El bullerengue colombiano entre el peinao y el despeluque

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CAPÍTULO 2
DANZA VIVA Y FOLCLORISMOS

El primer Festival se hizo con muchos grupos de la región, donde los grupos de proyección manejan la parte del bullerengue más como que coreográfico… de cuadrillas, solo mujeres y esto. Entonces empezamos a buscar los verdaderos grupos bullerengueros en el pueblo, no de la tarima sino el bullerengue de la trasnochada, de la amanecida, del canto, de los viejos, de los ancestros, esos grupos que no se esmeran por tener un lindo vestuario, sino porque hay una botella de ron y amanecer cantando bullerengue. Entonces esos fueron los viejitos y la gente que empezamos a atraer y a buscar. Entonces la gente empezó a mirar que más allá de un escenario, de una tarima, de luces multicolores, de vestuarios y el colorido, está una realidad: y es que el bullerengue lo viven y no es que algunas tradiciones ya se han convertido solo para escenario, como para demostrar que esto existió, de que esto es una tradición y no, el bullerengue se vive, en María la Baja los bullerengueros vienen y amanecen, pero… cantando arraigadamente, tomando, lo expresan, lo viven, lo sienten. O sea, que el bullerengue no es una tradición como que para mostrar en una tarima, en un escenario, no, el bullerengue es del patio de la casa, de la calle, de cualquier parte, de un tambor… ¡Y que ellos hacen bullerengue los 365 días del año, por Dios!

ARNULFO CARABALLO

María la Baja, Bolívar

Para continuar el análisis de las configuraciones subjetivas en el bullerengue, proponemos una separación entre su manifestación como danza viva y como danza folclórica, con el propósito de diferenciar prácticas de sí y vivencias del sentir que acontecen en esta danza tradicional popular y que se encuentran mezcladas e interfluyen bajo múltiples denominaciones definitorias de su acontecer. Lo común a ellas, a nuestro parecer, es la presencia de la tradición corpo-oral danzaria del pueblo, la cual se asume de formas variadas según fines, configurando entornos experienciales y estéticas disímiles que conservan el referente popular. Esta es una condición que caracteriza la práctica danzaria colombiana y que, lejos de buscar aclarar y definir territorios y tipos de estética, tiende a fusionarse más, rebasando límites y extraviando sus diferencias bajo la denominación común de danza folclórica. A esto se suma la estilización que de ella hacen los ballets folclóricos y la exploración experiencial y creativa que realizan algunos artistas danzarios en sus compañías de danza contemporánea y que toman como insumo la danza y la tradición popular, experimentando no solo con las grafías sino también con las simbólicas y formas vivenciales que esta posee. Se experimenta con y para el folclore danzario proponiéndole transformaciones permanentes en un constante y osado ejercicio de la creatividad del pueblo en diálogo con modas y políticas culturales.

Danza folclórica es una denominación genérica que mezcla las experiencias estéticas y encubre las prácticas populares y artísticas, las cuales entran y salen de los moldes, lugares y formas definidos por el régimen de lo sensible establecido por el orden hegemónico. Su praxis coadyuva en la disposición de los modernos Estados nación. Dicha disposición asigna a los sujetos —y a sus maneras de sentir, de expresar su singularidad y de configurar sus valores y sentidos colectivos— lugares diferenciales y jerarquías discriminatorias: distinciones de clase, raza, género o estética son constituidas y se reflejan en prácticas sociales concretas realizadas con sujetos concretos. En esta vía, consideramos las manifestaciones que denominamos folclorismos, como artefactos configuradores de subjetividades individuales y colectivas que contribuyen a mantener el statu quo y que favorecen al establecimiento de dichas categorizaciones y prácticas relacionales, mediante la disposición de experiencias e intercambios sensibles concretos.

La danza folclórica es una de las modalidades de los folclorismos que, en sus diferentes formas y lugares experienciales, ha constituido y constituye una práctica configuradora de sujetos en el sistema y para el sistema. Se diferencia de la que hemos llamado danza viva en que esta última está ligada a las prácticas cotidianas de comunidades y pueblos con fines diferentes a los que asumen los folclorismos danzarios, configurando ámbitos vivenciales e intercambios sensibles entre los sujetos del pueblo que resisten a la dinámica impuesta por el orden hegemónico.

Nuestra indagación sobre la configuración de subjetividades en la práctica bullerenguera se instala, junto con otras, en esta tensión. Para situar la reflexión abordaremos a continuación el análisis del concepto de folclore, que diferenciamos del término folclorismo, asumido como ámbito de las acciones que implementan el folclore en la práctica social. Seguidamente, haremos eco de las reflexiones críticas respecto a la asunción de lo folclórico como valor positivo asociado a su inclusión como producción popular arcaica y estática y como estética de segundo orden. Tendremos en cuenta que dicha inclusión sustenta la diferenciación de clases en la que se juega el valor simbólico, las identidades y la renovación del sentido colectivo de la existencia de sujetos que, más que receptores pasivos, son agentes que participan en la configuración de su subjetividad, evidenciando que las colectivas subjetividades de los bullerengueros se constituyen por las interfluencias, en forma de agenciamientos y contagios, entre lo popular y lo hegemónico.

El concepto de folclore

El vocablo folk-lore, de origen inglés, fue acuñado por William John Thoms en su famosa carta a la revista The Athenaeum de Londres, publicada el 22 de agosto de 1846 en el n.º 982. Thoms pretendía dar un nombre apropiado a fenómenos populares designados entonces como antigüedades o literatura popular. Originalmente, folclore significaba ‘saber tradicional (lore) referido al pueblo (folk)’ y hacía alusión a los usos, costumbres, ceremonias, creencias, etc., de los tiempos antiguos que sobrevivían en las tradiciones del pueblo, a las tradiciones derivadas de las creencias que constituyen las costumbres de las clases populares. La palabra folclore o folklore reúne cuando menos dos significados, el de saber del pueblo en sí (fenómenos folclóricos) y aquello que se sabe del pueblo mediante investigación sistemática (ciencia que los estudia) (Cortázar 1965). El folclore-ciencia surge como una rama de la antropología cultural y posteriormente reclama su lugar autónomo bajo el liderazgo de investigadores y académicos —los folclorólogos—, quienes, además de clasificar eventos, objetos y usos, determinan cuáles deben ser las características que definen a un hecho o sustancia como folclórico. Estas características son lo popular, lo tradicional, lo anónimo, lo funcional, lo asistemático, lo colectivo, lo espontáneo, lo sobreviviente, lo regional y lo oral (Instituto Interamericano de Etnomusicología y Folklores [INIDEF] 1975), cualidades asumidas como parámetros evaluativos que vigilarán la autenticidad de lo incluido en las catalogaciones folclóricas realizadas por los estudiosos.

En Colombia, Guillermo Abadía Morales es quizás uno de los autores más consultados y discutidos por los cultores e intérpretes del folclore danzado. Su influencia fue determinante para regir el estudio escolar y la práctica escénica del folclore en las décadas de 1980 y 1990. Entre sus obras, el Compendio general de folklore colombiano (1983) se destaca por constituirse en guía de estudio, práctica y vigilancia del hacer popular, de alta consulta hasta nuestros tiempos. Allí se define folklore como el empírico saber tradicional popular: “lo que el pueblo cree, piensa y dice” (13). Según su texto, lo tradicional “se deriva del verbo latino trado que significa ‘yo entrego’ y es por lo tanto, todo lo que unas generaciones entregan a las siguientes” (13). Pero esta tradición no es científica ni se aplica a lo universal sino a un tipo especial de gentes y, por ello, será típica. Como solo corresponde a las “creencias colectivas sin doctrina y prácticas colectivas sin teoría” (13-14), es empírica (del griego empeirikós que es ‘experto’ o ‘práctico’). Además, debe estar vigente o viva, por lo que la definición más completa sería “tradición popular, típica, empírica y viva” (13-14).

Por otro lado, el historiador Javier Ocampo López (1985), teórico que, junto con Abadía, es de recurrente consulta entre los hacedores de prácticas folclóricas (en especial en los ámbitos de la danza y de la música), describe la palabra folclore como una ciencia del saber popular, cuyo fin es investigar los valores tradicionales que han penetrado profundamente en el alma popular. Es conocimiento que se ocupa de estudiar “todas aquellas manifestaciones típicas, menudas, sencillas que a veces pasan inadvertidas en la colectividad, pero que se encuentran tan arraigadas en el pueblo, que son su haber, su herencia ancestral y su legado” (12). En Las fiestas y el folclor en Colombia (1985), lo asume como concepción del mundo y de la vida elaborada por las masas populares, cuyo estudio permite conocer las manifestaciones más auténticas de la cultura popular tradicional. En su perspectiva, el folclore está constituido por un cúmulo de fenómenos que cumplen un lento proceso de asimilación de ciertos sectores que llamamos pueblo, deslindables del ámbito de la sociedad civilizada contemporánea.

La perspectiva teórica del folclore se ha establecido paulatinamente como fenómeno sociocultural, incluso desde antes de su nominación. En Latinoamérica se ha consolidado a partir de las ideas de los primeros estudiosos europeos y es hoy parte estructural y estructurante de la configuración de la distribución social de lo sensible y del reconocimiento de los saberes. Es indudablemente un invento erudito con el cual se pretende cubrir una fracción acordada del amplio espectro fenoménico de la producción cultural de la humanidad: la cultura popular en el sentido de tradicional. Sus constructos teóricos generan y portan ideas como genuinidad, candidez, etnicidad, pertenencia, estatismo formal o simplicidad, ligadas a antigüedad, sencillez, pureza, conciencia de pertenencia a un grupo, etiquetaje topográfico, simplificación, esquematismo, complejización escénica y pulimentación, que se instalan al tiempo con su consolidación teórica y que son código de aplicación en lo que se conoce hoy como prácticas folclóricas o folclorismos.

 

Dichos folclorismos, que son aplicación de la teoría, reciben también el nombre genérico de folclore, bajo el cual se aglutinan expresiones artísticas como la música, el baile, el canto, el teatro, etc., producidas intencionalmente en ámbitos de formación y producción para el universo escénico, es decir, que no se dan espontánea ni tradicionalmente en una región determinada. Los artistas que las realizan buscan reflejar en sus obras el estilo, carácter, forma o ambiente propios de la cultura popular generando proyecciones de inspiración folclórica que reúnen características modernas y se conciben para su proyección ante un público, con el empleo de elementos complejos como escenarios, tecnología, organización comercial, etc. (Cortázar 1965). Este fenómeno pone en entredicho la veracidad de los contenidos que manipula, aspecto que siempre produce sospecha entre los folcloristas, quienes solo aceptan como legítimas aquellas producciones basadas en el conocimiento directo y en la documentación veraz de las expresiones que, siendo de autor, se pretenden folclóricas. Sin embargo, son ellas las encargadas de representar la identidad de los países y se usan para que su realidad viviente trascienda en el tiempo y en el espacio mediante la difusión y documentación técnica, al tiempo que se encargan de discriminar —en palabras de los folcloristas—, “las expresiones chabacanas e irresponsables [que] conspiran contra el patrimonio espiritual de la nación” (Cortázar 1965). Se hace evidente la tensión entre la expresión tradicional popular, su escenificación y la representatividad que se adjudica a sus productos.

Es en esta tensión donde cabe la instalación de un nuevo concepto, el de folclorismo, entendido como “aquel conjunto de actitudes que implican una valoración socialmente positiva de este legado cultural que denominamos ‘folklore’” (Martí 1996, 82). Visto como actitud, se compone de las ideas de los individuos acerca de lo que entienden como folclore y de las tendencias a la acción motivadas por dicha conciencia y sentimientos. A partir de la intención y actitud de los sujetos folclóricos o folclorizados se llevan a cabo proyectos conservacionistas o de divulgación de dicho legado de la tradición popular.1 Veamos.

Folclore en cuanto folclorismo

El concepto de folclorismo obedece a la necesidad de nombrar aquellas construcciones y usos de la tradición popular fuera de sus contextos y usos de origen. El folclore como disciplina centra su interés y actividad en el estudio de la denominada cultura tradicional de los pueblos, al tiempo que aglutina los contenidos mismos de dicha cultura: “el folklore, como ciencia, no debería ser sino la exploración metódica y sistemática de un ámbito de conocimiento, mientras que el folklorismo es sobre todo una sensibilidad, un feeling social hacia el mundo de las tradiciones” (Martí 1996, 82). Los dos son parte de una misma práctica que ideologiza, indaga, clasifica y teoriza por un lado, para luego derivar en acciones y objetos culturales fundamentados en lo teorizado por dicha disciplina, en sus clasificaciones y valoraciones. La idea de lo que es o no folclore, la veneración que inspira, la conciencia que configura y las acciones ocasionadas por dicha conciencia y sentimientos, que motivan la multiplicidad de proyectos conservacionistas o de divulgación de los legados tradicionales, son los aspectos que constituyen el fenómeno sociocultural de los folclorismos.

El concepto erudito de folclore se ocupa de la cultura categorizada como popular, en el sentido de tradicional, y se encarga de definir lo-verdadero de esta cultura estableciendo límites y caracterizaciones a sus prácticas, estableciendo qué-sí-es y qué-no-es folclórico. Ejemplo de ello es la rancia antigüedad que debe demostrarse o, cuando menos adjudicarse, para que un objeto cultural pueda considerarse folclórico. Encontramos así en los folclorismos derivados una suerte de genuinidad, valorada por la antigüedad de sus objetos, que confiere un cierto estatismo ahistórico a estas prácticas y evoca, por ende, un origen rural para ellas.

En otra dirección, en sus depuraciones cargadas ideológicamente, el folclore les confiere a estas acciones y productos folclóricos la idea asociada de sencillez y moralidad (Martí 1996, 83), lo que discrimina aquellas prácticas consideradas amorales y/o depura los aspectos chocantes que poseen atribuyéndoles pasiones y sentimientos inocentes, además de pureza y candidez. En este sentido, aquello que atenta contra la moral establecida es discriminado como no folclórico o es, en todo caso, considerado como rara manifestación exótica de algún pueblo, grupo o individuo.

Los folclorismos, al decir del investigador español Josep Martí (1996), se nutren directamente de estas ideas, deslizando en la rutina de los estudiosos de las tradiciones pensamientos como el de la realidad ontológica de una cultura tradicional plenamente diferenciada del mundo culto, su forzosa antigüedad, su pertenencia al ámbito rural y su porte de una moral idealizada (85). Las músicas, danzas, cantos y demás productos se asocian con frecuencia al mundo infantil y, en el mejor de los casos, se les incluye en los procesos formativos como una suerte de preámbulo o sencilla introducción a las verdaderas y serias prácticas clásicas y académicas. De igual manera, los folclorismos adquieren su consistencia de la idea de etnicidad2 que, a su vez, instrumentaliza los procesos de configuración de nación. En esta vía, las prácticas, ideas y productos del pueblo se identifican con grupos étnicos ubicados en ámbitos geográficos específicos y fijos, aspecto que invisibiliza la dinámica propia de la tradición popular antes de su folclorización, en la que hubo procesos de propagación, asimilación o intercambio entre diferentes grupos étnicos, e implica afectación y reconfiguración permanente de su legado cultural. Con la idea de etnicidad, prácticas, ideas o productos culturales, al identificarse como objetos folclóricos, reciben una “etiqueta topográfica fija” (86) que niega su transformación constante, ya no solo en el tiempo sino también en el espacio.

La elaboración simbólica de la realidad que hacen los folcloristas apela a las discriminaciones entre lo étnico y lo no-étnico. Dichas discriminaciones están en la base de la configuración de nación y son “resultado de una elaboración social muy sujeta a hechos coyunturales y a retóricas narrativas en absoluto ajenas a las luchas de poder” (Martí 1996, 87) que definen la distribución simbólica de la realidad. De esta manera, quienes investigan y teorizan el folclore, lo hacen al tiempo con el descubrimiento de su corpus, por lo que en el ejercicio de estudiar las prácticas tradicionales, están disponiendo la realidad de y para los individuos, a partir de la configuración de dicho corpus, pues su lugar social les concede la posesión de los criterios y la autoridad para hacerlo. Y por otro lado, todo ente de los folclorismos es objeto de transformaciones en su forma y, por lo tanto, de transformaciones semánticas, pues dichas mutaciones son necesarias para su adaptación a los nuevos usos sociales trazados para “alcanzar finalidades de tipo estético, ideológico o comercial” (Martí 1996, 88), que se cumplen para alcanzar su objetivo de configurar las subjetividades que requiere el orden social.

Esta nueva disposición de lo real que realizan investigadores y folcloristas genera transformaciones en las prácticas y, en consecuencia, en los ámbitos de experiencia de la realidad que forjan desde el sujeto y para el sujeto experiencias alejadas y diferentes de las formas y usos de origen, que a su vez alteran los modos de percepción, los intercambios sensibles y las representaciones. Podemos encontrar entonces algunos fenómenos como esta excesiva simplificación —conducente en ocasiones a la esquematización— que se produce por la dificultad en la recolección del corpus o en los procesos de transmisión y adaptación. En el caso de la danza, esto supone pérdidas y adaptaciones azarosas o, en otra dirección, el incremento de la complejidad de las prácticas, productos y experiencias sensibles, en función de ascender en las clasificaciones estéticas socialmente constituidas y de penetrar los gustos del nuevo público receptor. Es aquí donde se promueve una suerte de virtuosismo preciosista corporal o coreográfico. Otro fenómeno de transformación frecuente, en términos de Martí (1996), son los “tipismos” o exageraciones de los rasgos considerados típicos o característicos que los folcloristas realizan cuando buscan la recuperación de lo arcaico. Con ellos se intenta devolver la autenticidad étnica a prácticas que la han ido “perdiendo” (90). Estos fenómenos se producen en la práctica danzaria, en la forma del gesto, el vestuario o el diseño espacial y se aplican a los nuevos usos que se producen con su adaptación al espectáculo y su puesta al servicio de la fiesta y de los concursos.

En la misma vía, en los folclorismos danzarios se producen cambios morfológicos, pulimentaciones o cambios estilísticos que buscan suprimir todo aquello que los públicos receptores puedan percibir como antiestético o desagradable, con la intención de mejorar el producto ofrecido. Por ello, se incorporan elementos como la búsqueda de perfección técnica, que insiste en la forma más que en la vivencia y que busca una suerte de superación del carácter expresivo básico que habitualmente obedece a la diversidad de la condición subjetiva espontánea (estado que no se prepara sino que surge en el aquí y en el ahora y que pone en riesgo la certeza de la forma y la perfección corporal y espacial de su ejecución, emergiendo diferente cada vez). Las pulimentaciones se dan también en los cuerpos, imponiendo uniformidad en los maquillajes, peinados, vestuarios, etc.; en los escenarios, proponiendo diseños planimétricos que perfeccionan y complejizan las formas espaciales de los encuentros danzarios espontáneos y en las dramaturgias y composiciones escénicas, refinando el lenguaje, prediseñando los intercambios y elaborando las sonoridades.

Además, los folclorismos involucran arcaísmos mediante los cuales se intenta recomponer formas que se pierden en el pasado con el devenir de los pueblos y las culturas. Hoy es común encontrar en los festivales la inclusión estereotipada de formas, gestos o instrumentos pretendidamente étnicos, con lo que se procura implicar viejas significaciones generando actitudes de tipo conservacionista. Por otro lado, sus productos suelen desentenderse de los usos y finalidades sociales tradicionales, puesto que sus funciones y motivaciones no son las mismas. Las elaboradas coreografías o estereometrías que se realizan hoy, alejadas de sus contextos temporales y espaciales, corresponden a una sociedad concebida como pasada o rural que se expone en escenarios actuales reflejando “la fuerza del cambio en los aspectos semánticos y funcionales” (Martí 1996, 93). Como ejemplo de ello tenemos los contenidos religiosos que se desacralizan y dan paso a reelaboraciones folclóricas realizadas sin siquiera requerir la identificación con sus significados originales. Basta con creer en los valores étnicos, patrimoniales o sociales (Martí 1996, 93). Son verdaderas metamorfosis de los contenidos semánticos y funcionales que resultan de reciclar usos, costumbres y significaciones, cuyo objetivo es la supervivencia formal de las tradiciones a través de los folclorismos.

El folclore, en la forma de los folclorismos, no es solo ciencia, es también ideología y estética. Estos folclorismos generan como resultado ideas de una realidad que por lo general no se corresponde con aquella que busca evocar. Como ideología, no solo promueve elementos preferidos sino también confina aquellos perseguidos. Asimismo, busca fomentar unos aspectos en la forma de conservación y proscribe otros por considerarlos nocivos y desear desterrarlos de la configuración de las subjetividades y sus interacciones sociales. De hecho, al parecer, los folclorismos siempre han portado la idea de peligro cultural exterior, de la que habla Martí. Esta idea de peligro encuentra sosiego a través de la aplicación del valor folclórico administrado por los folcloristas al seleccionar de lo heredado —que incluye lo positivo y lo negativo— aquello que, depurado, constituye lo patrimonial —que incluye solo lo positivo.3 En suma, a través de los folclorismos, la sociedad actual se adscribe a una doble realidad: aquella de la tradición rural, centrada en el pasado y otra de carácter actual y urbano, asunto que, al decir de Martí, señala una suerte de descontextualización de la tradición, generada por los folclorismos mismos en las sociedades modernas (1996, 93). Los folclorismos se ponen al servicio de una idealización de sí mismo del pueblo, expuesta en escenarios, constituyéndose así en horizonte y fuente de deseo que, en la práctica danzaria, toman la forma de los cuerpos, sus gestos e intercambios sensibles.