Shei. Cien guerras y una batalla

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

Acababa de aterrizar en Pekín hacía unos días y, apenas había puesto un pie en aquel suelo oriental, todos los insectos de la ciudad se habían cebado con sus piernas.

—Parecía que tenía la misma elefantiasis que mi pobre tía Carolina con aquellas piernas como columnas dóricas, jónicas y corintias todas juntas a la vez —añadía Sheila con esa exageración que tanto la caracteriza.

Cuando al fin se lograron entender, Inari le pidió educadamente que se sentara en una diminuta banquetita lacada en negro, sacó de un cajón de esos donde siempre tiene todo colocado milimétricamente un tarrito de bálsamo de ojo de tigre y, con su permiso, empezó a frotarle suavemente las piernas.

Mientras el bálsamo hacía su cura, le preparó un té, ella hacía como que lo tomaba, todo hay que decirlo, pues lo detestaba, y comenzaron la primera charla de su vida, en un fluido inglés. Pretty eyes, le llamaba Inari a cada rato mientras Sheila se ruborizaba, después se enteraría de que en China todos los occidentales son pretty eyes. También nos llaman narizotas y se ríen a carcajada limpia tocándose la suya mientras nos miran, eso no le hacía tanta gracia y era motivo de discusión habitual con Inari. «¿Narizotas yo, quillo? Si te escuchara mi abuela Evangelina con lo que presumía ella de nariz perfecta, se enfadaría muchísimo, pues mi nariz es una calcomanía suya», exclamaba con esa gracia gaditana que tanto gustaba a Carlos. Si la pudiera ver por algún agujero, se pondría triste, la gracia era muy poca, la sacaba de vez en cuando solo con su amigo del alma.

Shei, en aquel primer encuentro le había contado que era española, que iba a estar en China dos meses para realizar un reportaje sobre la mujer asiática, que era de Cádiz, ciudad que le sonaba a chino al propio Inari, pero él asentía como si lo conociera de toda la vida. Aquel día no dejó hablar al pobre ni una sola palabra, cotorreaba sin parar, de su playa de Zahara de los Atunes, del atún rojo que comía los domingos en casa de sus padres, del chiringuito La Lola donde daban los mejores rebujitos de toda Andalucía, de la luz de su tierra, esa luz limpia, esa luz maravillosa que hacía que las fotos con Carlos salieran tan bien. Que su novio se llamaba Carlos, Carluchis, como ella le llamaba, que era reportero y que le quería más que a su propia vida. Que iba a volar a España en dos semanas a despedirse de él porque se iba a Afganistán de corresponsal durante algunos meses, pero que luego volvía a terminar el reportaje ―«ya ves qué enamorada estoy que me voy a meter una paliza de viaje solamente por darle un beso a mi amor»―.

Quién le iba a decir a Inari que, años después, iba a entender el español a la perfección. Y que iba a querer a aquella loquita tanto.

Aquel fue un comienzo un poco atropellado de una gran amistad, una chica inocente que quería contar una vida en cinco segundos, entusiasmadamente, sin medir, como era ella por aquel entonces, espontánea, alegre, confiada, con esa frescura de niña que, medio año después de aquella conversación, perdió de golpe. Cuando Carlos murió en Afganistán consiguió un puesto, gracias a un compatriota español que trabajaba allí, en la sucursal de Pekín del China Daily, un periódico publicado en inglés para China, y ya no quiso volver a España, nadie la esperaba allí, ni siquiera unos padres que murieron casi a la vez que su novio, nada que mereciera la pena. Estaba sola en la vida, todos la habían abandonado y ahora se abandonaba ella a sí misma. En medio del desamparo no somos capaces de intuir que la vida cuando baja siempre vuelve a subir, y que en algún momento aparecerá otra persona a la que amar. La pérdida es como jugar a la gallinita ciega, das vueltas y vueltas, pero, cuando te quitas la venda, lo oscuro vuelve a brillar.

Aquellos recuerdos les dejaban sin palabras en la pequeña cocina de Inari. Cinco años ya. Para ninguno de los dos su afecto se trataba de una amistad amorosa, por lo menos para ella. Su corazón vacío no podía querer de esa manera. Se quedarían siempre caminando en dos líneas paralelas, que nunca se cruzaran, ni siquiera en el infinito. Ley de amor es que cuando una persona es tu amiga y no hay nada que te remueva por dentro al mirarle, al tocarle, al abrazarle, más que un profundo agradecimiento, nada se puede esperar. El amor no es agradecimiento, el amor es dar sin agradecer, sin esperar, es locura, es irracional, es amar por amar, por puro gusto de hacerlo, sin pensar, sin saber si es lo mejor para uno, sin preguntarse por qué quieres a esa persona, ni para qué está en tu vida, está y eso es lo único que hay que sentir: que está, incluso aunque no esté.

Inari chascó los dedos y le señaló la comida. Ella miraba los platos que le iba poniendo delante como quien ve llover, no podía comer nada. La mesa daba vueltas y vueltas con cosas irreconocibles, aún no se había acostumbrado a la comida china, pensaba en su jamoncito de jabugo, en la tortilla de patata, en el chorizo del pueblo del abuelo Ángel y en tantos sabores con olor a España. Sin embargo, esto no era sino añoranza; el presente era aquel lugar y no le podía hacer un feo a Inari, así que comió un poco de arroz y una especie de hierbajos cocidos untados en salsa de soja. Lo sentía por Inari, que se enfadaba muchísimo cuando no probaba bocado, su gran obsesión era que la gente se alimentara; de niños, Li y él habían pasado muchas necesidades.

La infancia de los hermanos había sido dura, se quedaron huérfanos de madre al nacer Li, y su familia entonces se convirtió en un triángulo donde su padre era la base que sostenía a los dos niños como podía y le permitía el trabajo excesivo al que estaba sometido. La muerte de la madre había sido un drama, murió desangrada en el campo por no tener asistencia sanitaria en el parto. Su padre se sumió en una tristeza que no dejaría jamás. Huyendo de aquel escenario de malos recuerdos, emigró con sus hijos a Pekín. No obstante, la vida en la ciudad no les fue nada fácil y pasaron muchas penurias en su caminar. Su padre solo encontró trabajos precarios, a duras penas podía dar de comer a sus hijos. Para más inri, el pobre Xubǎi Xìng cayó enfermo. En aquella época los campesinos no podían transferir su hukou a la ciudad, así que no tenía derecho a asistencia sanitaria. El padre de Inari fue consumiéndose en casa a base de remedios tradicionales chinos que solo le paliaban el dolor, pero no se lo curaban, hasta que murió unos años después de llegar a Pekín, dejando a sus hijos desamparados, y a Inari con la obligación de hacer de padre de Li, quien era muy pequeña cuando falleció.

A menudo Shei contemplaba la urna con las cenizas de Xu, y pensaba que por lo menos algo quedó de él en la tierra, de Carlos no quedó ni un cuerpo que recoger en cenizas. Inari soñaba con poder llevar las cenizas de su padre al Xian, la región de donde son oriundos, y enterrarlas en la colina más alta que pudiera encontrar. Persiste la creencia en China de que cuanto más alto se entierra a alguien, mejor para ellos en la siguiente vida. Por eso, tradicionalmente, cada familia tiene una colina en la que entierran a sus antepasados. Una vez al año, toda la familia se reúne en esa colina o montaña para venerar a los difuntos. Incluso familias sin medios se gastaban toda su fortuna en estos entierros. No es que Inari fuera un retrógrado anclado en tradiciones ancestrales, pero su padre sí lo era. El pobre Xu estaba convencido de que provenían de los guerreros del Xian en la época del emperador Qui. Es más, contaba Inari con orgullo que su progenitor le decía que alguno de sus antepasados estaba reflejado en uno de los Guerreros de Terracota. Más sonaba esto a leyenda urbana que a realidad; no obstante, Inari nunca le contradijo a su padre, si el hombre decía que era así, así era; al fin y al cabo, para qué quitar al pobre la ilusión de tener tan dignas raíces, si ya la vida le había arrebatado de golpe su tierra, su casa y su vida allí en Xian, para qué arrancar más raíces y más recuerdos de su mente.

Todos estos pensamientos los recordaba para sí misma mirando a Inari, sin que este se diera cuenta mientras hacía las labores domésticas con gran devoción. Aunque renegara de ellas, le encantaban. La verdad es que era tan guapo, alto y musculoso ―las artes marciales y el taichí le ayudaban a ello―. El pelo negro un poco despeinado, como a él le gustaba, decía que parecía así más occidental. Y lo conseguía, pues no hay que olvidar que son los reyes de las imitaciones. Siempre vestía vaqueros con zapatillas o botas. Inari estaba muy al tanto de la moda occidental, incluso muchas veces Shei le conseguía cosas de España, y le faltaba tiempo para estrenarlas.

—¿Hoy no vas al taller?

—Estoy esperando que venga Li del mercado.

Li, la mariposa encerrada, era tan diferente de su hermano, anclada en la China tradicional, una porcelana, una muñeca rota, llena de miedos, se había criado sin la figura materna y bajo la protección excesiva de Inari. Su cara era preciosa, parecía que sus rasgos se los habían pintado con un pincel sobre un fino lienzo. Era muy hacendosa, desde muy niña tuvo que aprender a hacer las labores del hogar, con seis años ya cocinaba, planchaba y lavaba la ropa. Incluso en vida de su padre, aunque era muy pequeña, le esperaba en la puerta a su regreso del trabajo cada día para quitarle el calzado de la calle y ponerle el de andar por casa. Ni un quejido, ni una mala cara nunca, ella asumía que tenía ese rol, pues nunca conoció otro. Inari era otra cosa, más abierto de mente y ávido de aprender. Precisamente él fue quien le enseñó todo lo que había aprendido de un vecino del distrito donde vivían, no quería que su hermana fuera una analfabeta. El anciano había sido maestro en la escuela china antes de que el Estado privatizara la enseñanza. Ese hombre enseñó a Inari lo suficiente para poder leer, escribir y tener conocimientos de matemáticas. El hombre supo ver en este una mente hábil e inteligente, una esponja que absorbía cualquier conocimiento que se le ponía por delante. Aquel maestro le dejó al morir toda la biblioteca que poseía en su casa como un tesoro guardado para que el régimen de Mao no se la confiscara, y el joven Inari leyó cada uno de los libros que su maestro le había legado. De hecho, Sheila se quedaba obnubilada muchas veces escuchándole explicar cualquier cosa cultural que le venía a la cabeza, lo mismo te hablaba de los filósofos griegos, que de los acontecimientos más actuales. Además, le flipaba a Shei todo lo que sabía de medicina, de cualquier dolencia que padecía la gente de su alrededor sacaba un acertado diagnóstico. Sheila en broma a veces le llamaba el doctor Inari y este le respondía, aunque pensaba: «Qué sabrá está periodista listilla lo que soy yo».

 

Volviendo a Li, era una joven muy hermosa, de cabello negro largo, delgada y diminuta como una muñeca, con una piel tan blanca como el marfil. Caminaba en aquel momento con una pequeña cojera fruto de una patada de un caballo en su niñez, cuando iba a recoger las medicinas para su padre a casa del curandero Liang. Casi muere aquel día, era tan pequeña, y el caballo la empotró contra una pared con gran violencia. Un accidente que le cambió la vida. Su complejo era tan grande que por eso no salía de casa. Se pasaba el día limpiando y haciendo bordados chinos en tapices pasados de moda. O tocando el ruan como los mismísimos ángeles, si es que existen, al compás de una voz que hubiera abducido al propio diablo, si es que existe también. Pero carecía de la chispa que tenía en sus ojos su hermano, los suyos eran como pupilas sumergidas en agua, siempre estaban como llorosos.

Shei se había propuesto pocas cosas en su vida últimamente, pero una de ellas era ayudar a Li y a Inari a ser felices, a ser lo que ellos quisieran ser y lo que se merecían. Solo aquello era lo que la frenaba un poco en su acelerada vida destructiva. A Li debía sacarla de aquel ostracismo voluntario, y a Inari ayudarle de alguna manera a que sus juegos de té y café artesanos llegaran a más gente, ya que eran puro arte. Gracias a esa habilidad para la artesanía, heredada del padre, salieron adelante. La apertura de China al turismo también ayudó. Y poco a poco el hambre se fue convirtiendo en menos hambre y, aunque no eran ricos ni mucho menos, se mantenían bien.

Después de una mañana intensa en añoranzas ―siempre para Sheila la casa de los hermanos era un sitio de meditación, solamente allí se permitía recordar, se sentía tan protegida en esas cuatro paredes―, se vistió por fin con su ropa, llamó a un taxi, unos besos a Inari, otros a Li, que acababa de volver del mercado, y partió para su apartamento.

Tardó en llegar un buen rato, el tráfico y la distancia hicieron largo el camino, porque su piso estaba situado en la parte nueva de Pekín, al lado contrario del distrito de Xuanwú. En eso se había convertido China: una confluencia de lo moderno con la tradición, algo que todavía la gente no sentía, un intento de acelerar la modernidad en las grandes capitales envolviendo lo antiguo en papel de celofán para que siguiera allí, pero que no se viera demasiado. Como muchas cosas en la vida, una apariencia que nada tiene que ver con lo que en verdad sucede.

II

Negar una ausencia se llega a convertir en un vicio

El lugar estaba especialmente animado, el tiempo era bueno, el sol ya se había quitado el pijama a finales de primavera, el verano comenzaba a extender su manto por encima de esa maravillosa tierra asiática. De fondo, un pequeño grupo tocando en directo una melodía alegre, en la que ella ni siquiera reparaba. La única orquesta que pasaba por su cabeza eran sus pensamientos con sonido de jazz estridente, mezclado con marcha militar y flamenquito de Cádiz. Es la mejor forma que se me ocurre para definir sus reflexiones que, en ese momento, eran un caos.

Los rayos de sol le hacían evocar el último verano que había pasado con él. Se sentó en cuclillas, con la mirada ausente, frente al lago Houhai. Se sentía inquieta, creía firmemente que Carlos la podía contemplar desde algún lugar, y eso la ponía nerviosa, pues ella sabía que no estaba haciendo bien las cosas. No le gustaba mentirse a sí misma, pero, para consolarse un poco, se engañaba pensando que aprobaría la forma en la que se implicaba en su trabajo, aunque le pudiera costar la vida. Incluso se enfadaba al pensar que él la podía estar regañando.

—Tú no estás para hablar, cariño ―exclamó mirando al cielo.

La verdad era que Carlos había sido un periodista de primera línea, una primera línea que se convirtió en línea infinita en la eternidad; de modo que él no hubiera podido recriminar a Shei nada en ese sentido. Así como también era innegable que la labor que esta desempeñaba en el periódico era magnífica. Conseguía siempre reportajes estupendos y, todo sea dicho, los más peligrosos. Cosa de lo más normal, pues había perdido el control de su mundo, y se movía con avidez en el filo de la guadaña. Mil aventuras había corrido en China; es un decir lo de aventuras, así le podían llamar las personas normales, para ella no eran aventuras, era una lucha cuerpo a cuerpo con el peligro. Era su manera de desafiar a Dios, si es que existía, era ir a diario por la vida sorteando un campo de minas, subir la escalera de san Pedro como si fuera mecánica, era Shei, era rebeldía, era libertad; pero todo eso era sin conocimiento, solo por el puro placer de jugar al premio más gordo que da la vida: la muerte. Negar la partida de Carlos se había convertido en su mayor vicio, entenderla sería su mayor virtud; y de momento las virtudes desde luego las tenía en buenas trincheras.

Quizá era ya hora de pasar página, de guardar en un tarro de formol el recuerdo de Carlos, y abrirlo de vez en cuando para sentir que aún estaba en su vida. Quizá tenía que irse de China, volver a sus raíces, empezar de cero, estaba segura de que tarde o temprano sería el camino correcto que iba a tomar, pero aún no le apetecía. Tenía que crear unas buenas alas para empezar a volar, no levantar el vuelo inconscientemente, no le pasara como a Ícaro. A ella le parecía que en ese momento se sentía igual que él, retenida en un lugar que no le pertenecía. Debía fabricarse unas alas, pero no de cera, y escapar de todo el desorden de vida. Shei tenía que hacer caso a la sabiduría que le había enseñado su propio padre, siempre le decía: «Hija, solo emprende nuevos caminos si tus zapatos no te aprietan, con ellos andarás más ligera, de lo contrario, las rozaduras te harán llegar herida al lugar que quieras alcanzar».

Necesitaba estar sola, en el silencio siempre están todas las respuestas, entre el bullicio no puedes entender nada. Se levantó del suelo y encontró un sitio acogedor en una terraza del lago. Sobre la mesa un timbre para llamar al camarero, apretó y apretó varias veces el botón. Si es que no tenía remedio, la niña que llevaba dentro era una gamberra. Acudió a los timbrazos, apresuradamente, una camarera gruesa, con una cara de malas pulgas que haría temblar al mismo monstruo del lago. «Ya sé que el monstruo está en el lago Ness, pero seguro que en el Houhai, de haber alguno, sería esta chica seguro», se dijo a sí misma y se quedó tan ancha, creyéndolo firmemente. Su imaginación era arrebatadora: arrebataba todo el espacio que podía a la realidad. No se sabe bien si era una coraza para no ver la verdad o simplemente vivía en esa imaginación en vez de en el mundo real.

Pidió una soda mientras pensaba casi en alto: «Una soda, madre mía, qué cursilada». Le recordaba a las damiselas de las películas americanas de la época de la guerra de la Independencia, Scarlett O’Hara pidiendo una soda en la terraza de Tara. «Joder, una soda —volvió a decir—, hoy me he levantado con fiebre seguro. Otro baile y perderé mi reputación. Con valor puede vivir sin ella, señorita O’Hara». Se acordó de esta frase de la película Lo que el viento se llevó, en su mente la recitaba con ese aire de mujer fatal que tanto le encanta poner y que nunca le sale bien, todo sea dicho de paso, y repitió para sí misma: «Otra soda y perderé mi reputación, je, je, je, con valor puedo vivir sin ella, ¿sin la soda o sin la reputación? Ja, ja, ja». Se rio ante tal pensamiento, poco a poco el tiempo iba devolviéndole la risa. «Mejor sin las dos», concluyó. Así que antes de que la malas pulgas se diera la vuelta, pidió un vaso de whisky para acompañar la soda.

Tenía que coger fuerzas, en un rato debía acudir a una entrevista difícil, un nuevo reto para indagar. La chica se llamaba Mei, que en chino significa hermosa, y desde luego, en la fotografía que tenía en aquel momento entre el cigarro y su mano, Mei era hermosa, muy hermosa.

Levantándose con pereza de aquella terraza, se dirigió a la boca del metro, refunfuñando, no había encontrado ni un solo taxi. Coger el metro en Pekín es como montarse en la montaña rusa del Dragon Khan, pero sin diversión: sabes de antemano que lo vas a pasar mal. «Las cuatro y media, menos mal que todavía no es hora punta», pensó, media hora más y Shei tendría que viajar pegada a la ventanilla como una ventosa de las que se ponían antes en los Seat 600 con la foto de la familia. Se puso a la cola para entrar en la línea 8, preparó su bolso, porque el control era indispensable para entrar en el vagón, tiró una botella de agua que llevaba a la papelera más próxima. Recordaba todavía la primera vez que cogió el metro en Pekín, la sorpresa que se llevó, o el susto más bien, cuando el policía del escáner le había hecho beber agua de la botella que llevaba en el bolso. Por lo visto, es una norma policial para evitar que no se pase algún tipo de explosivo en ella o algo así. Cuando llegó a la estación de destino, todo estaba ya colapsado, ese día se había adelantado la hora punta. Miles de personas taponadas en las entradas y salidas, parecía estar protagonizando la película Cuando ruge la marabunta. Eran diminutas hormigas avanzando hacia quién sabe dónde. Abrazó su bolso, se puso sus gafas de sol, se atusó el pelo, respiró hondo y, envuelta en una corriente humana de olores no siempre agradables, fue como levitando hacia la salida.

Logró escapar de aquella cárcel e inhaló profundamente el contaminado aire de Pekín en aquel tramo de la ciudad. Se dirigía a la Universidad de Finanzas Nan, allí estudiaba Mei. Entró en la cafetería, con ese aire despistado que aparenta, aunque no se le escapa nada en realidad. Sus stilettos rojos resonaban en el suelo de mármol con firmeza. Aquel día por una extraña razón se había puesto tacones, bueno, no se los había puesto desde que salió de su apartamento, los llevaba en su enorme bolso de Carolina Herrera ―regalo de Carlos en las últimas Navidades, que se había convertido en un complemento inseparable para Sheila por el valor sentimental que representaba― y decidió cambiarse sus Nike blancas al salir del metro. Su falda negra de tubo con abertura a un lado dejaba entrever parte de sus piernas, y una camisa blanca con cuello Mao y botones laterales de nácar, que había comprado en el mercadillo, al lado de la tienda de Inari, complementaban un look estupendo. Todo le quedaba bien, esto era innegable, incluso la falda de tubo negro con sus Nike en plan informal, y no era por la belleza que tenía, por mucho que la gente se empeñara en asegurarlo, era más bien por su arrolladora personalidad, una mezcla de seguridad y determinación, un buen disfraz que usaba a la hora de desempeñar su trabajo, donde se transformaba en una leona con cámara y grabadora en mano. Siempre se decía a sí misma: «Donde pisa una leona no deja huella una gatita». Esos pensamientos, aunque parecían absurdos, eran como resortes que le daban coraje para manejarse en todos los conflictos en los que solía meterse en su profesión.

Al fondo de la cafetería, reconoció a la muchacha menuda y peinada con cola de caballo, de unos veintitrés años, que la saludaba alegremente sacudiendo su pequeña mano. «¿Cómo sabrá Mei que soy yo?», se preguntaba Shei, una pregunta tonta, pues de lógica era que en aquel momento era la única occidental de toda la cafetería.

Mei se levantó y se dieron la mano en forma cordial, en China no se acostumbra al contacto físico, ni dos besos, ni palmada en la espalda, ni abrazo. Mei era algo diferente a la fotografía, en persona parecía mucho más niña, pero claro, es normal, la fotografía pertenecía a un fichero de señoritas de compañía, escorts de lujo, donde aparecen arregladísimas, con vestidos provocativos y muy maquilladas.

Pidieron algo, Shei un agua, en su trabajo era muy formal, el whisky ya lo había tomado antes. Encendió su grabadora y Mei comenzó a relatar las razones que le había dado la vida para dedicarse a la profesión más antigua del mundo, siendo ella tan joven. Oriunda de la provincia de Sichuan, se había convertido en la primera integrante de su familia que accedía a la educación superior, sabía que ir a la universidad más prestigiosa de la ciudad de Pekín podía alejar a su familia de la pobreza.

 

Los padres de Mei eran unos de los muchísimos trabajadores despedidos sin seguridad social en aquella época de cambio político en China, y subsistían en su ciudad, malamente, gracias a los ingresos provenientes de un pequeño negocio de comida callejera que montaron después de quedar en la ruina.

Ella se había trasladado a Pekín para poder estudiar. En un principio consiguió trabajo como camarera, pero la paga apenas cubría su enseñanza. Por eso, cuando el gerente del bar le ofreció un empleo que le permitiría ganar diez veces más que sirviendo mesas, lo aceptó de inmediato. Y así fue como se hizo prostituta o señorita de compañía, como le gustaba decir a ella. En estas redes de prostitución existen cuatro categorías. La uno es para chicas inteligentes, universitarias y dispuestas como Mei, algo que para ella no es motivo de orgullo, pero «hay que sobrevivir y seguir adelante con la vida, y lo único que debo hacer es ignorar el lado negativo de lo que estoy haciendo ahora», decía con los ojos llenos de agua. Con esa ocupación había podido enviarles dinero a sus padres regularmente. «No me atrevo a mandarles mucho porque podrían llegar a sospechar que estoy metida en algo raro, así que lo demás lo voy guardando para el día de mañana, por si lo pudieran necesitar para algo de gravedad».

Más tarde, escuchando lo grabado encima de la cama de su apartamento, se emocionó pensando en la generosidad de Mei de vender su cuerpo para dar una vida mejor a su familia, y la pena que es que la gente se aproveche de las miserias humanas para satisfacer su sexo y, en el caso del proxeneta, su economía. El reportaje le había dejado una sensación de que no estaba completo, Mei era la puerta de entrada para indagar sobre lo que ella realmente quería indagar: la muerte en extrañas circunstancias de tres prostitutas de lujo en los últimos meses. Se tenía que adentrar en el sórdido mundo de la prostitución china; utilizaría a Mei para infiltrarse en él.

Dos semanas después, arreglándose para hacerse pasar por prostituta, pensaba en Inari, la cara que había puesto su amigo cuando le habló del nuevo reportaje era un poema. Aunque convencer a Mei para que le proporcionara sus contactos tampoco había sido nada fácil, la cara de niña traviesa de Shei, con sus pecas desordenadas, era capaz de persuadir hasta el mismo Satanás si lo tuviera enfrente; y a los pocos días de la entrevista con Mei, allí estaba dispuesta a infiltrarse en aquel submundo.

Sonrió para sí mientras se miraba en el espejo vestida con sus galas más sexis, preparada para matar. Por alguna razón, a pesar de estar resplandeciente, la imagen le devolvía tristeza. Llevaba puesto uno de los vestidos favoritos de Carlos, o por lo menos uno de los que más rápido quería quitarle. Era un vestido de corte lencero, negro con flores de un rojo suave, la blonda del escote se le ajustaba a su pecho como un guante. Culminó el look con unas sandalias negras de raso y tacón alto, muy alto, con un poco de plataforma. Y salió por la puerta de su apartamento dispuesta a participar en una nueva aventura. El aire era muy cálido, por eso había omitido ponerse encima la cazadora de cuero tipo motero que solía llevar con aquel atuendo y se había colocado otra de lino de color rojo uva que rompía un poco la monotonía de los colores. Además, esta se abrochaba con una cremallera hasta arriba, cosa que le venía de perlas, pues en China no está bien visto ir con mucho escote. En Madrid sería diferente, caminaría por la Gran Vía tan divina con su pedazo de escote al aire, bien morenita, y con el brillante pelo rojo bien despeinado como a ella le gustaba, un despeinado estudiado, claro. Aquella vez decidió recogérselo en un moño tirante tipo oriental, como pudo, ya que con su corta melena era difícil hacerlo, pero para qué estaban los postizos, pues para esas ocasiones. Así que sacó de la cómoda un moño de pega que había comprado en el mercadillo solo porque le había hecho gracia que era del color mismo que su pelo.

Había quedado con su confidente en la puerta de un conocido hotel de Pekín, allí se iba a entrevistar con su proxeneta a fin de que la contratara como escort de lujo. Ser occidental, alta y culta le tendría que abrir muchas puertas, es lo que tiene la superficie para los que no saben ver el fondo, es como un caballo de Troya engañoso que va por delante y luego viene la sorpresa. Además, Mei le había contado que no siempre eran mujeres desesperadamente pobres las que se hacían prostitutas. Si tenemos en cuenta que China se estaba abriendo al mundo y el lujo empezaba a destellar en los ojos de la gente, muchos estarían dispuestos a hacer lo que fuera por conseguir más dinero en un país que siempre se lo había dado a cuentagotas.

Su plan era que se inventaría un nombre, María, por ejemplo, sería una nativa de España estudiante de intercambio ―claro que se quitaría algún año, sin problema alguno, su físico se lo permitía de sobra― y había acudido a China a estudiar en la Facultad de Administración Económica Hubei Cadre. En aquel lugar diría que fue donde se enteró de que otras chicas de su edad ganaban miles de dólares trabajando como acompañantes o como prostitutas, y se había animado porque así volvería a España forrada y nadie sabría nunca de dónde había sacado ese dinero.

Después de que Mei le presentará al jefe de la banda, y sentados en una mesa del restaurante del hotel, todo ese rollo fue directo tal cual estaba ideado para el proxeneta, un tipo lúgubre con un traje más pasado de moda que el charlestón. El hombre le hubiera dado el puesto incluso sin hablar. La miraba más embobado que un perro detrás de una salchicha.

—Menos mal que no soy una salchicha, solo pensar que me hinques el diente muero ―le decía Shei sin cortarse un pelo al hombre, aprovechándose de que este no hablaba ni gota de español. Y el muy tonto sonreía incluso a estas palabras.

Shei echó la cabeza hacia atrás, apoyándola en el respaldo de la silla sensualmente, volvió a la posición inicial y le miró intensamente. Fue el toque de gracia para que el tipo se tragara el cuento completamente, de hecho, probablemente ni la estuviera escuchando desde hacía rato. Cerraron el trato con un apretón de manos, conviniendo que la metería en su fichero; ella le pidió como favor que no diera mucha publicidad a sus fotos, él la tranquilizó diciendo que todo era confidencial, que no se preocupara por nada. Y así fue como a los dos días Shei tenía su primera cita como escort de lujo. He de añadir que de todo esto no sabía nada el director del periódico.

Una semana después regresó a aquel mismo lugar, dispuesta a hacer su primer servicio. Estaba algo nerviosa, esperaba que todo saliera como había planeado. Entró en el restaurante del hotel, su vestido rojo por debajo de la rodilla le daba un aire demoníaco. Era vaporoso, pero con el corpiño ajustado al talle, se unía del pecho al cuello con una gasa trasparente que le daba un aspecto muy sexi, ver sin ver, es la clave para ser sexi. El pelo estaba suelto, se lo había alisado, y a un lado se había puesto una flor, a las mujeres chinas les encantan las flores en el pelo. Se miró en la columna de espejo del restaurante, parecía que iba a la feria de Málaga, pero sin caballo y sin caballero.