La condición femenina

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¿Es esto lo que una mujer puede ser para un hombre? ¿El falo como signo de su omnipotencia? ¿El síntoma como marca de su deseo y de su castración? ¿El objeto a del fantasma, fálicamente vestido, diversamente cómodo, excitante o angustiante? ¿Una madre (fálica)? ¿Una hija (el varón también puede amar como madre)? Todas son cosas que valen para la mujer. La pregunta que interesa es otra, y es si hay un deseo en el hombre que pudiera ir más allá de su fantasma, más allá de la ficción y el consuelo, que fuese causado por la mujer como tal, sin “construcciones auxiliares”. Es esto lo que interesa –en el doble sentido– a la feminidad. La ensoñación femenina del Don Juan tiene que ver con esto, con el mito de un hombre que no necesita, para excitarse, más que la auténtica feminidad del cuerpo de una mujer: no lo excitan ni las lindas ni las feas; lo excita una mujer. No diremos si un tal deseo –o un tal hombre– existe, aunque tampoco rechazaremos de plano esa posibilidad. La clínica depara cosas extrañas, sobre todo cuando lo femenino está en juego, porque no se trata de las posibilidades de la erótica viril sino de lo que la erótica femenina puede operar en lo viril. La cuestión es si la mujer, en tanto Otro absoluto, en tanto es lo que es y no lo que el otro ficcionaliza sobre ella, en tanto cuerpo que no le dice nada al hombre, puede ser amada y deseada como tal. ¿Hay un deseo que pueda ser, verdaderamente, heterosexual, deseo de lo radicalmente Otro? Entonces, la condición femenina formulada por Freud tiene una pertinencia muy aguda, porque ese deseo de lo radicalmente Otro que ella impone tiene mucho que ver con su propio deseo femenino.

Es ésta la razón del título de este libro. La condición femenina no alude únicamente a la posición subjetiva de la mujer y al estatuto de su sexualidad. Se refiere más centralmente a la condición que esa sexualidad impone al otro para amarlo, para condescender al deseo, y esa condición es la de amarla, pero justamente en ese punto en que ella no encarna el falo ni a nivel del narcisismo ni a nivel del fantasma inconsciente, ese punto en que toca lo real, un punto en el que ella no encarnaría precisamente algo necesariamente placentero, y acaso tampoco displacentero, sino que estaría más allá del principio del placer-displacer. Cómo amarla, entonces, como no-toda, como Otra, allí donde ella no es el espejismo sino el desierto.

El rechazo de lo femenino (die Ablehnung des Weiblichkeit)

Las mujeres estaban excluidas de la escena teatral incluso en tiempos en los que no estaban del todo excluidas de la escena política. ¿Por qué alejarlas del escenario dramático? Más allá de las variables sociológicas, es llamativo que la representación escénica le haya sido negada a un ser al que culturalmente se le ha reconocido el genio del adorno, la simulación y el enmascaramiento. No es tan difícil responder a eso si pensamos que toda la enseñanza de Lacan nos lleva a pensar a la mujer como mucho más vinculada a lo real que el varón. Contrariamente a lo que el sentido común piensa, para Lacan la impostura es algo fundamentalmente masculino. El orden viril es un orden fálico, y esto quiere decir que es un mundo de simulacros, de semblantes, de roles, de identificaciones, de personajes, de investiduras, de jerarquías, de títulos, de atributos. El Gran Teatro del Mundo está hecho así. Pero en el medio de ese juego de roles, una mujer es una presencia demasiado real como para que el juego no se vea perturbado. Ella pone en jaque el orden de los semblantes, respecto del cual, se nos dice, tiene una gran libertad. Es por ser no-toda, por no tener límites, por estar fuera del saber y de la ley, por el extravío fundamental de su goce, que ella se encuentra en una relación de antagonismo respecto del orden de los semblantes. Así leemos en la página 34 del Seminario 18:

“En cambio, nadie conoce mejor que la mujer, porque en esto ella es el Otro, lo antagónico del goce y del semblante, porque ella presentifica eso que sabe, a saber, que goce y semblante, si se equiparan en una dimensión de discurso, no se distinguen menos en la prueba que la mujer representa para el hombre, prueba de la verdad, simplemente, la única que puede dar su lugar al semblante como tal”. (Lacan, J., De un discurso que no fuera del semblante, Paidós, Bs. As., 2009)

Señalaremos únicamente dos cosas. La primera es que la mujer, en tanto Otra, hace valer un goce que es antagónico con el orden de los semblantes. La segunda es que ella representa para el hombre la hora de la verdad, y que en esa instancia se pone de manifiesto lo que vale auténticamente el semblante del varón, sea el que fuere. Todo esto quiere decir que la mascarada tan cara a la feminidad y de la cual ella se sirve para capturar la atención de él, ya sea como objeto idealizado o degradado –eso también vale fálicamente– esa máscara que vela siempre su carácter de no-toda, resulta ser lo menos esencial de la feminidad, aunque se presente como imprescindible. Lo sostiene Lacan en más de un lugar. Y en realidad es algo que comprobamos en la observación más superficial del mundo femenino, porque si hay algo que el orden de la moda evidencia es que no hay ninguna máscara capaz de representar lo que es una mujer. Por eso constantemente se ve en la situación de tener que cambiar de máscara, nunca se encuentra del todo conforme con ellas y finalmente es verdad que nunca tiene qué ponerse. En todo esto podríamos ver la insatisfacción histérica, pero también una incompatibilidad de fondo entre lo femenino y, no ya la máscara o los semblantes, sino el orden de las identificaciones como tal. Esto no es más que asumir las consecuencias lógicas de sostener que lo femenino no puede ser atrapado por el significante, lo cual implica que no es identificable en un sentido amplio, por no ser localizable y por estar fuera de la lógica de las identificaciones.

Freud acierta cuando sostiene que todo esfuerzo identificatorio rechaza la feminidad, se aparta de ella, que es lo que afirma la expresión “rechazo de la feminidad” –Ablehnung des Weiblichkeit–. Es importante considerar el sentido de esta expresión, porque Ablehnung es ciertamente “repulsa”, pero también ofrece el matiz de lo que recae sobre aquello que nunca sería tomado como modelo sobre el cual apoyarse. Demuestra ser lo contrario de Anlehnung, que significa apoyo, apuntalamiento, y que se usa también cuando nos “apoyamos”, por ejemplo, en un objeto de la realidad para hacer un dibujo. En esto seguimos la consecuencia de las premisas de la teoría analítica: la feminidad corporal, el sexo específico de la mujer, en tanto no ofrece ningún apoyo a la función significante, resulta rechazado por esa función. Pero tras aceptar esta idea debemos también advertir –y en esto la intervención de Lacan es decisiva– que ese rechazo no se ejerce en una sola dirección, porque al mismo tiempo hay algo en lo femenino que rechaza el ser “identificado”, atrapado por el significante. En castellano, hablar de “rechazo de lo femenino”, permite abrir una ambigüedad acerca de si lo femenino es objeto del rechazo o si también es la feminidad la que ejerce el rechazo sobre alguna otra cosa. Resulta extraño decirlo en estos términos, pero habría que pensar si la feminidad más auténtica, en teoría, estaría dispuesta a ser modelo de nada. ¿Cómo podría estarlo alguien que fuese absolutamente singular y único al punto de no admitir ninguna imitación, reproducción o serialidad? Hasta podríamos jugar con la imaginación y pensar que la feminidad, como Otra absoluta, no admite siquiera la duplicación operada por el espejo. Míticamente, una mujer no tendría sombra ni reflejo, y ni siquiera el reflejo que encarna para nosotros el hijo, y en eso también se distingue de la madre, la cual, por otra parte, es el apoyo primordial. Decir esto es más que una metáfora porque una mujer, como mujer, nunca termina de “hallarse”en el espejo.

La histeria no ofrece la misma posición porque se postula más como excepcionalidad que como singularidad. Son cosas diferentes, porque la excepcionalidad supone la premisa lógica de la regla general, del todo. Mientras que aquí uso el término singularidad de un modo cercano al que puede tener a veces en la física, como lo que está por fuera del sistema del saber y lo pone en jaque. Es clásico en cambio poner juntas la histeria con la identificación, y hay un tipo de identificación que merece el nombre de histérica. Hablamos también de identificación viril. Pero no hay identificación femenina, más allá de lo que podemos considerar como identificación al falo. La histeria puede ser epidémica. La feminidad, en cambio, si bien teje redes libidinales –y en eso cumple una función esencial–, no “hace masa” nunca. Que la feminidad corporal no ofrezca ningún apoyo para la identificación plantea algunos problemas al considerar las características del narcisismo en la mujer. Además postula lo femenino como aquello con lo que nadie se identificaría. No podría ser de otra manera cuando encarna al Otro absoluto, un cuerpo en goce con el que no sería posible establecer ninguna especularidad. Hasta con un síntoma podemos identificarnos a pesar de todas sus incomodidades. Ser el pelo en la sopa, la mancha del cuadro o la oveja negra, son posiciones excepcionales, sintomáticas, pero están perfectamente identificadas y localizadas en el sistema. Debe reconocerse que la separación entre histeria y feminidad es un punto teórico dado que lo femenino se presenta como una posición insostenible sin que medie algún grado de histerización.

Y esto significa pensar que a la feminidad le falta algo. El falo. Derechos iguales a los del varón. Un significante que todavía no soltó en el análisis. Esto último es lo que Lacan más le criticó a Freud: que abrigara la esperanza de que las mujeres le dijesen todo. Ahí la orientación lacaniana va más allá de Freud al abordar lo femenino de otra manera. No pretende que una mujer lo diga todo, que es ubicarse en el eje falo-castración. Hay enigmas que no pueden ni deben ser descifrados, sin que por eso nos desentendamos de ellos o no podamos hacer algo respecto de ellos. A pesar de eso, Freud no ha sido el único que esperó de las mujeres que dijesen todo. ¿Se espera hoy de ellas más que en otros tiempos, ahora que se les da la palabra? ¿Por qué no? Esa expectativa no escapa sin embargo a la aspiración de hacer entrar la feminidad dentro de la dialéctica del falo y la castración. No era necesario que Lacan lo dijera en su seminario del 8 de marzo de 1972 –en el día internacional de la mujer– para estar advertidos de que el signo “=” que los ideales vigentes ponen entre los dos sexos pretende borrar la diferencia sexual incitando a la mujer a ser igual al hombre. Ese esfuerzo disimula mal lo que siempre se esperó de las mujeres: que sean otra cosa, cualquier otra cosa, que lo que ellas son.

 

II Consideraciones sobre la sexualidad, el género y la época

De lo que entendemos en psicoanálisis cuando hablamos de “sexo”

“Cualquiera que prometa a la humanidad la liberación de las penalidades del sexo será saludado como un héroe…”.

S. Freud, carta a E. Jones, 17 de mayo de 1914

Una diferencia que no es como las otras

Un documental de televisión presentaba los testimonios de mujeres y de hombres de diversos lugares del mundo acerca de lo que cada uno de ellos entendía por el amor. Entre tantos relatos, recuerdo el de una mujer rusa. Su testimonio presentó una diferencia notable con los demás, porque en lugar de hablar de las delicias del amor y las sabidurías de la tolerancia, ella contó con singular vehemencia cómo se enojaba a veces con su compañero:

Me enfado con él y empiezo a decirle que es completamente fastidioso que estemos casados. Somos muy diferentes y resulta imposible entendernos. Le digo que no entiendo cómo pudimos decidir estar juntos siendo tan distintos. Tenemos caracteres diferentes, intereses diferentes, educaciones diferentes, venimos de familias muy diferentes, nuestros estratos sociales, incluso, son diferentes. Y de pronto, hago un breve silencio, me quedo pensando por un instante, lo miro y digo: ¡hasta somos de sexos diferentes! En ese momento los dos nos echamos a reír.

Sexos diferentes. ¿Qué significa eso? ¿Qué estatuto tiene esa diferencia? El primer juicio que emitimos ante otro sujeto, nos dice Freud, es el de si se trata de una mujer o de un varón. Lacan sostiene que el destino de los seres hablantes es repartirse entre hombres y mujeres, aunque no sin advertir que no sabemos lo que son el varón y la mujer. La diferencia que los separa, esa espada que duerme entre ambos, trae consecuencias decisivas para el destino de cada uno de ellos y para el fruto de su equívoca unión. Sus efectos ocupan esencialmente a la experiencia analítica como factor perturbador en todo vínculo, incluso donde la elección de objeto es homosexual o para quien pretende no amar a nadie más que a sí mismo, como en el delirio megalómano. Hasta en el ideal andrógino y la reivindicación de múltiples sexualidades alternativas, que mal disimulan la promoción del sexo único, está presente, porque se trata de la pretensión narcisista de ser el falo. Ella se opone a una ley de la castración que determina la repartición de modos de goce –no de roles, ni géneros– y que impugna la ilusión de autodeterminación, tan cara al capitalismo y la sociedad liberal.

El estatuto de la diferencia sexual no es para el psicoanalista de la misma naturaleza que todas las demás diferencias que la mujer del relato enumeró. No está fundada en la naturaleza. El progresismo exige hoy erradicar la palabra “sexo” y aludir a una construcción social que se califica como “género”. Denominación que corta las amarras biológicas de la diferencia sexual para reconocerle su linaje de contingencia histórica. Concebida en estos términos, la diferencia de géneros sería similar a las otras que nuestra mujer moscovita enumeraba en su prolongada queja, algo determinado por la educación y la política que sostienen ideales, dividen roles y producen subjetividades. ¿Qué sería esta diferencia si no es algo natural y tampoco fuera una construcción aprendida y que po­dríamos modificar siguiendo una determinada política de educación?

El falo, un obstáculo

Freud comprobó que allende todas las concepciones científicas y filosóficas que prevalecían en su época, el pueblo tenía razón al sostener que los sueños tenían un sentido que podía ser interpretado. En la cuestión sexual las cosas no son muy distintas. Si en cierto sentido la concepción psicoanalítica de lo sexual se aleja de la idea popular acerca de la sexualidad, el saber popular guarda también la intuición de que hay algo que no anda entre los varones y las mujeres por más que se reciclen los contratos que aspiran a mantenerlos en buen orden, juntos o separados. El “sexo” trae problemas. La concepción de la naranja tan redondita debería ser tenida como mucho más política y filosófica que popular. La política, toda política, incluso la que querría decretar el amor libre, aspira al contrato y a una convivencia entre los sexos bajo términos variables según las ideologías, pero que siempre se fundan en el desconocimiento de una realidad sexual contraria a los designios del orden social. La política aspira a un orden determinado que se presenta como totalidad, incluso allí donde se pretende anárquica.

No hace falta ser psicoanalista para entender de qué se queja nuestra protagonista cuando habla del malentendido crónico en el que ella y su hombre están embrollados. La disparatada unión de esos sexos diferentes aparece en una dimensión cómica que alude a una imposibilidad. De todas las diferencias que ella había mencionado, es la última la que se revela sorpresivamente como la causa que subyacía al malestar depositado sobre las demás. Acaso esos otros motivos de conflicto serían conciliables si no fuera por ese último, que es irreductible. La diferencia de sexos no es referida como la de la hembra y del macho de una misma especie, aunque esa circunstancia sea en parte cierta. Tampoco como si se tratara de dos clases sociales, o dos condiciones civiles en conflicto, aunque eso también sea, en parte, cierto. Lo dice como refiriéndose a especies distintas o a habitantes de planetas mutuamente extraños. La metáfora no es excesiva ni caprichosa. El falo, tal como el psicoanálisis de la orientación lacaniana lo entiende, nos recuerda al “cono del silencio” que aparecía en algunos episodios de la serie televisiva El Superagente 86. Era un dispositivo destinado a preservar la seguridad de las conversaciones entre el espía y su jefe. Pero el aparato funcionaba infaliblemente mal y solo servía para incomunicar a los protagonistas. Lo interesante es que el héroe no podía abstenerse de usarlo. El sexo es como un teléfono roto del que no podemos abstenernos, ni siquiera allí donde nos pensamos como abstinentes. Y el problema no es que está roto sino que funciona así. Lo mismo podríamos decir del síntoma, y por eso la sexualidad humana tiene un carácter esencialmente sintomático. La idea de un aparato al que compulsivamente se recurre para establecer una relación que se ve obstaculizada por el recurso al aparato mismo nos remite a la función del falo en el sistema del significante y su incidencia en la relación entre hombres y mujeres. Lacan dirá de esta función que es una función tercera:

“Ella representa ya sea lo que se define en primer lugar como lo que falta, esto es, estableciendo el tipo de la castración como lo que instituye el lugar de la mujer, ya sea, por el contrario, lo que del lado del varón indica de manera muy problemática lo que se llamaría el enigma del goce absoluto. De todos modos, no se trata de marcas correlativas ni distintivas. Una única y misma marca domina todo el registro relativo a la relación de lo sexuado”. (Lacan, J., De un Otro al otro, Paidós, Bs. As., 2008, pág. 291).

Esta es una función media y no mediadora. Está entre los sexos y cada uno se vincula a ella. Por eso no se trata de marcas correlativas entre sí, ni distintivas en el sentido de que cada uno tendría la propia y específica. El falo determina a la mujer como castrada, porque no lo tiene, aunque ese carecer de él es el modo específico por el cual ella se vincula a él. Una mujer se vincula al falo conflictivamente, sintomáticamente, bajo la forma de lo que no tiene. Para el varón la relación con el falo no es menos conflictiva; solo que su problema reside en tenerlo y no saber cómo disponer de él. El hombre también se encuentra castrado en el recurso al falo porque si bien está presente en el cuerpo de él, lo está como algo separado de su sistema de saber. Es esto a lo que se refiere Lacan con el tramposo término de “goce absoluto”. Absoluto no significa un goce superlativo; absoluto quiere decir, como su etimología lo indica, que es algo separado del sistema del sujeto. Lo tiene, pero no dispone de un saber que le permita hacer con eso. Y esta es la verdad de la sexualidad. Hemos de reconocer en sus destinos, en los puertos a los que nos arrastra la nave del deseo, mucho más un tropiezo que un resultado. Esto es verdad incluso allí donde el desenlace ha sido feliz, donde el agente Smart llega a cumplir con éxito la misión a pesar de haber entendido mal la orden impartida. Lacan no deja de decir que un hombre se enamora de una mujer por azar, que es lo mismo que decir por error, y que es también por ese azar y por ese error que “la especie humana” se reproduce. La cosa “sale”. Muchas veces sale bien, y hasta parece que el teléfono no está roto y que nos entendemos. Pero la risa viene cuando después descubrimos que lo que salió bien fue un efecto que no guardaba ninguna relación con lo que creímos que era su causa. Es en virtud de todo esto que podemos adherir a la sentencia Tunc bene navigabi cum naufragium feci –“pese a todo, navegaba bien cuando naufragué”.

El falo es una función media y no mediadora, por ser lo que está en el medio del hombre y la mujer sin asegurar una relación entre ellos, y más bien siendo la garantía de su no-relación, el obstáculo con el que cada uno se enfrenta a su modo y que lo enajena del otro.

La relación entre varones y mujeres

La enseñanza de Lacan ha sustituido la referencia a la sexualidad con la noción de goce, un término que designa “la sustancia de todo lo que hablamos en el psicoanálisis”. Sustancia que, por supuesto, no atañe a ningún soporte hormonal. Si Freud postuló la etiología sexual de la neurosis, únicamente una decidida torpeza puede vincular esa hipótesis con una orientación biologista. Él consideraba tan ingenuo y pueril el intento de encontrar el fundamento químico de la excitación sexual como el de localizar la histeria o la neurosis obsesiva en un área del cerebro. Nuestros contemporáneos son así de pueriles para ambas cosas. Lacan fue explícito en la página 274 de su undécimo seminario al decir que el psicoanálisis no opera sobre ninguna sustancia química, ni siquiera la de la sexualidad, y que además “no ha producido siquiera un asomo de técnica erotológica”.

En ese lugar él apunta claramente a la sexualidad biológica y a la sexología. La teoría analítica y la fisiología del sexo no tienen nada que decirse entre sí. Es un punto muy señalado por Lacan, quien, por otra parte, en La ética del psicoanálisis dice que el psicoanálisis tampoco ha dado lugar a una erótica. No se ocupa de la prescripción de técnicas amatorias.

Es verdad. Y sin embargo, a nadie se le ocurriría sostener que la sexualidad no concierna al psicoanálisis. No lo concierne como biología ni sexología. Tampoco en lo que hace a los géneros. Lo concierne un muy otro sentido, que es el de la relación (o no-relación) entre el varón y la mujer:

“…lo que Freud muestra del funcionamiento del inconsciente no tiene nada de biológico. Nada de esto tiene derecho a llamarse sexualidad más que por lo que se llama relación sexual. Por otra parte, esto es completamente legítimo hasta el momento en que utilizamos el término sexo para designar otra cosa, a saber, lo que se estudia en biología, el cromosoma y su combinación XY o XX o XX, XY. Pero esto no tiene nada que ver con lo que está en juego, que posee un nombre perfectamente enunciable, las relaciones entre el hombre y la mujer”. (Lacan, J., De un discurso que no fuera del semblante, Paidós, Bs. As., pág. 30)

En psicoanálisis lo sexual es lo que está en juego en “las relaciones entre el hombre y la mujer”, incluso si se postula que no hay propiamente relación entre ellos. El campo analítico también se distingue de todo lo que atañe a “las pretendidas identificaciones sexuales”, que podríamos ubicar bajo la rúbrica de los “géneros”. Es algo ya adelantado por la enseñanza freudiana, porque para Freud ni la biología ni la psicosociología de los sexos era competencia de la teoría analítica, que no solo se desentiende de los aspectos sexuales somáticos, sino también de los psíquicos, si por ello entendemos perfiles psicológicos de la masculinidad y la feminidad. Estos perfiles, variables según las épocas y lugares, relativamente independientes del sexo biológico, tampoco interesan al campo de la experiencia analítica. Lo que le es propio, nos dice Freud, son los mecanismos inconscientes que determinan la elección de objeto y que la ligan a la pulsión. Dicho de otra manera, lo que atañe al psicoanálisis es la lógica que subyace al modo que asumen en un sujeto el goce, el deseo y el amor. Es a esto, entonces, a lo que Lacan se refiere cuando habla de un modo general de las relaciones entre los hombres y las mujeres.

 

Una diferencia que no es bipolar

La ley sexual se hace sentir también donde se pretende evitarla. Nada borra el hecho de que hay, sobre todo, quienes no tienen el falo. Las actuales aspiraciones narcisistas de igualdad genérica quieren olvidar por simple decreto esta diferencia y concebirla como el mal recuerdo de una tradición superada. Esas cigüeñas nos adormecen con cantos de nodriza y fábulas sobre libre elección de los cuerpos, plásticas ambigüedades, reciclamientos infinitos, pluralismos sexuales que se despliegan ante nosotros como las ofertas del mercado. Son efectos de la misma diferencia que pretenden renegar. Entre el Evangelio de los derechos civiles y el Evangelio de la química, el anhelo que subyace a sus afanes es el mismo. Se intenta denegar esa verdad a la que, según Lacan, todo ser hablante debe hacer frente: que hay quienes no tienen el falo. Al contrario de lo que se piensa, eso no tranquiliza a los caballeros y está lejos de apoyar la pretendida hegemonía masculina. El descubrimiento de la carencia simbólica de falo en las mujeres –porque en lo real no les falta nada– es algo que tiene consecuencias para los que creen tenerlo, porque es a partir del momento en que se descubre que existen los que no lo tienen que se establece, a la vez, que nadie lo sea. Por eso Lacan dice en la página 33 del Seminario 18, que el falo es lo que castra tanto al varón como a la mujer.

No se trata, entonces, de una lógica polar de dos sexos que se relacionan entre sí, armónica o conflictivamente. Se trata del modo en que cada uno se las arregla con la función fálica. El falo es, por así decirlo, una función que “hace diferencia”, y esto quiere decir que agujerea de un modo particular a cada uno, al varón y a la mujer. El choque no es el de uno con el otro, sino el de cada uno con esa espada de fuego que el Génesis nos dice que el Creador interpuso entre ellos y el retorno imposible al paraíso terrenal. Terrenal. Nadie parece notar nunca eso, que el paraíso era, pese a todo, terrenal, que ahí se trataba de algo corporal. No solamente estamos exiliados del cuerpo del Otro, sino que ambos sexos, la mujer y el varón, cada cual a su manera, se encuentra exiliado de su propio cuerpo. Las referencias de Lacan a la función fálica como obstáculo a la relación sexual son numerosas. Así, podríamos decir que cuando hablamos de la diferencia sexual en psicoanálisis estamos hablando de un límite irreductible para ambos sexos. Esta perspectiva no es polar:

“…la lógica freudiana, si me permiten, nos indica bien que no podría funcionar en términos polares. Todo lo que introdujo como lógica del sexo compete a un solo término, que es verdaderamente su término original, que connota una falta y que se llama castración. Este menos esencial es de orden lógico, y sin él nada podría funcionar. Tanto para el hombre como para la mujer toda la normatividad se organiza en torno de la transmisión de una falta”. (Lacan, J., De un Otro al otro, Paidós, Bs. As., 2008, pág. 205).

Tal es el motivo que le hace decir a Lacan que sería más adecuado hablar de ley sexual que de relación sexual. Quienes sostienen un punto de vista naturalista jamás se preguntan por qué si el varón y la mujer son supuestamente el macho y la hembra de la misma especie, la pretendida hembra es tratada como extraña y hasta peligrosa. Que la maternidad atenúe esa aversión –porque la madre y la mujer son dos cosas distintas– debería acentuar nuestra perplejidad más que atenuarla. El psicoanálisis nos muestra como un dato elemental de nuestra experiencia, que no resulta tan sencillo para el hombre abordar sexualmente a la mujer sin que algo de su sexo, el de ella, esté velado y conjurado por algún atributo fálico real o fantaseado. Estamos lejos de un comportamiento al cual pudiéramos suponerle un fundamento instintivo. Pero esa distancia se acentúa al examinar la sexualidad de cada mujer.

La reivindicación fálica

¿Es lo mismo una falta que un déficit? La falta es algo que cumple una función dentro de una estructura y tiene un estatuto lógico. En el déficit, en cambio, ya hay una asignación de sentido. Lo común es que detrás de toda referencia a la falta se deslice una significación de incompletud y que se imponga en el abordaje de la feminidad el fantasma histérico –y falocéntrico– que la concibe como minusvalía o como resultado de un perjuicio de acción o de omisión. Las consecuencias reivindicativas de este abordaje han sido apreciables en la teoría analítica misma bajo la forma de aquellos que en nombre del derecho natural vieron como una falta grave de Freud no haberle asignado a las damas “un sexo propio”. La “justa restitución” a la mujer de una condición sexual natural y propia encuentra sus representantes en la conocida sentencia bíblica hombre y mujer los creó citada por Ernest Jones en un célebre artículo sobre la fase fálica. Lacan no se privó de ironizar sobre eso. Los ideales de la polis nunca dejarán de oponerse a la verdad de la sexualidad, y a pretender un orden de justicia –en el plano del goce– entre varones y mujeres.

“Progresismo” y puritanismo

El término “sexualidad” adolece de ser a la vez polisémico y restrictivo. Más ventajosa, la palabra “goce” permite la concepción ampliada de lo sexual y además anuda sus efectos tanto eróticos como tanáticos. Con todo, que Lacan haya otorgado una primacía a esa noción no debe alentarnos a apresurar la idea de que hubiera estado a favor de una desexualización del conflicto en el discurso analítico. Para incomodidad de algunos subsiste un oportuno comentario de Lacan que nos recuerda de qué se trata en el campo analítico y del innoble origen de todas sus fórmulas:

“Por ello importa que nos percatemos de qué está hecho el discurso analítico, y que no desconozcamos que en él se habla de algo, que aunque sin duda solo ocupa un lugar limitado, queda claramente enunciado por el verbo joder –verbo, en inglés to fuck– y se dice que la cosa no anda”. (Lacan, J., Aun, Paidós, Barcelona-Bs. As., 1981, pág. 43).

La conceptualización de Lacan acerca del goce femenino no solo no invalida que el sexo –el falo– está en el centro del discurso analítico sino que se apoya en eso. Es cierto que el acto sexual ocupa un lugar muy limitado en el campo del goce, pero se ve que Lacan recomendaba no pasarlo por alto. Él previno a quienes recibían su enseñanza acerca del peligro de desconocer ese molesto linaje del discurso analítico. ¿Corren ese riesgo los psicoanalistas? Algunos no solamente “lo corren”. Ya lo han alcanzado. No es imposible que detrás de ciertas caricaturas de la lógica se filtre algún puritanismo larvado, muy propio de nuestra época. La desexualización de las nociones analíticas es algo que siempre tuvo lugar, sobre todo en la izquierda analítica, aunque las posturas biologistas también implican una desexualización. El carácter perturbador de lo sexual se aprecia en la actitud ante la palabra misma. ¿Por qué razón nuestra época, orgullosamente progresista, expulsa el término “sexo” del lenguaje académico para sustituirlo en su retórica descafeinada por el inocuo término “género”? Las justificaciones no levantan la sospecha de una defensa, sobre todo si pensamos que la distinción de géneros es algo que el niño realiza tempranamente y sin mayores inquietudes, mientras que la diferencia de sexos nunca es descubierta sin angustia y una profunda conmoción del narcisismo. El recurso al género elide una dimensión real del cuerpo que no tiene nada que ver con la biología ni la genética. Expulsa la dimensión erógena para favorecer un proceso de neutralización y desexualización del discurso. La pretendida superación del carácter conflictivo de lo sexual que nuestra época habría alcanzado es una prueba de la infatuación y la ilusión de dominio que aqueja a la subjetividad contemporánea.