La condición femenina

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Lo heterosexual y lo queer

La moda que exalta y promueve a través de ciertos estudios académicos todo lo que se ubica bajo la rúbrica de lo queer debe ser tenida por un fenómeno político que es necesario distinguir del valor concreto y sin dudas interesante que cada caso individual tiene en el campo del deseo. Con respecto al furor que acompaña a estas pretendidas novedades, debo decir que una sociedad que requiere de “efectos especiales” muestra la impotencia para alcanzar el asombro. El hambre de falsas novedades muestra la dificultad para reconocer lo original y el culto de los espejismos que el mercado provee en su afán de disimular la pesadumbre del ánimo y la debilidad del deseo. El imperio de esta tristitia en la subjetividad moderna es algo que los maestros del psicoanálisis advirtieron. Roudinesco (¿Por qué el psicoanálisis?) califica incluso a nuestra sociedad liberal como depresiva. Por mi parte, lo que sería supuestamente lo común, lo que no habría de constituir ninguna novedad, que es la relación entre las mujeres y los varones, no ha dejado nunca de causarme extrañeza. Y es que tampoco he dejado de encontrar, sin excepción, a la mujer y al hombre bajo todo lo que suele ser tenido por perverso, bizarro y hasta monstruoso. Al fin y al cabo, es esto lo que el psicoanálisis freudiano nos enseña, y que Lacan reafirmó en su debate con Henri Ey al decir que lo que la psiquiatría ve como aberraciones que insultan la libertad humana, constituyen la esencia misma de lo humano. Basta con leer la conferencia de Freud sobre la vida sexual para concluir con él que todos somos freaks. Por muy interesantes que sean las muchas sexualidades, los goces alternativos, los cultores del fist fucking, los zoófilos, los pedófilos, los caníbales y necrófagos, las gárgolas, los íncubos, los súcubos, las sirenas, y los centauros, la sorpresa me sigue asaltando mucho más decididamente ante el hecho de que un hombre y una mujer (y no sabemos qué decimos con eso), cualquiera sea la tribu a la que adscriban, se entreveren en el campo del deseo. ¿Hay algo más queer que una relación heterosexual? No es una pregunta retórica. Es la que hay que hacer. Porque la perversión es, de hecho, lo más común como estado inicial. Si alguien piensa que en la heterosexualidad no hay nada de qué asombrarse, estaré muy interesado en escuchar la explicación. No se entiende nada de la condición femenina si se cree que la heterosexualidad es algo corriente. Las facilidades de la actualidad alientan la apología de lo inclasificable, sin advertir mayormente que una mujer es, en tanto Otra, lo inclasificable por excelencia. La reivindicación de todo lo que se presente como Otro, como extraño o inclasificable, no es otra cosa que la reivindicación (hecha por lo general desde una plataforma perversa o histérica) de lo femenino.

Lo que el poder rechaza de la sexualidad

¿Debemos entender nuestra época como libre de ideales y de prejuicio en materia sexual por el solo hecho de que los medios masivos de difusión nos aturdan con anestésicos sexuales? Es cierto que ya no se demanda a las mujeres que se comporten como vestales, y que hoy no se promueve el ideal de la mujer anestésica –die anästetischen Frau–. Pero eso no significa que el Poder haya renunciado a anestesiar a las mujeres y a los hombres. Si hay táctica, estrategia y política del psicoanálisis, no podemos pasar por alto que también las hay de la neurosis. Es posible que los poderes del narcisismo hayan modificado sus tácticas y sus estrategias, pero su política sigue siendo la misma de siempre. Al poder, y a todos aquellos que no pueden ver en las relaciones humanas otra cosa que el poder, les molesta en el fondo lo que hay de acto en la sexualidad. Y podríamos afirmar que nada hay más sexual que el acto, el cual es, por esencia, sexual. Es el punto en el que un decir verdadero toca lo real. La dimensión de acontecimiento que pueden cobrar en algún momento tanto el amor, como el deseo y el goce, resulta siempre contraria a los designios de esos ideales que adormecen al sujeto. Por eso, cuando hablamos de un poder que rechaza lo real de la sexualidad, nos referimos a la dimensión de imposibilidad que es inherente a la relación sexual, y al acto que, como invención, surge a partir de esa imposibilidad misma. Tal vez el cambio que se registra con respecto a épocas pretéritas no reside tanto en la aceptación de la sexualidad –femenina o masculina– como en la sustitución de la prohibición por la degradación. Tomo aquí el término degradación, no en un sentido imaginario sino en el sentido simbólico de destitución. Es la forma que asume la represión en la declinación del paternalismo. Degradar es hacer perder a una instancia su poder enunciativo. La destitución de la excepción, no solamente afecta a la excepción paterna sino a la dimensión de acontecimiento que pueda tener cualquier decir, a todo aquello que “haga excepción”. Es una destitución que pretende afectar a los poderes de la palabra, porque allí donde toda diferencia parece ser aceptada, ya nada hace diferencia. Si todo, en apariencia, puede decirse, entonces nada constituye un decir. El culto de la novedad se ejerce en contra de lo original. Lo importante es que lo que afecte a la dimensión de la palabra que se da, al valor de la palabra como acontecimiento, tiene una incidencia directa en el erotismo femenino.

De una clínica que no es del género

“Invirtiendo escrupulosamente la perspectiva, es decir, viendo exclusivamente toda desigualdad como una oportunidad de explotación y humillación, una consecuencia de la búsqueda sibilina o abierta de derechos abusivos y arbitrarios, el progresista moderno pone de manifiesto su propio encanallamiento congénito, las tendencias irrefrenables de su alma y su deseo conciente o subconciente de poder y de dominio”.

Agustín López Tobajas, Manifiesto contra el progreso.

“…según la fórmula de uno de los raros hombres políticos que haya funcionado a la cabeza de Francia, nombré a Mazarino, la política es la política, pero el amor sigue siendo el amor”.

J. Lacan, La ética del psicoanálisis.

“Has sobreestimado tus fuerzas, creyendo que podías hacer lo que quisieras con tus pulsiones sexuales, sin tener para nada en cuenta sus propias tendencias”.

S. Freud, Una dificultad del psicoanálisis.

Mater et mulier

Sobre un largo muro se leían diversas consignas políticas de tono vindicativo o lapidario. En ese compacto despliegue de apologías y rechazos una declaración breve apenas dejaba leerse: Romi te amo, Pablo.

Pensé en lo irascible y lo concupiscible, esos dos principios de las pasiones del alma que los escolásticos distinguían, y en el acierto de Santo Tomás que había reconocido la primacía del segundo sobre el primero. A diferencia del psicoanálisis y de la sabiduría de la Escuela, los estudios de género acentúan las relaciones de poder en su análisis de la relación entre varones y mujeres. En ellos lo irascible prima sobre lo concupiscible; lo político desplaza al deseo. Si los psicoterapeutas que adhieren a esta concepción que desde hace ya varias décadas anuncia un “nuevo” psicoanálisis fueran honestos, deberían admitir que este punto de vista ya fue sostenido tempranamente por Adler, Gross, y por muchos otros que veían el núcleo del conflicto neurótico en las relaciones de poder más que en la sexualidad. Hay que decir que ellos saben faltar con éxito a esa franqueza. Como ahora lo hacen los gender studies, la perspectiva de Adler se adaptaba mejor a una lectura política de la neurosis porque enfatizaba los conflictos de la jerarquía. La diferencia con Freud se hace notoria, por ejemplo, en el modo en que uno y otro interpretaron el perfil del carácter del Kaiser Guillermo II de Alemania. Sobresalía en el soberano su modo autoritario, sus actitudes megalómanas y su intolerancia a toda crítica o consejo. Adler atribuyó esta disposición subjetiva a una compensación del complejo de inferioridad que la atrofia congénita de uno de sus brazos había instalado desde niño en el pequeño príncipe, y que se preocupaba por disimular en todos sus retratos. Según Adler, la pretensión de omnipotencia y el rechazo de cualquier influencia lo consolaban del sentimiento original de incapacidad orgánica. La dinámica del sujeto está determinada en el enfoque adleriano por la satisfacción o frustración de la voluntad de poder.

La lectura freudiana del mismo caso era muy otra. Freud reparó en dos hechos fundamentales: el primero es que el Kaiser tenía madre; el segundo, que esa madre era una mujer. Y esta mujer no disimuló la decepción ante el cuerpo del niño, defectuoso a los ojos de la expectativa materna. Freud puso el acento en el deseo del Otro, en la frustración del anhelo fálico de la madre. Ese elemental privilegio concedido a las bendiciones o los estragos del amor muestra el abismo que existe entre el realismo del psicoanálisis y el candor de las otras posturas. El psicoanálisis da la cara a lo real del deseo materno en tanto ese deseo, por maternal que sea, es el de una mujer. Lacan lo sostiene con mucha crudeza.

“El papel de la madre es el deseo de la madre. Esto es capital. El deseo de la madre no es algo que pueda soportarse tal cual, que pueda resultarles indiferente. Siempre produce estragos. Es estar dentro de la boca de un cocodrilo, eso es la madre. No se sabe qué mosca puede llegar a picarle de repente y va y cierra la boca. Eso es el deseo de la madre”. (Lacan, J., El reverso del psicoanálisis, Paidós, Bs. As., 2006, pág. 118).

En Elucidación de Lacan, Miller ha dicho con acierto que la sexualidad femenina nos concierne particularmente a todos como hijos de una mujer, y si nos trasladáramos a la experiencia clínica más elemental comprobaríamos que la crudeza de la sentencia maledictio matris eradicat fundamenta –encierra una verdad insoslayable, aunque no inexorable. Pero el desamor y hasta el odio de una madre no deberían precipitar invariablemente un juicio severo cuando no nos va nada personal en ello, sino antes bien pensar en la condición femenina de la persona materna. La madre es una mujer, y muchas cosas pueden atribular el alma de la mujer en trance de ser madre. No siempre el embarazo es un don de amor. A veces es una injuria, una enfermedad, una invasión, una mutilación. Hay mujeres que se sienten aprisionadas desde el primer momento en que saben que están embarazadas. Es como si fuesen ellas las que hubieran sido reenviadas súbitamente al seno materno en un confinamiento opresivo. Las vicisitudes del lugar de una mujer en el deseo del padre solo relativamente pueden separarse de su relación como madre con el hijo. Si la mujer y la madre son diferentes, no por ello la primera es borrada por la segunda. La precedencia de lo femenino sobre lo materno determina que existan maternidades muy distintas incluso en una misma vida personal.

 

La cuestión de la percepción que una mujer tiene de sí misma en tanto tal está sujeta a su lugar en el deseo del Otro y no a los ideales pedagógicos vigentes. Bien señala Lacan que “imágenes y símbolos en la mujer no podrían aislarse de las imágenes y de los símbolos de la mujer”, pero ese simbolismo inconsciente muy poco debe al imaginario que el discurso de la política puede construir a través de la pedagogía social o individual. El problema de la valoración de la feminidad y del lugar que asume para bien o mal en el deseo del Otro solo tangencialmente es tocado por la construcción y promoción de modelos identificatorios que apuntan a producir una determinada orientación de la subjetividad femenina. Es en esto que la clínica analítica, como clínica de la sexuación, se distancia por mucho de las psicoterapias orientadas por una perspectiva de género. Freud supo ver que en el sujeto enfermo como tal hay algo que va más allá de los desórdenes de la ciudad y los trastornos de la jerarquía. Reconoció que el campo del deseo presenta una autonomía respecto de lo que podríamos resolver por medio de la acción política o educativa, sin que por ello menospreciemos la importancia de esa acción en el campo que le es propio.

El partido de los predicadores políticos

La voluntad de los poderes políticos y su pedagogía, conservadora o progresista, no llega a tocar el nudo de un deseo que está sostenido de la contingencia de un encuentro. Esos poderes están guiados siempre por una idea determinada de justicia que aspira a configurar las relaciones. Puede variar mucho la concepción de lo que es justo, pero sea cual fuere la idea que se tenga, la experiencia nos dice que para cada uno de nosotros algún día llega la hora en que tenemos que admitir que el amor no se relaciona con la justicia. Por eso hay algo contrario a los designios de la política en la sexualidad como tal, y esa contrariedad se hace máxima en la sexualidad femenina. Esos designios siempre aspiran a la totalidad, cualquiera sea la ideología que esté en juego. Es algo que podemos apreciar en este pasaje de Lacan de su seminario sobre los cuatro discursos:

“…la idea de que el saber puede constituir una totalidad es, si puede decirse así, inmanente a lo político en tanto tal. Esto hace mucho que se sabe. La idea imaginaria del todo, tal como el cuerpo la proporciona, como algo que se sostiene en la buena forma de la satisfacción, en lo que, en el límite, constituye una esfera, siempre fue utilizada en política, por el partido de los predicadores políticos. ¿Puede haber algo más bello, pero también menos abierto? ¿Puede haber algo más parecido a la clausura de la satisfacción?”. (Lacan, J., El reverso del psicoanálisis, Paidós, Bs. As., 2006, pág. 31).

Lo que aquí Lacan refiere como la idea imaginaria del todo tiene una importancia central a la hora de entender lo femenino como aquello que vetaría la totalización. Esa totalidad encuentra su primera versión en la buena forma del cuerpo, para trasladarse a la idea, a la teoría, y a la concepción del universo. No es casual aquí la referencia al partido de los predicadores políticos. La connotación puritana del sustantivo debe destacarse. También la mención de la imagen de la esfera como representación de la unidad-totalidad. Unidad del signo lingüístico, unidad de la pareja (las dos medias naranjas), unidad del cuerpo narcisista, unidad del concepto, de la clase o del conjunto que los círculos de Euler presentan en su parentesco con la buena forma de la esfera. Esa unidad-totalidad del ideal que abarca y comprende, es también la de la masa y la del in-dividuo político concebido como andrógino y desligado de sus referencias sexuales. Es en La transferencia donde se alude a la idea del andrógino en términos de la ilusión de una armonía entre los sexos, de las dos mitades unidas de la esfera. Lo que el psicoanálisis nos enseña en su ruptura del signo lingüístico y en contra de la prédica política, es que la esférica naranja es, como cualquier totalidad, un “globo”, es decir, una mentira.

La hipótesis del inconsciente implica que hay un campo de las relaciones humanas que escapa a la dimensión de la demanda, a la esfera del contrato y los derechos. Hay cosas que son del César y las hay que son de Dios, y aquí Dios no está tomado en su aspecto simbólico, en su carácter de versión elevada y omnipotente del César. Hablo de Dios como algo perteneciente al campo de lo real, a ese Otro radical e inexorable que concierne, según Lacan, a la sexualidad femenina bajo la noción del Otro barrado, ese Dios que habla y que el Libro de Job encarna en Leviatán y Behemoth, un Dios con el que no pueden establecerse pactos ni contratos. Pero hay gentes que no pueden atender a otra cosa que a la dimensión del contrato. Y no son solamente los obsesivos. Cuando se trata del deseo, miran para otro lado. Los progresistas de izquierda y de derecha, adhieren a la ideología igualitaria y contractual que hace del hombre y la mujer sujetos intercambiables, indiferentes en su diferencia, buenos para todo, es decir, para nada. Cualquier reparo a las premisas fundamentalistas del feminismo será estigmatizado como una justificación de la “violencia de género”. Cualquier señalamiento de una diferencia cualquiera será, por sí mismo, un acto de violencia. Nuestros modernos inquisidores no consiguen recuperarse de ese punto de vista que reduce las relaciones subjetivas a una psicología planteada bajo los términos de la organización sádico-anal de la libido. Y es porque allí se sienten más cómodos, y más identificados. La ventaja de entenderlo todo en función de las relaciones de dominio beneficia a sometidos y opresores en la evitación de la angustia que implica confrontarse con la dimensión propiamente sexual de la relación con el otro. Obsesionados por el cetro o por el denario, no ven más allá de la efigie del César, porque no soportan siquiera la idea de “ver la cara de Dios”.

Sexuación y género

Hay que reconocer que el candor de los buscadores de hormonas y los lisencéfalos diplomados que practican mapeos cerebrales o ecografías transvaginales de mujeres en trance orgásmico (deben ser experiencias inolvidables, sobre todo para el investigador) supera largamente en ingenuidad a los entusiastas de la reivindicación igualitaria. Pero estos últimos no son menos refractarios a la perspectiva analítica. Agrupados bajo la rúbrica del constructivismo, atribuyen al psicoanálisis un punto de vista “esencialista” y son la remake de quienes antes que ellos promovieron la desexualización del conflicto para poner el acento en su dimensión social y en la continuidad entre la terapia y la política. Quisieron hacer del psicoanálisis una herramienta de emancipación, de promoción -e imposición– de determinados ideales de armonía o equidad sexual. Esto tiene una importancia sobresaliente a la hora de considerar la sexualidad femenina en la medida en que sobre todo la mujer aparece como el motor y el objeto de esa emancipación promovida a través de una concepción pedagógica del proceso terapéutico. Nuestra crítica no objeta los ideales pero recuerda en primer lugar que la experiencia revela cuán problemática puede ser la noción de curación al dejarnos guiar por ellos. En segundo lugar, que los ideales progresistas son hoy tan eficaces en su poder de atontamiento como los de la tradición. Pero si el feminismo y el progresismo se llevan el premio mayor en su imposición de la zoncera fundamental que es la ilusión de una equidad del goce, hay que reconocer que ella no es ajena tampoco a ciertos puntos de vista conservadores. Las perspectivas de mutualismo y concordia de los sexos no han sido ajenas al medio psicoanalítico, donde los defensores del desarrollo concibieron la culminación de la cura analítica como el acceso a una relación matrimonial heterosexual, mutualista, monógama, armoniosa, oblativa, libre de ambivalencia e igualitaria. El narcisismo abarca todo el espectro político. La diferencia entre los partidarios del desarrollo y los del género es que los segundos cambian el tribunal de la naturaleza por el de la política. Hombre y mujer habrán de ser lo que los poderes políticos determinen que sean: un nominalismo radical que se opone a la orientación a lo real que detenta el psicoanálisis, porque en el fondo se concibe el género como algo aprendido y por lo tanto modificable a través de una acción política, pedagógica y terapéutica que podría cambiar los patrones de identificación. Esto ofrece las bases para una clínica de corte educativo que trabajaría sobre modelos identificatorios. No solo se desentienden de la perspectiva del goce sino que esencialmente rechazan la noción misma de inconsciente reinstalando la concepción pre-analítica del sujeto. Llevada al terreno de la psicoterapia, esta perspectiva se traduce en aquello contra lo que Freud nos previno cuando habló del orgullo –Ehrgeiz– terapéutico y pedagógico. Él advirtió a los evangelistas de la revolución sexual que el complejo de castración y el complejo de Edipo se constituyen y actúan de acuerdo con factores que no dependen de la educación y que escapan al control de los cuidadores del niño.

Por muy a la izquierda que se ubique, el punto de vista genérico se concilia bien con los ideales capitalistas de felicidad personal, autonomía y autoconfiguración del individuo. Basta con leer los trabajos de los psicoterapeutas que adhieren a la corriente de género para verificar la decidida elisión de todo lo que toca a la dimensión del goce, al campo propio del psicoanálisis, a lo que Freud llamó “libido del objeto”. Reprochan a los psicoanalistas su “conservadurismo”, su inclinación a favorecer en la cura de las pacientes mujeres los caminos del matrimonio y de la maternidad. Es algo sostenido incluso por una psicoanalista lacaniana como la Sra. Soler quien aventura la idea de que además Lacan no obraba de otro modo (Lo que Lacan dijo de las mujeres). Lamentablemente no nos dice si ella misma obra de otro modo. El matrimonio y la maternidad son ideales que conservan su eficacia, pero hace tiempo que los poderes establecidos dejaron de recompensar la maternidad y pasaron a exigirle a la mujer otras cosas. Creo acertada la tesis de una psicoanalista argentina, Marie Langer, que afirmó en Maternidad y sexo, hace décadas atrás, que la maternidad no resulta ya tan funcional al sistema. Ella supo ver que el deseo de ser madre podía aparecer como algo que la mirada del Otro desalentaba e incluso censuraba. Los mandatos de emancipación son también imperativos del poder. Todo esto significa para el psicoanalista que se puede ceder en el deseo de más de una manera. Lo fundamental es que el analista no ceda en el suyo.

Un asunto de cuerpo y los límites de una prédica

Un hecho clínico habitualmente soslayado por las psicoterapias de orientación pedagógica y política es que entre los muchos destinos que puede tener el pene, como el ano, la boca, el hueco de la mano o cualquier otro artificio, el sexo de la mujer se destaca entre todos los otros en virtud de la angustia que provoca. Es fácil verificar que las consultas por impotencia son escasas en la homosexualidad masculina, mientras que en la heterosexualidad abundan con generosidad, y esto considerando únicamente el fenómeno de impotencia manifiesta, sin contar sus formas metafóricas y larvadas que suelen ser más importantes por el perjuicio que provocan. Se observa que el órgano supuestamente complementario y natural es el que más inhibiciones, síntomas y angustias suscita, de un modo tan extendido además que llama la atención que no se repare en ello. Que una mujer encarna lo real para el varón y para sí misma es un dato que los partidarios del género ignoran con eficacia considerable, por razones evidentes. Y es que a la vez que resulta imposible atribuir el fenómeno a una traba natural, imputarlo a una determinación ideológica denunciaría una torpeza de la que, por otra parte, son muy capaces. No parece que la democracia liberal y la prédica feminista hayan cambiado esto, porque el hecho se revela independiente de la apertura mental del caballero y de su medio familiar respecto de los derechos y las bondades de la mujer. Esa apertura ideológica no lo hace menos cerrado y retentivo en el plano de la sexualidad. La educación machista y la apología de las cualidades viriles tampoco tienen éxito en el asunto. El buen marido progresista y el troglodita chauvinista desfallecen ante portas con pareja tristeza y a pesar de los programas de educación sexual o los dictámenes patriarcales. La prevención y la higiene psíquica resultan todavía más obtusas cuando del erotismo femenino se trata. El psicoanalista no se hace ilusiones al respecto porque sabe que lo que está en juego son posiciones inconscientes determinadas por el deseo y no identificaciones genéricas que respondan a la demanda de los ideales instituidos. Ello no implica una declaración de fatalismo, sino que se trata de responder a estas cuestiones en el campo de la transferencia y desde el deseo del analista.

 

No comprenden nada del psicoanálisis –ni quieren hacerlo– quienes creen que el falocentrismo es una cuestión política y pedagógica. Esto se vuelve más sensible todavía allí donde se detenta un igualitarismo combativo. ¿Quién no percibe que declarar “ni Dios, ni patrón, ni marido” otorga la consistencia máxima al uno-fálico que subyace a los tres? Una militante feminista y homosexual desplegaba un encendido alegato contra la hegemonía viril cuando declaró con voz alta y clara: “¡Yo creo en la superioridad del hombre!”. Como de inmediato le llamé la atención sobre lo que acababa de decir, con gran embarazo aclaró que su intención había sido decir que ella no creía en la superioridad del varón. Ya era tarde. Es muy difícil comprender para muchos que todo esto es un asunto de cuerpo y goce. Y resulta todavía más difícil admitir que eso no tiene nada que ver con la biología, porque se trata de un cuerpo recortado por el significante y de un goce que no tiene nada de natural.

Consecuencias lógicas de la anatomía

La lógica de los goces que Lacan despeja en las fórmulas de la sexuación no se encuentra rígidamente atada a la anatomía. Se repite siempre –es forzoso hacerlo– que un hombre puede inscribirse del lado femenino y viceversa. Es una afirmación lógica, sin duda, pero también conveniente a las modernas exigencias del discurso. Es obligatorio decir que cada uno tiene el derecho de inscribirse en uno u otro lado. Hasta nuevo aviso, con no poca frecuencia encontramos la lógica del goce femenino en mujeres. La existencia de hombres creativos, sensibles, democráticos y ecologistas no tiene nada que ver con la presencia en ellos de un goce femenino. Considerar que la independencia de las posiciones se­xua­das respecto de las condiciones de la morfología corporal es algo relativo, no implica una posición naturalista. La referencia a las consecuencias psíquicas de la diferencia sexual anatómica no es una referencia naturalista. La frase de Freud “la anatomía es el destino” representó y sigue representando el colmo del esencialismo para esa brigada de cagadores de perlas foucaultianas que parecen ignorar la diferencia elemental entre anatomía y fisiología. Incluso hay psicoanalistas que reniegan de esa frase, intimidados por las exigencias de la Santa Inquisición y el manoseo de la teoría analítica por parte de los mercaderes de la cultura. No hay que distraerse por mucho tiempo con esos folletines y sí tener presente que Lacan nunca tiró esa frase al cesto de los papeles:

“Freud nos dice –la anatomía es el destino. Como ustedes saben, he llegado a alzarme en determinados momentos contra esta fórmula por lo que puede tener de incompleta. Se convierte en verdadera si damos al término anatomía su sentido estricto y, por así decir, etimológico, que pone de relieve la ana-tomía, la función del corte. Todo lo que conocemos de la anatomía está ligado, en efecto, a la disección. El destino, o sea, la relación del hombre con esa función llamada deseo, solo se anima plenamente en la medida en que es concebible el despedazamiento del cuerpo propio, ese corte que es el lugar de los momentos electivos de su funcionamiento”. (Lacan, J., La angustia, Paidós, Bs. As., 2006, pág. 256).

El cuerpo del que se trata en psicoanálisis es un cuerpo “anatomizado”, recortado por el significante, significado por el Otro. La fórmula freudiana no es concebida por Lacan como errónea sino como incompleta. La presencia o ausencia del pene en el cuerpo no es un dato natural, sino un dato significante y por esa razón la diferencia sexual anatómica trae consecuencias a nivel de la lógica de los goces y de la constitución del deseo de uno y de otro lado. Hasta en la letra misma de Freud está presente el carácter significante del falo cuando al hablar de lo que la niña le envidia al varón se refiere al signo de la virilidad –das Zeichen der Männlichkeit.

El cuerpo viril es un cuerpo narcisísticamente cerrado por la excepción sintomática del goce fálico que lo parasita y lo pone en jaque todo el tiempo. Junto al goce narcisista de la totalidad unificante, está el goce –unario, por así decirlo– de la excepción fálica que está por fuera de esa totalidad y a la vez define sus límites. Del lado de la mujer, como bien lo indican las fórmulas de Lacan, esa dialéctica también está presente en la medida en que hay también allí una vinculación al falo. Pero hay Otro goce que podemos calificar como abierto, más allá del imaginario corporal femenino, en el sentido de que no presenta el carácter de clausura, de discreción y localización que encontramos en los goces vinculados a la función fálica.

Una pasión de justicia más allá de la reivindicación fálica

Aquello de lo femenino que no es drenado por lo fálico presenta un modo de exclusión que es diferente al de los aspectos prohibidos de la sexualidad, que son justamente los que tienen que ver con lo fálico. No se nos escapa que quien es diferente puede ser incluido o tenido en cuenta con su diferencia y a pesar de ella, lo cual podría ser el objetivo de una política pluralista. Pero la cuestión de fondo para la clínica psicoanalítica, y en especial para la de la condición femenina, es la de cómo arreglárselas con lo que no puede ser incluido de ninguna manera. Esto no se refiere únicamente a los espacios de la sociedad y la cultura sino al dispositivo analítico mismo en tanto el análisis se entienda como clínica de la verdad, de la interpretación, del significante. Esto es lo que desde la feminidad nos interpela. Hemos hablado aquí del amor y de la justicia, a veces oponiéndolos. Mencionamos también la reivindicación fálica como un tópico infaltable de la histeria. Sin embargo, la feminidad puede ser el soporte de una pasión de justicia que no guarda relación con la histeria ni con la lógica del eje falo-castración. Hay un pasaje de La transferencia en el que Lacan se ocupa de un personaje de Claudel, una mujer llamada Pensée de Coûfontaine. Es una de las mujeres de la enseñanza de Lacan, junto con Medea, Antígona, Santa Teresa y otras más. Nos la describe en términos que merecen ser reproducidos.