Hijo de Malinche

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—¿De qué va? —dijo Cortés con evidentes muestras de interés.

—De dos amigos que al cabo de mucho tiempo se reencuentran, y uno le explica a otro lo bien que le ha ido en la vida aplicando las diez claves de la buena suerte y la prosperidad.

— ¿Y cuáles son esas claves? ¿Es un manual de esos tantos que hay de autoayuda?

—Qué va, a mi esos no me van —rio con ganas Elena—. Seguro que conoces a muchos que, cuando les ocurre algo bueno, dicen: “Qué suerte ha tenido”, ¿cierto? Y si les pasa algo malo, la frase cambia: “Qué mala suerte he tenido”.

Cortés asintió con la cabeza y no pudo evitar pensar en sí mismo.

—Es como si viajarán de copiloto en su propia vida, sin tener la capacidad de decidir cuándo giran hacia un lado u otro. O como si fueran un actor secundario en la película de su vida. Como que alguien escribió un guion y ellos solo ejercieran su papel.

Cortés sintió un escalofrío. Parecía que hablara de sí mismo, de su momento actual, pues él si había sido así de joven, cuando con mucho empeño y tesón logró estudiar y más tarde convertirse en periodista.

—¿No has tenido nunca esa odiosa sensación de no controlar nada de lo que ocurre en tu vida? Yo sí y es horrible —le dijo haciendo aspavientos con los brazos. Parecía adivinar sus pensamientos.

—Pues sí y, para serte sincero, quizá si estoy en un momento similar. Con todo respeto lo que dices está muy bien, pero me parece filosofía barata que se puede aplicar cuando eres joven y no tienes obligaciones ni responsabilidades como una hipoteca, una hija. No me quejo, pues hay momentos increíbles también con mi hija, pero es lo que hay. Te pasan cosas buenas y malas, hay que asumirlas y agachar la cabeza con lo que no puedes controlar, porque no hay mucho más que hacer.

—Yo también entiendo lo que dices, pero todos tenemos que hacer sacrificios. Yo también los tuve que hacer en mi casa, en mi entorno donde no aceptaban a mi pareja, pero decidí dirigir la película de mi vida en vez de solo actuar en ella. Imagínate que un día, hoy mismo, despertaras pasando de ser el actor de reparto de tu película a dirigirla. Que te levantaras y entendieras que la suerte tan solo depende de cómo juegues tus propias cartas y de la actitud que tengas ante la suerte y la vida. En definitiva, que tú eres la persona que escribe las páginas de tu historia y que nada ni nadie puede escribirlas por ti. ¿No sería maravilloso? Te puedo asegurar que este libro a mí me ha servido mucho para convertirme en la protagonista de mi vida.

—«Hay la teoría que demuestra que la vida no es perfecta, que cualquier momento es buen momento para empezar. De nuevo que tu vida la decides tú».

—comenzó a tatarear Cortés en su asiento…

—Tal cual, ¿de quién es eso?

—Es el final de la canción de Jarabe de Palo, creo que la canción se llama Tú mandas, ¿no la conoces?

—No la he escuchado nunca.

—Yo tampoco la conocía hasta hace un momento, la memoricé junto a la otra mientras dormía, hasta que me despertaste.

—¿Cómo, estás bien? —Elena le miró sorprendido.

—Nada, cosas mías… Ahora estoy mejor que antes de subir al avión, gracias por la charla Elena —le respondió mirándola fijamente. Al momento se quedó contemplando el cielo por la ventanilla mientras seguía tarareando en silencio. «Tú, tú mandas, tú sigues o te plantas, tú eliges. Las reglas las decides tú. Tú, tú mandas. Tu historia la decides tú».

De jovencito solía memorizar las letras de las canciones que le gustaban y las trataba de usar en su día a día, como con su amigo Toni, que le había vuelto a recordar algo que quedaba en el olvido. También Lidia había hecho lo mismo con Solo se vive una vez y en aquel momento las canciones de su admirado Jarabe de Palo volvían a sonar en su cerebro. Todas ellas parecían hablarle en un mismo sentido.

CAPÍTULO 6

Hacer de detective

«Cabreado, deprimido, cansado de tanto lío; de políticos, banqueras, de corruptos y profetas, de pelotas y paletos; no soporto

el mamoneo; me tienen hasta los huevos, con su falta de respeto».

Buenas noticias (Jarabe de Palo)

17 de octubre, Poblenou, Barcelona

Al día siguiente, Cortés llegó a la oficina, metió su bicicleta en el cuarto de los trastos y se dirigió hacia su escritorio. Encima de él había dos sobres. El primero contenía unos billetes de avión a México para el día uno de diciembre.

—¡Joder! —exclamó Cortés. Nuria le miró y se encogió de hombros—. No pienso ir, que vaya Gutiérrez.

La secretaria arrugó la frente y siguió con lo que hacía. Cortés abrió el segundo sobre. Contenía información precisa acerca del trabajo que debía realizar el México.

—¡Paso! —masculló entre dientes—. No pienso ir.

Cortés cogió el ejemplar del día de La Vanguardia. Se le pusieron los pelos de punta al leer uno de los titulares de la sección internacional: «México impide visitar el país al Comité contra las Desapariciones de la ONU». La noticia hablaba de miles de desaparecidos y del intento fallido por parte Naciones Unidas de visitar territorio mexicano, con ánimo de colocar sobre el terreno a un grupo de expertos independientes que aseguraban que existía «un patrón de desapariciones forzadas sistemáticas». La noticia también se refería a la Ley General de Desaparición Forzada.

—¡Joder! —se le escapó a Cortés.

Nuria apartó los ojos de la pantalla de su ordenador.

—¿Qué clase de país tiene una ley sobre desaparecidos? —preguntó Cortés. ¡Tengo que impedir que me manden allí!

—Ponte enfermo —cuchicheó Nuria—, o búscate cualquier excusa. Pero el fucking boss lo da por hecho. Además, ya ha comprado los billetes, y con lo tacaño que es, hasta en camilla es capaz de llevarte.

Cortés le dio vueltas a posibles excusas que se podía inventar para no ir. Decirle a su jefe que tenía demasiado trabajo pendiente sabía que no serviría. Conocía bien a Gutiérrez, y le obligaría a hacer horas extras. Quizá podría inventarse algún problema de salud.

—¡Ya lo tengo! Le diré que padezco una enfermedad degenerativa en los ojos.

—Varios redactores levantaron la cabeza de sus teclados.

«¡Sí! Eso podría ser buena idea —pensó Cortés—. ¿Y un problema de salud con mi hija? No, qué digo, eso sería muy cruel por mi parte. Debo buscar, sin duda, alguna excusa relacionada con mi salud», se convenció.

Pese a que Cortés no quería abrir el sobre de instrucciones, la curiosidad pudo más. Dentro encontró varias hojas impresas por las dos caras y estaban firmadas por un tal Pedro Campo.

«¿De qué me suena ese nombre?», se preguntó Cortés.

El cliente financiero necesitaba un gran artículo sobre México de un mínimo de veinte páginas, redactado por un extranjero. Como estructura, primero tenía que contextualizar su situación política, económica, social y cultural, destacando especialmente «TODO LO POSITIVO DE LA EMPRESA DE SU CLIENTE», señalaba la nota en mayúsculas.

Parecía se habían visto salpicados en un conflicto con el gobierno por un presunto caso de corrupción y necesitaban lavar su imagen; para ello, querían que Cortés hablara con el mayor número posible de trabajadores de la entidad, así como con clientes, proveedores, administraciones públicas, sociedades no lucrativas, académicos y medios de comunicación con los que se relacionaba.

«Como ustedes saben —rezaba la misiva enviada por el banco—, todo lo que diga un tercero sobre nosotros tiene mucha más credibilidad que lo que digamos en primera persona».

La nota terminaba con una postdata manuscrita dirigida «al señor Martín Cortés».

«Su jefe ya le habrá comunicado que eso no es todo, pero lo otro, su verdadera labor encubierta, es confidencial.

Le explicaré el asunto en persona, una vez esté aquí. Fdo. Pedro Campo».

Cortés se quedó unos momentos dándole vueltas al nombre del empresario. De alguna forma le resultaba familiar. Quizá ya lo había entrevistado. Después pensó en aquella despedida inquietante. «¿Qué será y que querrán de mí?», se preguntó. Pronto trató de centrarse en el trabajo que sabía hacer. No le quedaba más remedio. Ya había llevado a cabo ese tipo de encargo en anteriores ocasiones. Se llamaban «publirreportajes», artículos pagados que pretendían ser objetivos sobre una empresa en particular. Se revestían de una buena tacada de información de tal manera que parecían creíbles y noticiables. Cortés siempre los había considerado una estafa dirigida al lector, pero era una práctica habitual en la mayoría de los medios de comunicación, sobre todo los especializados. Y más en esos últimos tiempos, desde la crisis económica.

Nervioso, se puso a investigar más sobre México. Para hacerse una idea rápida de la situación, recurrió de nuevo a la Wikipedia, y anotó en su inseparable libreta algunos datos básicos entre los que destacaban:

* Es el undécimo país más poblado del mundo, con una población estimada de ciento veinte millones de personas.

—«¡Ostras, como tres veces España!», pensó.

* Es el decimocuarto país más extenso del mundo y el tercer país americano con mayor longitud de costas: océano Pacífico, golfo de México y el mar Caribe.

* Tras casi trescientos años de dominación española, México inició la lucha por su independencia política en 1810.

«Habrá que volverlos a conquistar, como hizo mi tocayo —bromeó para sí.

* Es el primero en el continente y sexto en el mundo con más espacios culturales o naturales considerados por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad, concretamente treinta y dos.

* Según un informe de la ONU de 2015, México presenta un índice de desarrollo humano alto (de 0,762), y ocupa el lugar 77.º en el mundo.

 

«No me extraña, si se comen unos a otros…», rio, aunque pronto se le congeló el rostro.

Cortés decidió que con esos datos estaba bien, ya profundizaría en otro momento en su historia. Debía leer también noticias actuales que quizá podría aprovechar para su reportaje, así que acudió a la web de El País, que disponía de una sección específica sobre México. Casi se le cayó el bolígrafo al leer la primera referencia: «El cártel de Jalisco agrega el canibalismo a su catálogo de horrores».

—¡¡Joder!! —aulló Cortés.

Nuria le miró y se llevó el dedo índice a la boca, mientras lanzaba una mirada de terror hacia la puerta del despacho de Gutiérrez. De repente éste emergió de su guarida.

—¡Cortés! ¿Le ocurre algo?

—No, señor.

—¿Ha visto los sobres que le he dejado encima de la mesa? —inquirió Gutiérrez.

—Sí, señor, estoy con ello.

—Bien, de aquí a un rato salimos a ver a don Pedro Campo, es uno de los inversores de Bancasol México y financia muchos proyectos aquí en España. Es tu empleador, espero que actúes a la altura de las circunstancias.

—Sí, don José, puede estar tranquilo.

Gutiérrez volvió a su despacho y Cortés siguió leyendo acerca de México. Las demás crónicas tampoco se quedaban cortas: «Diez balazos y dos muertos en un bar frente al edificio más emblemático de Ciudad de México»; «Veintiún peatones mueren atropellados cada día en México»; «Un enfrentamiento entre narcotraficantes deja al menos quince muertos en Chihuahua»; «Procesado por lavado de dinero y delincuencia organizada»; «México rompe su récord de asesinatos de los últimos veinte años»; «Cinco niños mexicanos, entre los premiados en un concurso mundial de cálculo mental»; «Diez estados mexicanos buscan amparar a los ciudadanos que maten en defensa propia»; «Un auto cae en un inmenso socavón en una autopista recién inaugurada en México»; «La Fiscalía mexicana fracasa en castigar el lavado de dinero»…

—Madre mía, solo una noticia positiva de México —observó Cortés con preocupación.

Tampoco las siguientes noticias que encontró se quedaban atrás. «Guerra de acusaciones por la masacre de la cárcel de Acapulco»; «Las empresas mexicanas pagaron 88 millones de dólares en sobornos»; «Hallados dos cuerpos descuartizados dentro de maletas en Cancún»; de repente, Cortés se detuvo, «Condena internacional tras el asesinato del periodista mexicano Salvador Adame».

—¡Joder! —masculló Cortés—. ¡Un periodista!

La noticia detallaba cómo la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) condenaba el asesinato del periodista. Exigía que se investigaran los ataques contra el gremio a fin de conocer los verdaderos móviles de los crímenes y se llevase a los responsables ante los tribunales. Con ese homicidio se elevaba a ciento veintiocho la cifra de comunicadores asesinados desde el año 2000 hasta la fecha. Además, se tenía registro de otras veinte desapariciones de periodistas y cincuenta y un atentados a instalaciones de medios de comunicación. Según Reporteros sin Fronteras, México era el país latinoamericano más letal para ejercer el periodismo.

—No puedo ir, ¡me niego! Matan a los periodistas como chinches…

Cortés decidió salir de la oficina a que le diera el aire. Había impreso las notas que fue tomando mientras leía, para luego enseñárselas a don José Gutiérrez. Estaba decidido a enfrentarse a su jefe y decirle que no iba a ir a México, y en eso pensaba cuando se abrió la puerta de la oficina y le vio aparecer.

—¡Cortéees! Agarre sus bártulos y póngase la corbata. Nos vamos.

***

A Cortés le sorprendió que la sede de una de las más importantes entidades financieras no estuviera en el centro de la ciudad, como las de sus competidores, sino en el Maresme, en una comarca de la provincia de Barcelona. Su costa se identificaba con largas playas arenosas, estrechas como calas en algunas zonas. Él conocía muy bien el lugar pues había veraneado muchas veces en una casa que tenían sus abuelos maternos en Premià de Mar.

La mansión donde se ubicaba la sede de Bancasol Catalunya estaba construida con ladrillo mahonés visto y piedra, de estilo gótico. Destacaban dos torres y una hornacina central flaqueada por un gran escudo en lo más alto. En la placa de la entrada leyó que, en ese mismo lugar, se habían encontrado fragmentos de unos baños y una sepultura de tejas romanas, con restos de enterramientos y de mosaicos que hacían pensar que el lugar fue una villa romana.

«¡Qué mal rollo trabajar aquí!», pensó Cortés.

—Le sienta bien la corbata —comentó José Gutiérrez mientras subían por la escalera—. Debería usarla más a menudo.

—Soy alérgico a las corbatas. —Cortés se pasaba un dedo por el cuello de la camisa blanca, tratando de aflojar un poco el nudo—.

—Pues se aguanta. —Su jefe sacó un pañuelo del bolsillo y se sonó con mucho ruido—. En momentos como éste, la corbata es mano de santo. Procure no decir nada inapropiado ahí dentro —le advirtió.

Una secretaria les condujo hasta el despacho principal de la sede, que se encontraba al final de un pasillo amplio y luminoso, adornado con estanterías repletas de libros y cuadros de época. Una lámpara Tiffany decorada con mariposas llamó la atención de Cortés. Estaba situada encima de una mesita baja colocada entre dos sofás, en un rellano que hacía las veces de sala de espera. Cortés pensó que sufría una persecución orquestada por aquellos insectos. Durante los últimos días se encontraba mariposas en todos sitios. «Cuando muera seré devorado por mariposas», sentenció para sí.

Pedro Campo estaba de espaldas, acoplado en un sillón giratorio de cuero repujado. Levantó la mano y Cortés pudo ver aquellos dos anillos dorados y grandes como las tuercas de una hélice. El financiero entrechocó los dedos.

«Plac, plac, plac».

No había duda: las gafas, el pelo gris deslucido y aquel cuerpo rechoncho. Cortés se acordó de la gala de periodismo y del sujeto engreído que se había sentado delante de Lidia y de él; lanzó una mirada al suelo de parqué por si encontraba un agujero donde pudiera esconderse.

—Vaya, vaya, vaya… mi amigo José Gutiérrez. —Pedro Campo estrechó la mano del jefe de Cortés con energía—. Así que tenemos aquí al joven que nos va a resolver la papeleta.

—Sí, este es nuestro redactor jefe, Martín Cortés.

—Mucho gusto, señor Cortés. Espero que hoy se muestre un poco más… razonable. Siéntese, por favor.

Gutiérrez dio un respingo y lanzó una mirada furibunda a Cortés, que trató de encogerse en su asiento.

—Así que conoces a mi empleado —dijo Gutiérrez.

Pedro Campo volvió a acomodarse delante de su mesa, que se encontraba abarrotada de carpetas y papeles e hizo un gesto con la mano como para quitarle importancia al asunto.

—Coincidimos e incluso discutimos un poco sobre las siempre complicadas relaciones entre empresarios y periodistas en la entrega de premios de ayer.

—¿Discutir de qué? —le asesinó con la mirada.

—Nada reseñable, ¿verdad Cortés?

Este balbuceó y pidió que la tierra se lo tragase. Detestaba los protocolos y utilizar el «usted». No tenía problema en hacerlo al dirigirse a gente mayor o algún anciano, por educación y respeto, pero dispensar ese trato a quienes ostentaban un presunto nivel «superior», le repateaba el estómago. Curiosamente, el propio Gutiérrez le había pedido al conocerse que se tutearan, y eso le generó confianza en un inicio, hasta que la situación cambió y su jefe le obligó a hablarle de usted, lo que Cortés tuvo que aceptar a regañadientes, si bien luego intercambiaban, según decidía su jefe, el tuteo y el usted; eso era solo cuando se trataba de querer impresionar a un cliente y aparentar que eran uña y carne, el tuteo formaba parte de la parafernalia habitual.

—Coméntale a mi amigo Pedro qué te pareció. —intervino Gutiérrez.

—Bueno, lo mismo de siempre, supongo —Cortés se encogió de hombros—. Una profesión denostada que navega hacia destino desconocido, como las carabelas de Colón.

Gutiérrez lanzó rayos por los ojos, pero Pedro Campo sonrió abiertamente.

—Un símil acertado —aseveró el financiero. Tras los cristales redondos de las gafas, Pedro Campo exhibía unos ojos pequeños y desconfiados como los de una comadreja. Cortés esperó, atento. Tiene una biografía interesante para ser tan joven —remarcó al cabo de un largo silencio.

—Gracias por lo de «joven», aunque ya tengo casi cuarenta años… —repuso Cortés tratando de empatizar, aunque sintió, de inmediato, que su jefe lo estrangulaba con la mirada. El financiero hizo una mueca extraña. Parecía una sonrisa cubista. Cortés sintió que era un conejo en medio de una cacería: los ojos del tal Campo olfatearon su rostro y posibles debilidades, en silencio, durante algunos segundos más.

—¿Cómo logró desenmascarar al putero? —le espetó de repente, al mismo tiempo que hacía entrechocar sus dedos: «plac, plac, plac».

—Perdón, ¿cómo dice? —respondió Cortés más que sorprendido por la pregunta. Campo frunció el ceño.

—¿No fue usted quien desenmascaró a Julio Fernández con unas fotos muy subiditas de tono?

Cortés no pudo ocultar su sorpresa. Había llevado a cabo aquel trabajo fuera del horario laboral, y nunca llegó a compartir con su jefe ninguna conclusión. Los ojos de Gutiérrez escrutaban su rostro con la intensidad del faro de Sitges, como queriendo decirle algo que el periodista no entendía.

Durante unos instantes, su mente viajó hasta aquellos días, cuando realizaba un reportaje sobre las investigaciones en las empresas. Había contado con la ayuda de un detective amigo suyo, un sujeto peculiar y borrachín al que apodaban «el Mafias».

Pedro Campo carraspeó y Cortés volvió a la realidad, aterrizando de culo en el despacho del financiero. No sabía hasta qué punto responder con la verdad o inventarse algo. Decidió que haría lo primero, aunque a medias.

—Solo lo fotografié. El resto lo hizo un detective profesional.

—Modesto, discreto y empático, ya veo. —concedió Campo—. Algo idealista, quizá, según pude observar en la gala. Es justo lo que necesitamos —apostilló dirigiéndose a Gutiérrez, que respiró aliviado, aunque le dirigió una mirada inquisitiva.

Cortés no entendía bien qué quería decir Campo con aquellas palabras, pero se mantuvo en silencio. «Calladito estás más guapo —recordó que le decía siempre su madre ante sus infantiles meteduras de pata. También de adulto—, y más con lo que pasó en la gala».

Sin volverse, Pedro Campo señaló con el pulgar un mapa de México situado a su espalda. En él sobresalían numerosos lugares marcados.

—Tenemos oficinas en todos esos puntos. ¿Qué conoce del país? —inquirió el financiero con desgana.

—Pues lo que todo el mundo, supongo. Que es muy grande, que vive mucha gente y que tendré que ir en pocos días para realizarles un publirreportaje.

Si las miradas mataran, la de Gutiérrez le hubiera fulminado como un pelotón de fusilamiento franquista.

—Quiero decir, un reportaje sobre las relaciones de la entidad con sus trabajadores, clientes, proveedores —puntualizó Cortés con cierto titubeo.

—Un publirreportaje, sin duda, ¡también me gusta llamar a las cosas por su nombre! —asintió Campo tras soltar una sonora carcajada—. Métete en algún foro latino para conocer mejor la cultura mexicana, cómo hablan y qué piensan, y así empatizar con ellos cuando los conozcas. Además, con ánimo de facilitarte las cosas, te he conseguido invitación para que asistas el sábado a una jornada de voluntariado corporativo que Bancasol México lleva a cabo en una reserva natural, donde podrás conocer en ambiente más distendido a bastantes de las personas que luego entrevistarás.

—Eso me ayudará mucho, sin duda.

Pedro Campo hizo una pausa que a él le pareció eterna. Los ojos del financiero se hincharon y volvieron a auscultarle. Cortés se sintió como un ratón acechado por un búho.

—Pero ya le habrá contado su jefe que eso, al igual que las clases, son la tapadera, que lo necesitamos para algo mucho más gordo —dijo regresando al tratamiento de «usted».

—Solo me dijo que tendría que ayudarles con un trabajo de corte… detectivesco. Pero nada más. ¿En qué podría yo colaborar? —Cortés no lograba controlar el movimiento continuo de su pie izquierdo.

—Necesitamos descubrir quién está vendiendo nuestros secretos comerciales a la competencia —soltó Pedro Campo a bocajarro.

 

Cortés miró a su jefe intentando ocultar su sorpresa. Él no era detective, sino periodista, por lo que no sabía cómo podría ayudar al cliente en algo así. Esperaba de él alguna palabra o gesto cualquiera que le ayudase, pero su jefe permaneció inexpresivo y silencioso. Aquel mutismo lo inquietó.

Durante el regreso en el interior del habitáculo del lujoso todoterreno que conducía José Campo, el financiero continuó mientras Cortés miraba aquel mar Mediterráneo que Joan Manuel Serrat había hecho famoso en el mundo entero, a la vez que trataba de asimilar la naturaleza del encargo. Le vino a la cabeza la frase de Miguel de Cervantes: «La verdad adelgaza y no quiebra, y siempre nada sobre la mentira como el aceite sobre el agua».

Campo estuvo explicándole durante más de media hora lo que debía hacer; aquello no se le antojaba una tarea nada fácil, como parecieron dar a entender ambos jefes.

En resumidas cuentas: en el banco estaban casi convencidos de que había un topo en la dirección comercial, pues su principal competidor se les había adelantado dos veces consecutivas, lanzando al mercado novedades que ya tenían previstas. Esto les supuso pérdidas económicas muy importantes, además de una bronca enorme en el seno de la alta dirección.

—Una vez puede ser casualidad, pero dos ¡es imposible! —concluyó Campo de manera tajante.

Contrataron un detective, pero no esclareció nada. Así que habían pensado en una «solución creativa», tal y como la denominaron, esta consistía en enviar a «un periodista simpático, empático y con dotes detectivescas para ganarse la confianza de los empleados y descubrir la verdad», enfatizó el financiero mirando a Cortés fijamente a los ojos.

Él no pestañeó. Miró de reojo a su jefe, que se limitó a menear la cabeza.

«Al desgraciado solo le falta frotarse las manos con lo que piensa ganar a mi costa», se dijo.

—Contigo matamos no dos, como se suele decir, sino hasta tres pájaros de un tiro. Llevas a cabo el reportaje, das las clases del máster que patrocinamos y haces lo posible por enjaular al buitre cabrón que nos la está jugando —sintetizó Pedro Campo.

—Espero que no maten al pájaro mensajero ¿Y qué pasa si no lo consigo? — se atrevió a preguntar Cortés en un arranque de temeridad.

—Que no cobrarás los diez mil euros adicionales que te daremos si lo descubres —le soltó Campo. A continuación, hizo una larga pausa, como tratando de medir lo que iba a decir—: Y nada más. Solo quiero que me des tu palabra de que harás lo posible por lograrlo, con eso me basta.

«Diez mil euros es muchísimo dinero, casi la mitad de lo que gano al año —calculó Cortés—, pero está claro que estos no regalan ni la hora, y seguro que aquí hay más “gatos encerrados” que en el Quijote».

El periodista no tuvo más remedio que darle su palabra. Al poco pensó que había hecho mal, que tendría que haberse plantado de una vez y mandar a los dos al garete; o a la mierda, en lenguaje hospitalense, de donde procedía.

Se volvió hacia su jefe, que seguía conduciendo, impasible, de regreso a la oficina.

—¿Por qué yo?

José Gutiérrez meditó la respuesta durante unos segundos.

—Eres lo menos malo que tengo —le respondió lacónicamente.

—¿Y qué pasa si me niego a hacerlo?

—Me veré obligado a despedirte. Es nuestro mejor cliente y no puedo… No podemos quedar mal con él —zanjó mirándole de reojo.

Una vez en casa, Cortés decidió enviar un mensaje al detective con el que había hecho amistad durante el caso del putero. Confiaba en que aquel hombre cetrino y agudo como una aguja de coser le ayudara, y estaba dispuesto a compartir con él las ganancias que aquella nueva aventura, de tener éxito, les reportaría.

«¿Cómo estás de curro, Mafias? Creo que te voy a necesitar».