Muerte derramada

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Índice

Presentación

Cerillo

La voz de tus manos

Historia del tiempo

Terreno baldío

Moon Star

Mi carnal el Maic

Modo salvaje

Las uñas y el cabello

Hueco lugar

Una flor en una fotografía

Presentación

El Concurso Nacional de Cuento Juan José Arreola está organizado por el Centro Universitario del Sur de la Universidad de Guadalajara, en colaboración con la Dirección de Artes Escénicas y Literatura de Cultura udg y la Editorial Universitaria. Este concurso nace como homenaje a la memoria y el trabajo literario de Juan José Arreola, escritor originario de Ciudad Guzmán, y por la necesidad de convocar desde su ciudad natal un premio en uno de los géneros literarios más interesantes: el cuento.

La Universidad de Guadalajara instituyó este concurso, que se ha ido consolidando a lo largo de estos años, con la finalidad de estimular el trabajo creativo de cuentistas mexicanos, el cual está abierto para obras inéditas de escritores residentes en el país.

La obra ganadora de esta xiii edición es Muerte derramada de Mario Sánchez Carbajal (ciudad de México, 1983). El jurado estuvo integrado por Eugenio Partida, Imanol Caneyada y Amelia Suárez Arriaga (ganadora en 2010 de la ix edición).

Este libro fue declarado ganador porque son relatos con una atmósfera desoladora y decadente, cuyos personajes son perseguidos por la fatalidad, y es una exploración sobre la violencia cotidiana a la que nos vamos acostumbrando.

A Cynthia y Óscar que sueñan

del otro lado de la noche

Cerillo

Cuando mi papá se fue a Estados Unidos me regaló un muñeco con el pelo parado y rojo, como escupido por un dragón. Para que tengas con quien jugar, dijo, y yo quise bautizarlo con el nombre de Cerillo, porque parecía un cerillo prendido. En el cuaderno de tareas dibujé su cabeza muchas veces hasta acabar con las hojas. Una noche en que mi mamá estaba distraída viendo la tele mientras yo me aburría, saqué de la mochila el bicolor y decidí dibujar a Cerillo en la pared de la cocina. Hice un círculo grande que era el contorno de su cabeza y le pinté el cabello de rojo y los ojos de azul marino.

Mi mamá entró, puso cara de sorpresa y se empezó a enojar. Entonces cerré los ojos y apreté la panza cuando dijo pon las manos. Mis brazos temblaron el mismo rato que ella tardó en darme dos manazos. Luego me dio otro en la boca porque le grité pinche vieja. Con la manga del suéter tallé el golpe hasta que mis labios ardieron. A ella se le pusieron los ojos rojos y llorosos. ¡Ahorita vas a limpiar eso!, y tronó los dedos apurándome. Me le quedé viendo feo. ¡No me veas así! Entonces cómo quieres que te vea, le contesté y volteé hacia el suelo. Me agarró del brazo, pero me jaloneé hasta soltarme y corrí hacia la sala. Ella vino atrás de mí. Tomé a Cerillo que estaba encima de la tele y nos aventamos de un salto al sillón. Puse su cabello de flama a la altura de mi cara y le dije al oído esa pinche vieja está loca. Él dijo que sí y de repente gritó ¡ahí viene! Escuché cómo reventaron dos cinturonazos sobre mis piernas. Fue tan rápido que ni siquiera los vi, pero el ardor se quedó pegado a mi piel y creció hasta que no aguanté las ganas de llorar. Ya mami, no es cierto, ya, perdón, y puse las manos para que no fuera a darme más. Ella me empujó hasta la cocina y me aventó un trapo para limpiar la pared.

Después de un rato de estar tallando por fin pude irme a dormir. Estaba cansado pero no tenía sueño y me dolía mucho el hombro. Apenas me tumbé en la cama oí la risa de Cerillo: Te pegó tu mamá, se burlaba. De qué te estás riendo, le grité. Lo puse sobre la almohada y lo ignoré dándole la espalda. Escuché con atención los ruidos que venían de la avenida central y comencé a quedarme dormido. Luego sonó un claxon desesperado y salté del susto; una sombra pasó volando por afuera de la ventana y sentí que una fila de hormigas subía corriendo hasta mi cabeza.

¿Por qué te quedas callado?, le pregunté a Cerillo.

No le tengo miedo a las sombras, me dijo.

Yo tampoco, le contesté.

¿Sabes por qué no me dan miedo?, porque tengo poderes… como los tuyos.

Yo no tengo poderes.

Cerillo se empezó a reír y me contagió la risa. Volteé hacia él y le hice cosquillas. Mis poderes de cosquillas, grité mientras le picaba la panza con las uñas. Nos reímos tan fuerte que mi mamá gritó desde el pasillo ¡Santiago, ya duérmete! Guardé a Cerillo en su caja de zapatos, le dije buenas noches y lo metí abajo de la cama.

Soñé que Cerillo me señalaba y decía éstos son tus poderes, y un rayo de luz salía de su dedo y me daba en la frente. Entonces dentro de mi cerebro se formaba una cueva oscura adonde sólo yo podía entrar. Luego la cueva se convertía en un cuarto parecido a la sala de mi casa: había el mismo sillón. Olía a quemado. El sol entraba por un hoyo en la pared y dejaba una mancha de luz en el suelo. Yo decía voy a levantar el sillón: esforzaba la mente, en mi cabeza me imaginaba alzándolo y en ese mismo momento de verdad se despegaba del suelo. Y así lo hice varias veces hasta que me distraje y el sillón azotó. Desperté de un brinco y dije estoy en la cueva; pero vi por la ventana que afuera el cielo ya estaba azul cielo.

Lo primero que hice fue mirar fijamente las cortinas y dije que se abran por completo: pensé que eso sucedería y esperé…, entonces llegó mi mamá diciendo ya párate que vamos a ir con tu abuelita. Caminó hasta la ventana y abrió las cortinas. Me sentí fuerte. Me hinqué en el colchón, agarré vuelo y me paré de un salto como si fuera un resorte. Empecé a dar brincos hasta casi tocar el techo con la punta de los cabellos.

¿Le avisaste a mi abuelita que vamos a ir?

Deja de estar brincando en la cama, contestó ella y fue a prender el bóiler.

Mi mamá regresó enojada a bajarme del colchón. Intentó quitarme la playera que se quedó atorada en mi cabeza. Le dio un jalón fuerte y casi voy a dar al suelo: lo bueno fue que planté recio los pies y me pude liberar. Ella dijo estás todo rojo de la frente, y nos dio risa. Tengo poderes de cosquillas, grité y empecé a hacerle cosquillas en el cuello. Pero ella no rio. Métete a bañar, ándale. No quería bañarme; hacía mucho frío.

Imaginé con fuerza que se apagaba el bóiler. Entré al baño. Mamá, el agua está fría, le grité. Ella metió la mano debajo del chorro y dijo no es cierto. Yo metí otra vez la mano: el agua estaba congelada. ¡Santiago!, ya no estés jugando y métete. Está fría, está fría... Pegué la espalda a la pared y le dije que había apagado el bóiler. Qué bóiler ni qué bóiler. Me agarró de los brazos y me puso debajo de la regadera. El agua helada me enchinó la piel; me tembló la quijada y frente a mis ojos pasó un montón de lucecitas. Le grité tú quieres congelarme. Me dio dos nalgadas. Me enjabonó rápido e igual de rápido me enjuagó. Por fin cerró la llave y salí del baño temblando aunque ya estaba envuelto en la toalla.

Me vestí y nos fuimos a la casa de mi abuelita. En el camino mi mamá trató de hablar conmigo: no le contesté. Siempre que iba a salir con mi tío se ponía de buenas un ratito antes de irse. Me dolía la cabeza; estaba enojado; no quería que se fuera. Si haces berrinche te pego, amenazó cuando mi tío llegó por ella.

En la noche le pregunté a Cerillo qué pasaría si mi abuelita se cayera de las escaleras. Lo levanté para vernos de frente. ¿Qué tienes? Pero él no quiso hablar. Estaba enojado porque no lo saqué de su caja en todo el día. Le dije no me importa, pero me dio mucho coraje. ¡Pon las manos!, le ordené, y él desobedeció. Me levanté y bajé al baño. ¿A dónde vas?, preguntó mi abuelita que estaba en la sala echando las cartas. Le dije que iba a hacer pipí. Guardé el rollo de papel en la bolsa del pantalón, regresé al cuarto y envolví a Cerillo igual que a una momia. ¿Quieres quedarte callado?, pues te vas a quedar callado para siempre. Lo aventé adentro de su caja, le puse la tapa y pensé cómo no tengo lumbre para incendiarlo. Lo escuché llorar y también me dieron ganas, pero me aguanté.

Mi abuelita se asomó al cuarto. Fingí que estaba dormido y ella no lo creyó. Se acercó y dijo qué tienes. Me acarició la cabeza, sentí que su mano era una lombriz babosa que se arrastraba por mi cabello. No abrí los ojos. Le di la espalda y dije ojalá se caiga. Dentro de mi cabeza la miré cayendo por las escaleras hasta azotar en el suelo; luego se quedaba tiesa viendo el techo, asustada, quejándose de dolor.

 

En la mañana desperté y saqué a Cerillo de su caja. Con el sudor se le había pegado el papel y tuve que quitárselo con las uñas como si fueran pellejos. Le pedí perdón y él contestó no hay problema. Volvimos a ser amigos. Vamos a desayunar dije y cuando estábamos por bajar vimos a mi abuelita tirada al final de las escaleras. ¡Es culpa de tus poderes!, gritó Cerillo. Me quedé tieso, sin aire. Ándale, apúrate, y su voz fue una cachetada que me devolvió la respiración. Fui hasta donde estaba mi abuelita. Por un momento pensé que todo sucedía en mi imaginación, pero me di cuenta de que no era así cuando toqué su mano arrugada y tibia. Déjame, no me jales, dijo regañándome porque intenté ayudarla a levantarse. Ve por la señora Carmela. Salí corriendo hacia la casa de enfrente. Abrió la señora y le grité apúrese. Ella no entendía. La llevé jalando del suéter. Entramos y, apenas la vio, dijo espantada santo dios y corrió a hablar por teléfono. Fue mi culpa, le confesé a la señora Carmela cuando los de la ambulancia ya se habían llevado a mi abuelita. Ella no escuchó, sólo prometió que todo iba a estar bien y me dio un bolillo. Yo ya quería que llegara mi mamá.

Fuimos al hospital en la patrulla de mi tío Javier. Mi mamá estaba a punto de llorar y cuando intentó decir algo las palabras se le ahogaron con la saliva. Él le dijo no pasa nada y le acarició la pierna. La falda de ella estaba llena de círculos de colores. Yo traía a Cerillo bien apretado en la mano y lo había empapado de sudor. Lo saqué por la ventana para secarlo. Llegamos al hospital. Mi mamá se bajó del carro. Intenté abrir la puerta pero no servía la manija. Nos vemos en la casa, dijo ella. Rápido imaginé que la puerta se abría: no pasó nada. Le grité yo voy contigo pero no escuchó y entró al hospital. Avanzó el carro. Seguí gritando y con el puño cerrado golpeé el vidrio. A ver, cabrón, dijo mi tío con su voz de judicial, cállese y pásese pa delante. Lo obedecí. Me senté a su lado y le pregunté a dónde vamos. Contestó que íbamos a ir por mi prima Ana. En el camino, también me explicó que ella no era mi prima de verdad y que él tampoco era mi tío, sino sólo un amigo. Entonces por qué mi mamá dice que sí lo eres. Porque está loca. Reí mucho.

Cuando llegamos por mi prima, su mamá preguntó quién es ese chamaco. La señora era un poco gorda y tenía la frente arrugada. En cambio Ana sí era bonita, tenía apenas tres años y sus ojos estaban grandes y de color miel. Mi tío la sentó en el asiento de atrás y le abrochó el cinturón. La señora no dejó de verme feo y no supe por qué. Según dijo Cerillo, ella me odiaba.

Llegamos a la casa. Mi tío me pidió que cuidara a mi prima y luego dijo que se iba a dormir porque andaba todo madreado. Sacó del refrigerador una cerveza y se la tomó de un trago, luego abrió otra y se encerró en el cuarto de mi mamá. Yo entré y le dije que el bóiler no servía. Nada más alzó los hombros y me ordenó cerrar la puerta. Senté a Ana en el sillón y para entretenerla le di unos carros y unos soldados viejos que ya no me gustaban. Fui por agua a la cocina y en el reloj vi que eran las cinco. Prendí la tele porque ya no tardaba en empezar mi caricatura. Recordé que los cyborgs del doctor Malvado estaban a punto de ganar la batalla. Pero el Robot bueno soltó sus manos de misil y mató a muchos; otros, los más cobardes, huyeron.

Terminó el capítulo y vi que Ana no estaba donde la había dejado. La llamé. No contestó. Fui a la cocina y ahí tampoco la encontré. Me asomé al baño y nada. Volví a la sala asustado pensando que se había salido de la casa, pero de repente la vi que venía de atrás del sillón. Me acerqué, le dije regañándola siéntate a ver la tele y la jalé del brazo. Miré que traía algo rojo en la boca. Ábrela grande, di a. Metí los dedos, toqué su lengua babosa y con mucho asco le saqué unos pelitos rojos. Me asomé atrás del sillón y vi a Cerillo con el pelo arrancado. Lo levanté. No dijo nada, sólo se quejó. Lo envolví en un trapo, con mucho cuidado lo metí a su caja y lo escondí debajo de la cama. Le dije a Ana eso no se hace y le di de nalgadas hasta que me dolió la mano. Ella lloró y gritó tan fuerte que despertó a mi tío. Él salió enojado, me gritó hijo de la chingada y me dio un sopapo. ¡Pinche güey!, le dije y cuando vi que venía hacia mí corrí a encerrarme en el cuarto.

Desenvolví a Cerillo: tenía la cara muy pálida. Los pocos cabellos que le quedaron estaban pegados con saliva a su cabeza y parecían hilos de sangre. Sus ojos permanecían muy abiertos, asustados. Lo levanté con cuidado y sentí en mis manos su cuerpo frío, completamente apagado. Apreté los puños y le pegué al colchón hasta cansarme. Mi tío tocó la puerta y le grité que se largara. Ojalá se muera la pinche puta de Ana, pensé.

Mi mamá llegó y le conté lo que había pasado. Ella ni siquiera me volteó a ver. Que yo era un berrinchudo, que le había pegado a la niña, que no sé cuántas cosas le decía mi tío. Fui por Cerillo y se lo enseñé, pero ella no hizo nada. ¡Me lo regaló mi papá!, grité. Vete a tu cuarto y dame ese chingado muñeco, y me lo arrebató para echarlo arriba de la vitrina. Escuché el azotón que dio el cuerpo de Cerillo: sentí que se me agrandaba el ombligo y entraba aire. Mi mamá estuvo a punto de darme una nalgada, pero mi tío, como se dio cuenta de que mi enojo era también mucha tristeza, le dijo ya déjalo en paz. Sacó su cartera de cuero y me dio uno de a cien: Ándele, cabrón, pa que se compre otro.

Aventé el billete al suelo y me largué a mi cuarto. A nadie le importaba la muerte de Cerillo, y a mi mamá menos, a ella ni siquiera le hubiese importado si yo moría. Y era culpa de Ana porque ella lo mató. Ojalá que la lumbre de Cerillo le queme la panza: la odio, la odio, pensé y al mismo tiempo lo dije en voz baja; se me salieron esas palabras como burbujas de veneno que debían ir a explotar en su cara. Entonces me acosté en la cama mirando el techo e imaginé su muerte. Fui a mi cueva y ahí estaba ella: la vi sentada y de repente un misil invisible le daba en la cabeza y se le salía toda la sangre. Lo imaginé una y otra vez casi de la misma manera, a veces sólo cambiaba el color de su ropa.

Al otro día mi mamá preguntó si ya había pasado el berrinche. No le contesté. Le pedí a Cerillo y dijo no te lo voy a dar hasta que te levante el castigo.

Toda la semana, en las tardes, cuando mi mamá iba al hospital me pasaba a dejar con doña Carmela porque ella se ofreció a cuidarme. Yo no necesitaba que nadie cuidara de mí, y menos esa señora que se le pasaba haciendo carpetitas: ¿Para qué hace más?, le pregunté, y ella se rio y dijo te voy a enseñar cómo se hacen, pero nunca me dejó agarrar lo ganchos porque me podía lastimar, decía. Yo ya deseaba que fuera sábado para que mi mamá me regresara a Cerillo, y así poder enterrarlo.

El sábado me levanté y vi por la ventana que el cielo todavía estaba azul oscuro. Fui a revisar el reloj de la cocina. Eran las seis. Entré al cuarto de mi mamá y le dije que era sábado, que si podía agarrar a Cerillo. Ella movió la cabeza diciendo que no y luego dijo duérmete otro rato. Esperé despierto hasta que se levantó. Se lo volví a pedir. Hasta que acabes de desayunar, y preparó unos huevos a la mexicana y sirvió leche. Eché todo el huevo en una sola tortilla y lo terminé de tres mordidas. Luego desparecí la leche de un trago. ¡Ya terminé!, le dije. Sonó el timbre. Era mi tío. A mi mamá se le hizo muy raro que viniera tan temprano. Mi prima no venía con él. Recordé lo que había imaginado. Corrí hasta la patrulla a ver si Ana estaba dormida adentro. ¡Santiago, métete!, ordenó mi mamá. Mi tío, apenas llegando a la puerta, la abrazó fuerte y casi se le cae encima. Estaba borracho y se puso a llorar. Vete a ver la tele. Encendí la televisión pero le bajé el volumen y escuché que dijo me la mataron, y lo repitió muchas veces. Hubo silencio. La tele comenzó a tambalearse, también el foco y la vitrina, y no dejaron de moverse hasta que me acosté en el sillón.

Entonces una idea se encendió en mi cabeza. Arrastré una silla hasta la vitrina y me subí en ella para bajar a Cerillo. Ahí mismo lo agarré recio con las dos manos y le dije regresa a la vida. Imaginé con toda mi fuerza que Cerillo revivía, y él parpadeó. Corrí a la cocina y entré gritando yo puedo hacer que Ana vuelva a vivir. Mi tío se echó a reír y a llorar al mismo tiempo. Mi mamá se levantó rápido y me sacó de la cocina. Yo la maté con mis poderes, le confesé. Ella me dio una cachetada y dijo cállate y enciérrate en tu cuarto.


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