La condición femenina

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Una parte de lo que llamamos feminidad se vincula a la comedia de los sexos y a la dialéctica falo-castración. Es la parte accesible a la investigación freudiana, donde la mujer es un sujeto de la experiencia analítica. Se vincula a la verdad, que es la dimensión en la que cobran un sentido las categorías de lo manifiesto y lo latente. Su sexo corporal entra en esta dialéctica a través de un proceso de histerización, por el que sabemos que una vagina puede ser fantasmáticamente un falo, una boca y hasta una mirada (en el sueño de un paciente de Freud la parte inferior de los ojos de una mujer evocan el recuerdo infantil de haber visto la “carne viva” de los labios de la vagina). Se trata, en el fondo, de una histerización del órgano vaginal:

“…la vagina entra en función en la relación genital mediante un mecanismo estrictamente equivalente a cualquier otro mecanismo histérico”. (Lacan, J., La angustia, Paidós, Bs. As., 2006, pág. 83).

La Otra parte nos remite a las relaciones más estrechas entre lo femenino y el registro de lo real. Se trata de un aspecto de la mujer, de su amor, de su deseo y de su goce, que no entra en la lógica del eje falo-castración, que está fuera del juego de los semblantes fálicos de la feminidad y la masculinidad. Este aspecto de lo femenino es el que llevó a Freud a recurrir a la metáfora del continente oscuro, y a preguntarse por lo que una mujer quiere. Algo que no resulta fácil de localizar dentro o fuera del análisis, justamente porque es la parte que, al decir de Lacan en De un Otro al otro, tiene “domicilio desconocido”.

Die Frau, das Weib

En alemán hay dos términos para designar a la mujer, que son die Frau y das Weib. El primero, Frau, como era de esperarse, es de género femenino. Sin embargo el segundo, Weib, es neutro, lo que resulta por demás curioso. ¿Hay una palabra más femenina que la palabra “mujer”? No encontramos esa doble designación del lado masculino, donde der Mann, señala inequívocamente al varón con el artículo masculino que le corresponde. El uso del neutro se podría entender en el caso del niño –das Kind– o de la niña o mujer muy joven, la doncella –das Mädchen– por lo que puede suponerse de indefinición sexual en ellos. Pero Weib nombra cabalmente a la mujer y resulta llamativo que, entonces, esa voz venga precedida del artículo neutro, das. No es, sin embargo, esta peculiaridad gramatical lo más relevante. Actualmente la palabra Weib ha pasado a ser un término impropio y a veces chocante para referirse a la mujer. En tiempos de Freud era de uso corriente y es con ese significante que él siempre la nombra, incluso cuando habla de la feminidad –die Weiblichkeit– o de la sexualidad femenina –die weibliche Sexualität. Freud nunca habla de Feminität, que es un significante al que podría haber recurrido. Hoy, el uso del término Weib puede resultar un tanto ofensivo, y lo aceptado es designar a una mujer como eine Frau (una mujer). Originalmente se reservaba esa voz para la mujer casada (Frau = señora) mientras que el diminutivo Fräulein –señorita– recaía sobre la que permanecía soltera. Razonablemente, hay que decirlo, la protesta objetó que eso daba a entender que una mujer se hacía mujer recién después del matrimonio, y no antes. Resultaba absurdo y disminuyente nombrar como “señorita” a una mujer ya hecha y derecha por el solo hecho de permanecer soltera, sobre todo cuando esa diferenciación no se hace para el hombre. La objeción es perfectamente justa. ¿Pero por qué se suprimió el uso de Weib? No es difícil adivinar que se trata de un significante que se prestaba a un uso despectivo, vinculado a la asignación de un rol servil. Propongamos en castellano una frase poco grata del tenor de: “¡Mujer, sírveme la cena!”. Eso ofrece una idea de lo que impregna al término Weib, dado que sería ése, y no Frau, el significante que correspondería a una frase como la que expusimos. Sin embargo, no se trata unívocamente de la mujer sumisa. Das Weib nombra a la mujer como “Otro absoluto”. La razonable supresión del término lo convierte a la vez en algo preciado para el psicoanálisis que se ocupa de los desechos, de lo que el poder echa a la papelera de reciclaje. Allende las etimologías, si se aborda la cuestión desde la experiencia analítica preferiría reservar el término femenino die Frau para designar aquel aspecto de la feminidad que ha pasado al plano de la ley, y que por lo tanto entraría dentro de la dialéctica del significante y de la lógica del falo. Es una feminidad que, al igual que la masculinidad, se define en función de su relación al falo. Por el contrario, encuentro en el carácter neutro de das Weib el eco de ese aspecto de lo femenino que se manifiesta como una alteridad radical, no solamente respecto del varón, sino también respecto de esa feminidad que estaría dentro de la ley. Freud lo articula sin hacerlo explícito: él afirma claramente en “Análisis terminable e interminable” que lo femenino es algo rechazado por ambos sexos. Si esto es así, entonces la feminidad se nos presenta como no-toda, como al-menos-dos. Porque habría una feminidad rechazada, y otra que la rechaza, y esta última es admitida. ¿Cómo pensar eso femenino del que ambos sexos, tanto el varón como la mujer, se apartan? Se trata ahí de un cuerpo y de un goce de ese cuerpo que permanece virgen de elaboración discursiva, más acá de la ley, más acá del eje falo-castración y más acá, incluso, de una feminidad concebida como carencia de falo, dado que allí donde se carece de él se está, pese a todo, en relación con él.

Lo virgen y lo real

“El tabú de la virginidad” es un texto freudiano que anticipa dos puntos importantes de la enseñanza de Lacan.

1) El primero es el de la intimidad entre lo femenino y lo real, concebido éste como lo que estaría fuera del campo del sentido. Hay algo “virgen” en la feminidad, pero no en el sentido de ausencia de relaciones sexuales, sino como lo que no ha sido tocado por la lógica misma del falo y la castración.

2) Un segundo punto se refiere a la cuestión de “la pretendida frigidez de la mujer” (Lacan) que en realidad pone en juego el enigma de su goce Otro y no solamente el problema de su inhibición del goce fálico.

Con respecto a lo primero, el artículo de Freud sostiene que la idea primitiva de que la mujer como tal, y no ya solamente como virgen, sería tabú, muestra que ella encarna lo que Lacan designa como el Otro absoluto en “Ideas directivas para un congreso sobre la sexualidad femenina”. Se destaca su carácter extranjero, no especular, refractario a un modelo de totalidad de la imagen del cuerpo regida por el patrón fálico y también a la totalidad del grupo, del “cuerpo social”. Cumple una función de resto, que a la vez de causar el deseo también suscita angustia y la hace objeto de segregación, hostil o idealista. En este texto al que aludimos, la virginidad aparece como una metáfora de lo real porque la condición virginal de la mujer hace del coito un acto cargado de cierta gravedad e irresolución –ein bedenklicher Akt– que determina su inhibición o el recurso a ciertas medidas de prevención. En ocasiones una mujer no solo tiene que lidiar con su propia angustia en la primera vez, sino que además encuentra que el compañero se da a la fuga cuando ella lo advierte de su condición virginal. La mujer, pero sobre todo la mujer virgen, aparece como una metáfora de un real no marcado por el significante, y eso refuerza el valor de acto del gesto –el que sea– que implique enfrentarlo. Lo virgen se presenta como carente de marca, carente de nombre en cierto sentido. Conviene detenerse en un dato muy simple, y es que aunque la palabra “virgen” designa a la persona –de ambos sexos– que no ha tenido relaciones sexuales, concierne especialmente a la feminidad en las resonancias de su significación. Se presenta en forma destacada como un avatar de lo femenino, porque incluso en el hombre la virginidad aparecerá como un rasgo de feminización. Con independencia de las vicisitudes del primer acto sexual, la idea de virginidad es algo que concierne a la feminidad más allá de una condición sexual eventualmente transitoria y del estatuto social que se le adjunta. Y esto es así porque la categoría de lo virgen no solamente alude a lo que permanece intocado, sino que más remotamente apunta a lo que es por esencia, estructuralmente, intocable, pero no como prohibido sino como imposible.

La segunda cuestión importante tratada en “El tabú de la virginidad” es que la experiencia clínica demuestra que hay una zona de la vida erótica de la feminidad que no es alcanzada por el falo. La muy frecuente frialdad de la mujer ante el primer contacto sexual llamó la atención de Freud, sobre todo porque con no poca frecuencia esa “frialdad” se extiende mucho más allá de la experiencia inicial. Tan inesperada respuesta dejaba en claro que la vida sexual no sigue los dictámenes de la naturaleza ni del sentido común. Freud buscó entonces las razones de lo que podría ser considerado como una inhibición transitoria en muchos casos, o como incidencia de la neurosis, pero no se le escapó que allí había algo de la estructura misma de lo femenino que no se prestaba a ser explicado por la teoría de la histeria. Una mujer no se deja medir con la vara fálica y a menudo permanece inaccesible a “los mejores oficios del amante experto”. Es lo que afirma Lacan en su ya citado artículo de los Escritos cuando reconoce que el imperio de la frigidez se encuentra muy extendido y que es hasta genérico si se toma en cuenta su forma transitoria. No hay mayor distancia entre esto y decir que, en un cierto sentido, la frigidez sería casi la norma más que la excepción. ¿Cómo sería posible? Freud lo percibió y en ello reside la justificación de su famosa pregunta por lo que quiere una mujer.

Se llama “virgen” a la tierra que no ha sido arada ni cultivada, o a la materia que no fue objeto de ningún procesamiento o artificio. Virgen es, entonces, lo que no ha recibido las marcas del orden simbólico, lo que no fue tocado por el significante. ¿Admitiremos en la feminidad una zona virgen –por llamarla así– a la que el significante no llega a marcar? Y cuando decimos “el significante” nos referimos al falo en primer término, y después a todos sus equivalentes que pretenderían arrogarse la solución de los enigmas de la feminidad, como la palabra, el saber, e incluso el significante de la interpretación analítica. La idea de la feminidad como algo sobre lo cual la acción del significante se muestra inocua está bastante enfatizada en la enseñanza de Lacan. Apela varias veces a una imagen –que en el barroquismo habitual de su discurso o por mero extravío de la memoria atribuye a fuentes distintas– aportada por una suerte de proverbio que dice que el paso del hombre por la mujer no deja huellas. Lo menciona en más de una oportunidad. Aventurar esa idea es algo que tiene consecuencias que no siempre son cabalmente asumidas. En principio esto significa que hay algo en la mujer que permanece innominado aún después del acto sexual, el matrimonio o la maternidad. ¿Cómo se deja una huella en la feminidad? ¿Qué quiere decir, además, “dejar una huella”? No respondemos a estas preguntas por ahora, pero no sin advertir que en esa pregunta rozamos la cuestión de la violencia sobre la mujer. Hay quienes no saben dejar otras huellas que las de su infamia y su impotencia. Marcas atroces, a menudo ocultadas por el terror o la neurosis de la mujer, y por la complicidad del entorno social. Son el signo de la insensata pretensión del hombre de poseer un cuerpo que él no comprende y que lo confronta con su propia impotencia a la que responde coléricamente. Lo cierto, además, es que no se trata de comprender, ni tampoco de dominar. Este es un asunto cuya consideración debemos tener presente más allá de los fenómenos de violencia contra la mujer, porque marcar, nombrar, imponer un significante, pueden ser operaciones tendientes a asegurar la posesión y el dominio de un objeto, sin que medie un acto de brutalidad. Sabemos muy bien que la idea de “ser de alguien” no tiene el mismo peso del lado de la feminidad que del de la masculinidad. Penetrar, conquistar, colonizar, tomar posesión, y en última instancia nombrar, guardan una equivalencia fálica común. Es sobre todo la cuestión de la nominación la que habrá de merecer un examen especial porque el otorgamiento de un nombre puede ser algo amoroso, pero también puede ser todo lo contrario de un acto amoroso cuando deviene gesto de posesión. ¿No ponemos nuestro nombre a las cosas que consideramos de nuestra propiedad? ¿Qué diferencia hay entre esa nominación y la nominación amorosa, o es que acaso no hay ninguna diferencia? Ya en el posesivo “mi” encontramos esa doble vertiente, porque cuando hablo de “mi auto” denoto posesión, y cuando digo “mi” precediendo el nombre del ser amado, expreso una intimidad.

 

La ilusión del poder no deja de estar presente incluso bajo formas humanitarias, progresistas, políticamente correctas, allí donde se cree comprender al otro, donde desde un saber determinado se piensa que se le ha podido “sacar la ficha”. Ese gesto se escribe sobre un fondo de angustia que la nominación amorosa, cuando existe, no desconoce ni elude. Una película de Hollywood narraba la historia de un joven que tiene un encuentro casual –¿hay alguno que no lo sea?– con una chica y se enamora de ella. Pero la muchacha tiene un problema neurológico que le impide retener nada en su memoria, por lo que el recuerdo que ella tiene de él se borra al día siguiente. Esa circunstancia no solamente determina la angustia del muchacho ante el hecho de perderla, sino que también en ella se hace presente la angustia de perderse, de que estando con él y sintiendo el amor lo olvidará al día siguiente. Siendo así las cosas, el joven se ve obligado a renovar la palabra de amor todos los días, a hacerla existir una y otra vez como su mujer, porque si deja de hacerlo ella dejará de estar allí. El argumento, feliz o no, toca algo de la estructura. Hay algo en el deseo de una mujer que no se deja amarrar a un significante, que no se resigna a la huella mnémica. Y es que no es un significante lo que puede aferrarla. Al parecer eso no consigue hacerlo ningún dicho, ningún contrato, ningún acuerdo. Solo lo real de un decir, de una enunciación siempre actual puede hacerlo. Es por eso que una mujer, en tanto mujer no-toda, nunca vive dentro de los espacios instituidos de la ley. La estrecha relación entre lo virgen –aquí entendido más como intocable que intocado– y lo femenino parece justificar la imagen de un lugar inaccesible, inexplorable, en tanto Freud entrevió que una parte importante de la feminidad se mostraba tan refractaria a la investigación analítica como a la solicitación fálica.

El extravío

Lo que ha sido apreciado como frialdad de la mujer podría entenderse como una falta de respuesta, pero también podría constituir Otra respuesta. Sobre todo si esa Otra respuesta es enigmática para la mujer misma. Es la noción que irá tomando cada vez más lugar en la enseñanza de Lacan. Junto a lo que puede haber de inhibición y neurosis en la frialdad femenina, “conviene preguntar si la mediación fálica drena todo lo que puede manifestarse de pulsional en la mujer” (“Ideas directivas...”). En Aun Lacan se referirá, en la página 91, a la “pretendida frigidez”, dando a entender que lo que podría aparecer como tal corresponde a un goce específicamente femenino que no sigue la lógica del goce fálico, es decir, que no funciona según las leyes que rigen la dinámica sexual tal como Freud la conceptualizó y la vemos actuar en la experiencia analítica. Un punto que se presta al debate es el de qué debe entenderse por lo que Lacan llama un goce más allá del falo. Nunca es mucho lo que se nos dice. De hecho, el nudo de las dificultades reside en que el goce femenino no nos dice mucho. Es un goce que, según Lacan, una mujer siente, pero, a pesar de sentirlo, ella, la mujer, no sabe nada de él. Y es porque no sabe nada de él que nunca dice nada al respecto, con lo cual esa dimensión del goce queda traducida como frialdad. Es un goce que, al igual que el órgano femenino, no nos dice nada. Un goce que no se dice, pero que se vincula estrechamente con el decir del Otro. Lacan no solamente sostiene que el sexo corporal de la mujer no dice nada, sino que literalmente afirma que las mujeres, incluso las mujeres analistas, no dicen nada acerca del goce que les sería propio. En página 73 de Aun señala como algo notable que la intervención de las colegas analistas en la investigación sobre la sexualidad femenina no ha hecho avanzar nada nuestro conocimiento sobre el tema. Concluye inmediatamente en que “debe haber una razón interna ligada a la estructura del aparato del goce”. Esta referencia al aparato del goce parece reenviarnos nuevamente a la cuestión del sexo corporal de la mujer, teniendo en cuenta que esa corporalidad no es meramente anatómica, sino que implica su relación con el orden del lenguaje. Sorprende que se debata encendidamente sobre este asunto y que las mujeres que intervienen en la polémica no tengan nada ni diferente ni decisivo que decir.

“Lo que da cierta plausibilidad a lo que propongo, que de este goce la mujer nada sabe, es que nunca se les ha podido sacar nada. Llevamos años suplicándoles, suplicándoles de rodillas –hablaba la vez pasada de las psicoanalistas– que traten de decírnoslo, ¿y qué? Pues mutis, ¡ni una palabra! Entonces, a ese goce, lo llamamos como podemos, vaginal, y se habla del polo posterior del útero y otras pendejadas por el estilo. Si la mujer simplemente sintiese este goce, sin saber nada de él, podrían albergarse muchas dudas en cuanto a la famosa frigidez”. (Lacan, J., Aun, Paidós, Barcelona-Bs. As., 1981, pág. 91)

Al menos algo es claro, y es que la diferencia entre el goce fálico y el goce femenino no tiene nada que ver con referencias sexológicas como la distinción entre el goce clitoridiano y el vaginal. Lacan lee en lo que se presenta como frigidez de la mujer, la presencia de un goce enigmático. La hipótesis es ingeniosa y perfectamente lógica, aunque lo único que podemos hacer por el momento es tratar de entender qué significa ese “no saber nada”, o “no decir nada”. Lo primero es descartar que concierna a un fantasma reprimido, lo cual implicaría hablar de histeria, de inhibición o disociación. Esto es otra cosa; es un goce que, a pesar de no acceder al saber, se siente. Entonces ese “no saber nada” no es el de la represión. Lo que quiere decir que el goce femenino está fuera del saber es que, allí donde ella lo siente, ella está fuera de sí como sujeto. Es lo que afirma Lacan. No se trata aquí del fenómeno de la disociación histérica, del sujeto dividido de la experiencia analítica, del no saber en el sentido de la represión y la división subjetiva.

Si se quiere entender algo de la tesis de Lacan respecto del goce femenino debemos abandonar toda perspectiva descriptiva o fenomenológica. Dicho de otra manera, no hay que seguir el camino de la psicología y hay que tomar la senda de lo que Lacan llamaba la buena lógica. En eso él era freudiano, porque en su debate con Romain Rolland acerca del “sentimiento oceánico”, Freud sostiene que no se puede trabajar lógicamente con los sentimientos. Hay que dejar de lado los aspectos patéticos y adoptar un enfoque similar al que la orientación lacaniana misma nos propone en el abordaje de la angustia. No se trata de describir lo que eso es, sino de ver cuáles son sus coordenadas, su función en la estructura. Una experiencia libidinal puede tener lugar y sin embargo permanecer ajena al saber mientras no se la pueda identificar y localizar, fijar a significantes. Tal fijación, en el sentido freudiano del término, se verifica en la estructura del fantasma. Es la condición preliminar para el establecimiento de un relato, porque el desarrollo narrativo requiere de un guión mínimo, un marco de referencia, una escena. Justamente se nos presenta aquí un goce y un deseo que parecen carecer de ese marco referencial que permita ubicarlos dentro de ciertas coordenadas. Por esta razón Lacan dice que una mujer tiene “domicilio desconocido”. A este punto él se aferra para decir en la página 201 de Las formaciones del inconsciente que una verdadera mujer tiene algo de extravío. Es un término clave. Y esto quiere decir que el goce propiamente femenino, ese goce que no sería fálico y que se designa como “no-todo”, no sería localizable ni permite tampoco una identificación. Esto último debe entenderse en un doble sentido: el goce femenino no permite que se lo identifique y tampoco permite a quien lo siente, identificarse. Es un goce extraviado y extraviante. La enseñanza lacaniana subraya lo que la clínica muestra de una manera que no es difícil de apreciar y es el carácter insituable del goce de una mujer, cuando no se trata del goce fálico al que sin duda ella puede acceder. Identificación y localización son operaciones simbólicas que permiten la constitución de un saber y el sostenimiento de un sistema, es decir, de un todo.

Esta dimensión de goce a su vez nos extravía a los analistas porque no se muestra dócil a las variables del dispositivo analítico. ¿Cómo diferenciarlo además respecto de las experiencias de la disociación, la locura, la confusión, la psicosis? ¿Locura y goce femenino son lo mismo, dado que muchas veces se lo califica al último como “loco”? Podemos adelantar algún esclarecimiento respecto de este goce al que se nombra como “no todo”, diciendo que es “sin límites”. Es esto, y ninguna otra cosa, lo que quiere decir “no todo”. El problema es que la expresión “sin límites” podría convocar, al igual que la calificación de “loco”, un imaginario enloquecido, epileptoide, frenético, multiorgásmico. Empero, no se trata de ninguna de estas cosas, sino de tomar lo que Lacan dice al pie de la letra: “sin límites” significa sin referencias simbólicas. Lo que permanece fuera del saber, lo extraviado, no tiene por qué traducirse como exceso. De la misma manera, decir que algo es “loco” no necesariamente implica que sea algo estridente o escandaloso, porque algo loco puede ser simplemente lo singular, único, inédito, extraño, sin ser por otra parte algo que se haga notar demasiado. Es un obstáculo que la exclusión de este goce respecto del saber, su carencia de límites, lo haga pasible de una idealización febril, ya sea en un sentido positivo o negativo. ¿Es la cima de la beatitud? La pregunta en sí misma carece de todo sentido. Pero sí cabe advertir que Lacan sostiene que, al final, cada mujer se atiene al goce de que se trata (el fálico) y que ninguna aguanta ser no-toda. En esto resulta freudiano, si pensamos que en algún punto las mujeres mismas rechazan este goce que les sería propio. ¿Por qué? ¿Ese “no aguantar” debe atribuirse a la histeria? ¿Deberían “aguantarlo” acaso? ¿Qué quiere decir ese “no todo” –y no hemos dicho todavía en qué consiste– para que Lacan afirme que es, literalmente, inaguantable para la mujer misma? Él, Lacan, que nos recuerda a cada paso que no hay “la mujer”, que evita toda referencia universal, que llega a inventar grafías de artículos tachados que eviten la generalización, apela a un cuantificador universal negativo precisamente en ese punto. No parece, sin embargo, que por esa referencia él haya pretendido constituir un todo de las mujeres. Hay algo inaguantable en lo femenino. Dicho esto, se debe reconocer que no se trata de algo que pueda sostenerse fácilmente y menos bajo los ideales de la modernidad. Es común ceder a la tentación de atenuar lo que pudiera sonar ingrato de estas consideraciones adelantando las ventajas de la feminidad o señalando los deméritos del goce viril. Hay adeptos a las teorías de género que ven en la afirmación lacaniana de que “La mujer no existe” una agresión contra las mujeres. ¿Decir que hay algo inaguantable en la feminidad conlleva una valoración negativa? De la vida podríamos decir lo mismo. De la vida a secas, desnuda y sin atavíos. De la vida sin azúcar ni rosales, sin cantares de amor o de guerra, sin ficciones consoladoras que velen un poco su insensata gratuidad. El deber de todo viviente es soportar la vida, dice Freud. La vida es lo real que nos apremia. Y sí, hay que soportarla, pero para el psicoanalista no se trata de ensalzarla ni tampoco de denigrarla. Sin duda la vida tiene un valor, y lo mismo podemos decir tanto de uno como de otro goce. Pero entramos en una pendiente equívoca cuando intentamos cifrar ese valor.

 

La condición –Bedingung– femenina

En uno de los párrafos más impopulares de su obra, Freud dice que a la feminidad, en su tipo más puro y auténtico, no le interesa tanto amar como ser amada. Ella amará al hombre que cumpla con la condición –Bedingung– de amarla. Es un punto en el que resulta difícil para la mayoría seguir siendo freudiano. Muchos, sin tomarse demasiado trabajo por cierto, han visto esta declaración como mera confusión entre feminidad e histeria, o como una imputación de vanidad a la mujer, índice de un supuesto encono del maestro hacia el bello sexo. Es un asunto que se abordará más adelante, y que por ahora dejaremos en suspenso. Lo que importa ahora es detenerse en el uso de la palabra “condición”. Cuando hablamos de “la condición femenina”, el término puede aludir al estado de la feminidad, a su posición subjetiva, a su “naturaleza”. Hay varios términos alemanes para eso: Zustand, Verfassung, Natur, Kondition. Pero en la expresión “condición femenina”, el español sostiene el equívoco entre el “estado” de la feminidad y el “requisito” que ella impone, la condición como circunstancia cuya existencia es indispensable para la existencia de otra cosa. Así, die Bedingung puede remitir a la condición erótica, por ejemplo. Y lo interesante es que, más allá de nuestro acuerdo o desacuerdo con Freud, él nos dice que la condición erótica de la mujer femenina no está planteada en términos de un atributo fantasmático que se le suponga al partenaire. El amor de una mujer no está suspendido, al menos en este texto freudiano, del atributo fálico del otro. Ella amará a quien sea capaz de amarla, a ése que pueda cumplir con esa condición. Para existir la disposición amorosa en ella es indispensable el amor del otro. Todo esto puede ser muy confuso, sino trivial, porque nunca sabemos bien de qué estamos hablando cuando hablamos de amor. ¿De qué clase de amor se trata en este caso? Como sea, para Freud la condición erótica de una mujer reside más en la posición deseante del Otro que en sus atribuciones. Será la enseñanza de Lacan la que nos permitirá entender que ese deseo no es cualquiera, porque decir que ella amará a quien sea capaz de cumplir con la condición de amarla es algo que no debe tomarse con ligereza. Freud en este párrafo le da una importancia capital al lugar que una mujer ocupa en el deseo del partenaire. Y hay más de un lugar. Por esa razón no deberíamos apresurar un juicio fácil que le atribuya a Freud la reducción de esta condición femenina de ser amada a una posición de vanidad. El examen cuidadoso de la cuestión puede depararnos más de una sorpresa y coincidencias inadvertidas entre Lacan y Freud.

Hablemos de las condiciones del varón, que también pueden ser de la mujer cuando su deseo se rige por la lógica fálica. Decir que una mujer para un hombre representa el falo requiere hacer algunas precisiones. La primera es que ella puede ser el falo como respuesta a la demanda del ideal. Encontrarse bella en el espejo del Otro es responder a la demanda fálica de ese Otro, a un ideal estético dominante. También puede ser el falo como respuesta a la demanda de un ideal ético, siendo la esposa-madre-hija-empleada perfecta. Esa perfección puede estar representada en planos muy diferentes, pero en la dimensión que sea, en tanto encarnación del falo, ella deviene un atributo de la omnipotencia fálica del Otro, que puede ser el hombre, el padre o la madre, el jefe, la empresa, etc. Lo vemos de una manera patente cuando un hombre –o quien sea– muestra a la mujer como un signo de su pretendido poder. Esta es la posición más propia de la neurosis y es tanto más nociva para ella cuanto más alienada se encuentre en esa imagen y no pudiendo decepcionar la demanda del Otro. Es una posición de “comodidad” en el sentido de velar la angustia de todo lo que pudiera ser conflictivo. Una comodidad opresiva o mortífera, sostenida a costa de la represión y que conduce a lo peor.

La mujer también puede ser un partenaire sintomático para el hombre, algo acaso incómodo, pero deseado. Esto ya es muy diferente de lo anterior, pero también tiene su sesgo fálico, porque se puede encarnar el falo a nivel del deseo y no ya de la demanda. No es lo mismo ser una imagen fálica que responde a la demanda del otro, que ser el síntoma que responde a su deseo inconsciente. Amar el síntoma es algo bien extraño, pero al fin de cuentas es lo más patente en la comedia de los sexos, y a pesar de lo incómodo que pueda resultar no deja de ser algo que se sostiene en un fantasma que cumple un deseo inconsciente fálicamente regulado. ¿Allí donde la mujer es un síntoma para el varón se juega el Otro goce, el femenino, o para los dos lo que está en juego es el falo? Todo indica que se trata de lo segundo.

“…para quien está estorbado por el falo, ¿qué es una mujer? Es un síntoma. (…) Hacerla síntoma, a esta mujer, es de todos modos situarla en esta articulación en el punto en que el goce fálico como tal es también su asunto. (…) Ella está, respecto de eso de lo que se trata en su función de síntoma, completamente en el mismo punto que su hombre”. (Lacan, J., R.S.I., versión inédita, clase del 21-1-1975).

A veces el fantasma hace del partenaire algo cómodo cuando se trata del punto de deseo, pero también el fantasma presenta un punto de angustia, esa frontera donde toca lo real. Un síntoma tiene también esta doble vertiente: su función primaria es evitar la angustia, ser un tapón, pero también es un tapón que tapa mal y que nos termina barrando. Para las mujeres, como sujetos, el partenaire puede tener también un valor sintomático, y Lacan lo dice en el mismo lugar que se acaba de citar. Una mujer decía que todo lo que le gustaba “hacía mal al hígado o estaba casado”. El falo es también un “objeto malo”, a la vez que excitante, pero de una manera sintomática o discordante para el narcisismo y los ideales. En este nivel puede suceder que rasgos corporales o morales que son negativos para los cánones del ideal, pueden representar cabalmente un atributo fálico en el fantasma. De esto se trata en la perversión polimorfa del macho, porque un fetiche no tiene por qué ser bello. No es lo mismo encarnar el falo para los ideales narcisistas que para el fantasma inconsciente, y por eso una nariz monumental, una cicatriz, una piel hirsuta, pueden funcionar como fetiches exitosamente a pesar de que desde el ideal estético pudieran ser tenidos como un defecto. Es la función erótica de la mancha. La cicatriz puede ser excitante como el tatuaje, y una cosmética producida puede no serlo. La bella modelo “alegra la vista del hombre” pero no por ello “rinde su voluntad”. Quizás es otra la que cause su deseo y lo haga gozar porque aunque tenga defectos desde el ideal de belleza resuena en su fantasma inconsciente.