Policarpo

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religioso. Y en ese ámbito la clandestinidad es una ventaja para poder evidenciar críticas a la iglesia desde personas consagradas y laicos. Así, en Policarpo se fustiga a la jerarquía por no haber resistido la orden de entregar ayunantes que pernoctaban en la Catedral ante un requerimiento de la Fiscalía Militar48, o se enfrenta la preocupación que expresan los obispos por la llamada “Iglesia Popular”49. También reprueba a sectores conservadores del clero que apoyan directa o indirectamente a la Dictadura, como los sacerdotes Raúl Hasbún50 o José Miguel Ibáñez Langlois51 (por ejemplo, por su participación acrítica a la dictadura en medios de comunicación social)52, e —incluso— a los obispos que participaron de un almuerzo con Pinochet por prestarse a una actividad de “enjuague político”, afirmando que aquellos se sentían “Príncipes de la Iglesia” olvidando que son “Pastores” y concluyendo que “La Iglesia tiene que ser opositora al régimen a nombre del Evangelio”53.

En un sugestivo paralelo que se realiza entre el Padre Alberto Hurtado y el obispo Enrique Alvear, fallecido en 1982, se establece como modelo “la opción integral por los pobres” de este último, a diferencia del primero que es calificado como “último Profeta de la burguesía”, pues pese a sus logros fracasa porque no “convierte colectivamente a la burguesía católica” y corresponde a “una época de la Iglesia y de Chile que va quedando distante”54. Policarpo propone un modelo de ideal de obispos que sigan la senda de Alvear, “proféticos”, que entren en conflicto con los poderosos e inicien un “diálogo constructivo y sereno con la Teología de la Liberación”55.

Desde esta perspectiva Policarpo representa una voz crítica sobre la Iglesia, pero desde su interior. Esta visión crítica ya venía de NPC56 y difícilmente podría haberse desarrollado en un medio que no fuese clandestino. Incluso de este modo generó molestias57.

Policarpo y la “Iglesia Popular”

Las páginas de Policarpo dan cuenta de un verdadero proceso de eclesiogénesis en la Iglesia de Santiago que llega a su punto álgido durante los años 80. Es el surgimiento de lo que la revista llama la “Iglesia Popular”: un modo de ser Iglesia que surge desde el mundo de los más pobres, y que se articula preferentemente en Comunidades Cristianas de Base (CCB) o Comunidades Cristianas Populares (CCP)58. Este “nuevo rostro de la Iglesia”59 emergió en diversos rincones de la Iglesia Latinoamericana, fruto de las opciones pastorales asumidas por los obispos católicos en los años que rodean al Concilio Vaticano II, y especialmente después de la reunión del CELAM en 1968, en la ciudad de Medellín. De acuerdo con Leonardo Boff, fue en esta reunión de los obispos latinoamericanos donde las comunidades de base ganaron “derecho de ciudadanía” al interior de la Iglesia Católica, convirtiéndose en uno de los grandes principios de renovación de la misma60.

El documento de Medellín define a las CCB como “una comunidad local o ambiental, que corresponda a la realidad de un grupo homogéneo, y que tenga una dimensión tal que permita el trato personal fraterno entre sus miembros”. Estas pequeñas comunidades laicales son la “célula inicial de estructuración eclesial, y foco de evangelización, y actualmente factor primordial de promoción humana y desarrollo”61. Por lo mismo, son comunidades que exigen una determinada praxis cristiana alimentada por la reflexión creyente y orientada a la acción solidaria con el resto de la comunidad territorial en la que la CCB se sitúe. Por último, ser comunidades “de base” implica no solamente estar en la base de la estructura eclesial, sino también en la de la estructura social, es decir, las integran quienes pertenecen a los estratos populares de la población urbana y rural.

En Chile, las CCB se expandieron sobre todo en sectores de la periferia urbana luego de que el arzobispo de Santiago, Raúl Silva Henríquez, convocara a la “Gran Misión de Santiago” en el año 1963. Según Segundo Galilea, la escasez de sacerdotes y la excesiva extensión territorial de las parroquias hacían que la única forma de abarcar pastoralmente Santiago fuera “depositando responsabilidades en los laicos”62. Por lo mismo, las CCB se convirtieron en un espacio de protagonismo laical, y un elemento central en la estructura eclesial en las periferias urbanas y rurales de muchos rincones de América Latina.

Aunque Policarpo ocasionalmente se refiera a ellas como Comunidades de Base, o Comunidades Cristianas de Base, prefiere llamarlas Comunidades Cristianas Populares (CCP), enfatizando así su raigambre popular y su compromiso con una teología y praxis liberadoras. De acuerdo con Policarpo, lo que distingue a las CCP de otras comunidades cristianas presentes en el mundo popular es su opción preferencial por los pobres, por quienes el mismo Dios ha tomado partido, y entre quienes la Iglesia está llamada a encarnarse. En consecuencia, se trata de comunidades que no solo trabajan por los más pobres, sino que están compuestas mayoritariamente por personas pertenecientes a los sectores populares. Los miembros de las comunidades se asumen conscientemente como parte “de un pueblo oprimido que busca (a veces oscuramente) la liberación”63. Por lo mismo, las comunidades viven y celebran su fe en Jesucristo “desde dentro del compromiso con las luchas del pueblo por su liberación”64. Este compromiso hace que la comunidad asuma abiertamente opciones políticas concretas, pues es la misma fe la que les impide “ser indiferentes ante la opresión que sufre el pueblo”65.

En el contexto chileno esto significó que las comunidades se articularan tempranamente como espacios de resistencia a la Dictadura. En un momento histórico en que toda actividad opositora al régimen estaba prohibida, y que organizaciones como los sindicatos y los partidos políticos de izquierda eran violentamente perseguidos, las Comunidades Cristianas Populares se convirtieron en uno de los pocos espacios de socialización en los que los pobladores y pobladoras de las periferias urbanas podían articularse para criticar y resistir la violencia del régimen. Según Alison J. Bruey, la Iglesia Popular proveía espacios de libre asociación y libre expresión que el Estado negaba, convirtiéndose en lugares en que las personas podían ejercer los derechos políticos que la Dictadura prohibía66.

Este dato de contexto explica en parte la popularidad y masificación de las CCP en el Gran Santiago durante los 70 y 80. Pero otro factor clave fue el apoyo explícito y activo de sacerdotes, religiosas y otros agentes pastorales de la diócesis de Santiago, apoyados por algunos obispos y vicarios zonales que las promovían activamente. Policarpo insiste en destacar la colaboración activa de miembros de la jerarquía eclesiástica —como los obispos Jorge Hourton y Enrique Alvear— en actividades de las CCP. De esta manera, respondía a las crecientes acusaciones que surgían de sectores más conservadores de la misma jerarquía que culpaban a las CCP de estar formando una Iglesia paralela67.

Cuando en 1979 se crea la Coordinadora de CCP, existían aproximadamente 300 comunidades en el área metropolitana de Santiago68. Hacia 1987 llegaron a ser aproximadamente 750 comunidades, formadas por grupos que variaban entre las 10 y 20 personas69. El conjunto de Comunidades Cristianas Populares conforman lo que Policarpo llama la “Iglesia Popular”. La revista dedica numerosos artículos a describir las actividades de la Iglesia Popular en Santiago. Dentro de los numerosos temas tratados en estos artículos, queremos destacar tres que aparecen como los más relevantes para la revista: El carácter público y políticamente crítico de las actividades de las CCP; la relación de las CCP con el movimiento obrero, debilitado por la persecución política y la crisis económica del país; y las críticas cruzadas entre algunos sectores de la jerarquía eclesiástica y la iglesia popular, que dejan entrever importantes tensiones y desacuerdos al interior de la Iglesia Católica chilena.

La Coordinación de Comunidades Cristianas en Sectores Populares se dedicaba a organizar las distintas actividades comunes en las que se encontraban las CCP de Santiago70. Policarpo participaba de estas actividades, proveyendo al lector de relatos llenos de detalles y ofreciendo su aprobación entusiasta de lo que veía y escuchaba. Destacan las jornadas anuales de reflexión y celebración, las romerías y los viacrucis populares.

Las jornadas eran “una instancia de fraterno intercambio de experiencias, de estimulación de la amistad y, sobre todo, de una viva celebración comunitaria de la fe y esperanza del pueblo creyente”71. La reflexión en torno a la realidad social y política del país iba acompañada de reflexión acerca del rol de los cristianos y cristianas frente a esa realidad, y celebraciones litúrgicas que conectaban fe y compromiso político por la liberación. Además, Policarpo destaca la importancia de los espacios informales de distensión y humor, pues “los pobres estarán golpeados duramente hoy, pero no están vencidos, ni se dan por vencidos; se les podrá quitar todo menos el humor y el porfiado deseo de vivir y celebrar la vida”72. Estas jornadas, celebradas normalmente en el mes de octubre de cada año, fueron espacios claves para discutir las inquietudes de las comunidades y generar espacios de encuentro de carácter más interno73.

Las romerías y vía crucis eran, en cambio, intervenciones religioso-políticas de carácter abiertamente público. En ellas se fijaba un punto de reunión y un recorrido por distintos lugares de la ciudad de Santiago que eran emblemáticos por motivos religiosos o políticos. Por ejemplo, durante el Mes de María se organizaba una peregrinación al cerro San Cristóbal, para llegar hasta el santuario de la Inmaculada Concepción que está en su cumbre. Para los vía crucis, se escogían lugares que fuesen emblemáticos tanto para el movimiento de derechos humanos, como para el movimiento obrero chileno74. El objetivo era conectar los sufrimientos de Cristo en la cruz con los sufrimientos del pueblo chileno en el presente:

 

Estamos cansados de ver en los reportajes de la TV del Viernes Santo o en otras crónicas de esos días y aun en la cartelera cinematográfica, los vía crucis de Cristos sangrantes que muestran, muy sentimentalmente, una pasión de Jesús como se supone que ocurrió hace 2.000 años, sin ninguna proyección actual […] Forman parte de una teología burguesa, de entretenerse en llorar los sufrimientos de un Cristo histórico en el pasado que no aparece vinculado con los sufrimientos de la historia presente. Pero Cristo es crucificado hoy, en verdad, en la clase trabajadora. “Lo que hicieron a estos más débiles, más pequeños, a mí me lo hicieron” (Mateo 25, 40)75.

Recordar la pasión y muerte de Jesús se convertía en una oportunidad para nombrar y protestar en contra de las distintas maneras en que el pueblo chileno era crucificado por la Dictadura militar: “El Vía Crucis del Viernes Santo reprodujo simbólicamente no solamente el camino que anduvo Jesús hasta el monte Calvario en que fue ajusticiado sobre una cruz, sino que también el largo camino de un pueblo empobrecido, marginado y humillado, como el nuestro, por el que Cristo prolonga su marcha”76. Realidades como la represión política, la cesantía, el deterioro de la salud pública y del sistema educacional, la falta de vivienda digna y muchas otras eran denunciadas públicamente por medio del vía crucis, que veía en el rostro sufriente de los empobrecidos, el rostro del mismo Cristo.

Palabras tomadas de distintas encíclicas papales, pero sobre todo de los distintos libros de la Biblia, proveyeron de un lenguaje adecuado que hablaba al mismo tiempo del sentido religioso y político de los vía crucis de las CCP. Al tiempo que se recordaba la pasión y muerte de Jesús, se hacía visible la pasión y muerte del pueblo chileno, oprimido bajo una Dictadura brutal, y sufriendo las consecuencias de una de las mayores crisis económicas de la historia de Chile. Por lo mismo, los vía crucis fueron siempre vigilados por la policía, que hacía notar su incomodidad sobre todo en relación con el carácter político de los textos bíblicos escogidos para decorar pancartas y lienzos77. Frases como “No matarás” y “Caín, qué has hecho con tu hermano”, leídas desde el contexto de la Dictadura, se convertían en frases de crítica a Pinochet. Quienes participaban de los vía crucis jugaban con esa dualidad, pues el lenguaje religioso les daba la necesaria libertad para pronunciarse en contra de la Dictadura de manera pública78. De esta manera, quienes participaban en los vía crucis politizaban su lenguaje religioso, y daban relevancia religiosa a la realidad política, creando un espacio de protesta único en los años previos a 1983.

Policarpo celebra y lamenta, a la vez, que el vía crucis de las CCP sea la actividad pública más multitudinaria en la ciudad de Santiago: “Por desgracia y en virtud de la represión, no hay otra fecha de celebración de pueblo, ni siquiera el 1 de Mayo, que logre sacar a la calle a 3.000 o más personas de los sectores populares en una manifestación unitaria”79. El entusiasmo que le generan las actividades de la “Iglesia Popular” no logra eclipsar la decepción de ver a un pueblo reprimido y desorganizado. Policarpo mira con aprobación los primeros esbozos de reorganización popular que emergen desde las CCP. De hecho, las considera una herramienta clave para restituir el tejido social, “deshecho por el autoritarismo de la bota militar”80. Sin embargo, considera que el verdadero cambio en Chile no se producirá hasta que no se reconstruya el movimiento obrero organizado. En ese sentido, las CCP no están llamadas a reemplazar la labor política y organizativa del pueblo, sino más bien a acompañarla y hacerla despertar. Para Policarpo, el papel protagónico lo tienen los trabajadores, y solo con la reconquista de la unidad sindical es que se podrá efectivamente derrotar a la Dictadura y construir la democracia81.

Según el historiador David Fernández, compartían esta visión diversos sectores de Iglesia, entre ellos quienes trabajaban en la Vicaría de la Pastoral Obrera, encabezada por Alfonso Baeza y los miembros de la Coordinadora de Comunidades de Base, que influidos también por el marxismo ortodoxo, veían en el obrero al sujeto de transformación social por excelencia82. Esta visión va creciendo paulatinamente, para centrarse no solamente en el obrero, sino de manera más amplia en el mundo popular, que se organiza ya no en la fábrica o el sindicato sino primordialmente en la población. En los primeros años de la Dictadura, no fueron los trabajadores organizados los que respondieron a las urgencias creadas por la cesantía y el hambre en las poblaciones. Fueron organizaciones de supervivencia, lideradas en su gran mayoría por mujeres y apoyadas por la Iglesia Católica, las que se hicieron cargo de la precaria situación del mundo popular83.

Sin abandonar su compromiso con el protagonismo de los trabajadores organizados, Policarpo da cuenta de este cambio de énfasis cuando destaca el protagonismo de las mujeres chilenas en el vía crucis:

Policarpo vio allí también al Cristo de hoy en la mujer chilena obrera, pobladora, la que arrastra la pesada cruz con su sueldo disminuido, su marido cesante, de su hijo detenido-desaparecido, de sus niños con hambre, de su fuero maternal suprimido… ¡Y se pudieron la cruz! Nos impactaron a los hombres, ¡como siempre!, con su fortaleza increíble, su decisión inquebrantable, su entereza a toda prueba, su irradiación de esperanza. ¡Benditas mujeres obreras, pobladoras, de campamentos; ellas son también Marías de Nazaret junto al Hijo crucificado!84.

A su vez, Policarpo destaca el protagonismo de las CCP a nivel poblacional, sobre todo cuando se trata de reaccionar frente a una emergencia, como después de la inundación de varios sectores de la población Lo Hermida, luego del desborde del canal San Carlos en el invierno de 198285. Las tres CCP del sector reaccionaron de inmediato, abriendo sus capillas para los damnificados, prestando frazadas y organizando ollas comunes. El autoritarismo del régimen se había encargado de “demoler la rica organización poblacional que surgió en tiempos de Frei y de la UP” y solo las CCP parecían estar organizadas para responder a la emergencia86. Sin embargo, las comunidades no buscaban ser exclusivas en su labor solidaria, entendiéndose rápidamente con otros pobladores y directivos de juntas vecinales, reconstruyéndose así una red de organización a nivel local. Estas redes, articuladas inicialmente en torno a la sobrevivencia económica y a situaciones de emergencia, serían la base para intercambios sociales y políticos más amplios, que con el tiempo se orientarían más allá de la sobrevivencia popular. Según Manuel Bastías, los fines de muchas organizaciones populares se ampliaron para incluir no solamente el retorno a la democracia como objetivo político, sino la construcción de justicia económica y una infraestructura política necesaria para la democratización permanente de la sociedad87. Democratización en la que, para los redactores de Policarpo, las CCP tienen un rol indispensable pero no exclusivo ni protagónico, pues ellas están llamadas a ser solo una parte de un tejido de organización popular más amplio y diverso que debe ser restituido88.

Por último, es importante mencionar que los artículos de Policarpo dejan entrever los inicios de una creciente desconfianza de la jerarquía eclesial hacia las Comunidades Cristianas Populares. En el documento “Caminar Juntos en la Iglesia” de julio de 1982, los obispos manifiestan su preocupación por aquellos que hablan de construir una Iglesia Popular89. Según Policarpo, los obispos critican la existencia de sectores de Iglesia que oponen la jerarquía a las bases de la Iglesia, que llevan adelante su vida eclesial sin vínculo con los pastores, y que absolutizan la dimensión política de la vida. Para Policarpo, estas acusaciones son falsas, y solo generan sospecha y desconfianza “sobre todo un sector popular de la Iglesia que, por muchos conceptos merece todo el aliento” y es cuestionar “la labor misionera de esforzados agentes pastorales” y dar armas a “quienes persiguen a la Iglesia por estar con el pueblo”90.

Según Policarpo, la preocupación de los obispos no surge de la realidad de la Iglesia Popular en Chile, sino de conceptos levantados por el papa Juan Pablo II en relación con la Iglesia Católica en Nicaragua91. La carta del papa, publicitada en Chile por El Mercurio, afirma que la principal responsabilidad del obispo es velar por la unidad de la Iglesia, y tilda de absurdo y peligroso el experimento de “Iglesia Popular” por diversas razones, entre ellas por su supuesta independencia de los obispos, su utilización excesivamente sociológica y política de la palabra “pueblo”, y la infiltración de ideologías que avalan la lucha de clases y la utilización de la violencia con fines políticos, resquebrajando la unidad entre los fieles92. La división existente en Nicaragua, entre las comunidades de base y la jerarquía eclesiástica, estaba conectada con las posiciones políticas divergentes que asumieron ambos grupos frente a la dictadura de Somoza y la Revolución sandinista. La gran mayoría de las comunidades de base en este país, y un gran grupo de sacerdotes, religiosas y agentes pastorales apoyaban activamente la Revolución sandinista, mientras el episcopado mantenía una posición más conservadora y crítica, alimentada por el temor a una infiltración ideológica marxista en la Iglesia y la sociedad nicaragüenses93.

Si bien Policarpo reconoce que existe división al interior de la Iglesia Católica chilena, y que existen posiciones políticas divergentes al interior de ella, niega frecuentemente que dicha división sea una entre pueblo y jerarquía. Por ende, la preocupación de algunos obispos es una preocupación teórica, sobre algo que no se da en Chile94. De hecho, cada vez que la revista relata los eventos de las Comunidades Cristianas Populares en Chile, esta se preocupa de mencionar la presencia de miembros de la jerarquía eclesiástica y la importancia del apoyo de obispos, además de vicarios y otros sacerdotes de la diócesis de Santiago. Por ejemplo, Policarpo destaca que en el Vía Crucis Popular de 1981 participaron tres obispos (monseñor Enrique Alvear, Jorge Hourton y Camilo Vial) además de tres vicarios episcopales (Alfonso Baeza, Damián Acuña y Cristián Precht) y un gran número de sacerdotes, diáconos y religiosas. Para Policarpo, esta presencia es un signo de que “la jerarquía de la Iglesia sale a la calle con el pueblo de los más pobres, expresando así que el clamor de estos no es el de otra iglesia distinta, separada o disidente, sino que es el clamor de la Iglesia única de Jesucristo, que ha tomado en serio, franca y públicamente, su opción por la causa de los pobres”95. La Iglesia Popular no es una Iglesia paralela, sino la misma Iglesia Católica, apoyada por sus pastores, que se hace presente en medio del pueblo chileno.

Policarpo y la jerarquía

Inicialmente Policarpo se muestra favorable al papado de Juan Pablo II, en especial por su encíclica Laborem Exercens, centrada en el trabajo humano96. Para Policarpo, la encíclica es “un verdadero terremoto” para el catolicismo tradicional chileno que había establecido una alianza estrecha con el liberalismo económico, apoyando en conjunto la política económica de la Dictadura97. Según la revista, la encíclica condenaba al capitalismo liberal por su materialismo, que situaba los intereses del capital por sobre los del trabajador, tratando al hombre como un instrumento y no como un fin en sí mismo. Las palabras del papa ayudaron a Policarpo a criticar la política económica de la Dictadura militar, que beneficiaba la concentración de capitales a la vez que reducía los salarios de los trabajadores y reprimía “la justa lucha obrera”98. En una inversión irónica del lenguaje papal, Policarpo afirma que el capitalismo chileno es “intrínsecamente perverso”99, frase que el papa Pío XI había utilizado en su encíclica Divini Redemptoris (1937) para condenar ideas de corte marxista100.

Sin embargo, la opinión positiva que Policarpo tiene de Juan Pablo II comienza a cambiar después de sus declaraciones en torno a la iglesia nicaragüense. En ellas, se comienza a vislumbrar el giro conservador del nuevo papado y cómo este comenzaba a afectar las posiciones del episcopado en Latinoamérica. De hecho, Policarpo atribuye la evaluación negativa del Juan Pablo II sobre la “Iglesia Popular” no tanto al mismo papa, sino a la influencia de monseñor Alfonso López Trujillo, presidente del CELAM y “furibundo opositor de la teología de la liberación”101. La idea de que la Iglesia popular sea una iglesia opuesta a la iglesia católica oficial es una mala interpretación del proyecto de la teología de la liberación, pues, de acuerdo a Policarpo, no existe ningún “escrito responsable” de esta teología “que defienda una Iglesia Popular paralela, no vinculada al Obispo”102. Es más, para Policarpo, el compromiso social y político de la Iglesia Popular no surge de doctrinas ajenas al catolicismo, sino de la opción preferencial por los pobres que Medellín y Puebla habían afirmado como un elemento central en la misión de la Iglesia en América Latina. El hecho de que las posiciones de los partidos políticos de oposición coincidan con las de la Iglesia devienen en una ambigüedad que hay que asumir, pero no en la temida instrumentalización política que advertían algunos obispos103.

 

Más que una oposición clara entre jerarquía y pueblo, lo que Policarpo deja entrever en sus páginas es la existencia de distintos compromisos políticos y teológicos al interior de la Conferencia Episcopal chilena. Al mismo tiempo que defiende a los obispos y sacerdotes que están del lado del pueblo, critica a aquellos que son demasiado condescendientes con la autoridad militar, denunciando un acostumbramiento a las circunstancias de la Dictadura, que les impediría hablar más fuerte y claro en contra de los abusos del régimen104.

Policarpo parece abogar por una ruptura más clara entre la jerarquía de la Iglesia Católica y las autoridades políticas, siguiendo el ejemplo de obispos como monseñor Romero en El Salvador105. Sin embargo, la jerarquía optaba por mantener un delicado equilibrio que se hacía especialmente visible en actividades como los Te Deum. En esta celebración, se juntaban en la catedral de Santiago “el poder moral, espiritual y de influencias” de la Iglesia Católica, con el “poder político, económico y armado” de la Dictadura: “ambos se oponen y ambos se temen; ninguno quiere perder su cuota de poder. El Cardenal se atreve a la vez que se cuida; bendice y critica; la dictadura concurre, pero omite por temor, la difusión del acto en vivo y en directo para presentar horas más tarde por los medios que controla, solo las partes que estima convenientes”106.

Siguiendo a monseñor Jorge Hourton, Policarpo critica la ambigüedad de la jerarquía eclesiástica, que por un lado acepta al régimen militar como legítimo, pero pone condiciones que el mismo régimen no había cumplido a lo largo de los años107. La incompatibilidad entre la práctica del Gobierno y la praxis cristiana se hacía evidente con especial dramatismo en la violación sistemática de los derechos humanos, que llevaba a Policarpo a afirmar que “la efectiva temperatura de las relaciones Iglesia-Régimen Militar, hay que tomarla en los sótanos de la CNI”108. Frente a estas dramáticas circunstancias, Policarpo espera un pronunciamiento más claro de los obispos a favor de la causa de los pobres y perseguidos. El periódico propone como camino demostraciones de no-violencia activa protagonizadas por los pastores y junto al pueblo de Dios. Si no hay actuaciones más claras, puede llegar el momento en que la Iglesia tenga que admitir que la insurrección armada del pueblo se convierta en la única vía legítima para derrocar a la Dictadura109.

Policarpo y la mirada a Latinoamérica

Si bien la mayoría de los artículos de Policarpo se ocupan de la realidad política y eclesial chilena, la revista clandestina dedica algunos de sus artículos a comentar la situación latinoamericana, y en especial la situación política y eclesial de Centroamérica. Para hacerlo, reproduce artículos de distintas fuentes internacionales, además de algunos de elaboración propia, en los que se entreteje el acontecer político con el comentario a la realidad eclesial, marcada por la presencia activa y políticamente relevante de sectores liberacionistas del catolicismo entre los movimientos populares y revolucionarios centroamericanos.

A fines de los años 70 y comienzos de los 80, Centroamérica debatía su futuro político en cruentas guerras civiles. Dichas guerras estaban además marcadas por el intervencionismo norteamericano, que se debatía entre una inicial pero débil defensa de los derechos humanos en la región durante la administración de Jimmy Carter (1977–1981) y una reforzada agenda de seguridad nacional, que financiaba y entrenaba a fuerzas contrarrevolucionarias, especialmente desde la llegada de Ronald Reagan al poder en 1981110. En medio de la Guerra Fría, el objetivo era frenar el avance del socialismo y comunismo en la región, protegiendo así la hegemonía norteamericana en el continente. En ese contexto, las dictaduras de derecha se convertían en aliadas naturales de los intereses norteamericanos, aunque no sin tensiones. Para Policarpo, los Gobiernos centroamericanos estaban inmersos en una guerra sucia en contra de las fuerzas de cambio, a las que no trepidaba en masacrar, y que contaba con la complicidad del imperio norteamericano. Este conflicto se exacerbaba en la medida que “estos pueblos han llegado a la convicción de que no podrán salir de su situación de extrema pobreza, injusticia y aplastamiento si no es con la misma moneda que sus amos: con la guerra”111, generándose la guerra de los pueblos por alcanzar su liberación. Esta última no era una “guerra sucia”, sino una guerra “justa y limpia”, pues era la guerra de las inmensas mayorías pobres, aspirando a “decidir su propio destino como un derecho humano y social”112. Por lo mismo, los cristianos estaban llamados a apoyarla.

Un ejemplo de “guerra justa” para Policarpo fue la Revolución sandinista en Nicaragua. Luego de 40 años de una brutal dictadura liderada por Anastasio Somoza, los sandinistas fueron capaces de liderar una revolución popular para derrocarlo. Según John M. Kirk, tres elementos contribuyeron al triunfo de los sandinistas: la reacción popular al devastador terremoto de 1972, que destruyó el centro de Managua, mató a más de 10.000 personas, y dejó sin hogar a unas 400.000, generando caos en el país; el creciente rechazo al poder de la Guardia Nacional, cuyas violaciones a los derechos humanos eran mundialmente conocidas por su brutalidad —las víctimas de la Guardia Nacional ascienden a unas 50.000 personas, en un país de solo 2,5 millones de habitantes—; y, por último, el crecimiento de la oposición a Somoza, que incluía a diversos miembros de la sociedad, desde campesinos pobres hasta sectores de la burguesía113. Por primera vez en muchas décadas, la base de poder de la dictadura de Somoza tambaleaba, permitiendo el triunfo del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) y sus aliados. Para Policarpo, el triunfo de la Revolución sandinista en 1979 marcó el norte para los movimientos revolucionarios de toda la región114.

Un segundo conflicto al que Policarpo dedicará especial atención es la guerra civil en El Salvador, que se extendería entre 1980 y 1992. Este pequeño país centroamericano estaba marcado por la extrema pobreza de sus mayorías campesinas, y la concentración de la tierra en pocas manos. La economía del país dependía de cultivos de exportación, como el café, el azúcar y el algodón, que desplazaban a los campesinos, dejándolos sin tierras. Solo entre 1961 y 1975, la proporción de personas sin tierra creció de un 11,8% a un 40,9% de las familias campesinas del país115. La severa represión de los militares, por medio de los escuadrones de la muerte entre 1977 y 1981, hicieron casi imposible la participación en la política electoral y la protesta pública, promoviendo indirectamente el crecimiento de grupos armados revolucionarios. Las distintas guerrillas salvadoreñas estaban inspiradas en idearios socialistas y de izquierda y formaron importantes alianzas con los sandinistas, especialmente después de su triunfo en 1979. Pero a diferencia de sus pares nicaragüenses, las guerrillas salvadoreñas no obtuvieron un triunfo militar definitivo, lo que mantuvo al país sumido en una larga década de guerra civil. Con ayuda militar y económica de los Estados Unidos, el Ejército salvadoreño montó una brutal guerra de contrainsurgencia que tuvo miles de víctimas, y que terminaría recién en 1992, con los acuerdos de paz entre el Ejército y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN)116.