32-33). Mientras el argumento se encuentra en un plano más conceptual, abstracto y nocional, la argumentación se sitúa en el plano lingüístico-retórico, y el razonamiento en el psicológico-mental. Cuando hablamos de argumento en la lógica simbólica, matemática o logística, nos estamos refiriendo a pruebas demostrativas y concluyentes que se derivan de aplicar las reglas del cálculo lógico, o del álgebra lógica. Es decir, hemos utilizado como materia prima el lenguaje natural, lo hemos vaciado de cualquier contenido, incluido el lingüístico o semántico, y lo hemos transformado en nuevo lenguaje, el lenguaje lógico.

Por el contrario, si nos encontramos en un domino intermedio en el que se combinan la lógica, la dialéctica y la retórica, con el término argumentación nos estamos refiriendo a la presentación de una o varias pruebas que no son concluyentes y que, por ese motivo, han de ser presentadas de una forma seductora para que atraigan al auditorio a su favor. Aunque la teoría de la argumentación se apoya, en primer lugar, en la lógica, nos encontramos también en contacto con la retórica, que luego se transformó en oratoria con Cicerón y Quintiliano, de donde surgirá la dialéctica a partir del siglo xvi con Petrus Ramus (Pierre de la Ramée).

Diferencias en el ámbito de la lógica simbólica

Incluso dentro del propio ámbito de la lógica formal se observan diferencias entre argumento y argumentación. La distinción fundamental estriba, para algunos lógicos (Falguera López y Martínez Vidal, 1999: 26 y ss.), en que un argumento es una entidad conceptual abstracta, es decir, desligada de cualquier conexión lingüística, vaciada de su contenido semántico y formada por proposiciones, es decir, por lo expresado por un enunciado. Mientras que una argumentación es un pasaje lingüístico concreto, también formado por una serie de enunciados u oraciones declarativas en términos gramaticales, en el que si aceptamos los enunciados que preceden –es decir, las premisas– tenemos necesariamente que aceptar el que sigue –es decir, la conclusión–, a los cuales les corresponde un valor de verdad o falsedad.

Por lo tanto, un argumento lógico o una argumentación formal es aquella estructura constituida por tres elementos: (i) una conclusión, es decir, un enunciado o una proposición susceptible de ser declarada verdadera o falsa a partir de la argumentación; (ii) unas premisas: conjunto de enunciados o razones cuya verdad se aduce para apoyar la verdad de la conclusión; y, (iii) una intención: una conexión, nexo o consecuencia lógica entre las partes, es decir, entre las premisas y la conclusión. La conclusión y la intención (nexo de consecuencia lógica) no pueden faltar. Las premisas, por su parte, son un conjunto finito de enunciados eventualmente vacío (Ø).

Una argumentación o un argumento formalizados contienen enunciados del lenguaje natural que, mediante el uso de fórmulas bien formadas, se ha transformado en un lenguaje lógico formalizado. Un argumento o una argumentación formales son, por lo tanto, entidades conceptuales abstractas que expresan un acto del habla en la medida en que las constantes lógicas tienen un contenido semántico establecido.

Si nos encontramos en el plano conceptual y nocional, hablaremos de argumento inductivo fuerte si la conclusión se sigue probablemente de las premisas, y de argumento inductivo débil si la probabilidad es baja. Por el contrario, hablaremos de argumentación inductiva si nos encontramos en el plano lingüístico o retórico, ya sea en un acto de habla o en un escrito, y ésta podrá ser igualmente fuerte o débil según el grado de probabilidad de que se confirme un determinado valor veritativo.

En lógica clásica de primer orden, los argumentos pueden ser deductivos o inductivos. Los argumentos deductivos sólo pueden ser válidos o correctos y noválidos o incorrectos. Un argumento deductivo es válido o no-válido dependiendo de su estructura lógica. Según los manuales, validez es lo mismo que corrección, de modo que un argumento será formalmente válido o correcto si tiene valor apodíctico, es decir, si de él se deduce inferencia lógica. Dicho de otro modo, cuando la conclusión se siga necesariamente de las premisas; mientras que será no-válido en caso contrario.

Sin embargo, como en la lógica formal los argumentos no contienen valores de verdad, es posible que un argumento sea válido y, al mismo tiempo, sea falso, debido a que su validez o no-validez es de naturaleza óntica, ya que depende de su estructura lógica y no de su naturaleza epistémica, es decir, no depende de lo que sepamos sobre dichas proposiciones y de los valores de verdad o falsedad que correspondan a las premisas y la conclusión, salvo en el caso de premisas verdaderas y conclusión falsa.

De acuerdo con la distinción que acabamos de ver entre validez o corrección (óntica) y verdad (epistémica) de los argumentos, podemos afirmar, siguiendo los manuales de lógica formal (Beneyto y Úbeda, 2008: 21 y ss.) o formalizada, que un argumento es formalmente correcto si no puede darse un caso, en ningún mundo, universo de discurso o colección de entidades reales, abstractas, etc., que hay en él, en el que todas las premisas sean verdaderas y la conclusión falsa, en ese mundo o bajo esa interpretación. Un mundo en el que sí se dé lo anterior constituye un contraejemplo, es decir, un mundo en el que la argumentación falla. El argumento es correcto si no hay contraejemplo, incorrecto si existe contraejemplo, e indefinible si no puedo contestar a la pregunta, pues no se da ni lo uno ni lo otro.

Ya hemos visto que la lógica trabaja con un lenguaje formal vaciado de contenido. Sin embargo, no es fácil poder determinar a simple vista la validez o corrección de un argumento. Para ello necesitaremos pruebas que nos conduzcan desde la verdad de las premisas a la verdad de la conclusión: (i) mediante la aplicación de las reglas de un cálculo lógico adecuado (derivación), es decir, que tenga la propiedad de ser consistente, de forma que en él no se puedan demostrar enunciados falsos, y completo, es decir, que demuestre todas las verdades o tenga la capacidad de fundamentar todo cálculo correcto; o, (ii) demostrando que no existe un contra-ejemplo, es decir, que no existe un caso en el que la premisa sea verdad y la conclusión falsa.


Cuando un argumento deductivo sea correcto, y además todas sus premisas sean verdaderas, tendremos entonces lo que en lógica simbólica se denomina argumento coherente. Un argumento coherente ha de tener necesariamente la conclusión verdadera, pues no puede darse el caso de que exista un argumento válido con premisas verdaderas y conclusión falsa. A este tipo de argumentos también se les denomina argumento coherente en la teoría de la argumentación. Por último, un argumento deductivo incorrecto o inválido puede ser un argumento formal falaz, o también, una falacia formal.

Diferencias en el ámbito de la teoría de la argumentación

Analicemos ahora algunas de las discrepancias que existen entre argumentación y argumento en el ámbito de la teoría de la argumentación.3 Una argumentación, o un argumento, es un encadenamiento de argumentos o de razones justificativas en apoyo de una afirmación o de una tesis, cuyo fin es convencer a alguien de su verdad. En otras palabras, se denomina argumento al conjunto de razones que se expresan y entrelazan con el ánimo de establecer algo, justificando una opinión o una acción, para que la persona ante quien se presenta el argumento o la argumentación acepte lo que se le presenta como conclusión o bien siga un determinado curso de acción.

La teoría de la argumentación parte de la validez formal de los argumentos, pues requiere la validez formal del argumento desde el plano de la lógica, de modo que de él se deduzca una inferencia lógica. A partir de aquí, se necesita que el argumento sea coherente desde el plano de la semántica, es decir, que contenga inferencia lógica y premisas verdaderas; y que sea cogente,4 es decir, que sea fuertemente convincente y, por lo tanto, que afecte a la psicología del receptor.

Por lo tanto, en la teoría de la argumentación el objetivo no consiste sólo en obtener una inferencia lógica que demuestre la validez del argumento, sino también en convencer o persuadir al oyente o al receptor de la verdad del argumento. Vemos pues que contiene tres elementos: (i) el sujeto: que es quien teje el argumento respetando las reglas de la inferencia lógica para producir un argumento válido en términos formales; (ii) el auditorio: que también aplica la lógica a aquello que recibe y que lo acepta como un argumento coherente; y, (iii) la psicología del receptor: que se deja seducir por la fuerza persuasiva del argumento coherente y lo capta como un argumento fuertemente convincente o argumento cogente.

Lo anterior se encuentra enmarcado en el ámbito de la pragmática –del estudio de las significaciones de los signos para los sujetos– mediante la utilización del llamado triángulo RAS, que define las condiciones de relevancia, aceptabilidad y suficiencia que debe cumplir todo argumento genuino: (i) la razón de relevancia: según la cual deberemos rechazar aquellas razones que tengan poca o nula relación con la tesis que se pretende apoyar y justificar; (ii) la razón de suficiencia: por la que deberemos rechazar aquellos argumentos que tengan escasa capacidad para poder justificar y fundamentar la tesis; y, (iii) la razón de aceptabilidad: aunque la verdad sea siempre elusiva, esta tercera condición obliga a contrastar el contenido veritativo de la argumentación y, en la medida de lo posible, a verificar la veracidad de las premisas.


La lógica, la dialéctica, la retórica y la oratoria son disciplinas que se ocupan de la argumentación. Mientras que la lógica se encarga del análisis crítico de un texto o de un argumento, la dialéctica lo hace del procedimiento, en tanto que la retórica y la oratoria tienen por objeto embellecer las palabras mediante el estilo con el fin de persuadir al auditorio. Tanto es así que una falacia no existe simplemente porque alguien la elabore, sino que requiere que haya otros que incurran en ella para que podamos decir que existe como tal.

Lo usual es utilizar los términos falacia, sofisma o paralogismo en el mismo sentido, esto es, como un argumento aparente o forma de argumento o de refutación no válida con la que se quiere defender algo y confundir al contrario. A veces se distingue entre sofisma y falacia, entendiendo por falacia aquel argumento aparentemente válido que es simplemente un error o un descuido propuesto por alguien; mientras que por sofisma se entiende aquel argumento que ha sido tejido para hacer caer en él intencionadamente al auditorio o derrotar al oponente.

Otras veces se establecen algunas diferencias entre sofisma y paralogismo, entendiendo el sofisma como una refutación con conciencia de su falsedad y con el objetivo de confundir al contrario, de vencer mediante engaño; mientras que en el paralogismo falta dicha conciencia de falsedad, se trata de un pensar desviado y erróneo, pero involuntario y no intencionado. Además, el sofisma consiste en una refutación basada en pruebas no adecuadas, por lo que no es propiamente una refutación ya que es defectuosa.

Dentro de las falacias lógicas podemos distinguir de dos clases:5

a) falacias formales: son las que atentan contra una forma argumentativa válida, es decir, las que contienen una inferencia no fiable (i. e.: premisas verdaderas y conclusión falsa); como son la falacia de negar el antecedente y la falacia de afirmar el consecuente; y,

 

b) falacias no formales o materiales: que son las que nos interesan aquí, por tener mayor relevancia en el ámbito de la economía. Entre ellas podemos distinguir las siguientes:

1. Falacias informales del lenguaje: como las de ambigüedad (v. gr.: la falacia de composición, que es importante en economía y que consiste en afirmar del todo lo que es cierto de una parte sin mejor razón. Esta falacia nos ayuda a comprender la paradoja de la frugalidad, es decir, las razones por las que los intentos individuales de ahorrar en épocas de recesión, como la actual en España, pueden deprimir demasiado el consumo y llegar a disminuir los ahorros de todos) y las retóricas (v. gr.: Argumentum ad populum).

2. Falacias de relevancia o de apelación irrelevante: como la falacia de razón irrelevante (Non sequitur), la de conclusión irrelevante (Ignorantia elenchi), la de apelación a la persona o Argumentum ad hominem, la falacia de apelación a la autoridad o Argumentum ad verecundiam (v. gr.: Argumentum ad antiquitam), la de apelación a las emociones (v. gr.: Argumentum ad choleram, Argumentum ad baculum) y las falacias de distracción (v. gr.: Tu quoque).

3. Falacias de evidencia: como son las falacias de inferencia estadística (v. gr.: Secundum quid), las falacias de comparación, las de causa cuestionable (v. gr.: Post hoc ergo propter hoc que nos explica por qué algunos economistas confunden la forma en la que se manifiesta el crecimiento con los factores que lo determinan) y la de supuestos injustificados (v. gr.: Petitio principii, aunque ésta sea en realidad una falacia formal, y Argumentum ad ignorantiam).

4. Falacias adicionales: como las falacias de apelación a las consecuencias (v. gr.: Argumentum ad consequentiam).

En cuanto a los dilemas, señalemos que se trata de argumentos en forma de silogismo con una proposición disyuntiva cuyos dos miembros conducen a la misma conclusión; por eso se le llama syllogismus cornutus. En economía, solemos hablar de los dilemas en el mismo sentido que en el lenguaje corriente, es decir, como el conjunto de dos opciones contradictorias entre las que hay obligatoriamente que elegir una que producirá efectos negativos sobre la otra no elegida. En economía y en el marco de la teoría de juegos, es famoso el dilema del prisionero o, por poner un ejemplo más actual, el nuevo dilema que tiene planteado el Banco Central Europeo que consiste en la necesidad de gestionar una política monetaria que sea eficaz a la vez para países con inflación y para otros con peligro de deflación.

Por último, las paradojas consisten, como ocurre con las famosas aporías de Zenón de Elea, en proposiciones extraordinarias y abracadabrantes que, por una parte, aparecen como portadoras de verdad y, al mismo tiempo, van a contracorriente de la opinión convencional sobre un asunto. Se trata de argumentos que no cabe asimilar a un puro juego banal, más bien al contrario, constituyen un acicate para la revisión de los conceptos teóricos y de las doctrinas que desafían, pues como nos señala Giorgio Colli (2006: 22): «Las aporías suscitadas por Zenón no deben tomarse a la ligera, desde el momento en que grandísimos pensadores, como Aristóteles (...) y Kant, en la Crítica de la Razón Pura, intentaron superarlas». Tienen gran importancia en economía, como es el caso de la famosa paradoja de la frugalidad antes mencionada.

La argumentación y la ciencia

La pretensión de argumentar y de debatir, además de ser consustancial al hombre, es necesaria para poder vivir como tal. Hemos visto también que la argumentación es un juego de lenguaje en el que los participantes están comprometidos y se esfuerzan en conseguir, mediante el diálogo argumentativo, un acuerdo intersubjetivo y válido que añada conocimiento con pretensiones de verdad o de verosimilitud al ya existente. Es difícil, sin embargo, poder afirmar que un argumento cumple las pretensiones de validez cuando nos situamos en el marco de la racionalidad dialógico-trascendental (pragmático-universal) de Jürgen Habermas. La razón reside en que, según ésta, el diálogo intersubjetivo busca acuerdos con pretensiones de validez para los argumentos utilizados, y que dichos pactos están siempre sujetos a revisión y refutación ulterior. Es decir, estarán siempre aceptados con un carácter de provisión al modo en que Descartes, en la tercera parte de su Discurso del Método, decide elaborar «una moral para proveerse» (Quintás Alonso, 1999: 44) –une morale par provision– con el fin de no permanecer irresoluto en sus acciones.

La argumentación, por otro lado, es imprescindible para el avance de las ciencias, ya que toda ciencia de la que no se pueda demostrar que es falsa, falseada o falsada no puede ser ciencia. Como señala Thomas S. Kuhn (2006), las leyes científicas nunca se demuestran, pues aunque se confirmen en su validez al tener evidencia empírica a su favor, siguen siendo falseables. Si se llegase a demostrar la ciencia, entonces sólo tendríamos matemáticas y lógica simbólica, es decir, ciencias formales que enuncian verdades formales llenas de rigor analítico, pero vacías de contenido; mientras que las ciencias experimentales o empíricas, como la física o la química, enuncian verdades materiales que dan lugar a un corpus teórico del cual se obtienen leyes derivadas. A la física de Ptolomeo, que dicho sea de paso es la que utilizan los marineros por resultarles la más útil, siguió primero la de Copérnico y luego la desarrollada por Galileo. Esta última fue mejorada por Newton, y la de éste fue superada, a su vez, por la de Einstein.

Las leyes científicas empiezan siendo hipótesis, conjeturas, y no sabemos de dónde nacen dichas hipótesis; si surgen de las analogías, de la experiencia o de la intuición no lo sabemos con certeza. Aunque las falacias no son aceptables como argumentos genuinos, cumplen un importante papel en el avance de la ciencia en la medida en que ponen a prueba nuestros afanes por superar nuestros propios errores. Las ciencias empíricas, por ejemplo, se apoyan en razonamientos falaces debido a que no afirman mediante la utilización de reglas de derivación, como las matemáticas o la lógica, sino por empeiria, es decir, por una forma de conocimiento basado en la experiencia y en la observación, por oposición al conocimiento metafísico o especulativo.

En las ciencias no formales, las llamadas ciencias sociales, como la economía, el énfasis en la formalización matemática les añade rigor y las hace más útiles para el análisis y la predicción. Sin embargo, al mismo tiempo, el abuso de la matematización y la confianza ciega, y por otro lado no siempre justificada, en la formalización como palanca para hacerlas más científicas, las vacía de contenido, las aleja de la realidad económica que pretenden analizar y las vuelve rígidas, dogmáticas y, a veces, inservibles.

Es precisamente en los momentos de crisis, que en economía son recurrentes, cuando se manifiestan las «anomalías» (Kuhn), y es precisamente la existencia de «contraejemplos» lo que hace que se revisen acuerdos epistemológicos previamente pactados por la comunidad científica (paradigma científico). Por esta razón, es de esperar que surjan nuevos contraejemplos de la actual crisis financiera global que den lugar a revisiones epistemológicas de la ciencia económica en los próximos años.

Bibliografía

Alcolea Banegas, Jesús (2006): Curso sobre Teoría de la Argumentación, Universitat de València, Valencia, notas manuscritas.

Aristóteles (1988): Tratados de lógica [Órganon] ii. Sobre la interpretación, Analíticos Primeros, Analíticos Segundos, Biblioteca clásica Gre– dos, Madrid, vol. ii, 460 pp.

— (1988): Retórica, Gredos, Madrid, 626 pp.

Beneyto, Rafael y José Pedro Úbeda (2008): Lógica. Deducción natural, Departamento de Lógica y Filosofía de la ciencia, Universitat de València, curso 2008-2009 (mimeo), 147 pp.

Chalmers, Alan F. (2006): ¿Qué es esa cosa llamada ciencia?, Siglo XXI, Madrid, 247 pp.

Chalmers, Alan F. (2006): La ciencia y cómo se elabora, Siglo XXI, Madrid, 181 pp.

Colli, Giorgio (2006): Zenón de Elea. Lecciones 1964-1965, Sexto Piso, Madrid, 195 pp.