La condición femenina

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¿Qué representa ver que el otro es portador de una alianza matrimonial? He notado que para los hombres en general eso no denota más que un estado civil de la mujer. Y muchos ni siquiera lo notan. Las mujeres pueden ver otras cosas. Una luz roja, una luz verde, o acaso una “falta de luces”. Pero a veces lo más significativo es que vean en eso que él, el portador, le ha dado una palabra en algún momento a una mujer. Es una dimensión del matrimonio que hay que tomar en cuenta sobre todo si se trata de la sexualidad femenina, porque en el ideal matrimonial no se trata únicamente del falo sino también de la palabra. ¿Hay algo más incierto y dudoso que la palabra dada por el hombre a una mujer? Si hay un lugar en el que hacer promesas resulta un salto al vacío, es ése, y no creo que haya otro que lo supere en insensatez. En la conferencia “Del símbolo y de su función religiosa” Lacan dice algo que tendremos que revisar a la luz de elaboraciones posteriores relativas al Otro barrado y su relación con el goce femenino:

“La palabra que se da es, por ejemplo, esta cosa absolutamente insensata que está constituida por ese acto delirante que consiste en decir a una mujer, ese ser curiosamente flotante en la superficie de la creación, “Tú eres mi mujer”. (Lacan, J. El mito individual del neurótico, Paidós, Bs. As., 2009, pág. 68).

Lo que se destaca es el estatuto de una palabra que se presenta como insensata, como falta de toda garantía más allá de su pura enunciación, y también como una palabra que se da. Es aquí que hay que tener mucho cuidado con el uso del verbo “dar”. Si en ese dar se trata de una oblatividad anal, de un acto sacrificial o de concesión por parte del varón, podemos estar ciertos de que entonces el erotismo de la mujer ya no está interesado. Si acaso está interesado, será de un modo que no es precisamente interesante. La palabra como acto únicamente se da por mediación de la castración: se da como algo que no se tiene.

El culto a lo nuevo y la palabra que hace el amor

Nuevas configuraciones familiares, nuevas feminidades, nuevas masculinidades, nuevas subjetividades, nuevos modos de la transferencia, nuevos fenómenos clínicos, nuevos caminos en psicoanálisis, el psicoanálisis de nuevo, nuevas formas de estornudar. La lista es larga. Se anuncian estas innovaciones con entusiasmo o con alarma. A veces son los mismos, y el tema entre los psicoanalistas parece ya un limón exprimido al que ya no se sabe cómo sacarle más jugo. No discuto el valor de estas cuestiones, pero sería más pertinente salir a la caza de los viejos dioses, descubrir sus actuales escondrijos y artimañas. Hay épocas en que lo revolucionario consiste en ser conservador, y son también épocas en las que lo nuevo aburre. Y creo que la nuestra se lleva el premio en eso. He tratado con patologías inclasificables, enfermedades psicosomáticas, cambios de sexo, transplantes de órganos, fertilizaciones asistidas, paternidades y filiaciones homosexuales, y la novedad me elude. Cada día mi práctica me depara, en cambio, el encuentro con lo que es original. La configuración del yo y la estructura narrativa de la vida es ciertamente otra después del advenimiento de nuestros sofisticados espejos. Tales artificios no traen, por sí mismos, nada original que decir. Aquí no hay lugar para la nostalgia, porque tampoco una pluma de ganso trae nada original que decir. Ni siquiera un cuidado vocabulario trae nada original que decir, y es por eso que no debería preocuparnos tanto que las chicas y muchachos de ahora utilicen un lenguaje en el que a los mayores les cuesta reconocerse. Un mensaje de texto puede dar en el centro del corazón de una mujer tanto como una carta manuscrita. Un celular sirve tanto como una carta para develar una infidelidad… que quiere ser develada.

Borges cuenta que una vez asistió a la representación de una obra de Shakespeare en la que los actores eran mediocres y la puesta dudosa. Sin embargo, la obra lo impactó. A pesar de la tosquedad de los instrumentos, Shakespeare se había abierto paso. Es la enunciación la que puede resultar afortunada o nefasta. Cuando se trata de la condición femenina hay que admitir que únicamente la poesía –entendida como función poética– tiene algo nuevo que decir. Siempre fue así, antes y después de Auschwitz. Es una función que no tiene nada que ver con la declamación, y que podemos encontrar en lugares insospechados. La poesía es la palabra que hace el amor. Lacan nos enseña a tomar esto al pie de la letra, porque se trata de la palabra que produce la significación amorosa en su dimensión de acontecimiento. No se trata del enunciado amoroso, ni de la retórica cuidada. Es la enunciación poética, original, la que “hace” el amor, la que lo hace suceder otra vez, de nuevo. Por eso resulta redundante afirmar que únicamente la poesía tiene algo nuevo que decir; porque el decir poético, el decir verdadero, siempre es nuevo. Todo auténtico decir conlleva lo eficazmente nuevo, por lo que la función poética de la palabra tiene importancia esencial en el erotismo de una mujer. Debe remarcarse que la castración es una condición necesaria para que esta dimensión de la palabra tenga lugar, lo que nos lleva al punto siguiente.

Ellas vienen degollando

Una encantadora dama dirigía la visita al Colegio Nacional de Buenos Aires recordando los tiempos en que ella y sus compañeras eran las primeras mujeres –once, si no recuerdo mal– que ingresaban a esa institución. Hacía notar que en el presente la proporción de mujeres y varones era equilibrada, pero agregó que en cuanto a los promedios de calificaciones las chicas de ahora “venían degollando”. La figura no dejaba de tener su interés, no solamente por ser algo que se dice en todas partes, sino porque es la expresión de un fantasma muy frecuentado. Me gustaría saber cuándo, en qué época, las mujeres no vinieron “degollando”. La expresión, por excesiva y fantasmática, no deja de ser verdadera en la idea de que una mujer puede castrar al hombre en más de un sentido. Eso no deja de tocar cierto real de un deseo femenino al que la castración del varón le es esencial. Pero el hecho de que ellas rivalicen con los hombres y que se enfrenten con ellos en una lucha cómica o trágica, es algo que nunca antes se había visto, según dicen. Y es verdad que, en apariencia, la irrupción masiva de las mujeres en esos escenarios donde se disputa por el poder y por el dinero es algo nuevo. Las chicas de ahora van al frente y además son rivales de los hombres. Ellas se permiten “sacar la perra”, y no solamente ladran sino que también muerden. Lo único que tengo para objetar es que tal vez las chicas de antes no eran, como el candor de muchos parece imaginar, más buenas que Lassie. Y tal vez ni siquiera ella era tan buena. Según me han contado, como la mujer, había más de una, y hasta existe la posibilidad de que fuera un travesti. Pero consideremos apenas este comentario:

“Tras algunos progresos llegamos al estadio del rival, relación del modo imaginario. No hay que creer que nuestra sociedad, a través de la emancipación de las mujeres, lo tenga como privilegio. La rivalidad más directa entre hombres y mujeres es eterna, y se estableció en su estilo con las relaciones conyugales. En verdad, solo unos pocos psicoanalistas alemanes imaginaron que la lucha sexual es una característica de nuestra época. Cuando hayan leído a Tito-Livio sabrán del ruido que hizo en Roma un formidable proceso por envenenamiento, del que salió a luz que en todas las familias patricias era corriente que las mujeres envenenaran a sus maridos, que caían a montones. La rebelión femenina no es cosa que date de ayer”. (Lacan, J., El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica, Paidós, Barcelona-Bs. As., 1984, págs. 392-393).

La rebelión femenina no es cosa que date de ayer, y no se trata solamente de la rebelión contra los abusos de los machos. Es bastante más que eso. Se trata de algo vinculado a la estructura misma de las relaciones del sujeto con el orden del lenguaje. Es la rebelión que se alza ante la constricción de la singularidad de lo real por la pretensión de universalidad del discurso. La lucha de los sexos debería ser reinterpretada en un sentido más profundo que el de una pelea por un bien fálico cualquiera. Se argumentará que la forma de la rivalidad es hoy sustancialmente diferente. Ahora ellas tienen el acceso a las herramientas del poder, y eso habrá borrado de la persona femenina su inquietante dimensión de Otra. Es razonable, pero un poco ingenuo. No siempre la habilitación de la opción fálica será la vía preferencial para una mujer. Llamo “opción fálica” al recurso al poder propio y a la acción directa. Debe estarse preparado a enfrentar la posibilidad que una mujer desprecie en algún momento esta opción preferencial y opte por lo que yo llamaría la opción femenina, que es la de servirse del falo del otro. Cuando una mujer se sirve del falo del otro está demostrando que se las puede arreglar sin títulos de propiedad. Esto, por ser más femenino, no necesariamente es mejor. En una entrevista a Gabriel García Márquez se le preguntaba por qué razón una de las mujeres de sus relatos, sometida y explotada por su abuela desalmada, la hace matar por el amante cuando podía haberlo hecho ella misma. ¿Por qué no tomó el puñal y acabó con la vieja malvada? La respuesta del autor fue interesante. Ella cree en el poder del amor. Lejos de la sensiblería moderna, eso muestra la posición de quien hace actuar al otro sin detentar el lugar de la autoridad.

Me inclino a pensar que cierta ficción de la mujer “moderna” es –por moderna, y no por mujer– como esos leones de cerámica que se pueden comprar en los negocios del barrio chino. Su ferocidad es inocua. Es un perfil de mujer muy ligado al orden del contrato y el intercambio justo, construido para evitar la figura del Otro absoluto, para no asustar al hombre apareciendo como una “de las que te hierven el conejo”, como decía una analizante refiriéndose al personaje de Atracción fatal. Sin llegar a esos fantasmas masculinos tan extremos (presentes en las mujeres también), hay algo verdadero en que una parte de la feminidad se niega a toda negociación. Lacan dice que la mujer antigua exigía, sin concesiones, lo que le correspondía. Era inexorable, y eso es lo que decimos de alguien que no se aviene al circuito de la demanda. Al revés, si hay algo que la clínica actual nos muestra es que mujeres de cierto perfil les ahorran a los hombres el trance de tener que ser hombres. Es la que comprende y razona, no exige ni hace “planteos de novia”. El compromiso no es lo que está en juego, sino su condición de mujer que no es tenida en cuenta por el otro ni por ella misma. Más que “una mina piola” parece empeñada en ser casi un “tipo macanudo”. Los pantalones pueden ser llevados ahora por las mujeres y son tan seductores como las faldas, según cómo se los lleve. Con independencia de eso, estimo que el gesto de “levantarse la falda” tiene un desenfado y una libertad que no encontramos en el de “bajarse los pantalones”. Es solamente una imagen. Pero es una en la que intuyo algo que vale más no explicar. Lejos de toda obscenidad, encuentro ahí la metáfora de algo cuya condición es necesaria para preservar la humanidad del mundo. Un gesto que, desde luego, habrá de seguir aconteciendo donde haya mujeres, aunque las faldas ya no existan.

 

¿Las mujeres ya no se nos resisten?

“Usted es de esas pacientes que hacen quedar mal al médico”, le dijo el especialista a la mujer que mostraba todos los signos de una enfermedad, pero tenía otra. La relación del facultativo con su paciente es una metáfora de la pareja hombre-mujer. Una masa de dos, en la que se espera un mutuo entendimiento. Pero no siempre son una pareja bien avenida, como lo muestra el sueño con el que Freud descubrió el método de la interpretación onírica, conocido como el de “la inyección de Irma”. Es un sueño sobre la desunión –Uneinigkeit– entre el médico y su partenaire femenino. El soñante, que es Freud, se las ve con una paciente para quien la solución que él le ha dado ha resultado insuficiente. Eso despierta algún enfado en el médico, confrontado con su propia impotencia. La persistencia de los síntomas de ella denuncia que el analista no ha conseguido “sacarle la ficha”. Ante la frustración de su ansiado éxito, las ideas latentes del soñante dejan ver el deseo de haber tenido en su consulta a otra mujer, a una amiga de Irma, muy inteligente al parecer. En ese anhelo se asienta la fantasía acerca de que esta otra mujer habría aceptado mejor la solución ofrecida por él. Es una opción muy masculina: huir hacia otra. Podríamos decir que esos pensamientos latentes sostienen la creencia en que a la amiga de Irma la solución le hubiese “entrado” mejor. No creo que el lector requiera muchas aclaraciones en cuanto al sentido fálico de esa solución, que remite al mismo tiempo al miembro viril, a la palabra terapéutica, o a la sustancia inyectable como remedio de un malestar femenino. Si en Argentina la abertura frontal del pantalón suele designarse vulgarmente como “farmacia” es porque la droga reparadora es metáfora del falo como el pretendido remedio de las quejas femeninas: penis normalis dosis respectatur.

Al comienzo del sueño ella se lamenta de sufrir dolores. Él se excusa a sí mismo y le carga la culpa a ella: si se siente mal es por no haber aceptado la solución que él le ofreció. Ya aquí se ve toda la neurosis en su esencia, que es la de pensar que hay un culpable del desencuentro, lo que ya tiene un sentido renegatorio de la imposibilidad que está en juego. Alarmado frente a los dolores que la paciente refiere, Freud procede a examinarla y la lleva junto a una ventana. Ella se resiste –sie sträubt sich– un poco a esa revisación. Aquí conviene reparar en un comentario que Lacan hace al pasar en su examen sobre el análisis de este sueño. Llegando a la parte en que Freud menciona la resistencia de su paciente, Lacan dice que esa es una resistencia típicamente femenina y enseguida agrega: “sabemos que las mujeres ya no se nos resisten”. Es una ironía que tiene mayor alcance del que el contexto permite apreciar. ¿Qué significa ese comentario? Alude a la creencia moderna de que las mujeres habrían cambiado, a la suposición de que en otras épocas eran más reacias al requerimiento masculino. En el tiempo presente ellas no solamente tratarían las cuestiones sexuales con la misma iniciativa y disposición que el hombre, sino que ya no encarnarían ningún misterio. No se nos resisten. Seguro. Por supuesto, estas tonterías no son lo esencial. No se trata de que las damas se resistan o no a las expectativas viriles, sino de si lo femenino sigue siendo algo que resiste o no al saber. La revisación médica tiene una connotación sexual muy conocida, pero también es un procedimiento de investigación (aunque hay que recordar que toda investigación es, en el fondo, sexual). Y en ese proceder hay que distinguir el saber que acaso podemos encontrar –o inventar– como resultado de la pesquisa, del saber que ya se tiene y se aplica a quien es objeto de esa investigación para ubicarlo dentro de una clasificación. Diremos que es sobre todo a esto último a lo que la histeria se resiste. A la mujer histérica no le gusta ser clasificada, puesta en una serie. En cuanto a la feminidad, en mi opinión ella no se resiste, sino que se encuentra desde el inicio fuera de alcance si el investigador no la aborda con otro deseo que el de tener razón. Pero si aún él renunciara a esa torpeza no por eso ella dejaría de escurrirse de las redes del saber. ¿Ha cambiado esto? Es pertinente preguntarse si la idea de que la mujer sería un enigma puede seguir sosteniéndose bajo la perspectiva de una equidad en los derechos civiles. Acaso el orden simbólico vigente ya no rechaza a la feminidad como lo hiciera otrora y ésta ya no constituye una fuente de angustia en la misma medida que antes. La objeción debe ser considerada. ¿No son los psicoanalistas, con su historia del “continente negro”, los prolongadores de un punto de vista androcéntrico, patriarcal, conservador y “esencialista”? El supuesto misterio de la feminidad puede no ser otra cosa que un fantasma de varón y el efecto de una censura que restringió los derechos del sujeto femenino. Se puede argumentar que no resulta raro para alguien encarnar un enigma si se le prohíbe tomar la palabra, si está obligado a ocultar sus cartas, si tiene impedida toda vía de demostración de una iniciativa sexual e incluso profesional o política. Si la mujer es un continente negro, lo sería en tanto se la aisló del campo de lo público y se la confinó al terreno de lo privado y lo doméstico. Por qué no pensar simplemente que el “enigma” femenino se reduce a que la tradición les prohibió a las mujeres decir lo que piensan, expresar sus deseos y sus fantasías, a la vez que las anestesió con los consuelos de ese vano privilegio de encarnar algo especial y misterioso. Ese pretendido enigma de la feminidad sería una faz embellecida de la neurosis a la vez que una justificación de las restricciones que pesan sobre la mujer por el paternalismo. Hay que advertir que el mismo Freud no fue completamente ajeno a esta idea. Pero esta cuestión ha de ser tratada más adelante.

III Examen de lugares comunes

De las arrogancias de la psicología

“…se pierde en un vano debate muy en boga acerca de la superioridad del hombre respecto de la mujer y de la mujer respecto del hombre, o sea, acerca de asuntos que por ser los que más elementos pasionales remueven, son también los que menos interés tienen para lo que está en juego”.

J. Lacan, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis.

¿La feminidad es soluble en amor?

C. S. Lewis sostiene en Una pena observada que así como es una arrogancia por parte de los hombres llamar “masculinas” a la caballerosidad, la franqueza y la justicia cuando son encontradas en una mujer, también en las mujeres es igualmente arrogante calificar como “femeninos” al tacto, la ternura y la sensibilidad de un hombre. Tal vez sean pocos quienes no incurren en esa actitud que con justicia merece ser calificada como arrogante, porque en cierto sentido todo abordaje psicológico de la feminidad o de la virilidad tiende a establecer determinados estereotipos que refuerzan un narcisismo que se complace en la comprensión y la clausura. La crítica de los medios ilustrados ha fatigado los clisés de la tradición, que aunque hayan perdido su hegemonía no por eso han desaparecido. Menos exposición sufren los estereotipos promovidos por los discursos progresistas o políticamente correctos, que a mi juicio no se diferencian mucho de los otros por el hecho de ofrecer valoraciones inversas. Según el contexto y la ideología dominantes, no solamente se conciben perfiles psicológicos de los sexos, sino que se asignan valores a los rasgos que les son atribuidos, valoración que puede ser más o menos moderada o idealista, que oscila a veces entre la exaltación de uno y la depreciación del otro. La estimación favorable o adversa de cualquier característica de lo femenino o de lo masculino obra como un obstáculo para una investigación que exige abstenerse de exaltar o denigrar tal o cual aspecto de la sexualidad de la mujer o del varón. Por lo general es difícil conseguir esa abstención. Si se tiene, por ejemplo, a la “rudeza” como varonil, alguno la apreciará como fuerza, franqueza, ejecutividad o seguridad en sí mismo, mientras que otro lamentará su derivación en brutalidad, suficiencia o estrechez de juicio. Parejamente se le concede a la mujer el privilegio de una “sensibilidad” que unos concebirán como agudeza de espíritu, disposición amorosa o creatividad, y que otros despreciarán por entenderla como labilidad emotiva, capricho, fragilidad, etc. Las comillas no deben escatimarse cuando se trata de estos términos, acompañados por una poderosa ambigüedad. ¿Qué hemos de entender por “sensibilidad”? Es un rasgo que, sin mucha imaginación, suele asociarse con el poeta y que jamás se adjudica al cazador, por ejemplo. La palabra “disciplina”, en cambio, evocará para muchos un imaginario marcial, mientras se pasarán por alto los rigores de la mujer que entregó su vida a la danza. Todas estas son zonceras, ciertamente, pero zonceras que rigen nuestros hábitos mentales. Y son tanto más fuertes cuanto más zonzas. El clisé que identifica de un modo grueso y sin mayores matices la feminidad con la inclinación a lo amoroso, la sensibilidad, la ternura, y otras especies de lo edulcorante sigue vigente y no solo es sostenido por las perspectivas conservadoras. Mientras uno apela al clisé para relegar a la mujer al ámbito de lo doméstico, otro puede usarlo para mostrar las ventajas de la integración de la feminidad al mercado, la política y la guerra con el fin de hacerlos más humanitarios. Porque hay quienes esperan que ellas dulcifiquen las furias del oro y de la sangre. Un mismo estereotipo puede servir, según el caso, tanto para denigrar como para idealizar. Con pareja torpeza, hay que decir. Eso no debe sorprender al psicoanalista, dado que degradación e idealización son operaciones correlativas que afectan a lo que Freud llamó el complejo del objeto. En un sentido o en otro, son patrones que persisten y que nuestra pretendida liberalidad no hizo más que acompañarlos de una cosmética nueva.

Pero en realidad no es cuestión de impugnar estereotipos que siempre están habitados por alguna verdad. Se trata para el psi­coanalista de buscar un abordaje más consistente y serio teniendo en cuenta que todas estas distribuciones de noblezas y miserias se pueden ir a pique muy fácilmente. Es por eso que la perspectiva psicológica se encuentra en oposición a lo que Lacan llamaba “el camino de buena lógica”. En contra de lo que suele pensarse, la lógica no es arrogante. No aspira a la comprensión ni a la totalización. Tampoco incurre en apologías y rechazos. El camino de la buena lógica analítica no se impone a sí mismo objetivos omnipotentes, porque se abstiene no solo de dictaminar un perfil de la feminidad, sino que también se abstiene de establecer un juicio de valor y por lo tanto de prescribir una erótica o una pedagogía sexual. Aspira a no ponerse al servicio de ideales dominantes, cualquiera sea su signo político. Esta vía de buena lógica es lo que Freud buscaba al promover un enfoque metapsicológico, abandonando el punto de vista descriptivo. La importancia inestimable de la orientación lacaniana reside en su intento, a través de un esfuerzo de formalización, de extraer una lógica del vasto muestrario clínico que constituye el drama de la vida erótica de los sexos. Pero si he dicho que el psicoanálisis aspira a diferenciarse de la psicología, es porque se trata de un esfuerzo que no siempre tiene éxito, porque es muy difícil evitar que aún en la lectura de nuestras formulaciones lógicas podamos volver a incurrir en el psicologismo, y con ello, en la dinámica de la idealización. Es así que una mala costumbre a la hora de considerar las lógicas de la sexuación y las dinámicas del goce correspondientes es la de formular juicios de valor sobre sus características. Lacan mismo advirtió sobre la existencia de ideales propiamente analíticos, como los del trabajo, la no dependencia, la autenticidad y el amor. Son ideales que están muy en boga en lo que a la clínica de la feminidad se refiere, pero el del amor sin lugar a dudas se lleva el premio mayor. Lícito o ilícito, pasional o tierno, se acostumbra ubicarlo en el centro de toda consideración sobre la feminidad. El amor es, también, un ideal. Aunque resulte evidente que no es solo eso, es importante subrayar en este momento el que pueda serlo. Debe tenerse en cuenta esta circunstancia cuando, justificadamente o no, se tiende a identificar lo femenino con la disposición amorosa. No se trata de refutar esta idea como de señalar su vaguedad y su conexión con fuertes valores culturales, sobre todo cuando hacer del amor la respuesta a todos los interrogantes sobre la mujer es una pendiente por la que resulta bastante fácil deslizarse. Por eso la idea de que el amor tendría un carácter exclusivamente femenino es un lugar común en el que también los psicoanalistas lacanianos incurren con frecuencia. Se considera, por ejemplo, que todo sujeto enamorado estaría afectado por cierta feminización y que solo desde una posición femenina se ama “verdaderamente”. Como del lado masculino encontraríamos, al contrario, la autocomplacencia de un goce cerrado sobre sí mismo, o en todo caso una posición de dominio incompatible con el abandono de sí que el amor implicaría, se concluye que, si acaso el varón ama, es como mujer que lo hace. No exagero. Cito.

 

“Esto lleva a Lacan a afirmar, en una fórmula tan provocadora como perfectamente rigurosa, que cuando un hombre ama, lo que también pasa es que ama como mujer; dicho de otra manera: ama porque él mismo es sujeto de la falta, pues en lo que concierne a su ser de hombre, no entiende nada del amor –todo lo indica, en efecto– porque se ‘contenta con su goce’”. (Soler, C., Lo que Lacan dijo de las mujeres, Paidós, Bs. As., 2006, pág. 116).

Retengamos esta idea: cuando un hombre ama, ama como mujer. ¿Debemos adscribir a esto? Supongamos que sí, ¿a qué nos lleva, para qué nos sirve pensar en estos términos si es que queremos elucidar algo de la posición femenina? Examinemos este dogma irrefutable, acaso no para refutarlo sino para ponerlo a trabajar. Lo que la autora dice se sostiene en el seminario dictado por Lacan el 12 de febrero de 1974. Sobre el final de esa clase él dice que para “El” hombre el amor marcha sin el decir, porque le basta con su goce (fálico), y que por eso mismo “no comprende nada de él” (del amor). El goce “lo cubre todo” del lado del varón. En cambio para una mujer el goce no marcha sin el decir de la verdad. En función de nuestra experiencia debemos dar crédito a esa afirmación: del lado de la masculinidad encontramos una primacía del goce fálico, idiótico y cerrado al Otro. La posición femenina se muestra, en cambio, más abierta a la palabra del Otro, pero es fundamental percibir que esa apertura se vincula al decir y no tanto a la palabra como voz. Ahora bien, aquí nos importa lo que se dice implícitamente sobre la feminidad, porque siendo rigurosos como la autora pretende, bastaría asumir una posición amante para haber asumido, al mismo tiempo, una posición femenina. Lo cual identificaría la feminidad con la disposición amorosa en razón de que es de su lado que se supone que está la falta. ¿Es esto lo que la orientación lacaniana sostiene? Lacan habla del “decir de la verdad”, que ciertamente tiene relación con el amor, pero quizás no deberíamos apresurarnos a clausurar la cuestión. Eso tal vez no necesariamente responda de un modo cabal a lo que nuestros ideales postulan acerca de la actitud amorosa. Por otra parte cabe preguntarse si sabemos bien qué implica “el ser del hombre”, la posición viril. ¿Se identifica pura y simplemente con el goce fálico? ¿La masturbación y sus subrogados son la esencia de la virilidad? Cabe dudarlo. No cabe dudar, en cambio, de que el goce fálico librado a sí mismo y no restringido por la función paterna no se conecta con el Otro. La orientación al Otro es incompatible con los autismos de la función fálica que, como función de consolación, está presente además en conductas muy complejas, aparentemente amorosas o altruistas, pero que en el fondo dejan al sujeto en soledad. Sin embargo, creo legítimo preguntarse si la posición femenina y la posición masculina se identifican llanamente con el goce que las habita o si constituyen elaboraciones más complejas, maneras en que un sujeto se las arregla con ese goce que le es “propio”, por decirlo así.

Aparte de esto, lo central es que la equiparación de la posición viril con el goce sexual y de la posición femenina con el amor, establece cierta facilitación que parecería reducir la enseñanza de Lacan a una retórica de bolero: “La mujer que al amor no se asoma no merece llamarse mujer”. Esa facilidad desemboca en algunos lugares comunes muy trillados, porque a fin de cuentas la “provocadora” fórmula no es más que un clisé del machismo más repugnante: un hombre nunca se enamora, y si lo hace es un “maricón”.

Cabe preguntarnos si hay que admitir que la feminidad estaría hecha para el amor y la virilidad para el sexo. ¿Para ellas entonces es el compromiso y para ellos la aventura? ¿La senda del deseo aparta a las mujeres de su “ser de mujeres”? ¿Confirmaremos el clisé que presenta a los varones, no solamente como “guachos piolas”, sino como quienes tendrían el derecho de serlo de acuerdo con su “ser de hombre”? Al mismo tiempo se promueve un imaginario de las mujeres que, por feroces que se las pinte en su entrega amorosa, lleva a concebirlas como ternuras vocacionales. Debe reflexionarse acerca de las derivaciones que tiene hablar del amor y del sexo en términos de valores contrastantes, sobre todo cuando para la tradición judeocristiana el amor es un valor máximo, susceptible de las idealizaciones más extremas, mientras que lo que se designa vulgarmente como “sexo” –el falo–, sobresalió siempre por sus títulos infernales. Dos mil años de cristianismo no pasaron en vano, y ni siquiera podemos decir que hayan pasado. La primacía del goce fálico en el varón no está exenta de cierta demonización, pero más importante es el riesgo de una censura larvada sobre la presencia en la mujer, no ya del goce fálico, sino de un interés por el falo (que no es lo mismo), y eso en nombre de la idea según la cual ella estaría abjurando allí de su propio goce, como si una mujer fuese únicamente una verdadera mujer cuando es una mística o una carmelita descalza. La pertinente distinción de dos tipos de goce en la feminidad puede inclinarse a veces hacia una separación radical entre lo “auténticamente femenino” y todo lo vinculado al falo, separación que en sí misma no es tan problemática como el que se exalte un aspecto en detrimento del otro. La crítica a “la causa fálica de Freud” en cierta vulgata lacaniana hace que todo interés de la mujer por el falo sea asimilado a la posición histérica. Esas reivindicaciones anti-fálicas que de vez en cuando se escuchan en la parroquia lacaniana hacen que la Legión de María parezca una banda de libertinos. Si el objetivo era diferenciarse de Freud, lo han logrado con éxito considerable, aunque cabe preguntar si por ello están más cerca de Lacan.

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