Un océano de luz

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Eckhart habla desde lo que conoce personalmente: «Somos [léase soy] muy conscientes de esta luz. Siempre que nos volvemos hacia Dios hay una luz que arde en nosotros, guiándonos» 15. «Hemos de saber –dice Eckhart– que el mayor y más noble logro de la vida es permanecer en silencio y dejar que Dios obre y hable en nuestro interior» 16.

El maestro espiritual y teólogo flamenco del siglo XIV beato Jan van Ruysbroeck, que también destaca, luminoso y grande, entre los gigantes teólogos de su época y asimismo, como el Maestro Eckhart, a lo largo de los siglos siguientes, en su obra a veces infravalorada El pequeño libro de la clarificación, que sirve en gran manera como sumario de su pensamiento, dice que, para los iluminados, «así como el resplandor del sol y el calor penetran el aire, y como el fuego al hierro [...] pues arde y luce como fuego [...] siendo así que a cada uno le queda su naturaleza y sustancia, pues el hierro no pasa a ser fuego ni el fuego a ser hierro y la unión de estos no tiene medios porque el hierro está dentro del fuego y el fuego dentro del hierro, y del mismo modo el aire está en la luz del sol, y la luz del sol en el aire, por la misma razón, pues, está Dios siempre en la esencia del alma» 17. En otro lugar también escribe que, tras la suficiente preparación en la gracia, «flotamos de un lado a otro, fuera de nosotros mismos, en la incomprehensible abundancia de la presencia de las riquezas y bondades de Dios. En ella también nos derretimos y disolvemos, giramos y damos vueltas en la vorágine de la gloria de Dios» 18. Ruysbroeck destaca lo que todos sus antepasados comprendieron y que él mismo supo: «Esta gracia fluye desde dentro, no desde fuera, porque Dios está más dentro de nosotros que nosotros mismos» 19.

Santa Catalina de Génova (1447-1510) añade otra voz a la canción de la unión. Se la conoce por su asombrosa comprensión de su propia identidad escondida en Dios. Santa Catalina dice sencillamente: «Mi único “yo” es Dios». Y continúa: «En mi alma no veo más que a Dios» 20. Es muy consciente de que no puede ir por ahí diciendo a todo el que pasa: «Eh, oye, ¿sabes quién soy de verdad?». Pero así es como se le presenta la vida. Cuando la falsa ilusión de la separación de Dios se derrumba, así es como se le presenta la vida a alguien cuya vida cotidiana está aún más integrada en la mirada única y abierta de la consciencia unitiva. El sentido de «normal» para Catalina es ahora una consciencia unitiva mientras realiza su tarea diaria ocupándose de los enfermos y huérfanos de Génova, porque estos también manifiestan la informidad como forma. El término «consciencia unitiva» significa la consciencia fundante, luminosa, que no tiene antagonistas ni adversarios como verdadero yo frente a falso yo, consciencia no dual frente a consciencia dual, homosexual frente a heterosexual, «no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3,28). Y, a pesar de todo, estos aparentes antagonistas manifiestan el mismo océano de luz. La consciencia unitiva solo sabe cómo ser: una o, mejor, ni siquiera una. No es algo contable o que pueda estar contenido en el ámbito conceptual de las matemáticas. Pero, para que la policía del pensamiento teológico de su época –o de la nuestra– no pueda solicitar una orden de arresto por una teología de la creación derrumbada, santa Catalina –y cada uno de nosotros– manifiesta la desbordante comprensión de lo que significa evolucionar en la plenitud de nuestra condición de seres creados, la reluciente creación en sí.

El faro más brillante del siglo XVI en España es la imponente figura de santa Teresa de Ávila. El objetivo de un faro no es producir luz para sí mismo, sino proporcionar luz que otros puedan ver. Este es claramente el caso de santa Teresa. Su obra más famosa es El castillo interior. Como lectores, esperamos que reserve la argumentación sobre la unión divina para la séptima y última morada, donde la unión divina y el servicio al prójimo son una misma cosa. Y sí, en la morada séptima habla de la unión divina. Su propia consciencia unitiva le concede un espacio de gracia para que envuelva con palabras la vida y el amor tal como se le presentan a ella. «En la unión total no hay separación posible [...] siempre queda el alma con su Dios en aquel centro [...] es como si cayendo agua del cielo en un río o fuente, adonde queda hecho todo agua, que no podrán ya dividir ni apartar cuál es el agua del río o lo que cayó del cielo [...] o como si en una pieza estuviesen dos ventanas por donde entrase gran luz; aunque entra dividida, se hace todo una luz» 21. Por toda la gratitud que debemos a la mente dualista por la belleza y la creatividad del razonar, estudiar, diferenciar, por la investigación científica, que impulsa los admirables matices del mundo y todas las formas de contribución a la vida, al arte, a la cultura, esta mente dualista –pensante– no tiene la última palabra sobre lo que es real o normal. Con el florecimiento de la mirada del corazón, la mirada unitiva de la propia consciencia, no solo algo de lo que somos conscientes, sino el despertar, la vida y el mar se presentan de un modo profundamente sencillo. No se trata en ningún caso de una confusa distinción intelectual entre Creador y creación –¿quién querría hacer algo así?–, sino más bien una insondable intuición de su vínculo irrompible (hasta estas palabras yerran).

Pero el florecimiento de la consciencia, esos pétalos de la mente, permite a santa Teresa describir cómo es la vida desde una mirada unitiva del pleno florecimiento de la mente, desde el interior de la consciencia. Sin embargo, Teresa insiste en que lo que puede decirse desde la morada séptima puede decirse desde la primera. Dice que la luz divina está presente desde el mismo fundamento de nuestra búsqueda. En la primera morada, insiste, «no queráis más saber que, con estarse el mismo sol que le daba tanto resplandor y hermosura todavía en el centro de su alma, es como si allí no estuviese para participar de él, con ser tan capaz para gozar de Su Majestad como el cristal para resplandecer en él el sol [...] la fuente y aquel sol resplandeciente que está en el centro del alma no pierde su resplandor y hermosura» 22. Más adelante, en las moradas primeras, continúa diciendo: «Como si uno entrase en una parte adonde entra mucho sol y llevase tierra en los ojos, que casi no los pudiese abrir. Clara está la pieza, mas él no lo goza por el impedimento o cosas de esas fieras y bestias que le hacen cerrar los ojos para no ver sino a ellas» 23. Esta divina luz está presente desde el principio, desde el propio fundamento de nuestro deseo de buscar en primer lugar.

Las peculiaridades del carácter de Teresa, sus defectos, sus errores, siguen con ella, igual que ocurre con cada uno de nosotros. Mientras Teresa hace realidad el florecimiento de la consciencia unitiva, sigue estando en la cúspide de su actividad, y necesita en gran medida su aguda mente racional para las tareas prácticas y prácticamente imposibles a las que se enfrentaba: fundar monasterios carmelitas reformados tanto para hombres como para mujeres de su Orden, luchar contra los peores tipos de intrigas políticas, especialmente por parte de los hombres reticentes de la Orden; escribir al rey Felipe II para pedirle que intercediera en su favor; por no hablar de la necesidad de presentarse como una simple mujer para conseguir escapar de la censura de las autoridades masculinas de su época. Al mismo tiempo puede hablar desde su consciencia unitiva de cómo percibe las cosas desde dentro.

El joven protegido y compañero de reforma de Teresa, san Juan de la Cruz (1542-1591), habla de lo que ocurre en los lugares más ocultos de nuestro ser, diciendo simplemente, en Llama de amor viva, «Dios es vuestro centro» 24. En Dichos de luz y amor habla de la simplificación de nuestra vida de oración: «Traiga advertencia amorosa en Dios, sin apetito de querer sentir ni entender cosa particular de él» 25. Pero, para quienes han practicado la contemplación durante algún tiempo, la preposición «en», en la frase «advertencia amorosa en Dios», se derrumba, sencillamente. Dios no puede ser advertido, porque entonces no sería Dios. Juan de la Cruz no solo nos proporciona un destello de lo que podría haber sido su propia práctica de contemplación, sino que trata también de expresar con palabras lo que es la vida para alguien cuya mirada interior de consciencia unitiva se ha abierto desde dentro. «Parece al alma que todo el universo es un mar de amor en que ella está engolfada, no echando de ver término ni fin donde se acabe ese amor, sintiendo en sí, como habemos dicho, el vivo punto y centro del amor» 26. Los dualismos no pueden navegar los mares de la contemplación. Al igual que todos los dualismos están en los ojos de los dualistas.

Otra voz en este gran coro es la de santa Isabel de la Trinidad (1880-1906), que vivió apenas treinta y seis años y que reflexiona sobre cuál podría ser su papel en el cielo. En una de las numerosas cartas que escribió dice: «Creo que, en el cielo, mi misión será mantener [a las personas] en este gran silencio de adentro que permite a Dios imprimirse en ellas y transformarlas en él» 27. Santa Isabel de la Trinidad sabe que este silencio «de adentro» es una manifestación de lo que es normal. La santa carmelita encarna tanto el Silencio que no puede decirse como el Silencio en la misión. Su único objetivo es mostrar nuestra propia normalidad.

Dos destacadas escritoras judías añaden sus voces a la canción de la unión: Edith Stein –santa Teresa Benedicta de la Cruz– y la piadosa Etty Hillesum. En medio de la Segunda Guerra Mundial, Edith Stein (1891-1942) es capturada en el monasterio carmelita de Echt, en Países Bajos, y trasladada en un tren de la muerte a Auschwitz. El Tercer Reich ha comenzado a exterminar a la comunidad judía de Holanda. A esta comunidad pertenece Edith Stein, porque, aunque se había convertido al catolicismo y era ya una monja carmelita, se sentía orgullosa y sentía una gran solidaridad por su herencia judía, su amada familia y todo el pueblo judío en su sufrimiento. Nunca estuvo dispuesta a negar nada de esto, aunque la llevara a su exterminio en Auschwitz. En su poema al Espíritu Santo para una novena de Pentecostés escribe: «Tú eres el espacio que envuelve todo mi ser y lo encierra en sí» 28. La certeza de esta divina intimidad la acompaña a Auschwitz. Una fotografía de ella mirando por la ventana del tren de la muerte revela una calma serena, mientras «contempla los asuntos de la vida», como Evagrio Póntico había afirmado antes.

 

Una notable escritora judía, Etty Hillesum (1914-1943), está también marcada por la muerte en Auschwitz. Abiertamente atea, con una mente aguda y analítica, la existencia de Dios, por no hablar de la profunda intimidad con Dios, jamás habría captado ni remotamente su interés. Pero, de forma repentina y sin quererlo, Etty comienza a notar que hay algo que se agita en su interior. No tiene ni la más remota idea de qué hacer con ello. Poco a poco empieza a darse cuenta de que hay una gran presencia que se está abriendo dentro de ella. El 11 de junio de 1941, Etty escribe en su diario: «Mi paisaje interior está formado por grandes, extensas estepas en las que apenas puede divisarse el horizonte, pues una llanura se integra en la siguiente, dejando una enorme sensación de paz» 29. En la entrada de su diario del 21 de junio de 1942 se pregunta: «¿Cómo fue esta mañana, justo antes de que me despertara? Un sentimiento casi tangible, como si hubiera todo tipo de espacios y distancias encerrados dentro de mí que querían ahora salir para desplegarse en espacios y distancias aún mayores [...] Como caballos corriendo en estampida de un concurrido establo. Ese sentimiento espacial en mi interior es muy poderoso» 30. Poco a poco comenzó a darse cuenta de que «el mundo interior es en realidad el mundo exterior [...] También tiene sus paisajes, contornos, posibilidades, regiones infinitas» 31. Otra entrada revela que «es como si estuviera cabalgando por el paisaje de mi propia alma. El paisaje de mi alma. Lo siento a menudo: que el paisaje exterior es un reflejo del interior» 32.

La gradual y espontánea comprensión de Etty de esta apertura desde el interior de un «paisaje del alma», radiante, amplio, extenso, la lleva a observar que «pensar no lleva a ningún sitio» 33. Esta afirmación es sorprendente viniendo de una joven pensadora analítica. Y continúa diciendo: «No deberíamos vivir tan solo del cerebro, sino de fuentes más profundas, más espontáneas, hasta conseguir aceptar agradecidos nuestro cerebro como una valiosa herramienta que nos permite adentrarnos en problemas que se nos plantean» 34. Esta lección de humildad sobre la mente racional sirve a lo que nuestra «alma plantea», el inesperado paisaje del alma abriéndose desde dentro, «extenso y radiante». Su comprensión interior de ello se profundiza mientras se da cuenta de que solo con la mente racional no es suficiente.

Pero no le resulta sencillo traer a bordo esta humilde y reverente genuflexión del cerebro ante lo que «el alma plantea». Su dificultad a la hora de consentir a que el pensamiento racional se arrodille se muestra en su dificultad para asumir la postura física de la genuflexión. Le atrae la postura de la genuflexión, pero se resiste a ella. En otra notable entrada de su diario, del 24 de septiembre de 1941, escribe: «Esta tarde me he encontrado de repente arrodillada sobre la alfombra marrón de fibra de coco de mi baño, con mi cabeza oculta en mi bata, que tenía puesta sobre mi cuerpo. Me he sentido como avergonzada. ¿Por qué? Probablemente por la parte crítica, racional y atea que también forma parte de mí. Y, aun así, de vez en cuando siento la imperiosa necesidad de arrodillarme con el rostro en mis manos y así encontrar paz y escuchar esa fuente oculta de mi interior» 35.

Es importante que escuchemos la voz de Etty Hillesum. No pide ni rechaza lo que se le ha abierto ante ella. De hecho, esta racionalista no sabe qué hacer con ello. Su mente nítida, aguda y analítica se resiste a ello. Pero de algún modo consigue mantenerse al margen. Los que practicamos con dedicación y regularidad solemos caer por la borda por intentarlo con demasiado empeño. Etty enseña a los contemplativos la importancia de mantenerse al margen. Y así avanzamos por medio del consentimiento, dando voz a nuestro pequeño y propio fiat: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38).

¿Quién canta su papel en la canción de la unión más conmovedoramente que el personaje de Celie en la poderosa obra de Alice Walker El color púrpura? «Esta es la cuestión –dice Shug–. Lo que yo creo. Dios está dentro de ti y dentro de cada cual. Tú vienes al mundo con Dios. Pero solo lo encuentra aquel que lo busca dentro de sí» 36.

NUESTRAS VOCES EN EL CORO

«¡Porque tengo voz!», dice el tartamudo rey Jorge VI interpretado por Colin Firth. A menudo también a nosotros nos resulta difícil creer que también tenemos voz en este coro. Pero nuestras propias voces son también voces en este coro, nos demos cuenta o no.

Es muy frecuente que nos digamos: «Bueno, este coro es para santos y doctores de la Iglesia consagrados, para monjes y monjas, no para gente normal como yo, que vivimos en el mundo real». Al convencernos de esto degradamos lo que es «normal». Para un rosal no es normal no florecer; y no es normal para un águila no elevarse; no es normal que el cristal no brille cuando recibe luz. Así que, ¿por qué habríamos de pensar que no es normal darnos cuenta de que, durante nuestra vida, nosotros también «¡tenemos voz!» en este mismo coro?

En nuestra canción nos damos poco a poco cuenta de nuestra plenitud como seres creados. El florecimiento pleno de quienes somos permanece para siempre escondido (Col 3,3). Este ser desprendido de su propio ser no puede ser nunca considerado como un objeto, ni puede ser cartografiado o explorado, ni se le puede hacer un eneagrama con él, ni se le puede someter al test de personalidad de Myers Brigg. Aunque estas herramientas son muy útiles, en realidad son tan solo etiquetas. Tal como R. S. Thomas le dice a Dios:

Comienza a parecer

que la oración no trata de esto.

Es la aniquilación de la diferencia,

la consciencia de mí en ti, de ti en mí...

Circular como es nuestro camino

no nos lleva de nuevo al jardín donde acecha la serpiente... 37

Hacemos bien en recordar que cada una de las voces que escuchamos encuentra su sitio en este coro precisamente porque ha atravesado alguno de los mismos problemas que atravesamos nosotros. Por fin se da cuenta de lo que es valioso, sencillo: que «el fondo de Dios es mi fondo, y mi fondo es el fondo de Dios» 38. Aunque tengamos que entrar en el transformador misterio de la muerte para darnos cuenta de que somos luz en la Luz.

El padecimiento y la muerte de Jesús dio forma a gran parte de la cultura cristiana tanto en Oriente como en Occidente, por no hablar de nuestras propias vidas. Dejemos que la carta a los Hebreos hable por nosotros: «Por el hecho de haber padecido sufriendo la tentación puede auxiliar a los que son tentados» (Heb 2,18).

Aquellos de nosotros que conocemos bien el sufrimiento –físico, emocional o de otro tipo– nos sentimos solidarios con san Pablo, que sufrió un duro padecimiento durante gran parte de su vida y que habla de su «espina en la carne» (2 Cor 12,7ss). Pablo le pide constantemente a Dios que aparte de él esa espina en la carne –no sabemos qué es, porque Pablo, con gran sensibilidad, no nos lo cuenta–, pero Dios simplemente le dice: «Tus sufrimientos continúan. Pero me obtienes a mí». Esto transforma toda la relación de Pablo con el dolor. Lo que antes había experimentado como una derrota lo ve ahora como vehículo de la Presencia. Por ello, Pablo se deleita ahora en su debilidad, porque ha descubierto que el divino Amor se ve atraído por lo que más odiamos en nosotros mismos (2 Cor 12,8-11).

Santa Catalina de Génova se casa con un hombre físicamente abusivo –y muy pudiente– y ella sigue con su servicio diario de atención a los enfermos y huérfanos.

Santa Teresa de Ávila sufre una larga enfermedad en su juventud. Esta dolencia se convierte en el catalizador de una profunda conversión que da sus frutos: la reforma que santa Teresa hace de las ramas femenina y masculina del Carmelo en España. Nunca habría podido imaginar algo así mientras estaba tendida sufriendo. Gran parte de su tiempo lo pasó por los caminos, fundando nuevos monasterios y viviendo los desafíos que suponía ser una mujer en un mundo de hombres; sus escritos, ahora clásicos, fueron al principio considerados sospechosos y analizados por la censura solo por el hecho de que era una mujer. Obedeciendo a la cultura de su época, se humillaba a menudo para aparecer como una simple mujer que no sabía nada, con el fin de mantenerse a salvo del radar de la autoridad masculina.

San Juan de la Cruz es tratado con maldad por sus propios hermanos y es encarcelado repetidas veces. Largos períodos de su vida se vieron marcados por la oscuridad, el rechazo, el sentimiento de no ser nunca comprendido en su comunidad.

Santa Edith Stein nace en el seno de una familia judía observante. Atea en su adolescencia, continúa siéndolo hasta convertirse en una de las filósofas más brillantes de su época. Tras su conversión al catolicismo sufre la amarga decepción de su familia, a quien ama y que la ama. Finalmente, los nazis la llevan en el tren de la muerte a Auschwitz.

Etty Hillesum, también atea cuando era joven, lleva una vida torturada de sufrimiento interno, atajando sus emociones, hasta que al cabo de unos años de psicoanálisis obtiene fruto: algo comienza a agitarse en su interior, y ella lo llama Dios, y el Misterio empieza a abrirse más profundamente en ella. Comprometida activista social, sigue siendo judía y, en solidaridad con todos aquellos con quienes comparte su herencia judía, es enviada también a Auschwitz.

Ninguna de estas personas se libra del sufrimiento y del dolor que todos nosotros experimentamos mientras luchamos cada día. ¿Por qué es así? ¿Acaso porque nuestras vidas no se desarrollan como quisiéramos? Como lo expresa el poeta contemporáneo francés Christian Bobin, «faltamos a nuestra vida. Faltamos a todo. Y lo extraño es que la gracia, en el fondo, nos espera, aunque hacemos lo imposible por permanecer inaccesibles» 39.

«HUÉRFANOS DE LUZ»

¿Por qué somos tantos los que no somos conscientes de este río de luz que fluye en cada uno de nosotros? A lo largo del tiempo ha habido muchos términos para explicarlo: la caída, el pecado original, nacer siendo humano, etc. Mientras algunos de nosotros encuentran que esta terminología es útil, otros llevan a cuestas algunos de estos términos, de los que les resulta difícil desprenderse. Cada uno de estos términos pretende hablar de lo mismo: algo de lo que ninguno de nosotros es culpable ni responsable, pero que encontramos que es nuestra situación común. De nuevo Christian Bobin aporta su beneficioso enfoque: «Todo lo que he visto en la nobleza de los rostros desinteresados son las huellas de este resplandor hacia el que tiende toda vida sin saberlo» 40.

Para nuestro propósito sería útil observarlo todo a través de la lente de la práctica de la contemplación. San Diádoco de Fótice –entre otros muchos– nos proporciona una forma muy útil de verlo. Para san Diádoco, la consciencia unitiva es normal para los seres humanos: «La facultad perceptiva natural para nuestra alma es única» 41. Y continúa explicando que este único ojo es de algún modo dividido en la consciencia dualista, lo que él llama una «dislocación que tiene lugar en la mente» 42. El resultado es que el estado normal, natural, de percibir la unidad de todas las cosas lo vivimos ahora como una especie de dualidad: este mundo frente a otro, los Hatfields y los McCoys, los Montesco y los Capuleto, el mundo de imitación y violencia, el mundo de «guerras y noticias de guerra» (Mt 24; Mc 13,7).

El mundo antinatural de los dualismos ciegos y cegadores del verdadero ser frente al falso ser, de lo dual frente a lo no dual, el sentimiento de que nosotros estamos aquí y Dios está allí y necesita que le busquemos y le encontremos, como una cosa más en una larga lista de cosas, de algún modo esta concepción dualista prevalece. El resultado de todo esto es que la consciencia unitiva normal (la consciencia unitiva que no tiene adversario, al igual que el profundo terreno del Silencio es lo bastante generoso como para albergar el sonido y la falta de sonido, y se manifiesta tanto en sonido como en falta de sonido) queda enterrada y parece no desarrollada. La práctica de la contemplación cultiva el terreno interior, que permite a la mirada interior abrirse en la consciencia, en el propio hacerse consciente. Esto nos despierta al estado normal de consciencia que percibe la unidad fundante de todas las cosas.

 

Hasta que por la gracia regresemos a casa, a nuestro estado normal, ¿dónde se nos deja? Estamos, de algún modo, aprisionados por el canto de sirena del Mercedes, que podemos comprar, limpiar y ver cómo nos miran los demás. ¿Cómo ha pasado esto? San Diódoco utiliza el lenguaje más característico de su época: «El resultado de la desobediencia de Adán» 43. Somos libres de usar otro lenguaje para describir la alienación del ser humano de su propia normalidad. Como expresa el poeta Franz Wright en su poema «Testamento garabateado»:

Estoy ante ti

aquí, un peludo

primate caído de la gracia,

uno de los pacientes de Dios,

uno de los huérfanos de luz 44.

Lo llamemos como lo llamemos, y citando de nuevo a Christian Bobin, «permanecemos inaccesibles» 45.

San Diádoco sigue diciendo que esta aptitud indivisa de consciencia unitiva se hace normal de nuevo cuando está «iluminada por el Espíritu Santo en el templo interior de nuestro corazón» 46. Es importante tener en cuenta que, en la antigua espiritualidad judía y cristiana, «el corazón» no es el corazón que sale en esas tarjetas Hallmark, con alas ondeantes de voladores angelitos rosados, que nos vemos impelidos a comprar con dinero de verdad y enviar el día de San Valentín. Y tampoco es el del mortífero dualismo mente-corazón, que parece que está siempre en nuestro discurso, como cuando decimos, por ejemplo: «Mi cabeza me dice que es el momento de vender la casa para obtener beneficios, pero mi corazón me dice que, en realidad, no quiero irme de aquí». Hay innumerables ejemplos de este dualismo en acción. Sin embargo, Diádoco no se refiere a esta «apilada» división cabeza-corazón cuando habla de ser «iluminados por el Espíritu Santo en el templo interior de nuestro corazón». En la tradición judeocristiana, el «corazón» implica el centro unido, fundante, de la persona. El corazón, en su sentido más profundo, no permite dualismos «apilados» que dan forma a nuestra cultura y a nuestra vida 47. Como el viejo diente de león, que ha prosperado en la tierra durante siglos, se ha arraigado en los terrenos de nuestra vida y es casi imposible desarraigarlo. Y, como buena mala hierba que es, sabe exactamente cuándo quebrarse, dejando trocitos de raíces para poder crecer nuevamente en menos de una semana. Es siempre mucho más fácil vivir con los dualismos que erradicarlos. Nos proporcionan la sensación de que tenemos el control, cuando en realidad estamos dormidos tras el volante. Y lo que es más importante, lo que quiere exterminar todos los dientes de león es el volante del dualismo en sí. La mejor manera de tratar con los dualismos de todo tipo es sentarnos tan quietos ante Dios que el «ante» se disipa y nos vemos liberados: «En el corazón manso descansará la sabiduría, trono de la impasibilidad; es un alma práctica», aconseja Evagrio Póntico 48. Si no, pasamos por la vida dormidos ante todos los resortes. «Aunque creamos que controlamos todos los resortes, en realidad estamos profundamente dormidos», dice Anne Dillard 49.

Aunque aún tengamos que reconocer nuestra propia voz en esta canción de la unión, es fácil que nos sorprendamos tarareando; porque, de algún modo, nos la enseñan siempre que, en un momento desinteresado, nos comprometemos con la vida, sea como sea en un determinado momento, cuando las cosas nos van bien en la vida o cuando el infierno se vuelve en contra de nosotros. Pero no tenemos que leer ni estudiar nada sobre esto. La «sabiduría de la cocina» nos enseña lo que necesitamos saber. Al menos esto es algo que aprenden los que escuchan a escondidas.

EL COTILLA Y EL SUFLÉ

«¿No has hecho nunca un suflé?». Estas son las palabras que le dirige una mujer a su amiga en un supermercado del barrio. Un cotilla pesado se pone enseguida a la escucha. La segunda mujer –llamémosla Sue– responde lacónica: «Pues claro que he hecho suflés. ¿Qué tiene eso que ver con traer a Dios a mi vida?». Sue le pregunta a su amiga –llamémosla Constance–: «¿Cómo traigo a Dios a mi vida como has hecho tú?». Su divertido desconcierto hace que Constance replique inmediatamente: «Pero ¿qué dices? Dios no tiene que ser traído o llevado a ningún sitio. Dios está ya dentro y fuera». El que ha estado escuchando a escondidas sigue este misterio mientras los dos carritos de la compra salen de la sección de fruta y verdura y entran en el pasillo de los cereales. Constance dice: «Bueno, en realidad se parece mucho a hacer un suflé. Tienes las claras de huevo a punto de nieve y tienes la masa con el resto de ingredientes. No importa si el suflé es dulce o salado. Pero los ingredientes por separado no son un suflé». «No, claro que no», dice Sue poniendo los ojos en blanco. Constance sigue diciendo: «Imagina que las claras montadas a punto de nieve son Dios y la mezcla de ingredientes somos nosotros».

Ahora la conversación ha sacado a las dos mujeres, y al cotilla, del pasillo de los cereales y las ha llevado a la sección de lácteos. «Antes de que la mezcla se junte con las claras de huevo, una parte de las claras montadas se añade a la mezcla y se remueve. Así es más fácil que se mezcle con las claras. Y ahora es el momento de incorporar toda la mezcla a las claras de huevo. Lo ves, ¿no? Ya hay algo de Dios en la masa de ingredientes de nuestra vida que hace que sea más fácil que se mezcle del todo con Dios».

Tras esta lección espiritual de cocina, Sue vuelve a poner los ojos en blanco. «Entonces –dice Constance–, cuando todos los ingredientes se han incorporado, viertes toda la mezcla en el molde de suflé. El calor del Espíritu Santo hace que las dos partes mezcladas se conviertan en un suflé, que ya no está hecho de dos ingredientes diferentes. Se eleva hasta dorarse, listo para sacarlo del horno, dejar que se enfríe y luego servirlo a los demás. Lo que entra en el horno tiene un aspecto muy diferente de lo que sale. Pero no se ha añadido nada nuevo. La activación por el calor del Espíritu Santo lo hace dorarse con dorada dignidad y magnificencia».

Sue exclama: «Parece que te has olvidado de esos años en que yo te he enseñado a ti cómo hacer un suflé. Pero no tenía ni idea de esa fiebre espiritual que pareces sacar de todo ello. Además, de todos modos, esta noche voy a hacer tarta de manzana». Constance dice con más entusiasmo aún: «¡Oh, tarta de manzana! Así se hace la tarta de manzana...».

La persona que ha estado escuchando en secreto la conversación se marcha con la misma discreción con la que se ha acercado. Se aleja unos pasos y se detiene para observar a las dos mujeres. Constance está de pie. Sue se agacha.

Sue conoce la receta y la forma de preparación. Conoce el mapa, pero no el territorio. Constance conoce el territorio. Y esto le permite dirigir su mirada a paisajes más extensos mientras sigue la misma receta que Sue. Constance conoce los lugares recónditos del ahora en sí mismo. Es una aprendiz más receptiva de la sabiduría de la cocina, porque está atenta a lo que la sabiduría de la cocina le enseña día a día: ya hay algo de Dios dentro de nosotros que nos permite mezclarnos completamente en Dios. Esto es precisamente lo que Eriúgena, que también conoce el mapa y el territorio, dice acerca de san Juan evangelista: «No habría ascendido a Dios si antes no se hubiera convertido en Dios» 50. Algunos llaman a esto imagen divina. Los sabios no dicen nada.

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