La condición femenina

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“Pensée es libre pensadora, si así podemos expresarnos, con un término que no es el término claudeliano en este caso. Pero de eso se trata, sin duda. Pensée solo está animada por una pasión, la de una justicia, dice ella, que va más allá de todas la exigencias de la misma belleza. Lo que ella quiere es la justicia, y no cualquiera, no la justicia antigua, la de algún derecho natural a una distribución, ni a una retribución –la justica en cuestión es una justicia absoluta. Es la justica que anima el movimiento, el ruido, el tren, de aquella Revolución que es el ruido de fondo del tercer drama. Esta justicia es el reverso de todo aquello de lo real, de todo aquello de la vida que, debido al Verbo, es sentido como algo que ofende a la justicia, como horror de la justicia. Lo que está en juego en el discurso de Pensée de Coûfontaine es una justicia absoluta en todo su poder de hacer que el mundo se tambalee”. (Lacan, J., La transferencia, Paidós, Bs. As., 2003, pág. 342).

Sin importar cuántas mujeres como esta existan, hay algo en la posición que es visceralmente femenino. La histeria tiene aquí poco que ver. La feminidad cuestiona radicalmente todas las transacciones de la justicia humana y de la política como campo de lo posible. Es algo que pide llegar a ser, algo que no renuncia, que no se resigna a las mezquindades del poder, algo que es intransigente, inexorable, no susceptible de compromisos, como lo que hace valer Antígona frente a Creón. No es idealismo, ni reivindicación fálica. Puede prescindir de explosiones. Es esta dimensión de lo femenino como una exigencia que no pasa por alto lo que las “soluciones” de la realidad establecida dejan de lado, lo que otorga a la feminidad a veces un matiz persecutorio que permite figurarla como encarnación del superyó.

De la actualidad

“En mi experiencia, no es preciso que usted arañe con demasiada profundidad la piel de una de esas que denominamos mujeres masculinas para sacar su feminidad a la luz”.

S. Freud, carta a E. Jones 23-3-1922.

“No hay nada que agradecerle a la técnica. Habría que inventarlo”.

K. Kraus

“-¿El espíritu femenino ha cambiado?

-No me hable de lo que no existe”.

De una entrevista a Jorge Luis Borges en 1932.

Ogros, príncipes y brujas

“Las chicas ahora no tienen esos problemas”, sentenciaba una señora que pasaba los sesenta. Estimaba que la vida de las jóvenes se desarrollaba en un tiempo más favorable a las mujeres y que ellas ahora mostraban otro carácter. Matrimonio y maternidad no eran destinos forzosos; la sexualidad no estaba guardada por callados muros de prejuicio; el acceso a una profesión no estaba restringido. Las chicas de ahora, argumentaba, ejercían su sexualidad “a la manera de los hombres” – una frase que, sin advertirlo, opacaba el brillo evangélico de la proclama al seguir entronizando el falo en los altares–. Pero a su entender las mujeres no solo no eran tan dóciles como las de antes (?) sino que además trataban con otro modelo de masculinidad, compatible con la autonomía de la mujer. El hombre actual –su yerno– mostraba compañerismo en las tareas domésticas, cuidaba al bebé, aceptaba el trabajo independiente de su mujer, era comprensivo, fiel y liberal. Vaticinaba un futuro igualitario en el que los rasgos de uno y otro sexo se irían suavizando para entrar en una zona gris de indiferencia. No le faltaba razón, porque eso describe la aspiración de la sociedad liberal. En cuanto al futuro próximo, su hija no se mostró tan entusiasta con respecto a la ponderada androginia del marido. Se separó de él. Este caso da ocasión para advertir que es ingenuo creer que los príncipes ya no existen. Un príncipe fue y sigue siendo el pretendiente señalado por la demanda de la madre en función de su propia y tardía compensación, como dijo Freud. Al igual que la princesa Fiona de la película animada Schreck, hay mujeres que encuentran más amable al ogro que al príncipe encantador. Los cuentos de hadas no pierden vigencia aunque el perfil psicológico de las modernas princesas –y brujas– sea muy otro. Se dirá que las madres de hoy no cifran el éxito de la hija en el matrimonio que ellas puedan lograr, y eso podrá ser cierto. Pero también es cierto que las cosas no cambian tanto por el hecho de que ese matrimonio pueda celebrarse con un trabajo o una profesión. En cualquier caso es desafortunado que una mujer esté “casada” con aquello que responde a la demanda de la madre o del padre y a costa de su deseo. Las maldiciones de las brujas no existen únicamente en los cuentos de hadas, y eso es algo que las mujeres saben muy bien, porque además resulta ingenuo pensar que el personaje de la “madre insaciable” ha desaparecido junto con el acceso de las madres al mercado de trabajo.

Una cuestión preliminar a todo debate sobre la actualidad

No me respalda una extensa bibliografía sobre la historia de la subjetividad femenina, y ni siquiera una mínima bibliografía. Mi experiencia como psicoanalista no tiene valor estadístico ni aspira a ese honor, y lo que puedo decir es tan solo testimonial. Habiendo tratado a sujetos femeninos de entre quince y noventa años, escuché siempre la misma letanía de “ahora las chicas no tienen esos problemas”. Por otra parte, no encontré que los colegas que afirman que la feminidad ha cambiado sustancialmente hayan dado un argumento plausible de cuáles serían esos cambios y esos “otros” problemas que aquejan hoy a las mujeres. En mi opinión, para ser verdaderamente “otros”, tales problemas deberían poner en juego otra cosa que la relación de una mujer con el deseo del Otro y con el falo. Decir esto no significa negar que el aspecto manifiesto de los motivos de consulta sea ahora diferente, incluso radicalmente diferente, pero cabe preguntarse si la dinámica de lo latente ha cambiado de la misma manera. En todo caso, antes de cualquier debate sobre los cambios en la clínica de la feminidad, encuentro problemático postular la actualidad como si ella fuese “una”. ¿A qué nos referimos cuando hablamos de “las mujeres actuales”? ¿Las de Uzbekistán son menos actuales que las de New York? Sostengo este reparo porque si hay algo que deberíamos haber aprendido de la feminidad es que lo real no es un todo, como nos lo recuerda Lacan en la clase del 15 de abril de 1975 en R.S.I. y que por eso hablar de “la época” introduce la misma ilusión de totalidad que nos captura como cuando damos por seguro “el universo”. Sería más prudente juzgar nuestro tiempo al modo en que Freud comparó el aparato psíquico con la ciudad de Roma: diversas épocas coexisten simultáneamente en la misma calle.

Aparte de eso, un psicoanalista de orientación lacaniana no puede soslayar lo que debería funcionar como premisa de cualquier debate sobre las mujeres y “la época”. Y es que si la enseñanza de Lacan postula que “La” mujer no existe, entonces no se entiende bien qué significaría decir que en nuestra época “La mujer” habría cambiado. No faltan los que afirman con soltura que ha cambiado incluso en su modo de gozar, como si tuviésemos muy en claro ese modo de gozar y el modo de influir sobre él, porque dan por supuesto que los cambios sociales han influido en el goce. No se dan cuenta que eso significa sostener que el goce femenino, ese del cual una mujer misma nada sabe, sería influenciable por el discurso de los poderes dominantes, como si nuestros artificios técnicos o jurídicos pudieran pulsar esa cuerda. No lo negamos de plano, pero no hay nada menos seguro.

Un fetiche ideológico

La letra de un foxtrot que fue popular en Buenos Aires en los inicios del siglo XX decía: Antes femenina era la mujer, pero hoy con la moda se ha echado a perder. El protagonista de esa queja se lamentaba de que las mujeres ya no guardaran el debido recato femenino y de que la modernidad las virilizaba. ¡Esto se decía en la década de 1920! La idea de que “las mujeres ya no son como eran antes” es un lugar común celebrado por algunos y deplorado por otros. Cabe preguntar cuánto debe esa creencia a la teoría sexual infantil, porque en última instancia, el deseo de que a las mujeres les crezca el falo no es otra cosa que la expectativa de que gocen del mismo modo que los varones. Así, este fetiche ideológico cumple la función propia del fetiche que es la de protegernos de la angustia ante la dimensión de la mujer como Otro absoluto. Nos exime de considerar su diferencia y permite mirar para otro lado. Se paga un precio, tarde o temprano, por esa ignorancia. Cuando se busca especificar en qué residiría ese cambio tan anunciado de la feminidad, los comentarios son un tanto decepcionantes porque no van mucho más allá de una vaga referencia a la promoción generalizada del goce fálico. Se proclama, con aprobación o rechazo, que las chicas de ahora serían más competitivas y agresivas, más asertivamente fálicas, menos pudorosas y más independientes. Cabe preguntarse si según las épocas y los contextos sociales faltaron alguna vez las mujeres capaces de sostener una conducta sexual “asertivamente fálica”. De todos modos, admitiendo que hoy eso ha sido elevado al rango de un ideal instituido, incluso obligado, la inclinación de las mujeres por el goce fálico no tendría que llamar tanto la atención, a menos que las pensemos como pimpollitos de alelí –una moneda que los hombres siempre estuvieron dispuestos a comprar. ¿No fue a fin de cuentas Freud el que dijo de entrada que la pequeña niña es como un “varoncito”, y que lo habitual es que su libido sea primordialmente fálica? Lo raro para Freud no era que las mujeres gozaran como los varones, sino que pudieran gozar de otro modo. Y no es raro únicamente para Freud, sino que se trata justamente de lo central de la cuestión. Con todo, y en lo que respecta a la promoción de lo fálico, soy de la opinión de la Dra. Dolto (Lo femenino), que pensaba que las mujeres no cambiaron tanto y que si ahora se muestran como “sexólogas consumadas”, sin embargo reprimen sus problemas afectivos tras las facilidades del goce fálico que las embota para la comprensión de lo que sucede con el Otro. Ella señaló además, con acierto a mi entender, que la idea de que el acceso al orgasmo habría de ser la panacea de todos los males ha sido una idea de hombre, como fue el caso de W. Reich.

 

Las nuevas imágenes y la deformación onírica

¿La mujer ha dejado de ser el Otro absoluto? Las sociedades poderosas ostentan su elevado desarrollo cultural en el lugar que sus mujeres han conquistado. Decir que son el signo de su omnipotencia tal vez sea exagerado. El primer mundo trata bien a las mujeres. A las que considera como propias, hay que aclarar, aunque igual es dudoso que las sociedades que desprecian al inmigrante hayan superado eficazmente el rechazo a lo femenino. Sin embargo, he leído en un texto de una psicoanalista europea que en Occidente “ya no hay segregación del Otro”. Qué buena noticia. Seguramente otros europeos lo creen, así como algunos de mis compatriotas. Los de siempre. Pero matizaría mucho esa afirmación un tanto arriesgada y que en mi barrio, en Montserrat, calificaríamos como hybris. No parece que el cabecita negra, el judío, el gitano, el árabe, hayan dejado de existir. Ni siquiera el sale boche ha dejado de existir, a pesar de la Unión Europea. No fue hace tanto tiempo que Rosa Parks, una costurera negra de Montgomery, Alabama, fue arrestada en 1955 por negarse a ceder su asiento del autobús a un hombre blanco. Los estatutos de la ciudad la obligaban a hacerlo. Sucedió en “Occidente”, cuando todavía no se ha­bían promulgado las leyes de derechos civiles. Las cosas han cambiado desde entonces, por lo cual es oportuno traer un recuerdo personal. Un local de hamburguesas decoraba sus paredes con fotografías de temas diversos y previsibles. Entre ellas una mostraba a un niño rubio que compartía su hamburguesa con otro niño, negro. La escena era el símbolo de un nuevo orden, sin capuchas blancas ni cruces en llamas. Eso tiene una innegable importancia. La imagen no dejaba dudas, sin embargo, sobre quién era el dueño de la hamburguesa. También hoy los hombres colaboran en las ta­reas domésticas.

Antes de considerar las nuevas imágines y los nuevos símbolos deberíamos tener en cuenta lo que Freud llamó “deformación onírica” –Traumentstellung– eso que permite al aparato psíquico representar siempre la misma escena con versiones radicalmente diferentes y que la hacen por completo irreconocible. La Otra escena, esa que es la que nos interesa a los psicoanalistas, es una escena en la que el tiempo no ha transcurrido de la misma manera y en la que los dinosaurios siguen caminando todavía. Es algo que algunos psicoanalistas olvidan. Por eso encuentro más prudente y freudiano lo que sostiene la Sra. Roudinesco cuando advierte que la sociedad liberal enmascara el odio al Otro bajo la compasión por la víctima, que es también un avatar del Otro. Deberíamos preguntarnos cuáles son hoy los nuevos avatares de la “buena chica” y de la mujer “degradada”. Sin duda son muy otros, y hasta podríamos preguntarnos si esas categorías tienen vigencia todavía. Tal vez no la tienen como instancias sociales rígidamente establecidas, pero sería aventurado sostener que ya no forman parte del existenciario femenino. Los íconos de Hollywood no nos muestran valores revolucionarios y una buena chica puede sostenerse bajo la investidura de la prostituta según cómo la presente la dialéctica narrativa. Es lo mismo que vemos en las revistas típicas del mercado cuando muestran artículos del tenor de: “consejos útiles para una noche hot”, todos ellos decentemente sexológicos, diferentes en su enunciado de los que daban las revistas similares hace cien años atrás, pero cuya enunciación sigue siendo la misma.

Es verdad que el orden simbólico actual habilita la autonomía de la mujer, que ya no necesita del varón de manera forzosa para actuar en sociedad y formar familia. Pero lo que deberíamos considerar fundamental desde la perspectiva analítica es el deseo y no la conducta. El psicoanálisis no se ocupa de segmentos de comportamiento sino del destino del sujeto (Lacan), de su posición ante la castración, y esto implica al otro sexo. Por eso, desde esta perspectiva hay que tomar nota de que la obediencia de las mujeres al modelo tradicional de la familia patriarcal nunca impidió prescindir del hombre en el nivel del deseo, que es el único que importa dentro del campo que es el nuestro. Estar casada con un hombre, incluso estar sometida a él, no significa que se lo tenga en cuenta. La dependencia material y social que otrora sofocaba a las mujeres no garantizó nunca a los varones el tener un lugar en el deseo de la mujer. Una escena de El violinista en el tejado muestra al judío que ha vivido en la tradición (la acción transcurre en la Rusia zarista) preguntándole a la esposa si ella lo ama. La mujer responde con la enumeración de los deberes que cumple para él. No dice que sí. Y hay que decir que es la respuesta que la pregunta merecía, porque cometió la falta de llevar el amor al plano de la demanda. Lo cierto es que la “libertad” de elegir tampoco garantiza que hoy los modernos papás tengan un lugar en el deseo de las modernas mamás. Estas cuestiones que señalo no implican más que el recordatorio de lo que debe ser el campo de nuestra incumbencia, que es el campo del deseo.

¿Cambios a nivel de la pulsión?

En “Ideas directivas para un congreso sobre la sexualidad femenina” Lacan nos recuerda que “imágenes y símbolos en la mujer no podrían aislarse de las imágenes y simbolos de la mujer”. Esta afirmación es susceptible de dos lecturas.

A. La primera, que calificaría de “psicogenética”, interpreta que las representaciones que rigen las vías por las que se canaliza la sexualidad femenina y la imagen que una mujer tiene de sí misma, están sujetas a los discursos dominantes que el medio cultural sostiene acerca de la feminidad. Se piensa que si las significaciones de la feminidad son otras, si el discurso acerca de las mujeres ha variado, entonces también se ha modificado algo en la posición inconsciente y a nivel de la pulsión. Se tiene esto por evidente e irrefutable.

B. Una segunda lectura de la frase que estamos considerando nos llevaría a entender que el imaginario social de la mujer y en cada mujer como instancia individual, se encuentra sujeto –como Lacan mismo lo explicita en el pasaje citado– “a un simbolismo inconsciente, dicho de otra manera, a un complejo”. Y ese simbolismo inconsciente se revela en el análisis como algo autónomo respecto de lo que el medio social se ha propuesto transmitir como modelo de identificación para la feminidad. Esta lectura, que juzgo propiamente psicoanalítica, sostiene que los complejos inconscientes revelan su eficacia a pesar y en contra de los ideales que los poderes establecidos intentan imponer.

¿Estaríamos dispuestos, sin embargo, a admitir que las modificaciones a nivel del yo y de la conciencia, esas que se operan en el plano de las identificaciones, de la educación, del aprendizaje, de la influencia del medio, traerían cambios en el nivel de la posición inconsciente y del goce pulsional? Admitir eso es postular exactamente lo mismo que la ego psychology y todas las demás psicoterapias no analíticas. Implica desconocer de plano la hipótesis del inconsciente, y esto es lo que algunos colegas psicoanalistas parecen desconocer. Si la prédica política y educativa puede promover variaciones a nivel de la pulsión, entonces nosotros, como psicoterapeutas –es el nombre que mereceríamos– podríamos hacer lo mismo desde una clínica pedagógica que trabaje sobre las identificaciones. Es la aspiración del tratamiento cognitivo, por ejemplo. Lacan ya había levantado estas objeciones en la página 104 de su segundo seminario, recordando que si Freud escribió “Más allá del principio del placer” fue para mostrar que no puede haber reciprocidad entre los sistemas psíquicos de modo que se fundan en uno solo y actuando sobre uno se opere sobre el otro. Lacan mantuvo esta idea hasta el final de su enseñanza sosteniendo que no hay relación entre los registros. Es así que, sin advertirlo, los analistas que creen en los cambios a nivel de la pulsión por obra de las modificaciones del discurso, creen al mismo tiempo que hay relación sexual y por lo tanto desconocen la castración.

La “trascendencia de la instancia social de la mujer”

Lacan dice en la página 421 de La relación de objeto que “el psicoanalista no se recluta entre quienes se entregan por entero a las fluctuaciones de la moda en materia psicosexual”. Si es verdad que el analista debe estar a la altura de su tiempo y no resistirse a tomar un “baño de actualidad” como recomienda Lacan en esa misma página, tampoco debe rendirse a las seducciones que ejercen los espejismos de las modas que rigen las relaciones entre los sexos y que varían de una generación a otra. Fue el mismo Lacan quien postuló que “la instancia social de la mujer sigue siendo trascendente al orden del contrato que propaga el trabajo” (“Ideas directivas…”). En esto también se mostraba freudiano.

Un sábado por la tarde el ocio me encontró en una sala de cine en la que daban una de las películas de la saga Crepúsculo. Una historia romántica de vampiros para jovencitas adolescentes. Lo que sucedía en la sala, era, por lejos, más interesante que la película: la abrumadora mayoría del público era femenino y ruidosamente puberal. Las enamoradas del joven vampiro aguardaban su aparición con impaciencia. Los estrógenos inundaban la sala y en cuanto el galán se hizo ver los suspiros me despeinaban en ráfaga. Nada que no se viera en el siglo dos, o en el diecisiete. El argumento de la saga seguía líneas sencillas y previsibles: los vampiros eran ricos, sofisticados, universitarios, blancos y sajones. Sus rivales, los hombres lobos, eran morochos, indígenas o latinos, rústicos, obreros, y de maneras vulgares. Una versión burda, además de gótica, de la lucha de clases. La chica aparecía ajena a todo aquello. No era parte del conflicto, ni rica ni pobre, ni vampiro ni lobo. Y además, virgen. Virgen de todo. De sexo y de mordeduras. La película era como algunas telenovelas destinadas a un público femenino en las que hay que esperar doscientos cincuenta capítulos para que los protagonistas se besen. Aquí la chica se veía asediada de un modo inocuo entre el cortejo del vampiro y la protección del infaltable “mejor amigo” que resultaba ser un hombre lobo. Sobre el final, el pálido pretendiente le dice que quiere que estén juntos para siempre. Todos pensamos que llegaba el momento de la “conversión”, del beso incisivo que la haría inmortal. Pero no. ¡Le pidió matrimonio! Entonces la sala se llenó de aullidos femeninos y el derrame hormonal fue importante. Ellas se derretían de tal forma que todo aquello parecía un baño turco. ¿Histeria? Por supuesto. Sin embargo, there are more things… Remito al lector a la parte de este libro en la que se trata del “íncubo ideal”.

Cuando salí, me di cuenta de que entre tanto vampiro y hombre lobo resultaba ser que, en realidad, desde la perspectiva del contexto en que la película nos ubicaba, el monstruo era ella, la chica. En una comunidad de freaks, un ser humano pasa a ser un Otro absoluto. Ella era la rara ahí. Estaba más allá de los conflictos que entreveraban a todas esas tribus sobrenaturales, y lo estaba en más de un sentido, porque de acuerdo con la historia la protagonista desafiaba las mismas leyes de los vampiros. Por ejemplo, era la única a la que no podían leerle los pensamientos, lo cual puede entenderse como una ironía misógina: no hay nada que leer porque no los tiene. Pero también se puede ver eso como que los tiene tan intrincados que es un enigma indecidible lo que se cuece allí. De paso: es mejor no saber qué se cuece allí. En fin, todo esto nos recuerda que más allá de los modelos conservadores o progresistas que se sostengan acerca de la feminidad, la incidencia de una mujer resulta ser siempre un factor incalculable y que puede hacer tambalear la estructura del juego. Dalila doblega a Sansón, Judith decapita a Holofernes, y la sirvienta judía hace vacilar al atroz comandante del campo de la muerte en La lista de Schindler. Muchos piensan que la mujer ya no encarna al Otro absoluto, por el solo hecho de que pueda acceder a las insignias del poder y la dignidad profesional. Pero la cuestión sigue siendo la de la mujer como causa del deseo, y esto no es algo que pueda reducirse a los íconos triviales que el mercado exhibe como “símbolos sexuales”. La causa del deseo es otra cosa. Una mujer es un avatar de lo real, y, por ello, es un Nombre del Padre. Como lo son los azotes de la naturaleza y también las rosas que florecen sin porqué. Acaso esa era la razón de que los huracanes tuviesen originalmente nombre de mujer, antes de que las feministas forzaran al empleo de nombres masculinos. Es esta incidencia imponderable del objeto del deseo lo que interesa al psicoanálisis como experiencia.

 

El matrimonio y el ideal monogámico

Lacan se pregunta en los Escritos si la incidencia de la sexualidad femenina es responsable de la supervivencia del matrimonio:

“Y principalmente, ¿es por su efecto por el que se mantiene el estatuto del matrimonio en la declinación del paternalismo?”. (Lacan, J., Escritos 2, “Ideas directivas para un congreso sobre la sexualidad femenina”, Siglo Veintiuno editores, Argentina, 2008, pág. 699).

Esa pregunta aventura una hipótesis. Lacan expresa en la página 215 de La relación de objeto que “el ideal de la conjunción conyugal es monogámico en la mujer por las razones antes mencionadas, o sea que quiere el falo para ella sola”. El ideal monogámico sería entonces un ideal femenino, lo que contrasta con el carácter fundamentalmente bígamo –y no polígamo– del varón. No estimo que Lacan afirmara con esto que las mujeres fueran monógamas, si por ello entendemos la fidelidad conyugal o el limitarse a tener relaciones con un solo hombre. Mucho menos creíble es que pensara en el matrimonio en términos prácticos, como una necesidad cualquiera de protección social por parte de la mujer. Este escrito de Lacan no pertenece a una época remota, y el nervio del texto reside en que la declinación del paternalismo es ya algo efectivo en el momento en que él escribe. Hoy se discute este modo de ver las cosas. Una convicción actual muy extendida es la de la pérdida del valor del matrimonio y de su carácter agalmático, lo que se cifra, por ejemplo, en esta opinión de la Sra. Soler:

“Al final de su texto sobre la sexualidad femenina, Lacan se preguntaba si no sería por las mujeres que el estatuto del matrimonio se mantenía en nuestra cultura. Hoy, esa indicación de 1959 parece completamente fuera de propósito”. (Soler, C., Lo que Lacan dijo de las mujeres, Paidós, Bs. As., 2006, pág. 185).

Encuentro justificada la objeción, pero no concluiría tan pronto en que la indicación de Lacan sea algo “completamente fuera de propósito”. Cabe advertir por otra parte que la autora no dice que lo sea, sino que lo parece, y más adelante admitirá cierta pertinencia en lo que Lacan postula bajo una forma interrogativa. A mí me parece más bien que la Sra. Soler, como otros autores, intuyen que hay algo terrible en responsabilizar a las mujeres por la persistencia del ideal monogámico. Acaso tan terrible como echarle la culpa a los judíos de la entronización del monoteísmo. La consideración crítica del planteo de Lacan se divide en dos preguntas, que en realidad ponen en juego cosas muy diferentes: a. ¿se sostiene el matrimonio? y b. ¿es por la incidencia de la sexualidad femenina que se sostiene?

Con respecto a la primera cuestión, se invocan las estadísticas. La tasa de divorcios aumenta y también la de las parejas que evitan el matrimonio y optan por la unión civil. Otras configuraciones aparecen como alternativas: las familias monoparentales y los matrimonios homosexuales. ¿Se sostiene el matrimonio hoy? Colette Soler admite con pertinencia que si hay todavía gente que se le opone por motivos ideológicos es porque alguna vigencia continúa teniendo. Confieso que el tema me excede. Lo que como psicoanalista puedo afirmar con seguridad es que el poder de un ideal no reside en que sea practicado. No me preocupan las estadísticas, y recomiendo a mis colegas despreocuparse de esos chismes con entusiasmo. Hay ideales que nunca son practicados y sin embargo siguen siendo invocados como un valor al que se aspira. El respeto por la vida del otro, por ejemplo. Los ideales no requieren en lo más mínimo que el sujeto crea en el mensaje del que son portadores para hacer sentir su peso, y su función no reside en que su mandato sea cumplido. Lo cierto es que están allí más bien para no ser cumplidos, y eso es lo que la clínica nos enseña. Su fuerza está presente mucho más en las vías de su degradación que en los gestos que pretenden exaltarlos. Por eso me asombra el candor de quienes estiman el matrimonio como algo meramente contractual. Dado que se han atenuado las diferencias entre el matrimonio y la unión civil o de hecho, cabe preguntarse para qué casarse entonces si llegáramos al punto de que no hubiese diferencias prácticas entre ambas uniones. Nadie se detiene a pensar que la pregunta que hay que hacerse es otra, y que es fundamental para el clínico: ¿por qué no casarse? Si el matrimonio es inocuo, si no guarda diferencias con una unión civil, si su estatuto es puramente contractual, ¿por qué evitarlo? Cada vez más gente lo evita, dicen, y no es de extrañarse si se piensa en la relación del sujeto liberal con la castración. Si se lo evita es por algo, y esa evitación no lo hace menos consistente como ideal. Hay ahí un peligro, y acaso se haga bien en sortear ese abismo. Pero no por haberlo eludido el abismo deja de estar allí. El matrimonio no es inocuo. Perturba las relaciones con independencia de los desgastes de lo cotidiano que afectan a cualquier convivencia. Genera inhibiciones, síntomas, angustias y divorcios. Es, sin lugar a dudas, lo que Freud hubiera llamado ein bedenklicher Akt –un acto crítico, arriesgado, serio. Por civil que lo concibamos, todavía carga con un elemento ideal, tal vez religioso, que prescinde de la creencia para ser eficaz. Muchos sustituyen la ceremonia religiosa por otra que se pretende laica, pero eso no conjura lo ceremonial en sí. Basta celebrar un aniversario para haber introducido ya este factor angustiante vinculado a lo que en La ética del psicoanálisis Lacan llama el peso de lo real. ¿Quién está a la altura de ese acto que, como todo acto, atañe a la cuestión del comienzo? No importa con cuánta liviandad la pareja considere esa unión; no hace falta que estén a la altura de los votos que toman. Lo que hoy vemos como “libertad” es la posibilidad que tienen las personas para repetir varias veces el mismo modelo, para sostener sucesivos ensayos monogámicos. No veo que la unión homosexual introduzca un modelo diferente. En cuanto a la familia monoparental, eso no tuvo que esperar a la modernidad tardía para existir. Muy cerca de donde me encuentro ahora hay lugares donde el medio social hace largo tiempo que es favorable a la existencia de esas familias que no son otra cosa que aquellas donde la madre cría a los hijos sola. Siempre me ha sorprendido cuán fácil se pasa por alto que la permanencia del padre, eso que se considera increíblemente “lo normal”, ha sido algo bastante raro según el contexto histórico y social. Y eso sin referirme siquiera a una presencia que sea eficaz. Sin conocer la historia del matrimonio, me permito poner en duda que haya sido en toda época y lugar una institución fuerte y de alegre bienvenida por ambas partes.

Todavía no tocamos lo importante. ¿Interesa en algo el matrimonio a la sexualidad femenina? ¿Concierne eso a la sexualidad de alguien? Hace reír, eso sí. El matrimonio es algo cómico. Tiene también un aspecto dormitivo, el del goce pretendidamente pacífico de la sucesión de los días y de una sexualidad que se querría normativizada. El verdadero problema de la convivencia no reside en lo que pueda tener de arduo, sino en sus facilidades. Nada de esto parece interesar particularmente a la mujer. Tal vez sí a la madre, porque cuando Freud dice que una mujer hace de un hombre un hijo se está refiriendo al matrimonio. Es algo que la hipocresía de algunos intenta negar. La Sra. Soler admite que en ellas persiste todavía el anhelo de encontrar “el hombre”. En esto confirma la idea de Lacan acerca del ideal monogámico como ideal femenino. Recibir una marca simbólica, que no tiene que ser necesariamente la del matrimonio, puede ser algo importante para un sujeto habitado por un goce que podría extraviarlo. Eso le da un lugar en el Otro. El hijo puede cumplir también esa función. Si a menudo la cuestión del matrimonio tiene para una mujer una incidencia diferente a la que tiene en el hombre, eso no es necesariamente porque lo desee más que él. No es cuestión de estar a favor o en contra. Es algo, diría yo, en lo cual ellas “se fijan”, y tomaría los equívocos que la expresión puede engendrar. Es un parámetro importante que le sirve para localizarse, de una manera o de otra. Porque el matrimonio puede cumplir esa función simbólica también para la mujer que se abstiene de él.