Tiempo del sur

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—Viejita, vos sí sos una pelota. Yo estaba seguro de que eras arepera desde que fuimos novios y me importa un culo. Lo importante es que seas feliz, pendeja. –Luego brindamos y se acabó el tema. Siempre le he contado todo y cuando siento que no puedo más con esto del mundo gay, es él quien me ayuda a relativizar.

Con Mesa, por el contrario, fue medio patético. Cuando le conté que era lesbiana se quedó mudo y toda la noche trató de evitar el tema. Después intentó evadirme de todas las maneras posibles y dejó de ir a las fiestas o reuniones donde yo iba a estar. Lo sintió como una traición, como una afrenta personal. ¡Qué pesar! Al año se le pasó la rabia, y aunque dejamos de ser amigos, todavía nos vemos con frecuencia y charlamos como buenos colegas. Con él todo funciona bien mientras no le hable del asunto. Siempre me ha parecido que el tema del lesbianismo y la homosexualidad le da asco. Suena duro, pero así es, se le ve en la cara. Mesa es el mejor abogado que conozco, y yo quiero conservarlo, así como es, como un colega en el que siempre puedo confiar. Además, sería una ingenua si creyera y esperara que todo el mundo entienda toda esta vaina. Para mí, llegar a aceptar que no todo el mundo ve con buenos ojos mi sexualidad es un principio de realidad y no un gesto derrotista, como me alegan algunos de mis amigos gay. Pero lo que sí me saca la piedra y no acepto es que me discriminen o me traten mal porque me gustan las mujeres.

En el momento en que conocí a Lau, yo no esperaba que mi mamá entendiera que me gustaban las mujeres ni que la tía Bea dejara de preguntarme por qué no me gustaban los hombres. Pero sí les pedía respeto. Cuando les conté a mis papás que estaba enamorada de una mujer, mi papá acogió a Lau con un cariño especial y nunca desaprobó lo que yo sentía. Ahora, con los años, creo que siempre lo intuyó y solo esperó a que fuera yo misma quien me diera cuenta y fuera capaz de decírselo. Con mi mamá, en cambio, fue todo un viacrucis, como diría ella; por años me tocó intentar explicarle que ni había nada malo en mis genes ni era la consecuencia de la educación que me habían dado. Tampoco de su exceso de ternura o de la figura autoritaria de mi papá. Y que mucho menos se debía a un episodio traumático con los hombres o con mi papá, como quieren hacerlo ver algunas personas.

En aquel primer momento, para mí lo importante era hacerle entender a mi mamá que ser lesbiana no era una elección y mucho menos una enfermedad.

—Yo no me hice homosexual –le explicaba una y otra vez–. Solo he decidido vivir abiertamente lo que siempre sentí. Eso es diferente.

No puedo negar que ser homosexual, lesbiana, es difícil, más cuando se vive en un entorno hostil o en una sociedad dada a la moralina como la nuestra, pero eso de creer que sea un defecto o una cruz es una verdadera estupidez. Yo me niego a verme como una enferma o una víctima. Tal vez “diferente”, “desviada del camino tradicional”, pero no por un error de la naturaleza o por falta de moral. Al contrario, lo asumo para ser honesta conmigo y con la gente que quiero. Eso era lo que trataba de hacerle entender a mi mamá cuando me sentaba horas y horas en el jardín de la casa a explicarle mi vida:

—No fuiste tú, mami, no seas bobita. No es tu error ni tampoco de mi papá –le insistía queriendo aliviarle la culpa religiosa, católica, que yo sabía que la atormentaba–. No es de culpas. Es la vida. A ti te gustan los hombres, a mí las mujeres. No es una aberración ni una enfermedad.

Mi tía Clara me contó que cuando Lau y yo nos fuimos a vivir juntas, a mi mamá le dio durísimo. Yo no sabía que se estaba sintiendo tan mal, me dolía verla contrariada, pero a la vez me asombraba –todavía hoy me asombra– su amor incondicional. Nunca, desde que le conté que estaba enamorada de Lau, he sentido que mi mamá haya dejado de quererme o haya tratado de manera despectiva a Lau. Dudaba de sí misma, de la educación que me dio. Se reprochaba no haberme prohibido algunas amistades o no haberse mostrado más firme en sus opiniones frente a mi papá. Tal vez es verdad que el tiempo y la costumbre todo lo cambian, hasta el espíritu católico de nuestras madres, me repetía Lau cada vez que me veía decaída pensando en cómo ayudarle a mi mamá.

Cuando nos conocimos en esa primera comida donde María, al final, cuando todos se estaban yendo, ella nos rogó a Lau y a mí que nos quedáramos y nos tomáramos otro café. Mientras María preparaba el café en la cocina, le dije a Lau que me encantaría volverla a ver y, sin pensarlo dos veces, le dije que me encantaba su sonrisa. Yo no sabía si a Lau le gustaban las mujeres o si tenía una pareja –de eso no se habló durante la noche–; lo único que sabía era que a ella se le notaba que estaba interesada en mí. De todas maneras, su curiosidad y el hecho de que me hubiera reconocido no eran evidencias suficientes para presuponer que se sintiera atraída por mí como yo lo estaba por ella. En un primer momento, me sentí un poco apenada por mis palabras, pero cuando ella me “mató el ojo”, la pena se me quitó y me sentí feliz.

Estoy segura de que María presentía que entre nosotras podría haber algo y quería darnos tiempo para estar solas. Hoy, casi diez años después, recuerdo cada movimiento, cada palabra de ese primer encuentro. Desde el salón, Lau le preguntó a María si podía poner una canción. Luego se sentó en el sofá de la biblioteca y, extendiendo su mano, me invitó a sentarme a su lado.

—¿Te gusta Cerati? –me preguntó mientras empezaba a sonar “Bocanada”.

—Sé que es el cantante de Soda Stereo, pero nunca lo he escuchado, por lo general escucho tangos –le contesté.

—Te lo presento –me dijo regalándome otra de sus sonrisas.

Yo cogí el cuadernillo con las letras de las canciones, me senté en el extremo izquierdo del sofá y seguí mirando las fotografías del cd. Lau se quitó los zapatos, subió las piernas al sofá y las dobló poniendo la derecha sobre la izquierda bajo sus caderas. Su pie derecho rozaba mi pierna, y mi corazón palpitaba rapidísimo. Sus manos eran pequeñas, sus uñas parecían las de la madre Inés en el colegio: impecables, sin pintauñas y bien cortadas. Detallé sus dedos, el lunar que tenía en la muñeca, y sentí, como una ola que iba y venía, el olor de su perfume.

La siguiente canción que sonó fue “Puente” –hoy me sé el cd palabra por palabra, sonido a sonido, y cada vez que lo ponemos, o lo pongo a solas, recuerdo con toda claridad lo que sentí en aquel momento–. Las dos permanecíamos en silencio dejando que la música llenara todo el espacio. Sus manos rozaron la mías y tomaron de ellas el cuadernillo. Sentí por un instante la delicadeza de su piel. De repente, la voz de Cerati se hizo una con la de Lau y los escuché decir al unísono: “Gracias por venir. Adorable puente. Cruza el amor, cruza el amor por el puente, usa el amor, usa el amor como un puente”. En aquel instante fui yo quien dio las gracias porque ella estuviera allí, justo a mi lado, abriéndome la puerta de algo nuevo y fuerte que estaba esperando hacía mucho tiempo.

—¿Cuándo? –me preguntó. Yo me quedé desconcertada sin saber de qué hablaba. Al ver mi cara, me dijo:

—¿Nos vemos el domingo?

—El domingo, sí. Claro que sí –contesté.

María entró en ese momento con el café, y mientras conversábamos las tres, no dejaba de pensar que volvería a ver a Lau.

Lau entró en mi vida convirtiéndome en un mar con solo imaginarla, desde el primer momento quise acariciarla, saber cada detalle de su vida, de su historia. Lau cambio cien por ciento mi rutina, el tiempo se convirtió para mí en momentos con y sin ella.

Durante los primeros meses de nuestra relación, cuando Lau todavía estaba en Medellín, pasamos largas horas en su casa junto a doña Leo. Jugábamos con ella a las cartas, veíamos películas que alquilábamos en el Colombo o conversábamos las tres hasta que doña Leo se cansaba y le pedía a Lau que la ayudara a ir a su cuarto. Los fines de semana, por el contrario, los pasábamos en mi casa, o salíamos a pasear por Las Palmas o Santa Elena, o caminábamos juntas por el centro de la ciudad.

La primera vez que la besé sentí de nuevo el temblor que me había recorrido en casa de María. Habíamos pasado la tarde conversando, contándonos lo que hacíamos, quiénes éramos. Me confesó que desde que me había visto en el aeropuerto se había sentido atraída por mí. Que se había hecho a mi lado junto a la banda para coger las maletas, pero nunca se imaginó que me volvería a ver. Mientras ella me contaba de su trabajo como publicista o de las fotos que estaba tomando para una exposición a finales de diciembre, yo la miraba escuchando cada palabra, pero quería tocarla, besarla, sentir su piel. Nunca antes había sentido una atracción tan grande por nadie. Nunca –antes de Lau– había querido tanto estar con alguien, compartir, conocer cada detalle, cada partícula de otro ser humano. En aquel momento quería abrazarla, pasar mi mano por su cuello, sentir su pelo, rozar con la punta de mis dedos sus senos, bajar con mis manos por su cintura. Decidí entonces levantarme, moverme de aquel salón pequeño de mi casa para no sentirme tan ansiosa. Le ofrecí un té y me fui por unos minutos a la cocina.

La casa estaba en silencio y solo se escuchaba el sonido del agua hirviendo. Yo miraba las montañas desde la ventana de la cocina y veía cómo había empezado a llover. Pensé en Titi, en la lluvia que tanto le gustaba. Imposible saber qué estaría haciendo en aquel momento, en esa vida de la que ya no tenía ningún referente. Pensé en Manue, en Migue, y respiré hondo deseando que los tres estuvieran bien.

Estaba tan concentrada pensando en ellos que no me había dado cuenta de que Lau había entrado a la cocina y estaba preparando el té en silencio. Cuando terminó, se paró detrás de mí y puso sus manos sobre mi cintura abrazándome. Nos quedamos así, sin movernos, mirando la lluvia y las montañas hasta que empezó a besarme el pelo, las orejas.

 

Nunca he sentido nada tan fuerte y profundo como lo que siento a su lado. Después de casi diez años de estar juntas, cada día la quiero más. Admiro su pasión, su capacidad de hacer muchas cosas bien al mismo tiempo, su forma de ver el mundo y capturarlo con su cámara. Me enamoran sus formas delicadas, su porte, la elegancia con que se mueve en todas las esferas, con seguridad y placidez. Me gusta que no le tiene miedo a nada y que lo intenta todo. Me encanta cómo piensa que ser lesbiana no es un problema, un castigo o una limitación, sino una oportunidad que no muchos tienen la suerte de vivir. Adoro su amor por la música, la relación tranquila que vivió con su mamá. Me desesperan un poco su desorden y, en algunos momentos, sus silencios. Si discutimos es porque ella es un poco snob o porque yo soy impaciente o bossy, como ella me dice. Pero desde que vivimos juntas, incluso desde antes, aunque discutimos muchas veces, solo hemos peleado en cuatro o cinco por cosas de verdad importantes: mi obsesión por querer resolverles la vida a mi mamá y a Titi, su deseo, desde hace un par de años, de volver a Nueva York y mis celos infundados por Katherine.

De hecho, en los primeros días que estuvimos juntas nunca le pregunté si estaba con alguien, ni siquiera lo pensé, para mí era obvio que no. Hasta que una tarde me habló de Katherine, de su estudio, y me aclaró que la exposición de diciembre la harían juntas. Lau no es una persona de mentiras o dobleces, pero a veces omite detalles que para mí son importantes. Katherine fue uno de ellos. Esa tarde y días después no podía dejar de pensar que tal vez la relación que estábamos comenzando era algo pasajero para ella, un encoñito de vacaciones. No era así, me repetía cuando me veía dudar o distanciarme. Katherine era –y todavía es– una persona fundamental en su vida, como lo es para mí Quintero. Su colega, su mejor amiga, me aseguraba, pero hacía mucho había dejado de amarla y mucho más de desearla.

Confieso que me costó un par de meses –bueno, en realidad dos o tres años–, salir del fantasma de Katherine, de las referencias de Lau a sus proyectos en común, a sus viajes, a sus amigos. Pero tenía claro que Lau había dejado su vida en Nueva York para arriesgarse a todo conmigo, inclusive a volverse una figura que va de boca en boca en nuestro círculo de conocidos de Medellín.

Volver a esta ciudad no debe ser fácil, mucho menos cuando se ha pasado tanto tiempo lejos y un poco desconectado de la realidad de Medellín. Lau insiste en que cada uno, a su manera, hace pequeños sacrificios para estar con quien quiere. El de ella fue dejar Nueva York, y no se arrepiente, y el mío fue por fin salir del clóset. Diez años son mucho y también son poco si lo comparo con las relaciones de las personas que me rodean. En mi concepto, es el tiempo suficiente para saber a ciencia cierta que mi vida tomó el rumbo que yo soñaba. Lau es el lugar donde quiero estar, mi familia, mi hogar. Me imagino envejeciendo a su lado y ahora no me importa si es aquí –en este Medellín del que nunca creí que pudiera irme– o en Madrid, Singapur o Nueva York. Esto es lo que me gusta de haber llegado a los cuarenta, alcanzar este tipo de certezas y poder vivir lo que es mío y me estaba esperando.

II. EL PASO DEL TIEMPO

TITI

OCTUBRE DEL 2003

A las seis sonó la alarma por primera vez. A las seis y cinco volvió a sonar y Santi, ya medio despierto, me felicitó entre murmullos. Otro cumpleaños, pensé. Nos quedamos un par de minutos más entre las cobijas dándonos besos, haciéndonos cosquillas. A las seis y veinte, mientras Santi se bañaba, sonó el teléfono, era mi mamá. Me felicitó emocionada y prometió llamarme más tarde, cuando el papá regresara a almorzar. A las seis y cuarenta y cinco, cuando preparaba el desayuno de los niños y de Santi, entró otra llamada, era Elisa. Me dio mucha risa escuchar su canción desentonada. A las siete los niños salieron con Santi, Manue al colegio y Migue a la guardería. Cuando nos despedimos en la puerta, nos dimos un abrazo de oso los cuatro, Manue y Migue me dieron su regalo. Cerré la puerta, fui a la cocina y, después de limpiar un poco, me serví un café y me recosté en este sillón de la sala donde todavía estoy.

Hoy, 9 de octubre del 2003, cumplo treinta y cinco años. ¡Qué vejez! Han pasado más de dos años desde que llegamos a Indianápolis y en este tiempo todo ha cambiado en mi vida. Dejé de ser una profesora de preescolar para convertirme en una empleada doméstica de lujo. ¡Qué risa! O mejor, ¡qué tristeza! Ya ni siquiera sé.

Sí, limpio las casas de cinco familias ricas de Indiana. Ordeno las habitaciones, salas, cocinas y sótanos. Tiendo las camas, plancho pantalones y camisas, lavo los platos, los baños, aspiro los tapetes y sacudo el polvo acumulado de las bibliotecas, escritorios y mesas de noche. Riego las plantas de interior, apilo papeles, pongo en su lugar lápices, juegos de video, trofeos, muñecos, y también encuentro los objetos perdidos. En algunas de estas casas limpio ceniceros, mientras que en otras quito de los muebles pelos de perros y gatos. Organizo los libros y cuadernos de los niños. Sacudo el polvo de los marcos de los cuadros, las fotos familiares, los diplomas obtenidos, y pongo toda mi atención en los objetos queridos. Guardo los cepillos de dientes, el maquillaje, los perfumes y lociones de sus dueños. Pongo en la canasta de la ropa sucia la ropa interior o de deporte que dejan tirada en los baños, así como las toallas y las sábanas usadas durante la semana. Limpio los bombillos, las lámparas, los marcos de las puertas, las cerraduras y también los tomacorrientes. Quito las migas de las tostadoras, limpio los regueros de las neveras, saco la grasa del horno, pongo los vasos, platos y cubiertos en su lugar. Cuelgo las camisas y los pantalones después de plancharlos. Por colores, o según el gusto de cada cual, clasifico en pilas los sacos y camisetas dentro de los armarios. Limpio, con un trapo de cuero, los vidrios de las ventanas, y si tengo tiempo, lavo los basureros o brillo los objetos de plata. Todo eso, a lo negro, por veinticinco dólares la hora, sin permiso de trabajo, sin impuestos, sin prestaciones y sin importar la carga de trabajo.

Trabajo cuatro o cinco horas por día, pero a veces puedo permanecer hasta seis o, si he terminado antes, irme después de solo tres. Igual me pagan el trabajo extra, pero nunca me descuentan la hora o los minutos de menos, siempre y cuando el trabajo esté hecho. Aunque yo prefiero no correr y hacer mi trabajo bien. Todas las señoras donde trabajo son adoradas conmigo, en especial Ms. Claire, quien me trata como si fuera su hija. Lo malo es que cuando me hablan casi no les entiendo, y mis respuestas en inglés son unas frases casi infantiles que me avergüenzan, por lo que me limito a sonreír, aunque parezca boba.

¡Cómo ha cambiado mi vida! Nunca imaginé que pudiera terminar limpiando casas, pensando en los productos de limpieza o acostumbrándome a un trabajo físico tan desgastante. Pero me pagan bien, mucho mejor que en Colombia, y ahora eso es lo que me importa. ¡Qué ironía! Si en Medellín me hubiera ganado lo que ahora me pagan por ser una muchacha del servicio, no habríamos perdido nuestro apartamento y mucho menos me habría visto forzada a realizar esta especie de exilio en el que hoy vivo.

Lo más chistoso y hasta paradójico, como dice cada una de las señoras donde trabajo, es que tengo talento natural para la limpieza, la organización y la belleza. Siempre me ha gustado que todo se vea lindo, ordenado y resplandeciente. Por eso no me cuesta mucho este trabajo, y a veces hasta lo disfruto cuando veo cómo me quedan de lindas esas casas. Y aunque a mucha gente que conozco le parece horrible que sea una sirvienta, y no pueden creer que después de dos años siga en este trabajo, yo estoy bien. Me siento valorada y, lo que es más importante, me siento segura. Yo, la verdad, me imagino que las señoras saben que trabajo ilegal. Pero igual lo disimulan muy bien, y no les importa porque ellas también ganan. Lo mejor de este trabajo es que ellas me respetan, me tratan bien y aprecian lo que hago, y eso me sube el ego.

Al principio no fue así. Estaba muerta del miedo, imaginaba que iba a quebrar algún objeto valioso o que iban a sonar las alarmas y no iba a tener tiempo de desactivarlas, y entonces llegaría la policía o vendrían los bomberos. Tenía pánico de que en algún momento me denunciaran, dejaran de pagarme y se aprovecharan de mi situación. Menos mal –y toco madera– hasta ahora ninguna lo ha hecho y he podido ayudarle un poquito a Santi.

En septiembre, tres meses después de llegar con los niños, seguíamos con una deuda tan horrible con el papá y con Elisa que no tuve otra opción que ponerme a trabajar en lo que fuera. La plata que había traído de la venta de todas las cosas de nuestro apartamento más lo que mis papás, Elisa y las tías me habían dado no nos alcanzó para mucho. Solo para la cuna de Migue, la cama de Manue, nuestro colchón, la ropa de invierno, los utensilios básicos de cocina, un televisor nuevo y un sofá de segunda. El salario de Santi como cargador en una empresa frigorífica de carnes –pobrecito– nos daba justo para lo básico y para pagar la cuota de los dos carros. Y no es que tengamos dos carros por lujo o por chicaneros, es que acá uno los necesita porque si no, no se puede mover por esta ciudad que no tiene taxis ni tan siquiera buses o metro, como Medellín.

Santi, cada vez más agotado y como un palito de flaco, quería cambiar de trabajo y había conseguido algunas entrevistas en dos o tres restaurantes, pero nunca lo llamaron. Salía a la calle, hablaba con la gente aunque le entendieran poco, saludaba a todos nuestros vecinos, hacía miles de preguntas en todos los almacenes donde entrábamos, todo para poder mejorar su inglés y encontrar un mejor trabajo. Nunca tuvo miedo de equivocarse, de sonar chistoso o funny, como dicen acá. Para Santi no existen ni la vergüenza ni los escrúpulos. Después de nuestra llegada, se le metió en la cabeza que quería otro trabajo mejor, hasta que lo logró.

Ese es Santi, echado pa’ delante, lleno de ilusiones, alegre y siempre positivo. Quizás por eso me enamoré de él. Sí, a veces es un poquito acelerado e inconsciente, pero tiene un empuje que a mí me mata. Después de casi nueve años de casados, todavía me enternece sentir ese entusiasmo casi infantil que le pone a todo, en especial al trabajo. Además, sin esa confianza en la vida que siempre trata de trasmitirme, estoy segura de que me habría derrumbado cuando llegamos a este país.

Cuando Amparo, una nica que conocimos en la fiesta del 20 de julio, me preguntó si trabajaba y me ofreció su ayuda para encontrar una “chambita”, como decía ella, nunca imaginé que en menos de dos semanas estaría limpiando tres casas diferentes. A los pocos días, me llamó por teléfono para decirme que ya me había conseguido trabajo:

—Pagan bien. Vos solo tenés que hacer lo que hacés en tu casa y esas viejas van a estar felices.

Yo nunca había conocido a nadie de Nicaragua. De hecho, ni siquiera sabía que les decían “nicos” o que también hablaban de “vos” como nosotros, los paisas. Eso me gustó de ella, su familiaridad, su alegría y, ante todo, la tenacidad para hacer cualquier trabajo por su familia, como casi todas las latinas que he conocido acá.

—No te preocupés, paisita, así es como les dicen a ustedes, ¿sí o no? –me preguntó.

—Sí, así es –le respondí.

—Pues, paisita, solo tenés que ir donde Ms. Claire el lunes entrante a las ocho en punto. Es fácil, vas a ver. Además, la gringuita esta es de lo más amable y no jode –siguió comentando.

Aunque suene a que soy una creída, yo nunca había tenido amigas que fueran de clase baja –salvo Angélica, pero ella no es mi amiga, es mi nana– y hablaran así, sin escrúpulos y con tantas groserías. Amparo es así, es de esa gente del campo que ha salido de su país para hacer plata, sin educación, pero siempre servicial.

—Entonces, paisita, ¿qué le digo a Ms. Claire? –me preguntó de nuevo– ¿Vas a ir?

—Ay, Amparo, es que hablo tan poquito inglés, yo no sé si le voy a entender. ¿Y si me preguntan por el papelito?

—Paisita, ¿querés trabajar o vas a seguir jodiendo? –insistió. Yo asentí, pensando en la situación tan precaria que estábamos viviendo.

—Entonces, el próximo lunes. Bien cumplida, paisita. No me hagás quedar mal, ¿Ok? –me recomendó. Luego me dictó la dirección y me explicó cómo llegar desde nuestro barrio a Carmel, donde quedaba la casa de Ms. Claire, la primera señora para quien trabajé y que me conectó con todas las demás. Tan pronto colgué el teléfono me sentí asustada, muy ansiosa, pero también feliz.

 

Cuando Santi llegó a la casa, lo saludé con la sorpresa:

—Conseguí trabajo, Santi –le conté emocionada.

Esa noche, para celebrarlo, fuimos con los niños a una pizzería cerca de casa donde uno se podía comer todo lo que quisiera por solo $7.99. Lo recuerdo bien porque desde nuestras “vacaciones” en Miami no habíamos salido a comer a un restaurante. Decidimos ir a comer pizza, pues nos recordaba un poco nuestro noviazgo, y con la cantidad de gente que siempre había en aquel local, seguro no era tan malo.

Cómo íbamos a imaginar que de aquella comida saldría nuestra mejor oportunidad en Estados Unidos. El restaurante se llama Piazzeta y es de unos inmigrantes italianos que llegaron a Indianápolis hace más de treinta años. Ellos no tenían papeles, pero hoy son ciudadanos estadounidenses gracias a que Chesca, su hija que nació en Estados Unidos, se casó hace seis años con Marc, un norteamericano.

Vito, el dueño, es un italiano alborotado y generoso que no tiene miedo de contar su historia o de reconocer que ellos también fueron ilegales. Tal vez por ver en Santi su propia fotografía, lo aceptó como segundo cocinero sin que Santi tuviera siquiera un mínimo de experiencia. Aunque no puedo decir que Vito y Angela, su esposa, sean nuestros amigos, son las únicas personas en quienes confiamos y a quienes les debemos casi todo lo que tenemos hoy.

Tenía casi treinta y tres años y unas manos suaves y delicadas cuando empecé a trabajar de empleada doméstica. Hoy cumplo treinta y cinco y por más que use cremas humectantes y vaselina, mis manos están llenas de callos y ásperas. ¿A qué horas cambió tanto nuestra vida? Santi dejó de ser director de ventas para ser primer cocinero en un restaurante familiar de Indianápolis. Dejamos de vivir en El Poblado, el mejor barrio de Medellín, y ahora vivimos en la 38, en un barrio de negros y veteranos de guerra. Para colmo, como no nos alcanza la plata así trabajemos los dos, cada quince días recibimos ayuda alimenticia de instituciones de caridad, y en el invierno ya nos han dado dos veces chaquetas y botas. También nos dieron un trineo de segunda para los niños.

Si mis compañeras de colegio y universidad vieran cómo hacemos fila –como todos nuestros vecinos y amigos latinos– en las promociones de Costco o cómo llevo los cupones de rebajas semanales a Walmart y compro tarjetas de teléfono en la tienda latina, jurarían que esa no soy yo, y algunas hasta me darían la espalda. Yo las entiendo, al fin de cuentas yo era igual. Al principio era yo misma quien se ponía roja cuando sacaba los cupones de rebajas para economizar.

No dejo de pensar que aunque mis papás siempre nos enseñaron a Elisa y a mí a ser cuidadosas con la plata, más en los momentos de dificultad, en mi casa nunca pasamos trabajos. Aun en el último año en Colombia, cuando Santi perdió su trabajo y la situación se puso tan dura para nosotros, mis papás estaban ahí para ayudarnos. También Elisa para hacernos un préstamo, o la tía Bea para traernos frutas, quesos y carnes de la finca.

Ahora no, aquí en Indiana estamos solos. Estamos solos como Ruth, Teresita, Jessy, las mujeres filipinas que trabajan limpiando el restaurante de Vito, o como Manuel y Margarita, los mexicanos que son ayudantes de Santi en la cocina. Estamos solos como Philip, nuestro vecino veterano a quien nadie viene a visitar y a quien –cuando podemos– le subimos el mercado. Solos, usando todas las rebajas que haya, aprovechando las ayudas sociales que nos dan para poder salir adelante.

—No hay que avergonzarse, no hay razón, Titi. Estamos en otro país, aquí la gente tiene otra forma de ver la vida. Además, nadie nos conoce –me repite siempre Santi cuando me ve decaída.

En Colombia nunca habríamos sido capaces de hacer cosas así, estoy segura. Además, con tanta miseria que hay en nuestro país, ni el gobierno ni ninguna institución social nos habría ayudado, menos viviendo en un apartamento de estrato cinco. Para el estándar de vida latinoamericano, nosotros éramos unos millonarios, aunque el upac, las deudas y las tarjetas de crédito nos hubieran dejado en la quiebra. La vida cambia tan rápido que a veces ni siquiera nos damos cuenta. Lina, una de mis pocas amigas, me dijo alguna vez:

—Titi, cuidado, cuando la lavadora se daña, se daña también la cafetera, la licuadora, el carro y lo demás.

En nuestro caso, el “efecto lavadora” se inició con el accidente de Manue, las citas privadas con el cirujano plástico –tan costosas, a pesar de ser amigo de la tía Julita–, las amenazas contra el papá, el robo de la moto que íbamos a vender para salir de algunas deudas y el despido de Santi. De ahí en adelante, empezamos a tener problemas para pagar la cuota del apartamento que habíamos comprado. Además, Migue llegó cuando menos podíamos asumir otro hijo.

Ya nada podemos hacer. En aquel momento no supimos ver, pensar con suficiente calma. Recuerdo que tres meses antes de nacer Migue, Santi me llamó al colegio y me dijo que esa tarde me recogería porque necesitaba hablar de algo importante conmigo. Le pregunté si le había ocurrido algo, si estaba bien.

—No te preocupes –me dijo–, solo quiero hablarte de nuestro futuro.

Esa tarde nos fuimos juntos a caminar por el Primer Parque de Laureles, donde tantas veces nos habíamos encontrado cuando éramos novios. Nos quedamos sentados en la misma banca por más de dos horas, y mientras yo sentía que mi mundo se iba desmoronando al escuchar a Santi, él, eufórico, me confesó que había comprado un tiquete sin regreso a Miami.

—Me voy a trabajar por unos meses a Estados Unidos después de que nazca el niño. Está resuelto –sentenció–. Tengo que hacer algo y aquí en Colombia no hay oportunidades para mí. ¿Te acuerdas de que Julián, mi mejor amigo de infancia, vive en Indianápolis? Pues hablé con él y me dijo que si voy, no solo me ayuda con lo del trabajo, sino que también me recibe en su casa. No tendría sino que pagar por mi comida y el transporte, todo lo demás lo podría ahorrar para mandártelo, Titi. No tenemos nada que perder.

—¿En qué vas a trabajar? ¿Con qué permiso? ¿Con qué visa te vas a ir? –le pregunté.

—Julián trabaja en una empresa muy grande de carnes y dice que puedo trabajar en el área de carga. Además, si trabajo por la noche, pagan más. No les importa si tienes papeles o permiso de trabajo porque pagan a lo negro y bien –me contestó–. Podríamos ahorrar, Titi, ahorrar y pagar las deudas. Solo sería por unos meses, máximo un año. Tú y los niños se quedarían donde tus papás por unos meses. Tú seguirías trabajando en el colegio mientras yo consigo el dinero que le debemos a tu papá. Me voy como turista, como se va tanta gente. No necesito una visa de residente para trabajar a lo negro y salir de este agujero en el que estamos, Titi. ¿Quién se va a dar cuenta?

Yo seguía en silencio, sin poder creer lo que Santi me decía.

—Me voy, Titi. Espero a que nazca el niño y me voy –afirmó. En su cabeza todo estaba claro y ya lo había decidido.

Me quedé pasmada. No tuve el coraje, mejor dicho, la verraquera como dicen en Medellín, para decirle que estaba loco. Santi llevaba más de un año haciendo oficios provisionales, que no nos alcanzaban para nada, y sin poder dormir de la preocupación. ¿Qué le iba a decir?

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