Abril blues

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—¡Imbécil! —se enfada Diana con Guillermo Ruiz, en cuanto la periodista se ha vuelto a sentar—. ¿Qué querías? ¿Que Concha Valdés se diera cuenta de lo importante que eres? —Luego, se dirige a Garrett—. Lo siento, es una mujer enciclopédicamente ignorante. No sé ahora, pero antes tenía un programa de radio de esos con susurros, como sí las locutoras se la estuvieran chupando a los oyentes.

—Creí que a Pat le apetecería ir a su programa, es de los de mayor audiencia —dice Ruiz a Diana, y su expresión es tensa. La de quien, en aquel mismo momento, se enfrentaba por primera vez al abismo que separa a alguien que quiere ser famoso (él mismo), y a una persona que ya lo es (Garrett). Se enfrentaba, y no pasa nada porque lo sea: Garrett sigue siendo un señor mayor, sin aura ni nada, que, también en aquel mismo momento, piensa (aunque esto lo ignore Ruiz) que en esta época que le ha tocado vivir es difícil afirmar que haber vivido sea mejor que no haberlo hecho. A continuación, Ruiz agrega, todo candor—: ¿Qué se siente al ser famoso?

—Casi lo mismo que cuando no se es —ha respondido Garrett, complacido por la admiración del joven. Añade, con lo que Diana interpreta como falsa modestia—: Pero ya no lo soy.

—Yo lo que más quiero es ser rico y famoso —exclama Ruiz, como tratando de hacerse perdonar su anterior ingenuidad.

—¿Es que pretendes convertir tu vida privada en una especie de serial de televisión?— interviene cortante Diana, que no captó el tono de burla de Ruiz. A Garrett le parece que sus convicciones son tan fuertes, que le importa un pito si los de más están de acuerdo con ella o no.

Es un sueño de vibrante suavidad —decide, y se da cuenta de que algo igual pensó de su madre. De Amelia Martí, la mujer que durante tanto tiempo fue centro de todos sus sueños, como Daisy de los de Jay Gatsby, con su mansión solitaria, mirando de noche al otro lado de la bahía. Sólo que, entonces, Garrett no tenía mansión: ni casa siquiera. Vivía en la de su madre, y la nueva casa de Amelia, que no había vuelto a vivir con Juan Martínez, estaba al otro lado de la calle donde algunas noches se detenía en aquel recuerdo de hace tanto. Ahora se le ocurre: El hielo se deshace rápidamente en el vaso para subrayar la brevedad de la vida —porque están bebiendo en otro bar (ninguno de los tres podría determinar en cuál de los muchos que visitaron aquella tarde). En otro oasis en el desierto de la ciudad —Garrett se pone lírico al pedir un nuevo whisky.

Los tres, que a veces se sienten unidos en el entendimiento de algún tipo de fatalidad general, forman un conventículo de borrachos ajenos a lo que no sea ellos mismos y el alcohol pendenciero que abrevan como vaqueros en un saloon de una turbulenta ciudad ganadera (Tombstone, Wichita, Abilene), mientras sus vacas abrevan agua.

Por turnos, van a esnifar coca a los servicios. Una coca que mengua con tanta rapidez que, durante un instante, Pat piensa si no se estarán quedando con algo Diana o Kid —durante esas horas, Garrett se convierte definitivamente en Pat, Ruiz en Kid o Bill o incluso Billy, y Diana sigue siendo Diana. Pero exige tal esfuerzo pensar —la película de lo que le pasa por la cabeza va demasiado deprisa o demasiado despacio, se sobreilumina, se convierte en un borrón, chirría—, que Pat no llega a decidir si sí o no.

La información gestual, como siempre que se comunican estados de ánimo y emocionales cambiantes —y ahora se comunican—, es incluso más importante que la verbal. Raramente se interrumpen, con todo, las expresiones vehementes.

—Algún día harás cola a la puerta de mi casa para poder follar conmigo —casi le gritaba Diana a Kid.

Pat, a punto de decidir que la realidad es una alucinación consensuada, se estremece al escuchar el nombre de Susan —al parecer, Diana le reprocha a Kid su relación con la americana. Y es que otra Susan gritaba desde el pasado:

—La auténtica América está en las blancas casitas de madera y las torres de las iglesias de Nueva Inglaterra. Los europeos nunca podéis vivir lo que pasa. Necesitáis vivir imaginariamente en otro ambiente. Dotar a los objetos de contenidos ajenos a ellos. No existe esa América tuya de pielrojas. Es tan imaginaria como ese paraíso de violencia que has visto en las películas policiacas.

Unos gritos en los que Susan posiblemente no haya dicho exactamente eso, pero que resuenan en español e inglés dentro de la cabeza de Pat —le retumba como la de aquellos desgraciados de las leyendas alemanas condenados a vivir para siempre atados al badajo de una campana.

Aquí, en otro bar con pinta de bar de autonomía separatista, oscuro, que predispone a la conspiración, siguen oyéndose las palabras de Diana acalorada por el alcohol y por todo lo que se veía obligada a callar. Y si el camarero que les atiende se fijara —no es el caso—, comprobaría que siempre es un poco triste ver a un hombre (Guillermo Ruiz) preocupado por una mujer que no está preocupada lo más mínimo por los sentimientos de él. Y que Diana coquetea claramente con Pat.

Kid, que no está acostumbrado a beber tan deprisa (esto ni el camarero, ni nadie, lo podría observar), bebe muy deprisa y, ante la actitud de Pat y Diana, piensa (sólo él sabe lo que piensa) que podría desaparecer de aquel bar y ninguno de los dos notaría su ausencia —excepto, puede, a la hora de pagar. Y en este momento, su rostro adquiere una expresión que a Pat le recordaba la de un pez arrojado a la playa: ojos saltones, mandíbula caída.

Ser joven, guapo y feliz, debe de ir contra la naturaleza. Y la naturaleza es esta ciudad —se le pasa por la cabeza.

—Pues no va a poder conmigo —es la respuesta de Kid a los pensamientos que Pat no cree haber expresado.

—¿Cómo? —Pat ha hablado sin darse cuenta—. Bueno, la naturaleza es esta parálisis.

—¿Qué estás diciendo? —sorpresa de Kid.

—No hay quién os entienda —y Diana les besa a los dos. Ríe con un operístico ja-ja-ja-jaaa.

Pat decide que será su salvadora. Que Diana es como el mejor compañero de borracheras convertido en mujer.

Ella sabe que yo sé y yo sé que ella sabe que yo sé, así que ni siquiera tengo que decirle nada —ha decidido, al observar que hay algo dulcemente accesible detrás de su mirada fría. También, que si hay que recorrer la noche, mejor que sea como los ángeles de las tinieblas; es decir, llevando una luz.

Una luz que es Diana, luego, en la calle, donde flota una neblina rojiza que es reflejo de los neones de la ciudad. Diana que, al pasar por delante de los escaparates de las tiendas, devora todo lo que ve.

En ese preciso instante, una chica que hay en la mesa de al lado (ahora han entrado a un bar para amantes de los tatuajes y las cervezas por litros), no se comporta del modo habitual. Vamos, que si uno oye involuntariamente una conversación, debe comportarse como si no la hubiese oído; no lo contrario.

—Estoy hasta las narices de vosotros. Sólo decís tonterías —interviene violentamente la chica, levantándose. Lleva la cara barnizada.

-¿Tú crees? —dice Diana, cortante, sin mirarla.

—Sois unos mierdas —insiste la chica, desafiándoles. Su maquillaje brilla, deslumbra.

—¿A cuántos mierdas de la mesa de al lado te atreverías a decirles que lo son? —estalla indignada Diana, alzando la voz y pronunciando las palabras lo más claramente que le es posible. También se ha puesto de pie.

—Tienes razón. Todos somos una mierda —la chica se desinfla.

—Pero unos más que otros, ¿no crees, guapa? —Pat mira hacia otra parte.

—Me parece que terminaremos por llevarnos bien —dice la chica, sonriendo con ojos de cierva herida.

—No será en esta vida.

Al tiempo que dice esto, Diana rechaza el grueso canuto que le ofrecía la chica en el momento en que propuso enterrar el hacha de guerra.

Kid hace un gesto que querría que se leyera como:

—Yo también paso.

Y Pat, el único que se disculpa por no aceptar el canuto, dice:

—Gracias, pero he bebido demasiado. Se me cruzaría.

La chica va vestida de punta en blanco. Es viernes por la tarde, y no tiene ningún sitio al que ir ni nadie que la lleve —opina Diana de ella, cuando se aleja, después de insultarles. Se queda apoyada en la pared, junto a la máquina de discos.

—Parálisis Permanente, vaya por Dios —dice Diana, apartando la vista.

Sí, sí, justo lo que él pensaba —balbucea excitado Garrett. Aquí la naturaleza es esta parálisis. Todo está paralizado en esta ciudad y en lo demás de España. Y del mundo —iba a añadir. Pero Diana le interrumpe.

Ella se refiere a un antiguo grupo de rock. Precisamente el que sonó en la máquina («Quiero ser santa, quiero ser beata» —se desgañitaba un chaval), justo antes del de ahora, con un coro que repite a gritos destemplados:

—¿Quiénes somos, de dónde venimos, adónde vamos? —ignorado por los parroquianos de aquel bar de mala muerte.

Había yonquis, parados jóvenes y otros personajes desesperados. Marinos en tierra, por ejemplo, tipos peligrosos con los nervios de punta después de meses en el mar, que sólo quieren encontrar un sitio donde usar los puños —fantasea Pat.

—También es un disco bastante antiguo ese que suena ahora, lo menos del ochenta y cuatro o así —explica Diana, que se levanta a hablar por teléfono—. Son Siniestro Total.

Puede que no tan total como el individuo agitanado que ha empezado a berrear:

—Chúpame la minga Dominga que tiene substancia. Chúpamela bien que vengo de Francia.

Pat se había puesto de pie, iniciando unos grotescos pasos de flamenco al oír las palmas de los delincuentes juveniles de tupé engominado y mirada turbia que acompañaban al cantaor —Kid se sonroja, sintiendo vergüenza ajena—, y se inmoviliza al oír la letra. En algún momento de su vida pensó que podría vivir sin mantener ningún tipo de contacto con este tipo de personas. Se equivocaba una vez más.

 

Al fondo, entre sombras amenazantes, Diana habla por teléfono, tapándose con la mano el oído que no tiene pegado al auricular. Se recuesta contra una pared pintada de un rosa chillón —parecía un decorado a propósito para resaltar su brillo y para que muchos de los presentes se volvieran deseándola—, y responde a la voz que ha preguntado al otro lado de la línea:

—¿Dónde estás?

—Estoy en el puerto, en un bar de mala nota, con un sujeto con pinta de violador, y otro chico al que creía amigo mío hasta que me di cuenta de que admiraba al violador.

—Muy bien, querida, no olvides que quedaste en venir a cenar. Los invitados ya están impacientes —dice Juan Martínez, padre de Diana, a través del aparato, flemático como un lord.

—Iré enseguida, no te preocupes. ¿Te importa si llevo a un par de amigos? Menuda sorpresa te vas a llevar.

—Esperemos que sean agradables —dice Martínez, que ya no es el gentleman de hace un momento. Al fin y al cabo, Diana es su única hija—. Y, por favor, no sigas bebiendo.

Han esnifado nuevas líneas de coca —los tres en el único retrete—, y salen en busca de un taxi riéndose una vez más, con lo que superan, y con mucho, el promedio de un minuto diario que los españoles dedican a reír.

Kid está radiante porque en casa de Juan Martínez, aparte de a éste, tendrá ocasión de tratar a otros notables. Diana, que siempre se resistía a llevarle, saborea por anticipado la escena del encuentro de su padre y Pat. Y este último, ajeno a casi todo, excepto a mantener el tipo para no caerse —entre otras muchas cosas, ignora que se dirigen a casa de Juan Martínez—, se tiene que fijar mucho en las cosas más nimias.

—Tengo problemas —se le escapa.

—Los problemas nunca han matado a nadie —dice Diana enunciando cuidadosamente las palabras y mirando directamente a Pat, mientras le ayuda a subir al taxi—. Si no tuvieras ésos, tendrías otros. Siempre es así. Yo, por ejemplo, no tuve demasiado afecto de niña. Mis padres están divorciados y, cuando un matrimonio se rompe, el hombre y la mujer dedican poco tiempo a sus hijos. Así que ahora trato de atraer toda la atención que puedo. Por eso soy seductora por naturaleza.

Pat cree escuchar eso y, al notar que el largo y suave muslo de Diana se aprieta contra el suyo, se pregunta: ¿Está burlándose de mí?

Enseguida comprende que está nerviosa. Bueno, a estas horas ya comprende poco. Lo que pasa es que ella dice:

—No quiero que pienses que estoy nerviosa. Puede que lo esté, pero no quiero que lo pienses.

Una frase que el taxista no oye, porque al pronunciarla, Diana ya se había apeado delante de un edificio que desafía al cielo a golpes de neón: arriba del todo hay un anuncio luminoso.

Han llegado y Diana busca las llaves en los bolsillos de la chaqueta y el pantalón.

—¿Dónde demonios las habré guardado? —dice, inquieta.

Una frase que tampoco oyen —ni siquiera se fijan en ellos— los basureros que vacían los cubos con gran estruendo. Al pasar por delante del camión, Pat siente una repugnancia irreprimible. Un gusto amargo de bilis le sube del estómago. Casi vomita, pero consigue dominarse.

Luego, se queda viendo cómo se pierde en la húmeda oscuridad el camión de la basura y le molesta haber pensado: Me alegro de que todo esté en proceso de corrupción.

Y de pronto, resbala y cae de culo. Diana le echa una mano y él, humillado, con una insoportable sensación de cansancio en los pies, no la rechaza. No cree haberse sentido nunca tan mal como cuando ella, borrachísima también, le escupe y luego se ríe.

—¿Es posible que no haya más que esto? —se pregunta Pat, en un tono monocorde, sin inflexiones.

Sabe que todo el mundo se está muriendo, pero le parece que él se está muriendo más deprisa que la mayoría, cuando ya está de pie otra vez, tambaleándose, moviendo mucho las manos, limpiándose el salivazo. Y las palabras, que son adecuadas para expresar ideas, dicen menos que los gestos, sin los cuales la vida humana se convertiría en un frío y mecánico proceso.

—Te ha cambiado la mirada —dice Diana, y no hay nada frío o mecánico en su expresión.

Ha encontrado la llave y, tras sortear un enorme charco donde se quedaban pegadas las luces de los faros de los coches, abre la puerta del portal.

—Sí, me ha cambiado —responde él, apoyándose en un poco seguro Kid, y se sorprende pensando que aquella chica no es para toda la vida. Recordar que tampoco lo ha sido su madre, hace que su cuerpo se estremezca ligeramente.

—¿No es eso amor? —bromea Diana, dándose la vuelta y entrando en un portal de luz cegadora.

«Mamihlapinatapei», es una palabra de la Tierra del Fuego que se supone que quiere decir: «Mirándose a los ojos, esperando cada uno que el otro inicie lo que ambos desean pero ninguno de los dos se atreve a iniciar.»

Guillermo Ruiz la desconoce, pero si la supiera no dudaría en emplearla para describir las miradas que, en el ascensor, cruzan Patricio Garrett y Diana Martínez.

Por la calle pasan veloces los coches arrojando cortinas de agua a los lados. El cielo, empapado de lluvia, se desploma sobre un mar que bosteza ruidoso y eructa en la oscuridad harto de lluvia.

El ruido de un trueno queda amortiguado por el de la puerta del ascensor al cerrarse bruscamente. En el descansillo, delante de la entrada al apartamento, hablan en voz demasiado alta Diana Martínez Martí, Guillermo Ruiz y Patricio Garrett. Antes, entre los pisos tercero y cuarto, Garrett ha dicho a Diana:

—Me gusta todo lo tuyo —encendió un pitillo, mirándola estudiadamente por encima de la cerilla, y añadió—: A lo mejor te molesta.

—No, porque no te creo —respondió ella, con una irónica expresión en el rostro. Le había lanzado una vidriosa mirada de invitación a la cama, y apretaba su cuerpo contra el de Pat, como si estuvieran solos, justo al pasar por el quinto piso.

—No tienes que creerlo o no. No estoy pidiendo reciprocidad. Sólo quería que supieras el nivel que han alcanzado mis sentimientos —y la mirada de Pat, que parecía esperar que Diana llenara un vacío en su vida, contrastaba con el distanciamiento de su palabra y tono de voz.

A Diana se le pasó por la cabeza: ¿Y yo que durante unos minutos creí que Pat era homosexual y trataba de ligarse a Bill? Es que no me entero de nada.

—Todos vosotros sois iguales —Ruiz tenía el ceño fruncido, y su voz interrumpió aquella intimidad de la que estaba excluido.

—¿Quiénes somos ese vosotros? —Pat, notando el agudo filo de la mala intención de la frase, hizo la pregunta a la altura del séptimo piso.

—Los de la tercera edad —al decirlo, Ruiz le miró más tiempo del necesario.

—Yo no me considero representante de ninguna clase de personas —Pat habló pausadamente, controlándose, fastidiado porque en el mismo día dos personas distintas le incluyeran en esa categoría.

—Billy, no es de buena educación dar a entender que alguien es más viejo que tú —salió en su ayuda Diana, forzando una sonrisa.

—No veo que tenga nada que ver con que sea de buena o mala educación. Resulta que es así, ¿o no? —a Bill, o Guillermo Ruiz, le había puesto muy nervioso aquel coqueteo tan evidente; y el ser ignorado.

Ya estaban en el descansillo. Garrett nota cada minuto de edad que tiene de más que Diana —¡él, que con su madre y su padre siempre había sido el pequeño!—, mientras Ruiz, excitado porque falta muy poco para entrar en casa de Juan Martínez, da un traspiés.

Diana abre la puerta del apartamento de su padre. Al fondo se oye música, voces.

No, no se trata de fanfarrias ni de marchas de pompa y ceremonia. Tampoco son vítores los que acompañan su entrada nada triunfal a la casa donde Pat había creído que Diana y él estarían solos (ya verían el modo de librarse de Bill).

Aturdido, alza los brazos al aire en señal de impotencia y, tras unos pasos vacilantes por la gruesa moqueta, Diana le precede a una amplia habitación donde hay un fondo de piano que, en este caso concreto —todos los presentes hablan—, es sólo un afortunado efecto secundario del papel que desempeña la música para asegurar la cohesión tribal.

Pat respira a fondo, traga saliva, al distinguir borrosamente a dos grupos separados —uno de hombres, el otro de mujeres—, con aspecto de haber estado allí siempre y participar de una forma local de sabiduría increíblemente antigua que todos conocen en el fondo de su mente. Fuman en su inmensa mayoría. Una escena imposible en América, y que en España seguro que no tendrá lugar dentro de muy pocos años.

Inquietos, hambrientos porque ya han dado las once de la noche y todavía siguen sin cenar —esperaban a Diana—, levantan la vista como si ellos fueran los romanos y los bárbaros acabaran de irrumpir en la habitación.

No hay duda —piensa Garrett allí, en medio de aquel espacio tan iluminado del que se siente cruelmente desterrado—, verse como un objeto que causa terror es una experiencia inquietante. Aunque sea una experiencia que a algunas personas les excita y empuja a hacer el loco.

A Diana, sin ir más lejos, que se vuelve hacia Pat y Bill.

—Ahí tenéis a Juan Martínez —dice—. Juan Martínez, valiente nombre, ¿verdad? Tan corriente que hasta parece falso —y, en realidad, da la impresión de que simplemente es como los demás mamíferos: en ellos la exploración, el juego, la conducta flexible, son cualidades de los jóvenes y raramente de los adultos.

Unos segundos antes de esta intervención insolente, sobre el fondo de rostros desdibujados se destacó uno. Sus ojos se cruzaron con los de Garrett —se había puesto a imaginar qué aspecto tendrían aquellas caras contraídas por la angustia del sexo— y, de pronto, notaba como si una mano de ciego le recorriese delicadamente los rasgos de la cara. Ha perdido, claro, muchas neuronas a lo largo de su vida, pero las que le permiten reconocer a un viejo amigo siguen intactas, o casi.

Ha bebido mucho, sí, aunque gracias a la acción de la cocaína puede decidir que se parecía a... a Juan Martínez.

No es que fuera exacto, no. Su recuerdo y el hombre que tenía delante eran morenos y de la misma estatura, pero no había parecido facial. La barba, blanca en algunas zonas, la telaraña de vasos sanguíneos rotos bajo la piel de la cara, no pertenecían al Juan Martínez de antes. Se trataba de algo más personal. De su actitud, de su mirada afectuosa y cálida que, cuando alguien le demostraba cariño, expresaba confusión:

—¡Pero Juan! ¿Qué haces tú aquí? —dice Garrett, después de que las palabras de Diana le confirmaran que era quien creía que era.

—Esta es mi casa —responde Martínez. Se había puesto en pie al llegar Diana y sus acompañantes, y avanzó en dirección a él—. No me digas que eres Patricio Garrett.

Su voz resonó en un silencio que resultaba ensordecedor. Todos los presentes han quedado callados. El disco que sonaba, ya no lo hace.

—¿Es que tanto he cambiado? —Garrett tuvo que humedecerse los labios para volver a hablar.

—No tanto como debieras —dice Martínez, y de una forma tan absolutamente segura y solemne, que es imposible ponerlo en duda—. Eso es lo que hace difícil reconocerte.

Se abrazan murmurándose algo. Ninguno de los entendió lo que dijo el otro, pero al observarles, Diana cree que se quieren.

Hay presentaciones. Saludos más o menos cálidos. Frases más o menos ingeniosas o malévolas. Breves explicaciones entrecortadas de Diana más o menos claras. Embarazo clarísimo de Ruiz en presencia del par de profesores de literatura –uno de ellos también poeta—, y del novelista tan conocido y del funcionario cultural y de las diversas mujeres. Algunas guapas. Otras con aire de independientes y competentes en sus asuntos. Casi todas de punta en blanco. Teatrales, estrafalarias las más. Pero sobre todo, Guillermo Ruiz se siente confuso al encontrarse cara a cara con el editor estrella del momento, Juan Martínez.

—¿Cómo te van las cosas? ¿Cuándo has vuelto? —pregunta luego Martínez a Garrett en un aparte, poniendo una cara especialmente complicada.

Las conversaciones se han reanudado. No así la música.

—Es una larga historia llena de episodios no publicables —empieza Garrett, y no sigue. Martínez le ha dejado con la palabra en la boca.

—Perdona un momento —dijo, y pierde el culo (en versión de Garrett) dirigiéndose a atender a un hombre que acaba de llegar con mucho retraso, disculpándose.

 

Es alguien importante, investido de poder, estatus, prestigio. Garrett recuerda perfectamente que era un periodista que nunca tuvo problemas con la dictadura. Le mira sin saludarle. Y hay una gran diferencia entre no saludar a una persona simulando no verla, y mirarla y negarse a reconocerla.

Correspondido de igual modo por el actual director de uno de los diarios más importantes del país, Garrett está desconcertado, mareado.

Observa que Martínez ha engordado y, cuando le ve pasar un brazo por encima de los hombros de Diana, piensa que dentro de muy poco —¿no ya?— existiría con él la usual dificultad de creer que tenga sexo una persona de aspecto tan respetable.

Se pregunta: ¿También parecerá que el cielo se ha desplomado sobre mí? Tengo la misma edad que la mayoría, y estoy hecho polvo —y es como un toro bravo que acepta la fatalidad del círculo, y se instala en los medios sin tratar de romper el círculo saltando en huida la barrera; o de eliminarlo aquerenciándose en el reducidísimo espacio de terreno donde puede defenderse mejor.

Casi no consigue sonreír con amabilidad cuando Adolfo Palacios, un antiguo conocido, le vuelve a dar un caluroso —demasiado caluroso, en opinión de Garrett— apretón de manos.

No le gustan su aire de suficiencia, su rostro rojizo, el color indefinido de su pelo, al presentarle, luego, a su mujer, que sí le gusta. Se llama Marta y tiene un rostro gracioso, sin ningún atisbo de solemnidad interior. Sonríe de modo deslumbrante. Y lleva un vestido tan ajustado que parece pintado sobre su cuerpo.

—¿Cómo es que se ha dignado a visitarnos el más insigne representante de la literatura española viva en los USA? —dice Palacios, y a Garrett le da la impresión de que ha hablado con la arrogancia que utilizan las personas que piensan que son más que tú y consideran que tienen que demostrarlo todo el tiempo.

—Un literato no representa a su país, Palacios —responde Garrett—. Ningún artista es una figura más representativa de su país que cualquier otro —y observando que la mujer de Palacios escucha atentamente, y que cuanto más seria se ponía, más parecía una niña jugando a ser mujer y más le gusta, añade dirigiéndose a ella—: Si el artista representa algo, no es más que a sus propias neurosis ridículas.

—No has cambiado nada, Garrett. Toda la vida has tenido un modo de empezar las conversaciones que las termina —y Palacios, que ha soltado una sonrisa desdeñosa, piensa que habla así porque está resentido. Tampoco le invitan tanto a representar la poesía española en actos públicos y mesas redondas. Lo sabe perfectamente porque es él quien dirige el departamento del Ministerio que se encarga de coordinar esas cosas.

—Además, he dejado de escribir —termina Garrett humildemente, como tratando de atemperar la anterior salida de la que ahora se avergüenza.

—Es una pena. Todos esperábamos, esperamos de hecho, tanto de ti —y Palacios es sincero, aunque no cree a Garrett. Siempre ha sido un excéntrico y, por si fuera poco, hoy duda de si en realidad estaba hablando con él o con el alcohol del que, evidentemente, ha abusado.

Se han sentado a cenar y Garrett está enfadado. No, de ninguna manera quiere cargar con esa responsabilidad, esa esperanza que, según Palacios, representa. U na compensación de sus fracasos o cobardías, presentidos o actuales. Como los míos —se lamenta—, que no quieren dejarme que tenga. Insisten, insisten para que me convierta en lo que ellos quieren.

Y, de pronto, cae en la cuenta de que ha ambicionado cosas, ha experimentado todo tipo de disparates, melancolías, nostalgias. Ha anhelado ser lo que no podía ser. Y, sin embargo, aquellas fantasías resultaban triviales comparadas con el deseo y necesidad de dinero actuales. Sí, también desea a algunas mujeres —a Diana, a la mujer de Palacios, cuyos ojos se encuentran constantemente con los suyos—, pero le daba la sensación de que nunca ha ambicionado a nada ni a nadie del modo en que esta noche ambiciona el dinero.

—Ha llegado hoy mismo de Nueva York —repite Diana, que se sienta a su lado, a un hombre del otro lado de la mesa. Este, un especialista en literatura infantil, comenta algo de que conviene que los niños lean los libros adecuados para su edad—. Cuando yo era pequeña, nunca me daban a leer cosas específicamente escritas para niños —y resultaba difícil saber si se trataba de una queja, o Diana quería decir: «Y fue una suerte.»

—Los norteamericanos padecen una deficiencia innata de la comprensión de la literatura —está explicándole a Ruiz, que asiente con entusiasmo, un profesor y poeta, con el tono de quien pone los puntos sobre las íes—. Y esperan remediarla engullendo enormes cantidades de datos inútiles —su rostro es absolutamente indigno de confianza y su voz casi se hace solemne.

—Condúcete sin temor y sin iniciativas, aconsejó don Juan de Borbón a su hijo, el futuro rey Juan Carlos primero —dice otra voz de sonido fibroso y duro. La del director del periódico, que se expresa con una seguridad insoportable, tratando de monopolizar la conversación.

Después de esta última opinión —que el periodista se expresa con una seguridad insoportable—, que Diana dijo en voz muy baja, Garrett comenta:

—Según la vieja ética de Confucio, no es de buen gusto protestar o dedicarse a la política.

Habló demasiado alto, por lo que se clavan en él, que casi no ha probado la comida, varias miradas desaprobadoras.

—Esa novela no resistirá la prueba del tiempo —dice, casi a gritos, el famoso novelista. Ve y siente la aparición de un libro (y su publicidad) con gran atención, y piensa que los lectores están sometidos a la misma intensidad de recepción.

—Hay que dorar la chalota picada. El salmón se rehoga por ambos lados y se moja con vermut blanco, y nata —explica a Martínez, con voz metálica y nasal, una mujer guapa que se comportaba como si continuamente hubiera que felicitarla.

——En lugar de llamar censura al proceso según el cual el estado limita la expresión artística, se llama posibilidad de viabilidad comercial —el barítono con mucho trémolo que ha dicho esto, lo dijo con total autoridad, estableciendo una posición tan acertada, que cualquiera que pensase de otro modo, estaba sencillamente pasado de moda.

—Sí, sí —asiente entusiasmado Guillermo Ruiz, tenor heroico, brillándole los ojos.

Aunque no se sienta a la altura de unas personas como aquéllas, acostumbradas a que las miren y escuchen, considera que fingir que uno sabe desenvolverse en cualquier ambiente es signo de personalidad. Disimula, por tanto, su desconcierto y disfruta siendo testigo privilegiado de los actos y palabras de unas estrellas que hacían lo que era normal en ellas: brillar. Crean así un mundo donde los intereses de uno no le importan a los demás, y la ganancia de uno, es inevitablemente pérdida de otro.

El mismo equilibrio de terror impersonal que regulaba la vida de la selva al principio de los tiempos —opina Patricio Garrett, que no es un hombre sabio que participe apasionadamente del juego de la vida, pero al mismo tiempo se mantenga ajeno a él; libre de los compromisos emocionales y lazos materiales. No, Garrett siente un desagrado visceral y le entran ganas de vomitar... aunque podría ser que, simplemente, su cuerpo no soportara más alcohol.

Entonces ya habían terminado de cenar, Garrett se ha dejado caer en una butaca y su mirada es de agotamiento, de no poder con el cadáver que lleva a cuestas: el propio. Había olvidado lo cansado que estaba y agradece aquella oportunidad de descansar, mientras gotas de sudor frío empiezan a cubrirle la cara... pero los puntiagudos trozos de hielo que le pinchan el estómago no muestran signos de que se vayan a fundir.

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