Antigüedades y nación

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Capítulo 1

1892; los objetos precolombinos tejen historias

Y así, puede decirse que el descubrimiento de Colón no solo reveló la existencia de un mundo nuevo, sino que aseguró para siempre la preponderancia del elemento europeo, dándole el dominio material de un hemisferio y la expansión indefinida de su raza y de su cultura en el tiempo y en el espacio.

FIESTAS CÍVICAS EN CELEBRACIÓN DEL 4.º CENTENARIO, Lima, 1892

En 1862 el presidente ecuatoriano conservador, Gabriel García Moreno, ordenó a Antonio Flores Jijón, su representante de negocios en el extranjero, que le entregara como regalo a la regente británica, la reina Victoria, una corona de oro identificada como “inca”. Esta hermosa pieza, extraída de la parte sur del país andino, mostraba una valiosa muestra de orfebrería de los pueblos originarios. El motivo de dicha transacción fue “congraciarse” con la monarca, a fin de que ayudase, en este caso al gobierno ecuatoriano, con la cuestión de límites pendientes con la República del Perú. Este objeto viajante se convirtió no solo en un regalo, sino también, en una forma de negociación: condensaba un deseo, un objetivo y un valor. Este recuerdo que hemos traído hasta aquí nos ha permitido ver, brevemente, cómo entre los objetos, sobre los objetos o con los objetos, se tejen historias. En este capítulo en particular nos interesa indagar cómo se construyeron ciertos sentidos sobre los vestigios llamados precolombinos y cómo se representaron mundos-pasados a partir de estas huellas en la Exposición Histórico-Americana de Madrid de 1892. Los objetos que participarían en dicho evento fueron asociados a la idea de nación, historia y civilización; además, serían parte de procesos para ser recogidos, exhibidos y regalados.

Es interesante ver cómo a finales del siglo XIX, la conmemoración de los 400 años del “descubrimiento” de América cobró relevancia como fenómeno histórico en el panorama internacional y fue objeto de una serie de rencillas culturales entre países, como es el caso de Estados Unidos, Italia1 y España. La figura de una fiesta universal que solemnizara la llegada de Cristóbal Colón a estos territorios fue una estrategia político-cultural, en la cual podemos observar un variopinto escenario de discursos y tácticas de sus participantes frente al acto celebrativo. Más que hablar solo de naciones en contextos locales, vemos la construcción de representaciones del pasado asociadas al fenómeno conmemorativo de 1892. En este sentido, lo que buscamos es ubicar la diversidad de transacciones, negociaciones y reinterpretaciones implicadas que operaron en este escenario, y que han permitido revisar las dinámicas de construcción del pasado y sus objetos en las naciones andinas, en el contexto de la Exposición Histórico-Americana de Madrid de 1892.

Sobre las exposiciones universales y su incidencia en el siglo XIX respecto a los países latinoamericanos, se han escrito algunos estudios (Schuster 2018; Rodrigo 2017; Muñoz 2013 y 2012; Ramírez 2009; Andermann y González Stephan 2006; Quiñones 2007; Tenorio Trillo 1998; López Ocón 2002; Muratorio 1994), en los cuales se hace un recuento de su incidencia como escaparates de representación del mundo, del libre comercio, de la tecnología y de la industrialización mundial. La particularidad de las exposiciones universales es su éxito en configurar una trilogía a partir de la cual organizar su presencia, potente, pero efímera, en el siglo XIX: ciencia, industria y nación, amparadas en la ideología del progreso como el credo moderno, a partir de lo cual se puede reconocer todo el mundo, o bien, la manera como se puede alcanzar una modernidad cultural, vista como una cuestión de forma. Las exhibiciones luchaban por conseguir esa forma que creían que era la más cercana al estilo moderno (Tenorio 1998, 55).

La Exposición Histórico-Americana de Madrid de 1892 se convierte en un lugar de memoria (Nora 1984), en tanto que el tiempo pretérito fue asumido en su dimensión simbólica, más que como una realidad puramente histórica: el pasado era una representación visibilizada en objetos e imágenes. La historiadora Rebeca Earle (2008) nos ha mostrado, por ejemplo, la importancia que tuvieron para el periodo independentista las imágenes de indígenas, aquellas que distanciaban el periodo colonial del pasado precolombino: el Sol, las deidades, los símbolos y los personajes indígenas2 fueron recuperados. Empero, hacia mediados y finales del siglo XIX, esto cambió, y las élites volcaron su interés en los héroes independentistas, así como en la recuperación de los conquistadores para la tradición historiográfica local, y así pusieron los orígenes culturales de Hispanoamérica en el periodo colonial. Earle enfatizaba en cómo “lo precolombino” se dejó de lado, en dicho movimiento de búsqueda simbólica de emblemas patrios. Según esta autora, no es solo que las imágenes indígenas, “tan comunes en la época de la independencia fueron con frecuencia eliminadas de los emblemas nacionales, sino que no fueron reemplazadas por otras imágenes indígenas hasta bastante entrado el siglo XX”, como los propios indigenismos y las teorías sociales de las décadas de 1920 y 1930 desarrolladas en esta región (Earle 2008, 34)3.

Si bien Earle ubica acertadamente las tradiciones numismáticas, los pabellones de los héroes nacionales o la literatura nacionalista en las reivindicaciones locales, en el escenario transatlántico los vestigios precolombinos exhibidos y traficados tuvieron un valor como promotores de los cruces historiográficos erigidos por y desde el panhispanismo, al igual que en su resonancia con los discursos científicos de la época. A través de estas antigüedades, la diplomacia y los intereses políticos, culturales y económicos encontraron un particular nicho en las prácticas de negociación, más allá de las fronteras nacionales. Queremos anotar que no es que las imágenes del pasado precolombino se borraron de los emblemas nacionales, sino que estas pasaron a reconsiderarse en otros escenarios, ligados a los objetos y a la negociación transatlántica de las naciones, así como al desarrollo propio del campo científico y los museos. En los países que hemos estudiado podemos mirar con atención esta serie de fenómenos sociales y culturales, además de localizar una intelectualidad bastante activa y conectada, pocas veces estudiada para el contexto de los Andes.

Las exposiciones universales también operaron no solo como eventos de atracción comercial o de promoción de inmigraciones, sino que también servían como “performances del nacionalismo”; es decir, cada país participaba para mostrar su “posición entre otras naciones”, y, por supuesto, incluían “áreas dedicadas a la historia nacional” (Earle 2007, 147). En el caso que nos ocupa, esta exposición histórica avalaba la labor de Colón, la conquista y el descubrimiento como una conmemoración histórica, pero a la vez moral; es decir, ensalzaba lo hispánico como un don y como gracia civilizatoria universal; de hecho, la forma de nombrar estos objetos antiguos como “precolombinos” da cuenta de la enorme preponderancia que cobraba este personaje en la concepción de una línea de tiempo y en cuanto al sentido histórico, que se pretendía global. Lo “precolombino” —o todo aquello nombrado como tal— pasa entonces a ser un componente de lo hispánico en su existencia particular.

Con esta perspectiva, cuando hablamos de un panhispanismo de época lo entendemos, como lo mencionaba Sepúlveda (2005), en sus “componentes conceptuales”: un fuerte contenido nacionalista español, la reivindicación del pasado colonial y la defensa de la religión católica4; pero también, en sus despliegues simbólicos, visuales y materiales, como lo son para nuestro caso. América era, a partir de dichos presupuestos, un “objetivo de definición nacionalista” que operaba como “un recuerdo de grandeza pretérita, un espejo de su propia identidad” (Sepúlveda 2005, 103). Así, el territorio americano existía en tanto y en cuanto aceptaba y celebraba esta condición colonial como una prolongación de la obra misma de España.

En suma, hemos organizado este capítulo en dos partes. En la primera hacemos una revisión breve de lo que significaron las exposiciones universales, como motores del progreso mundial. En la segunda parte seguiremos algunos hilos de las transacciones diplomáticas realizadas por los países —Colombia, Perú y Ecuador— y las maneras como los objetos precolombinos fueron valorados en esos contextos. En esta línea, el estudio de la dádiva del tesoro quimbaya nos resulta un caso significativo, ya que funcionó como un medio para la configuración de recursos explicativos sobre el pasado de los pueblos indígenas, anclado a las prácticas diplomáticas. Veremos también cómo se construyen ciertos sentidos en torno a las piezas antiguas indígenas del Ecuador y de conjuntos escultóricos, como el de Roselló, para Perú; ambas, herramientas emblemáticas que operaron en la confección de un discurso histórico para la presentación de los orígenes nacionales en los escaparates presentados.

1.1. “Exponer” en un sentido universal

Los pabellones, las banderas, están juntos, como los espíritus. Se alzan como estrofas de alados poemas las fábricas pintorescas, majestuosas, severas o risueñas que han elevado, en cantos plásticos de paz, las manos activas. Y todas las razas llegan aquí como en otros días de siglos antiguos acudían a Atenas, a Alejandría a Roma. Llegan y sienten los sordos truenos de la industria, ruidos vencedores que antes no oyeron las generaciones de los viejos tiempos.

 

RUBÉN DARÍO, Peregrinaciones (1900, 9)

Las exposiciones universales fueron celebradas como íconos de la modernidad en más de diez ocasiones, durante el siglo XIX. Ciudades como Londres, París, Madrid, Chicago, Berlín, entre otras, se convirtieron en ventanas o vitrinas del progreso de las naciones, vistas en conjunto. Si bien la primera exposición con carácter universal se realizó en el conocido Crystal Palace en Londres, en 18515, no fue sino hasta las tres últimas décadas del siglo XIX cuando estas empresas tuvieron una amplia difusión internacional; particularmente, la inaugurada en 1876, en el centenario de la Revolución norteamericana de independencia, y la de 1889, la Exposition Universelle de París, con motivo del centenario de la Revolución francesa, y en medio de la cual se pregonaron los valores republicanos universales de igualdad, fraternidad y libertad. Como lo señaló Hobsbawm (2012), la noción de “centenario” es, sin duda, una invención de finales del siglo XIX, incorporada al auge del imperialismo colonial y vinculada con la preponderancia de Gran Bretaña como motor de este proceso; es revelador que la primera exposición de carácter universal haya sido realizada en este país (figura 1).

En el último cuarto del siglo XIX, el continente europeo experimentaba una expansión geopolítica y económica que convivía con el ascenso de Estados Unidos como potencia mundial. Este tránsito de siglo del XIX al XX, entre 1875 y 1914, se conoce en la historiografía como la Era del Imperialismo, o como el Imperialismo6, y se ha caracterizado por dos factores fundamentales: la progresiva expansión colonial en latitudes planetarias y el asentamiento de la dinámica capitalista a escala global. Ambas circunstancias determinaron, según varias perspectivas, la existencia de relaciones bastante asimétricas y complejas entre las que eran consideradas las grandes metrópolis o potencias —con el Reino Unido a la cabeza— y sus colonias. El nacionalismo como proceso apareció notablemente en esta época, por lo cual el historiador Eric Hobsbawm consideraba que este se “ingirió como un coctel”, pues el atractivo no consistía en su “propio sabor”, sino en la combinación con otro u otros ingredientes, que, se esperaba, “calmaría la sed material y espiritual de sus consumidores” (Hobsbawm 2012, 173).


Figura 1. Ejemplar del libro América y España en la Exposición Universal de París de 1889

Fuente: Luis Bravo (París: Imprimerie Administrative Paul Dupond, 1890). Colección Nacional del Ministerio de Cultura y Patrimonio, Ecuador.

En este contexto, la exposición universal decimonónica se configura como un dispositivo7 de exhibición de los alcances del imperialismo: tanto su incidencia tecnológica como la producción de mercancías, la presencia de curiosidades etnográficas y antigüedades venidas de aquellos rincones donde estaba presente el imperio. Como lo mencionaba Edward Said, “creo que se puede decir, por ejemplo, que un inglés que a finales del siglo XIX se interesaba por países como India o Egipto, lo hacía sin olvidar nunca el hecho de que eran colonias británicas” (2009, 33); en este sentido, la potencia mostraba al mundo sus “dominios” y el control de sus territorios, al exponer cómo se arraiga en un determinado momento una noción de nación moderna y de qué manera esta se inserta en un circuito internacional (Tenorio 1998, 22).

Estos escenarios universales también fueron los lugares de representación de la otredad. Influenciados por las teorías racistas, en boga en la Europa decimonónica, entre cuyas particularidades se incluía presentar no solo objetos curiosos de esas tierras, sino también a sus habitantes, en una especie de “zoológicos humanos”, también muy populares a finales del siglo XIX y principios del XX. Estas “exposiciones” se presentaban en distintas modalidades, acordes con los grupos humanos que iban a ser mostrados; en la de Londres de 1851, se podían ver “pueblos distintos de los cinco continentes, junto a las producciones [naturales y manufacturadas] de diversas regiones del mundo [colonial]”; estos “pueblos” fueron exhibidos no “al lado de los productos del mundo colonial, sino ‘como’ productos de ese mundo” (Báez y Manson 2010, 23). Estas actividades, sumamente populares, habían reunido enormes “audiencias” y se convirtieron en empresas exitosas, como las del alemán Carl Hagenbeck, quien había traficado y secuestrado a un sinnúmero de nativos de sus lugares de origen para llevarlos a este tipo de ferias8. Su implementación no solo se amparaba en una alteridad construida sobre la infravaloración de estas poblaciones, sino que utilizaba el dispositivo del espectáculo como norma.

Como lo explica Jacques Rancière, desde su lectura de Debord, este ejercicio de “contemplación de la apariencia” separada de su verdad es una práctica en la cual “lo que el hombre contempla en el espectáculo es la actividad que le ha sido sustraída, es su propia esencia, convertida en algo ajeno, vuelta contra él, organizadora de un mundo colectivo cuya realidad es la de este desposeimiento” (Rancière 2010, 14). Estos tableaux vivants no solo posibilitaban crear una “apariencia del mundo” presentando a las colonias “petrificadas en estáticas imágenes” (López Ocón 2002, 106), sino que confirmaban, como lo señala Said, la producción del bagaje literario sobre Oriente, que ya estaba asumido como verdad desde esta “exterioridad”:

La exterioridad de la representación está siempre gobernada por alguna versión de la perogrullada que dice que si Oriente pudiera representarse a sí mismo lo haría; pero como no puede, la representación hace el trabajo para Occidente y, faut de mieux, para el pobre Oriente. (Said 2009, 45)

Estos escaparates universales refuerzan, entonces, las propias nociones que se construyen desde dicho supuesto. Así, el conocimiento del Otro solo es posible desde esta exterioridad, a partir de la posibilidad de “mostrar” su vida para el público de las grandes ciudades. Sin duda, este ejercicio de exhibición racista muestra cómo las perspectivas ultramarinas —promovidas desde el germen del imperialismo decimonónico— van configurando una alteridad a partir de “esquemas perceptivos ante la otredad se construían siempre desde el prisma cultural y simbólico de lo propio y, en aparente corolario, cada desviación se entendía y se tildaba como una anomalía” (Hering 2010, 42).

Estos eventos no solo son trascendentales a la hora de concebir las formas como se construye una imagen de la nación moderna, sino que, además, se muestran —o intentan hacerlo— como territorios definidos e integrados, con una cultura cosmopolita, de ideales higienistas y de salubridad y con una muestra de homogeneidad racial notable, a tono con la noción de superioridad blanca en boga en la época (Tenorio 1998, 16). Como bien lo menciona Hering, el racismo conservaba su funcionalidad excluyente para mantener el poder en las relaciones sociales determinadas por la esclavitud, la industrialización y el imperialismo: “divulgar la supuesta condición inferior del indígena, del africano y del asiático permitía legitimar su conquista y explotación sin crear paradojas éticas con la moral de Occidente” (Hering 2010, 51).

Las urbes, en este contexto, se ubicaban como los motores visibilizadores del orden del mundo, o de la manera como se entendían las matrices universalizantes, en torno a la noción del progreso y la civilización, así como la concepción historicista del tiempo, donde el pasado comienza a ser ponderado como un elemento de prestigio, y el futuro, como posibilidad real del progreso humano. Si tomamos en cuenta la cantidad de personas que visitaban estos escenarios en las ciudades, tenemos que, en sus convocatorias sucesivas, por ejemplo, la primera exposición de Londres convocó a 6 millones de personas, y la de París, de 1867, a 12 millones. Y para 1889, esta misma ciudad había recibido a 30 millones, lo mismo que la exposición de Chicago; finalizando el siglo, la exposición de París, de 1900, acogió alrededor de 50 millones (López Ocón 2002, 104).

En suma, las exposiciones se convirtieron en una suerte de “tecnologías culturales” (Bennet 1988, 76), que operaron como un conjunto de estrategias de tipo educativo y civilizatorio de difusión diversa y se desplegaron en los escaparates de las naciones, así como en los eventos y las acciones asociados a dicho escenario. Estas exhibiciones mostraron un panorama variopinto de cosas: desde objetos de tipo comercial, productos primarios agrícolas, industriales o mineros e inventos de última tecnología hasta obras de arte y objetos etnográficos, así como las antigüedades indígenas; estas últimas, puntos de soporte de la construcción de la representación de los orígenes de un pasado nacional de cara a la conmemoración del “Descubrimiento de 1492”.

1.2. Exhibir y conmemorar 1892: la construcción de una representación del pasado a través de los objetos

El 28 de febrero de 1888 se procedió, por Decreto Real, a la preparación para la celebración de la Exposición Histórico-Americana de Madrid. El carácter de “histórico” del evento ensalzó el fenómeno de la conquista como un hecho particular, que ponía en relieve el proceso de formación del imperio, así como la relación de la “madre patria” con sus colonias. Estos reales decretos ofrecían “a los pueblos hispano latinos el medio y la ocasión de resistir las atracciones del Norte, y satisfacer sus aspiraciones de aproximación y enlace con la cuna de su cultura y origen de su civilización” (Decreto citado en Ramírez 2009, 286). El reconocimiento de este sentido civilizador lo encontraremos en varias declaraciones de la época como estas, vinculadas con la idea de la llegada de Colón y la civilización de un delegado colombiano al Congreso de Americanistas de 1890, pues Colón era visto como el personaje que “abrió nuevas fuentes de riqueza, despertó el espíritu emprendedor de los pueblos, imprimió un poderoso impulso al comercio; y donde antes reinaban la barbarie y la idolatría, plantó la cruz del Cristianismo e izó la bandera de la civilización” (Esguerra 1891, 15).

A la par con el interés peninsular ibérico en la celebración, durante estos años también Estados Unidos promovió un tipo de estrategia “panamericanista” en la región9. El país norteamericano veía la pertinencia del nexo geográfico del continente a la promoción de los intereses económicos en la región, frente al desenfrenado impulso del expansionismo imperial europeo. Las preocupaciones del país del norte ya habían tenido sus orígenes en el manifiesto de la propia Doctrina Monroe10, durante la primera mitad del siglo XIX, y se habían extendido durante el resto de la centuria. Los territorios al sur de la frontera estadounidense tenían que ver con las formas como el capitalismo —en su escala global— necesitaba posicionarse en empresas de conocimiento, que suministraran información práctica y concreta, de utilidad para los hombres de negocios que planificaban viajes de comercio, y que permitieran la expansión del mercado: la búsqueda del conocimiento “útil” (Salvatore 2005, 272). La Exposición Colombina de Chicago asumió este espíritu transnacional-regional en su organización, como lo muestra una de sus comunicaciones dirigidas a los países andinos:

It is the desire of the President, speaking for de People of the United States, that all the nations of the earth may take part in the proposed exhibition, by appointing, representatives there to and by sending such exhibits as will most fitly an fully illustrate their resources, their industries, and their progress in civilization.11

Empero, en este contexto hablar de Colón era referirse a la relación de España con América. Algunos autores (María Justina Sarabia 1992; Frédèric Martínez 2001; Leoncio López-Ocón 1990, 2002; Ricardo Pérez Montfort 1992; Sepúlveda 2005) han señalado la importancia de las relaciones entre España y sus antiguas colonias a finales del siglo XIX. El interés español se enfocó en restablecer la unidad espiritual y en la necesidad de posicionar a la “raza transatlántica” (Pérez Montfort 1992, 15) desde la valoración del efecto de la conquista en estos territorios. Esa comunidad hispana universal se caracterizaba por cuatro aspectos fundamentales: “la religión católica, el idioma castellano, la organización jerárquica o corporativa de la sociedad y un acentuado etnocentrismo cultural que privilegiaba las contribuciones del espíritu hispano en todas las interacciones con pueblos diferentes” (Bustos 2007, 117). De esta manera, el hispanismo, en un sentido de “panhispanismo” —es decir, en su nivel transatlántico de transcendencia entre la península y las antiguas colonias—, se vería activado —desde la dinámica propia de cada país en el que fue recibido— en el escenario de la celebración colombina: a través de los distintos usos y las formas de representación del pasado atribuidas al “ser histórico” de cada nación.

 

En cuanto a lo planteado, la estrategia española diferiría visiblemente de la norteamericana, más enclavada en el formato de exposición universal de cara al progreso. Por ejemplo, para el caso de México, esta corriente hispanista “osciló entre la aceptación y la crítica”, pero con la “institucionalización del Estado de la Revolución fue rechazada a favor de otras corrientes como el indigenismo, el latinoamericanismo y el indoamericanismo” (Granados 2005, 7); sin embargo, esta herencia española, amparada en el credo cristiano, la lengua y la raza, se convertiría durante varias décadas en el movilizador de una “moral pública que colocaba a la Iglesia como ente tutelar de la cultura y de la lucha contra las corrientes materialistas” de todo aquello considerado como inmoral venido del mundo de las ideas (Urrego 2002, 43). España, punto de referencia de esta corriente de pensamiento, se erigió como el eje articulador y difusor de esta forma de “gobierno imaginado” de lo hispánico.

Además, para España el “objetivo oficial de las celebraciones era proclamar los derechos históricos de la península ibérica sobre el descubrimiento y el desarrollo posterior de la civilización americana” (Sánchez, citado por Muñoz 2012, 127), en un mundo que necesitaba reconocer, bajo la ética del imperialismo colonial, el potencial de los países como productores de imaginarios universales, asociados a la civilización y el progreso. El literato peruano Ricardo Palma, en una carta enviada a su amigo, el general Vicente Riva Palacio, el 3 de agosto de 1891 a Madrid, relataba cómo los Estados Unidos se promocionaron con la exposición:

¡Cuestión de raza! Los yankees, con su futura Exposición de Chicago, traen alborotada a la América, y su entusiasmo ha sido contagioso; pues hasta el Gobierno de mi tierra ha salido de su habitual apatía. Yo pertenezco al comité peruano nombrado por el Ministerio. En tres meses hemos celebrado ya quince sesiones, y la cosa marcha. Verdad que los yankees, venidos en comisión a Lima, nos impulsan bastante. A pesar de todo, más me interesa Santa María de la Rábida, con su Congreso de Americanistas, que Chicago con sus maravillas. (Citado en Rodríguez 2005, 441)

Las acciones enmarcadas dentro de las exposiciones de carácter universal, como la Exposición Histórico-Americana de Madrid, dan cuenta de un tipo de “imperialismo informal”12; es decir, de empresas de reconocimiento del territorio que promocionan ciertas prácticas culturales, para elaborar un conjunto de representaciones que avalan y justifican una presencia en el territorio colonizado o de antigua colonización. Pensar en la de Madrid como una exhibición “histórica” marca un punto de quiebre en aquel presente, al trabajar directamente con la noción del pasado. Si la mayoría de esos eventos universales estuvieron interesados en promocionar la fe en el progreso, las maravillas tecnológicas, los productos y las riquezas, la exposición de Madrid sentaría un precedente universal en cuanto a la legitimidad de la conquista española de los territorios y la primacía europea en dichas empresas; todo esto, avalado por el peso de la historia y de los hombres que, según ellos, la escribieron:

[…] nadie puede disputarle á Colón, repito, su supremo lugar en este suceso, ni su excepcional grandeza en la historia […] que aquel Nuevo Mundo le pertenecía, desde antes de verlo por sus ojos; ¡que por eso pedía precio y pactaba sobre él á modo de caudal que llevaba en su persona! Esta conjunción de pensamiento y la acción; aquello de hacer una propia cosa de la idea y de la empresa más oscuras; el conjunto de la conducta de Colón, en fin, no puede ser identificado, no, con ningún otro hecho humano: no cabe que lo sea intelectual o materialmente. Y puesto que así Colón es tan único, nadie á su puesto puede acercarse, ni de lejos, en la historia (Estrepitosos y entusiastas aplausos). (Actas de la Novena Reunión de Americanistas 1892, 29)

La Exposición de Madrid logró compilar —como se menciona en su catálogo— un buen número de “riquezas americanas auténticas y originales”, llegando a un número aproximado de 200.000 objetos. El interés de generar este acervo expositivo estuvo enfocado en la colección de “el mayor número posible de riquezas arqueológicas, antropológicas y, en general, etnográficas, de las generaciones americanas precolombinas y contemporáneas de la conquista” (Cuarto Centenario 1892, 2-3). Entre las naciones participantes se cuentan Alemania, Argentina, Bolivia, Colombia, Costa Rica, Dinamarca, República Dominicana, Ecuador, Estados Unidos, Guatemala, México, Nicaragua, Noruega, Perú, Portugal, Suecia, Uruguay y España, con sus posesiones, hasta aquel entonces, de ultramar (Rodrigo 2018, 63). A la par con la exposición, se organizó el Congreso de Americanistas, en Palos de la Frontera, el mismo lugar del que salió Colón 400 años antes, y convocó a cientos de intelectuales de ambos continentes.

Esta exposición fue estratégica y operó como un ejercicio de “gobierno imaginado”, con base en una circulación de narrativas y de construcciones textuales, bien fueran discursivas, visuales o performáticas del hinterland, y sus formas de intervención (Salvatore 2006, 13). Así, el pasado era nombrado y honrado en objetos y discursos científicos sobre civilizaciones “muertas”, frente al advenimiento de una civilización nueva, amparada en la monarquía, la lengua y la religión. Si bien en el caso norteamericano es ejemplar el nexo que se establece en la noción de “negocio-conocimiento” y el interés geopolítico marcado por los Estados Unidos sobre el territorio latinoamericano, es España la que logra posicionar esta pertinencia del pasado asentada en los objetos aborígenes colectados por las naciones, para ser exhibidos en Madrid. Para la ciencia decimonónica de aquel entonces, estas antigüedades habían sido valoradas por varios científicos europeos años atrás; sin embargo, para los intelectuales andinos, es a partir de la celebración de 1892 cuando tales objetos cobran un real interés en los circuitos de estudio de la historia nacional de finales del siglo XIX y principios del XX. Las tesis panhispanistas calaron profundamente en lo local y determinaron, como veremos más adelante, las formas como los vestigios fueron entronizados como parte de los orígenes del pasado de las naciones andinas. A continuación revisaremos el proceso de donación del tesoro quimbaya, la organización de las exposiciones y la confección del catálogo conmemorativo de 1892.

1.3. Colombia en la Exposición: organizadores, tesoros y expectativas

La participación de Colombia en las exposiciones de Madrid y de Chicago movilizó el interés de las élites y los grupos políticos del periodo de la Regeneración13, a finales del siglo XIX. Las comisiones para la conmemoración del “descubrimiento” se nombran por el Decreto Número 1035 y se publican en el Diario Oficial, número 8628. En un primer momento, constaban como miembros de dichas comisiones los señores Carlos Martínez Silva (presidente), Carlos Calderón Reyes (vicepresidente), Julio Arboleda (secretario), Vicente Restrepo (vocal) y Ernesto Restrepo Tirado (ambos, padre e hijo, miembros de la Subcomisión de Protohistoria). Posteriormente, se encarga esta comisión a Gonzalo Ramos Ruiz (Diario Oficial, febrero de 1892)14. Para la historiadora Carmen Muñoz, la participación en Chicago, en 1893, captó menos atención que la de Madrid, pues para el gobierno conservador, “enfocar los esfuerzos […] obedecía al deseo del gobierno regeneracionista de estrechar los lazos con la ‘madre patria’” (Muñoz 2012, 113).