Shei. Cien guerras y una batalla

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—Son tus padres, ¿verdad?

—Sí, Inari. ¡Qué de recuerdos! —suspiraba Shei—. Mis pobres padres, de qué manera más tonta los perdí.

—Shei, la vida a veces nos pone pruebas muy grandes ―decía Inari respondiendo a los pensamientos en alto de Shei―. Sé que piensas que no es justo, y claro que no lo es, pero el destino decidió que lidiaras esa batalla. Perder a Carlos y a tus padres casi al mismo tiempo es un dolor tan grande que nunca habrá otro mayor, puede que igual, pero mayor no. Has luchado como una leona, te has metido en el fango, has salido de él, conoces lo que es estar al borde del precipicio, y también conoces la sensación de no haberte caído. Y tú estarás pensando: «sí, claro, chinito tocapelotas, lo que tú digas». No me entiendas mal, nadie debería pasar por lo que tú has pasado, o por lo que hemos pasado Li y yo, o por lo que pasan todos los días millones de personas, pero así es la vida, que se encierra en un hola, bienvenido a este mundo y un adiós que a veces ni se pronuncia porque no te da la oportunidad. No nos enseñan a perder, pero tampoco nos enseñan a ganar. Por desgracia, solo lamentamos la pérdida. Y la ganancia de todo lo que nos sucede, ¿por qué no la valoramos? Nos pasamos el día quejándonos de nuestra mala suerte, lo gritamos a los cuatro vientos, y, cuando somos felices, nos da corte hacerlo. Escondemos más la felicidad que la desdicha. Si fardamos, cómo me gusta esta palabra que me enseñaste, de que somos felices, la gente nos llama prepotentes; sin embargo, si lloramos y nos lamentamos, muchos nos pasan manos de consuelo, y damos lástima, la gente nos mira con pena, te conviertes en una marioneta social, manejable, porque la pena vende, la felicidad no.

»Recuerda con una sonrisa y vive. Tú piensa algo: si te fueras, ¿te gustaría ver a tus familiares haciendo las locuras que has hecho tú estos años? Aún recuerdo cuando te tuve que ir a buscar a aquel museo porque te pillaron metiéndote en la tumba del emperador y te querían detener. O cuando te enrollaste con aquel australiano que conocías de hacía unas horas y te fuiste con él a Shanghái, donde te dejó tirada como una colilla sin dinero ni nada; tuve que ir a hablar con el director del periódico para que te adelantara un sueldo para poder volver. Y podría seguir así una eternidad hasta el que por poco te cuesta la vida en aquel hotel haciéndote pasar por prostituta de lujo. Menos mal que tienes buen humor y a todo le sacas punta, como dices.

La levantó del sitio y la abrazó tan fuerte, tan fuerte que, como dicen en alguna frasecilla de esas que pululan por las puertas de los baños, parecía que quería pegar todas sus partes rotas. Y así estuvieron un largo tiempo, hasta que Li entró en la habitación y se unió al dúo. El trío lloró por todos sus trozos rotos, hasta acabar llorando de risa por lo patética que les resultaba la escena, pero no era patética, simplemente disfrazas de patético el pudor de sacar a flote tus heridas.

VI

Pekín. Y la vida siguió como siguen las cosas que van teniendo más sentido

Se escuchó un trueno ensordecedor a la vez que un portazo. Estaba cayendo el chaparrón del siglo. Sheila irrumpió en casa quitándose a toda prisa los zapatos, antes de que Inari soltara sapos y culebras por haberle ensuciado el suelo. Este la esperaba con un par de sandalias de andar por casa y una toalla.

—Pareces un pollo mojado.

—Muy gracioso. Me muero de risa.

—Entonces, un pollo cabreado. Qué poco sentido del humor, te noto un poco tensa.

Inari se tapaba la boca para disimular la risa. La verdad, era todo un cuadro. El pelo se le pegaba a la cabeza; el vestido de algodón rosa, al cuerpo, y las piernas estaban llenas de barro, señal de que había pisado todos los charcos del camino.

—Con lo acostumbrada que estás a meterte en charcos, no sé por qué te ofuscas tanto ―Inari decía esto mientras desaparecía raudo y veloz de la vista de Shei.

Esta le lanzó la chancla en balde, pues Inari era escurridizo, o más bien ya preveía que le iba a caer una tras aquel comentario.

—Ya te pillaré.

Se metió en el baño precipitadamente dando una patada a la puerta.

—Me vas a tirar la casa abajo ―le gritó Inari desde la cocina.

—Yo que tú, iría ya corriendo hacia algún refugio a salvo, antes de que termine de ducharme.

Inari volvió a contestar, pero ella ya no podía oírle, ya se encontraba debajo del agua calentita de la ducha, disfrutando de su calor y del jabón de azahar oloroso que recorría todo su cuerpo.

Dejó que su cabello se secara al aire. Volvía a hacer calor, así era el clima en Pekín, tan pronto caía el diluvio universal como reaparecía un calor húmedo asfixiante. Estaba muy cansada, llevaba toda la tarde pateando la ciudad en busca de una galería donde exponer sus fotografías. La lluvia le había mojado los panfletos con las condiciones que le habían dado en algunas de ellas. Resopló, tendría que volver al día siguiente, pues la tinta se había corrido y no se leía nada.

El proyecto la tenía muy ocupada, Inari la estaba ayudando mucho, pasaban la mayoría de las noches juntos escogiendo las mejores fotos. El otoño se les había echado encima, ya estaban en octubre. El tiempo volaba. Es lo que tiene estar ilusionado con algo, matas las horas y estas corren más deprisa. Sin embargo, qué jodida es la pena, que mueve las manecillas del reloj tan lentamente que el tiempo se convierte en una losa.

Li también andaba toda ilusionada; al contrario de ellos, se pasaba muchas horas fuera de casa. Acaba de empezar Corte y Confección y Diseño de Moda, regresaba tan feliz que daba gusto verla sonreír. Era muy lista y en pocos meses había conseguido aprender lo que otras en varios años. Además, estaba guapísima, ya no vestía como un árbol de navidad. Se había convertido en una mujer elegante y moderna. Los tacones aún no los usaba por su cojera, no se atrevía a ir con ellos por la calle, pero ya utilizaba pantalones vaqueros, mallas negras, camisas blancas, camisetas ―aunque no de tirantes, su pudor no había pasado por el aro―. Aquel día, cuando entró en casa, Shei e Inari la contemplaron con admiración, estaba especialmente guapa, llevaba una suerte de qipao, un vestido tradicional chino al que le había dado cierto toque de modernidad. Se lo había hecho ella en clase, muy ajustado al cuerpo, el cuello cerrado con botones laterales, y el largo por debajo de la rodilla. El color azul intenso contrastaba con su pelo brillante negro, recogido en un moño tipo geisha. Unas sandalias planas de tiras negras y un bolsito pequeño que le había regalado Shei complementaban su atuendo.

—Me encanta el qipao Li, me tienes que hacer uno para la inauguración de mi exposición.

Li asentía con la cabeza.

—Te tomaré las medidas lo antes posible para que lo tengas confeccionado a tiempo.

Li siempre tan complaciente, tan formal. Shei la abrazó fuertemente y la cubrió de besos.

—Tranquila, mi mariposa, no tengo aún ni fecha ni lugar para ello.

Tomó una manta y se sentó a cenar en el sofá con una bandeja. A Inari esta costumbre no le gustaba nada, pero no dijo ni una palabra, no quería tragarse la bandeja, aunque la ducha había calmado a Shei. Estaba hambrienta, cosa que no era una novedad, pues siempre lo estaba. Entre bocado y bocado, les contaba que la habían invitado a una recepción en la embajada de España para celebrar el Festival del Medio Otoño en China al estilo español, como miembro de la Federación Internacional de Periodistas. Y podía llevar a quien quisiera.

—Así que vendréis conmigo.

—No, no ―decían los dos a la vez.

—Quillos, parecéis el Dúo Dinámico.

Los hermanos se quedaron como un gato de escayola al escuchar lo del dúo, ni idea tenían, como era normal, de a qué se refería la loquita. «Serán dos amigos de Shei, que son muy dinámicos», sentenció Inari traduciendo a Li la frase literalmente mientras esta seguía con los ojos como gato de inscripción egipcia.

—No pintamos nada allí, entre occidentales, tú estás como cencelo.

—Te has comido el «un» y, claro, las erres, que brillan por su ausencia. Un cencerro.

—Me estás quitando el puesto tocapelotas.

—Vais a venir sí o sí. Sois mi familia y punto. Por cierto, quitarte el puesto es difícil.

Y como Sheila un no lo convertía en un sí, allí estaban los tres en un taxi camino de la embajada, vestidos para la ocasión. Inari y Li más nerviosos que un flan. Y Shei más tranquila que nadie, iba tan bien acompañada que la felicidad le daba calma. Ella que siempre pensó que aquellos lugares eran solo para recibir a personajes ilustres de la política o famosos. Quién le iba a decir que en China iba a conocer una embajada por dentro. Un trocito de su país. Se acordó en aquel momento del restaurante de Javier, aquel fue también una especie de embajada, «y vaya embajada, y en subida», se sonrojaba pensando maldades tan típicamente suyas. Tenía que reconocer que Javier le había entregado la llave para abrir su corazón a otras posibilidades, conocerle contribuyó a abonar el barbecho emocional, ese que se encontraba anegado de lágrimas desde que murió Carlos. Aquella llave estaba lista para entregársela a otra persona, solo había que dejarla en manos del destino.

Inari, sentado entre las dos, las miraba sin disimulo alguno, estaba extasiado entre tanta belleza, según él. La impresión se la había llevado al verlas salir de la habitación, primero había silbado al ver a Shei y luego al ver a Li, les aplaudía orgulloso como si estuviera en un certamen de belleza. Shei, con un vestido rojo ajustado, un hombro al descubierto y el otro atado con una lazada. Fina y elegante, no llevaba ni joyas, el único adorno eran unos zapatos negros de tacón altísimo atados con tiras a la pierna y un bolsito de lentejuelas negras que parecía una bombonera. Y Li, maravillosa, con una falda larga de tafetán negro, un cuerpo de seda blanco abrochado en la espalda con botones de nácar, una cinta de terciopelo negro al cuello y unos zapatos de bailarina que parecían de raso negro. Guapísima e impresionante, el pelo lo llevaba suelto muy liso y adornado con una flor en la oreja, muy oriental. Todo se lo había hecho ella.

 

Por su parte, Inari vestía un esmoquin que Shei había conseguido para él a través de su amigo Peter, corresponsal del Washington Post. Estaba imponente, alto y recto. Shei se preguntaba por qué no podía enamorarse de él, si era perfecto. Es así el sentir, como dice la copla, caprichoso, ojos que se enamoran de legañas y legañas que cierran ojos para enamorarse. Ciegos que se dan contra paredes y gente con ojos abiertos que no ve nada. Eso es el amor. Ella siempre le decía a Carlos que él no era su amor, que era su compañero de vida, y la misma vida se lo quedó para ella y dejó a Shei sin compañero y sin amor. Solamente cuando pierdes a alguien le das el valor que tenía realmente en tu vida.

Al bajar del taxi, les apretó las manos, creo que los tres sintieron por un momento deseos de volverse a su casa. La entrada de la embajada era imponente, ondeaba la bandera, tan bonita. No es que ella fuera una abanderada, pues pensaba que el mundo era muy pequeño para delimitarlo con tanta frontera, patrias y países, y mucho menos matar por banderas, pero aquel día la emoción le embriagaba el rostro cuando miró hacia el asta.

Presentó a la entrada las credenciales a dos militares como castillos que flanqueaban la puerta, su corazón se le encogió, uniformes para ella era igual a guerra, retazos de un sufrimiento que nunca iba a poder superar, pero con el tiempo se acostumbraría a vivir con ello. Reconoció detrás de una afable sonrisa militar a Ramón Coutelo, un chico del gimnasio.

—Pase usted, señorita boxeadora.

Shei se rio a carcajadas, «gracias, Ramón». También saludó a Inari y le dio la mano de una forma muy sensual a Li. Shei miró inmediatamente la cara de esta y, como preveía, estaba más roja que un tomate de la huerta murciana. «Qué poco contacto tiene con el sexo opuesto, un revolcón con Ramón no le vendría mal», pensaba maliciosamente. Pero con la Virgen del Carmen se había topado Ramón. «No sabe lo que se pierde, ya espabilará en algún momento, el sexo es maravilloso ―argumentaba para sus adentros Sheila―. A mí que me quiten todo menos lo bailao».

El salón estaba decorado muy al estilo español. Toda la comida que había en las mesas era también típica española, fue lo primero en que se fijó ella, qué raro (léase en modo irónico). En las paredes, tapices de Velázquez que parecían originales, y muchos de los muebles de la estancia eran patrimonio nacional. Había gente variopinta por todas partes, occidentales, orientales, una mezcla de estilos y una mezcla de olores y colores.

Al fondo, alrededor de una mesa, divisó a sus compañeros de la asociación, les saludó con la mano un poco tímida, no porque lo fuera, sino por eso del protocolo. «A lo mejor tengo que besarles las manos», los pensamientos de Shei iban siempre a la velocidad del rayo para las tonterías, una contradicción en ella, porque inteligente era un buen rato, pero sus pensamientos ya he contado que a veces eran de lo más absurdo, será eso que dicen que la gente inteligente es la que más se distrae.

Ya en torno a la mesa, presentó a Li y a Inari como su familia, la gente les dio varios abrazos y besos, ellos estaban un poco abrumados, en China eso no se estila.

Shei enseguida se cansó de formalidades, se fue hacia la zona de la comida, cogió un plato y comenzó a rellenarlo con todo lo que veía. Sus compañeros se reían de ella.

—No sé dónde lo metes, muñeca ―le soltó su amigo Nick.

—En tu barriga ―le contestó con un buen zasca que hizo reír a todos.

Inari y Li tardaron bastante rato en moverse. Ni siquiera se habían acercado a la mesa de la comida. Shei reparó en ello y les llenó un par de platos hasta la bandera de China, hasta la de España se lo había llenado ella. Li asentía con la cabeza, le estaba gustando todo lo que probaba. Inari, por fin, había entablado conversación con el redactor jefe del China Daily. Le pareció que estaban hablando de política, era raro en Inari, pues siempre había tenido la sensación de que le daba miedo hablar del tema.

Shei divisó a los embajadores en otra mesa y se acercó a ellos. Hacía poco, les había hecho una entrevista para que mostraran al mundo cómo era su vida como representantes de España en China.

A la mujer del embajador le había caído fenomenal Sheila, incluso le había pedido el número de teléfono para poder quedar algún día. Se sentía un poco sola en Pekín sin gente de su edad, pues ella era bastante más joven que su marido, y entre tanto protocolo necesitaba de vez en cuando respirar algo de locura con gente que tuviera ganas de despeinarse. A su edad se estaba marchitando como una flor cuando no se riega. Se notaba que quería a su marido, pero estaba tan lejos de su país. Una cultura diferente y esa ortopedia en la que se envuelven los actos oficiales estaban asfixiando su juventud.

—Mi querida Sheila Barrantes, no la he podido llamar, pues hemos estado en España en un acto constitucional, pero pensaba hacerlo en breve. ¿Qué tal se encuentra?

Shei le preguntó al oído si era necesario que la tratara de usted y Martina, que así se llamaba la embajadora, dijo: «Aquí sí».

Estuvieron hablando un buen rato, un poco de todo, parecía un magazín de esos que por las mañanas veía su madre en la televisión. La verdad es que estaba en la conversación bastante abstraída, miraba a todo menos a Martina. En particular, no quitaba el ojo de Li e Inari. Li estaba sentada en una silla con un refresco en la mano, callada y observadora, y su hermano seguía habla que habla con un compañero del periódico. Muchas veces Shei pensaba que las palabras de Li se las había comido Inari, pues uno no callaba y la otra no hablaba, no podían ser más diferentes.

Aburrida de tanta charla insustancial, disimuladamente se alejó de aquella mujer con la excusa de ir al servicio. Al final a Martina se la había tragado la diplomacia y su juventud se había esfumado, para Shei era ya un caso perdido. Es curioso cómo los humanos nos mimetizamos en algún momento con el entorno, más que nada para no ver la realidad. Solo cuando somos valientes y salimos de esa zona es cuando nos damos cuenta de que estábamos metidos en una charca y a nosotros nos parecía un lago. «Martina un día se dará cuenta, seguramente», se dijo para sus adentros y se fue a recorrer el salón cual ratón buscando un queso; su afán curioso hacía que paseara como infiltrada entre la gente escuchando trozos de conversación; si los hubiera unido todos, hubiera escrito un best seller de lo más absurdo.

Ya tenía diseccionada la sala entera y se aburría notoriamente. Bostezando, se encaminó hacia la puerta, esta vez como un gato que quiere salir a buscar a una gatita en celo, con sigilo. Tenía curiosidad por ver más habitáculos. Medio perdida, buscó el baño para retocarse el carmín de los labios. Al fondo del pasillo visualizó una puerta blanca. Confiando en que fuera esa, la abrió y, del otro lado, tal cual se debió sentir san Jorge en las fauces del dragón, se encontró a Javier en la cocina.

—¿Qué estás haciendo aquí? ―cantaron al unísono.

Y por cosas de la vida, que a veces caza al ratón y lo deja en manos del gato, Javier era el encargado del catering. Así le habían resultado conocidos ciertos platos, desde el primero hasta el último había tenido la sensación de que los había probado en algún lugar, pero lo que menos se podía imaginar era que fueran de él. Shei le explicó farfullando que estaba allí como miembro de la FIP.

—¿Y tú?, ¿no hay más cocineros españoles en toda China? ―preguntaba con los ojos como platos, por eso de que estaba en la cocina, esta vez los platos los tenía ella.

―Pues la verdad es que no hay más cocineros españoles en China. Así que el destino ha querido que nos volvamos a ver.

«Qué cursi es Javier ―pensaba Shei―, menos mal que en la cama abandona esa cursilería y se convierte en un experto amante. Bueno, amante no, que suena a que yo soy su querida, y de eso nada, y querida menos aún, pues no es ni mi amor ni le quiero. ¡Follador, coño, que suena como suena!».

—Shei, he abierto un restaurante también en Pekín hace un mes, el de Hangzhou lo lleva Diego, y yo me he puesto al mando de este. Me he trasladado aquí.

—Querrás decir que os habéis trasladado aquí, ¿o has dejado a tu hija en un orfanato y a tu mujer en el convento?

—Shei, no seas tan dura. Aunque he de reconocer que me ha hecho gracia la ocurrencia. Te lo pensaba contar. Y la vida me ha dado una oportunidad para explicarme, me tienes que dar tú la misma que la vida.

—Mira, no me hables de la puta vida, que a veces me tiene harta.

Y se fue de la cocina con ese aire de Mata Hari que ponía cuando se sentía ofendida, bueno, más bien de actriz de telenovela venezolana. Y detrás de ella Javier, como Carlos Alfredo Santos, el protagonista de la última telenovela que había visto con su madre, implorando que le escuchara la justificación de su omisión del deber.

—Espera, Shei.

—No, Carlos Alfredo, digo Javier, me voy.

Y así, en una persecución como si estuvieran en el París-Dakar por los pasillos de la embajada, Shei fue a chocar con Inari. Agarrándole del brazo, hizo las presentaciones oportunas.

—Inari, te presento a Javier, el más hermético de todo Hangzhou.

—Mucho gusto —respondió Inari en un correcto castellano.

—Javier, este es mi chinito tocapelotas, una de las personas que más quiero en la vida. Y no te parte las piernas más que nada porque es pacifista, y eso se nos da mejor a los españoles cuando se deshonra a una mozuela.

—Eres genial, Shei, por eso me gustas tanto.

—Pues tú eres un petardo, por eso me voy con la pólvora china que es de mejor calidad.

—Llámame, por favor, Sheila.

—Estate sentado esperando, pues te vas a cansar.

Como alma que lleva el diablo habían regresado a casa los tres con Ramón, el militar de la puerta que se ofreció, muy amablemente, a llevarles en su coche. Shei aceptó, habría montado en el mismo Titanic sabiendo que iba a naufragar con tal de huir de Javier.

Inari se sentó delante con Ramón y las dos chicas se subieron en el asiento de atrás. Li iba sonriendo, Shei no sabía si era por ir con Ramón o por la escena de risa que habían protagonizado Javier y ella en el hall de la embajada. Aunque a Inari no le había hecho ni pizca de gracia.

—Qué vergüenza, Shei, vaya voces. Hasta los embajadores salieron al pasillo a ver qué pasaba —la reprendía Inari enfurecido.

—Me da igual, chinito tocapelotas, no quiero volver a ese sitio ni loca. Menudo aburrimiento de reuniones. Yo no soporto el postureo. Estoy hecha para el campo de batalla; los castillos, para las princesas —replicaba Sheila con esa voz de chula que tanto sacaba de sus casillas a Inari.

—Habló Blas, punto ledondo.

—Se dice redondo —corregía Shei para tocarle las narices.

—No puedo con ella, Lamón —confesaba Inari a Ramón de mala leche.

—¡Ramón! —dijeron al unísono Shei y el propio Ramón.

Ramón, por cierto, se lo estaba pasando muy bien, se le veía la sonrisa socarrona reflejada en el retrovisor, por el que iba mirando a cada rato a una y a otra, como si estuviera en un partido de tenis. A Shei por el cabreo que llevaba y a Li porque al muchacho le había gustado su timidez. Y cuanto más miraba a Li, más se sonrojaba ella. Sobre todo, las veces que su amiga le picaba la pierna para que reparara en las miradas de Ramón.

Llegaron a casa y Shei casi se tira en marcha para bajar. Inari la miró de tal forma que, si las miradas matasen, estarían diciendo: «Nos hemos reunido aquí para encomendar a Dios el alma de nuestra hermana Sheila…», pero a pesar de ello se olvidó por un momento de la pelirroja gruñona y sacó a relucir la gran diplomacia que posee para invitar a pasar a Ramón.

Este aceptó gustosamente, abrió la puerta del coche a Li ―que, al contrario que Shei, era de movimientos más bien lentos― y le ofreció su brazo al verla cojear, lo cual ella declinó muy pudorosa. Ramón, sorprendido por su cojera, le preguntó que si se había caído o hecho daño y la pobre Li palideció al contestarle que llevaba así toda la vida. De hecho, se metió en su habitación y no volvió a salir en todo el rato que él permaneció en la casa. Shei también hizo mutis por el foro. Y allí se quedó Inari con el joven, los dos compuestos y sin novias. Bueno, es una manera de hablar, pues ninguna persona en esa casa estaba en aquel momento por la labor de noviazgo alguno.

 

Preparó un té para los dos, y mientras lo tomaban le contaba a Ramón toda la historia de la cojera de Li y del complejo que tenía por ello. A Ramón le enterneció la historia y prometió buscar un buen especialista. Inari se quedó sorprendido del interés del muchacho y se lo agradeció, pero declinó la oferta argumentando que ya lo estaba buscando Shei.

Inari era muy desconfiado al principio, cuando no conocía a las personas no aceptaba nada, su orgullo oriental no le permitía depender de la gente. Él siempre era más de dar que de recibir. Le producía pudor recibir. Incluso a Shei le había costado mucho que aceptaran cosas que vinieran de ella.

Al irse Ramón para no volver, pues le debió quedar claro que allí no había nada destinado para él, Inari picó a la puerta de la habitación de Shei. No contestó, y este no insistió, sabía que necesitaba sus silencios para poner todo en orden.

Recostada en ropa interior sobre la cama, el vestido rojo tirado en el suelo, los zapatos de tacón desmadejados sobre la alfombra de cebra que había traído de su antiguo apartamento, fumaba un cigarro lentamente. Las ondas de humo levitaban al compás de sus pensamientos. Ver a Javier le había removido por dentro, le había puesto furiosa. Y tenía que descubrir el por qué. Si apenas habían sido unos cuantos revolcones, no era su tipo, era un cursi y un mentiroso. Eran las frases que se estaba repitiendo una a una Shei entre los aretes del humo. Pero algo era innegable, él le había despertado una parte que tenía dormida desde la muerte de Carlos, el interés por alguien.

A la mañana siguiente se despertó como si no hubiera pasado nada. Nadie habló del tema durante el desayuno, y cada uno se fue a sus quehaceres. A Shei le esperaba un día intenso, tenía que atravesar todo Pekín para entrevistar a Chang Kim Lee, un actor estadounidense de origen chino, muy conocido en Estados Unidos por haber sido el protagonista de una serie muy famosa: El doctor Carrot. Había llegado a Pekín a promocionar la película El último emperador de la Ciudad Prohibida.

Después de varias estaciones de metro y un par de buses, entró en el Hilton Worldwide a toda carrera. Con la credencial de periodista en la boca, preguntó a la sonriente recepcionista por la habitación del actor.

—La 701. La están esperando, señorita.

Por fin llegó el ascensor, en los hoteles chinos parece que tarda un siglo, se abrió y salieron más de veinte personas de él, nunca se acostumbraría a ver salir tanta gente, ella siempre entraba sola, o con muy pocas personas, incluso prefería subir a pie que aplastada en unos pocos metros cuadrados.

«La 701», picó a la puerta y la abrió un hombre guapísimo, occidental, probablemente sería americano, le recordaba un poco a Brad Pitt, ya se visualizaba protagonizando con él, en vez de Leyendas de pasión, Pasión en Pekín.

—¿Señorita Barrantes, verdad? La están esperando ―le dijo el hombre con una voz maravillosa muy varonil.

Tenía la mirada fija en las piernas de Shei, que ese día estaban enfundadas en una botas marrones mosqueteras por encima de la rodilla y de tacón alto. No hacía mucho frío, pero le había apetecido ponerse esas botas, así era ella, anárquica total.

Se dirigió al asiento que le indicó Pitt, ya le había bautizado como tal, y le daba igual como se llamara. Se quitó la gabardina para ponerse más cómoda, y se sentó en el sillón con ese aire de mujer fatal que le encanta poner, cruzando las piernas y dejando al descubierto parte de ellas entre la raja del vestido color caqui tipo militar que ese día llevaba. Ese color le hacía resaltar su pelo pelirrojo que ya empezaba a estar bastante largo y que llevaba muy bien alisado para la ocasión. Los días que se peinaba formalita, normalmente era para dar una imagen de profesionalidad absoluta.

El asistente de Chang Kim Lee estaba encantado también con ella, la atracción había sido mutua, le sirvió una copa de champán y le ofreció una bandeja de bombones de licor, lo cual declinó haciendo un gesto suave con la cabeza, fiel al lema de que en su trabajo nunca le gustaba beber, ni sobrepasar barreras que no fueran profesionales.

No obstante, con James, que así se llamaba aquel hombre tan guapo, hubiera pasado barreras no profesionales, interprofesionales y requeteprofesionales. Abstraída como estaba en esos pensamientos, no se dio cuenta de que un hombre oriental muy atractivo, vestido con una camisa negra y vaqueros, mocasines sin calcetines y un pedazo de Rolex de oro en la mano derecha, Chang Kim Lee, estaba ya sentado enfrente de ella, mirándola fijamente y carraspeando.

—Perdón, señor Kim Lee, estaba distraída.

—Ya veo, señorita Sheila Barrantes, pero a una mujer como usted se le perdona cualquier distracción.

«Hoy es mi día, parece que estoy en el bingo, he sacado línea y todo. A lo mejor me llevo dos por el precio de uno, como en las rebajas de El Corte Inglés», pensó abrumada, falsamente, por tantos piropos e intensas miradas. Es de reconocer que la modestia no era parte de su ADN y, a decir verdad, quizá esto no sea un defecto, sino una virtud: quererse y reconocer lo que uno es no tiene por qué ser malo.

—Si le parece, comenzamos, señor Kim.

Y fue encendiendo la grabadora mientras aspiraba el olor maravilloso del perfume de Chang Kim Lee. Le parecía Bleu de Chanel, el mismo que usaba su padre, aquel olor siempre le llenaba de agua los ojos. Agua de colonia en forma de recuerdos.

—Soy todo suyo.

—No me lo tomaré al pie de la letra, a lo mejor le asusto, con que me permita antes hacerle unas fotos me conformo.

—Por supuesto, belleza.

—Sheila mejor, si no le importa, la belleza es algo que desaparece, y yo le puedo asegurar que soy de las que nunca se olvidan ―le respondió con un guiño que hizo reír a carcajadas al oriental.

Se acercó coqueta y desafiante hacia el actor, comenzó a disparar la cámara con la habilidad que tenía ella para sacar lo mejor del rostro humano. Fotografiaba almas, no caras, sus fotos parecían tridimensionales, cuando las tocabas parecía que iban a ser en relieve. Cada persona que contemplaba sus instantáneas las calificaba de excelentes. Era su tesoro más preciado, saber expresar más de lo que veían los demás en una imagen.

Sheila sacó de su bolso una grabadora. Se sentó en una confortable butaca con orejero, cruzó las piernas y comenzó a entrevistar al interesante actor. Él la contemplaba con curiosidad, desde el primer momento vio claramente que no era una periodista común. En verdad, así era, todos los personajes que entrevistaba se quedaban sorprendidos de sus preguntas, también en ellas le gustaba sacar la parte más humana, les hacía sentirse cómodos, evitaba todo lo establecido como normas de periodismo universitario, y al final volcaban en el papel su lado más sencillo, sin el artificio de la vida del famoso.

De hecho, la primera pregunta que le hizo al actor le dejó tan descolocado que tardó unos minutos en poder articular alguna palabra.

—Si le pidieras a una persona cercana a ti que te describiera en una palabra, ¿cuál sería y por qué?

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