¿Te acuerdas de la revolución?

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1. DE LA LUCHA DE CLASES A LAS LUCHAS DE CLASES
1. EL ECLIPSE DE LA REVOLUCIÓN

El 20 de febrero de 1983, once presos políticos2 del movimiento Autonomía Obrera, arrestados el 7 de abril de 1979 y encerrados en la prisión romana de Rebibbia, publicaron un documento sobre las luchas y los desafíos políticos de los años 70 en Italia titulado “Do you remember revolution?”.

La pregunta quedó sin responder. Posteriormente, los autores del texto tampoco se preocuparon demasiado por problematizar el futuro de la “revolución mundial” tras la derrota de los años 60 y 70.

Por la misma época, después del asesinato de Salvador Allende, el golpe de Estado de Augusto Pinochet orquestado por Henry Kissinger y el comienzo de la experimentación neoliberal en Chile, se lanzó una feroz campaña político-mediática contra la revolución, que fue acusada de todos los males y reducida a una serie de actos homicidas. Para el bicentenario de la Revolución francesa doblaron las campanas de su funeral y de su entierro supuestamente definitivo. La ceremonia fue organizada y dirigida por los socialistas.

La situación ideológica que predominó después de 1989 habría sorprendido a Hannah Arendt, quien, sin embargo, estaba muy lejos de ser una revolucionaria: la Revolución francesa “no tenía ninguna necesidad, las mismas conquistas políticas y sociales se habrían conseguido a lo largo del tiempo sin el Terror”, clamaba François Furet. La caída del Muro de Berlín demostraba entonces la inconsistencia de la revolución soviética y la gratuidad de millones de muertes.

Según la filósofa alemana, “guerras y revoluciones han caracterizado hasta ahora la fisonomía del siglo XX”, y seguían siendo, en los años 60, los dos “temas políticos principales”.3

Durante dos siglos, la revolución ha sido la forma misma de la acción política. La iniciativa estaba en manos de quienes organizaban y preparaban la ruptura. La primacía de la revolución se afirmaba con confianza, las fuerzas activas se expresaban a través de ella: “La contrarrevolución siempre ha estado ligada a la revolución, del mismo modo que la reacción está ligada a la acción”, afirmaba Arendt.

Las luchas sindicales, las luchas de liberación nacional, el mutualismo obrero, las luchas por la emancipación eran estrategias que, para ser efectivas, debían articularse necesariamente con la revolución. A la luz de estas consideraciones, habría que reescribir la consigna del operaísmo italiano de los años 60 –“Primero la clase y después el capital”– de la siguiente manera: “Primero la revolución (mundial) y después el capital”, porque, de hecho, en el siglo XX, la clase obrera no fue en absoluto el actor principal de la serie más larga de revoluciones que la humanidad haya conocido. Por el contrario, a medida que se desarrollaba, el siglo fue testigo de la pérdida irreversible de su hegemonía.

Al establecer que el vínculo entre guerra y revolución era más que estrecho, la filósofa alemana adelanta este pronóstico: “Parece más que probable que la revolución, a diferencia de la guerra, nos acompañará en el futuro inmediato”. La historia de los últimos cincuenta años ha demostrado que mientras las guerras continúan sin cesar, la revolución parece haberse eclipsado.

La derrota histórica de la Revolución Mundial a principios de la década de 1970 privó a los movimientos políticos del instrumento político más eficaz para llevar a cabo su lucha contra el capitalismo y otras formas de explotación y dominación (patriarcado, colonialismo, neocolonialismo, racismo, sexismo). Junto con la revolución, perdieron su avance estratégico y su capacidad de dictar el terreno de la confrontación y, desde los años 70, quedaron a merced de la iniciativa capitalista.

2. LUCHAS DE CLASES

No vamos a construir una teoría de las nuevas formas que asumirá la revolución. Dicha teoría solo puede ser elaborada por aquellos que la realizarán y pensarán al hacerla. Pretendemos, más modestamente, reconstruir las condiciones objetivas y subjetivas de una ruptura con el capitalismo y las demás modalidades de dominación y explotación.

La primera condición consiste en captar el pasaje de la “lucha de clases” (entre capital y trabajo), que fue el motor de la revolución hasta la primera mitad del siglo XX, a las “luchas de clases” en plural. Podemos confiar en el capital en este punto. Siempre supo explotar y mandar sobre diferentes clases (trabajadores, mujeres, esclavos y colonizados), aunque no siempre estuvo en el origen de su formación. Las divisiones de clase, sexo y raza son cartas de triunfo en manos del capital al menos desde el “largo siglo XVI”. La visión de las luchas de clases centrada únicamente en la relación capital-trabajo es parcial, peligrosa y, en última instancia, falsa. Finalmente, el paso de la lucha de clases a las luchas de clases es solo una interpretación tardía de una política del capital que siempre ha construido y utilizado estos dualismos, tanto económica como políticamente.

El pensamiento del 68, y especialmente el pensamiento crítico desarrollado a partir de los años 80, parece haber confundido la crítica de la dialéctica con el fin de los dualismos de clases. Por el contrario, estos últimos persisten, insisten y se consolidan.

Vamos a tomar libremente prestado del “feminismo materialista” de Christine Delphy una primera configuración de las relaciones de poder en las sociedades contemporáneas, para obtener una idea más precisa de la naturaleza y heterogeneidad de estos dualismos, focos de las revueltas que han inflamado el planeta desde 2011.

Las diferencias de ingresos, de patrimonio, de vivienda, de educación, de acceso a la salud, etc., se profundizan: pero no se refieren genéricamente a las desigualdades, sino a la apropiación y al saqueo del capitalismo financiero, que siguen siendo los signos de la lucha de clases entre capitalistas y proletarios.

El racismo, lejos de identificarse con el rechazo del otro, de reducirse a un rasgo cultural, psicológico o de carácter (o al “prejuicio”, considerado en la época de la Ilustración como la causa de la injusticia), afirma la dominación de la clase de los blancos sobre la clase de los no blancos (racializada). En la colonia, dice Fanon, invirtiendo al economismo marxista, lo que divide es ante todo el hecho de “pertenecer o no a tal especie, a tal raza”, de modo que “se es rico porque se es blanco, se es blanco porque se es rico”.

La creación política de diferencias sexuales entre hombres y mujeres codificadas por la heterosexualidad “obligatoria” es, por un lado, un modo de producción no capitalista del que se beneficiará el capitalismo (no exclusivamente porque es el conjunto de la clase de los “hombres” el que se beneficia en primer lugar) y, por otro lado, un régimen político que hace de la exclusión de las mujeres como ciudadanas y la inclusión como sirvientas, un reflejo de la esclavitud en las colonias. El patriarcado y la heterosexualidad, lejos de ser instituciones para la regulación de la reproducción, son instituciones productoras de trabajo gratuito, de jerarquías, lugares, roles y sujeciones que intervienen en la constitución de la raza y la clase (entendido en el sentido marxista del término).

A estos tres dualismos hay que añadir otro: la división cultura/naturaleza que funda y legitima una jerarquía entre el hombre (varón, blanco, adulto, propietario, europeo) y una naturaleza constituida a la vez por no humanos (la tierra y sus recursos) y humanos (esclavos, colonizados, mujeres e incluso obreros, a quienes la burguesía consideraba hasta fines del siglo XIX como inferiores).

Vaciada de todas sus divinidades, de todo espíritu, de toda alma, la “naturaleza” se reduce a una pura cantidad, ordenada por la ley de causas y efectos, objeto de la ciencia y disponible para ser saqueada. La reducción de los no humanos y los humanos a objetos naturales es la condición para autorizarse a dominarlos y luego explotarlos.

3. LAS CLASES Y EL TRABAJO LIBRE

Así definidas, las clases cuestionan en primer lugar al marxismo que produjo las armas teóricas de las revoluciones socialistas del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. En efecto, a diferencia del trabajador, la mujer es explotada y dominada en tanto que mujer, es decir que su subordinación y su incorporación al trabajo están organizadas por el sexismo. De la misma manera, el individuo racializado es primero explotado y dominado en tanto que racializado: su subordinación y su incorporación al trabajo pasa por el racismo. El sexismo y el racismo son relaciones de poder que Marx consideraba como anacronismos; sin embargo, parecen ser tan indispensables para el funcionamiento del mercado mundial como el trabajo abstracto.

Los modos de producción y dominación ejercidos por y sobre las mujeres, los colonizados y los indígenas no pueden superponerse directamente a los que ejerce el capital. Ambas jerarquías, blancos/no blancos y hombres/mujeres, se caracterizan por relaciones de poder personales. No están mediadas por el mercado, ni por la técnica, ni por la organización científica del trabajo. Como en el sistema feudal, el poder se ejerce a través de la dominación directa del hombre sobre la mujer, del amo sobre el esclavo, de los blancos sobre los racializados.

Marx afirma en los Grundrisse que el capitalismo había borrado definitivamente las “relaciones de dependencia personal” para establecer una “independencia personal fundada en la dependencia material” impersonal. Pero esta última solo concierne a los asalariados, mientras que las tres cuartas partes de la humanidad han estado y siguen estando bajo el yugo de la dominación personal. La naturalización, es decir, la reducción de las mujeres, de los colonizados, de los nativos, de los inmigrantes a objetos, no se produce a través del fetichismo de la mercancía y sus caprichos metafísicos como piensa Marx, sino directamente a través del poder personal.

 

El trabajo de las mujeres, los esclavos, los colonizados y los nativos no es como el “trabajo abstracto” marxista, un trabajo formalmente libre, institucionalizado, contractualizado y remunerado. Por el contrario, es gratuito o escasamente remunerado, en todo caso desvalorizado, por ser considerado como no productivo. Si la fuerza de trabajo de los obreros se vende temporariamente a cambio de un salario, en cambio el trabajo de las mujeres y los esclavos (de los colonizados, de los indígenas) no constituye, estrictamente hablando, una fuerza de trabajo, porque es apropiado de una vez por todas y a su ejercicio no corresponde ningún ingreso. ¡Es un trabajo gratuito, en cualquier caso nunca pagado por su valor!

Sin la extorsión de este trabajo no libre y sin la depredación del trabajo de la naturaleza y sus recursos, el capital y el fabuloso desarrollo de su ciencia y sus técnicas no podrían sobrevivir ni un solo día.

La teoría del poder de Michel Foucault cae en la misma ceguera eurocéntrica y androcéntrica. El poder descrito como biopolítico requiere que el sujeto sobre el que se ejerce sea libre (“el poder se ejerce únicamente sobre ‘sujetos libres’”).

Foucault solo analiza un tipo de poder cuyas propiedades universaliza, para el cual la libertad es al mismo tiempo “su precondición, puesto que debe existir la libertad para que el poder se ejerza, y también su soporte permanente”.4 Entre el poder y la libertad se establece una relación de articulación y no de exclusión.

Este modo de ejercicio del poder no concierne a las mujeres, ni a los colonizados, ni a los esclavos, cuya libertad ni siquiera tiene la formalidad de derecho de los asalariados. En las relaciones de las clases raciales y sexuales, existe, efectivamente, una relación excluyente entre el poder y la libertad. Esta última queda del lado de las luchas de las mujeres y las personas racializadas.

Aparecen problemas radicalmente nuevos: el “enemigo principal” no es el mismo para los obreros, las mujeres, las personas racializadas; las diferentes luchas de clases tienen objetivos y prioridades que pueden entrar en conflicto.

Acabamos de esbozar rápidamente un nuevo marco para las luchas de clases. La mayor parte de este libro estará dedicada a profundizarlo. Nació con el capitalismo mismo, pero se volvió políticamente subjetivo en el siglo XIX y especialmente en el siglo XX. Se generalizó radicalmente en los años 60 y 70 con las revoluciones por la liberación de los colonizados, las mujeres y las luchas ecologistas.

4. EL MARCO DE LAS LUCHAS DE CLASES Y LAS REVOLUCIONES

Las condiciones para las luchas de clases contemporáneas (y para una posible ruptura revolucionaria) han sido establecidas por la máquina capitalista porque, con el eclipse de la revolución, hace cincuenta años que conserva la iniciativa.

La desbandada que siguió a la derrota de la revolución mundial posterior a la Segunda Guerra Mundial se manifiesta en la incapacidad de las teorías y los movimientos políticos contemporáneos para definir estas condiciones. La mayoría de los intelectuales críticos (Michel Foucault, Wendy Brown, Pierre Dardot, Christian Laval, Barbara Stiegler, etc.) se limitan a reciclar la ideología promovida por el propio capital, sus economistas, los expertos y los medios: el neoliberalismo. Confunden lo que escriben los intelectuales liberales, lo que sostienen sus expertos, con las políticas liberales que efectivamente se practican.

Si usamos este término, que ya forma parte de los hábitos de pensar y de hablar, el contenido que le atribuiremos será diferente, en el sentido de que, para nosotros, el neoliberalismo no tiene nada de liberal, ya que es a la vez producción y guerra, organización del trabajo y violencia de clase, Estado administrativo y estado de excepción. Las definiciones del neoliberalismo por medio del mercado, el capital humano, el empresario de sí mismo, etc., no expresan más que ideologemas que nos alejan del capital realmente existente, sin posibilidad de retorno. Este punto de vista, aun siendo crítico, sigue estando centrado en el Norte del mundo, lo que falsea por completo el análisis.

Creo que el análisis más convincente de las estrategias de transformación del modo de acumulación de capital fue desarrollado a fines de los años 70 por Samir Amin,5 un comunista de origen egipcio, militante de la causa del Sur, fallecido en 2018. La secuencia de acontecimientos confirmó sus hipótesis.

La lectura de Amin nos permite captar la dimensión global de la estrategia capitalista y leerla como una réplica y una inversión de la iniciativa revolucionaria del siglo XX, ofreciéndonos un panorama a largo plazo. De los dos ciclos de revoluciones, el europeo del siglo XIX que terminó con la derrota de la Comuna de París y el mundial del siglo XX, la máquina del capital siempre ha salido victoriosa desplazando el campo de batalla al mercado mundial.

Su estrategia siempre apuntó a la división entre centro y periferia, mucho más que entre trabajo manual y trabajo intelectual, que concierne solo al trabajo productivo en el Norte. Siempre que un conflicto amenaza la máquina de guerra del capital, reacciona con la globalización.

Si bien el marxismo de Samir Amin sigue sirviendo para describir las estrategias del capital, no es tan útil a la hora de captar los sujetos que pueden ser el vehículo de una crítica destructiva, porque es un marxismo que está centrado exclusivamente en la relación capital-trabajo. Sin embargo, al deshacer las ideologías liberales del mercado y desmarcarse del marxismo occidental, esta mirada anclada en el Sur del mundo nos ayuda a desplazar el eje de análisis, aunque sea de manera parcial.

Las “dos largas crisis” que están en el centro de su reconstrucción de las estrategias capitalistas muestran continuidades sorprendentes y rupturas notables: la primera habría tenido lugar entre 1873 y 1890, la segunda entre 1978 y 1991. Se suceden con un siglo de distancia.

La primera larga crisis no es solo económica. Se produce después de las luchas socialistas que culminaron con el establecimiento en 1871 de la Comuna de París, el primer gobierno proletario de la historia. El capital reaccionó atacando en tres frentes:

 la concentración y centralización de la producción y el poder;

 la ampliación de la mundialización mediante la intensificación de la colonización y el imperialismo;

 la financiarización constituye a la vez el actor principal de la aceleración de la producción y de la concentración del poder económico (y político) en el Norte, y una máquina depredadora de actividades no capitalistas y de recursos naturales en el Sur global y del trabajo no asalariado (especialmente doméstico) en todas partes del mundo.

El capital se vuelve monopólico, y le da forma al mercado según su conveniencia. En el mismo período, los “economistas burgueses” desarrollaron la teoría del “equilibrio general”, resultado del juego automático e impersonal de la oferta y la demanda, velando así el nacimiento de un capitalismo monopólico, que en lugar de apuntar al equilibrio, persigue encarnizadamente el desequilibrio –un desequilibrio alimentado continuamente por las guerras de conquista y las guerras imperialistas que desembocaron en las masacres de la Primera Guerra Mundial–. La colonización se apoderó de la totalidad del planeta, intensificando la esclavitud y el trabajo forzado y desencadenando una rivalidad entre imperialismos por el acaparamiento de las tierras “sin dueño”. La financiarización produjo una renta imperialista que benefició primero a los monopolios de los dos imperios coloniales más grandes de la época, Inglaterra y Francia, pero que derramó, en ínfimas cantidades, en los bolsillos de los obreros y proletarios del Norte, como ya lo había señalado Engels. Esta pequeña renta imperialista constituirá, incluso hoy, el dispositivo de división más importante entre el proletariado del centro y el de las periferias.

La ruptura del capitalismo monopólico con el capitalismo “liberal” de la Revolución Industrial será objeto de análisis de Rudolf Hilferding, John Atkinson Hobson y Rosa Luxemburgo. Lenin es quien mejor comprendió la nueva naturaleza del capital y, junto con los bolcheviques, supo elaborar una estrategia adecuada.

Esta triple estrategia del capital producirá una globalización del comercio, un auge de las invenciones científicas y técnicas y una expansión de los medios de comunicación sin precedentes. La socialización del capital se desarrolló a una escala hasta ahora desconocida. Cínicamente, el período (entre 1890 y 1914) de mayor polarización de ingresos y patrimonios en beneficio de los rentistas se llamó Belle Époque. Pronto resultará inviable. Las diferencias de clase, la explotación de los pueblos colonizados y la competencia entre imperialismos armados hasta los dientes se exacerbó.

La Belle Époque desencadenó una serie de guerras y revoluciones que continuarían a lo largo del siglo. Esta aceleración de la mundialización incubó en su interior la guerra de 1914-1918, la revolución soviética, las guerras civiles europeas, el nazismo y el fascismo, la crisis de 1929, la Segunda Guerra Mundial, los procesos revolucionarios en Asia, Hiroshima y Nagasaki, etc. Pero el acontecimiento que tendrá consecuencias políticas formidables es “la entrada de los pueblos oprimidos en la lucha revolucionaria” (Lenin).

Al calificar el siglo XX que se extiende de 1914 a 1989 como “corto”, se banaliza la intensidad de la confrontación de clases y del poder de destrucción implementado por el capital. Sería mejor llamarlo el siglo de las revoluciones y contrarrevoluciones.

La segunda gran crisis que analiza Samir Amin no comenzó en 2008 con el colapso financiero, sino mucho antes, en 1971 con la declaración de la inconvertibilidad del dólar y el oro. La potencia imperialista dominante, Estados Unidos, reconoció así la necesidad de cambiar de estrategia ante el despliegue de luchas y revoluciones de posguerra.

Durante este período, que para Samir Amin se extiende de 1978 a 1991, las tasas de crecimiento y las tasas de inversión productiva se redujeron a la mitad en comparación con las de los Treinta Años Gloriosos. Nunca volverán al nivel de la posguerra. La crisis llega después de un siglo de luchas sociales en Occidente y un gran ciclo de revoluciones socialistas y de liberación nacional en las periferias del mundo occidental. El capital respondió a la caída de la rentabilidad y a las revoluciones de posguerra renovando la triple estrategia adoptada a finales del siglo XIX que, como la primera, no tiene nada de liberal:

 centralización y mayor concentración de poder y capital;

 nuevo impulso de la globalización y el neocolonialismo;

 intensificación de la financiarización capaz de garantizar una nueva renta monopólica e imperialista.

El neoliberalismo, como las teorías neoclásicas de hace un siglo, irrumpió en medio de la crisis celebrando la acción del mercado, al mismo tiempo que se afirmaban los monopolios (perfectamente expresados por las finanzas). El capitalismo contemporáneo retomará la iniciativa sirviéndose también de la ideología del mercado. Incluso Michel Foucault (y sus numerosos “discípulos”) contribuirán a la ignorancia de la acción de los monopolios6 privilegiando la acción de la competencia, el riesgo, la incertidumbre, la inseguridad, que, de hecho, solo conciernen a los trabajadores, a los pobres y a las mujeres.

Esta estrategia no es una simple reedición de las políticas monopólicas implementadas a fines del siglo XIX. Constituye un salto cualitativo. Lenin creía que los monopolios, tal como aparecían en su época, constituían el “estadio superior” del capital. Por el contrario, entre 1978 y 1991 surgió una nueva ola de monopolios y oligopolios aún más fuerte. Samir Amin los denomina “monopolios generalizados” porque ahora controlan todo el sistema de producción e intervienen en toda la cadena de valor: “Los monopolios ya no son islas (por grandes que sean) en un océano de empresas que no lo son –y que, por lo tanto, siguen siendo relativamente autónomas–, sino un sistema integrado” gracias al cual controlan “estrechamente al conjunto de los sistemas productivos. Las pequeñas y medianas empresas, e incluso las grandes empresas que no pertenecen a la propiedad formal” de los monopolios, están encerradas en el sistema de “control establecido con antelación y con el aval de los monopolios”.7