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Este amor que, a ojos de Derrida, anula en su reconciliación toda diferencia, toda distancia entre las partes, inaugura la posibilidad de la familia cristiana como contracara, como paso adelante del sistema hegeliano frente a la relación filial judía, pues “… con el cristianismo la familia especulativa se encenta, comienza a venir a sí misma, al amor y al verdadero matrimonio que constituye a la familia como familia. El primer momento de la Sittlichkeit sería inaugurado por Cristo” (Derrida 2015, 45). Así, la relación con Dios se vuelve, según Hegel, paternal.

IV. El judío no ama11. Esta consideración de Dios como padre amoroso la piensa Hegel, y en esto no puedo sino estar de acuerdo con Derrida, como oposición a lo que según su criterio caracteriza la relación entre el judío y su dios:

Al sustituir por el amor el dominio, las relaciones judías de violencia y esclavitud, Jesús fundó la familia. La familia se constituyó a través de él: “A la idea que los judíos se hacían de Dios como su amo (Herrs) y soberano señor (Gebieter), Jesús opuso la relación de

Dios con los hombres como la de un padre con sus hijos”. Esta es “la antítesis exacta” que le da a la familia su fundamento infinito (Derrida 2015, 45).

La familia cristiana se eleva sobre un fundamento infinito toda vez que, forjada en el amor, tiene lugar sobre un soporte no creacionista, a diferencia de la venida a la existencia del judío. El judío es, según Hegel, creado por un dios que se aleja y que lo abandona en su finitud; por eso en la estética hegeliana lo sublime aparece con la marca del judío. Para Hegel, el arte de lo sublime coincide con la escritura judía. Él la llama indistintamente poesía judía, Salmos, poesía sacra. En la palabra sagrada, la criatura (es decir, la pura palabra, pero pura no respecto de su idealidad, sino de su materialidad) se declara impotente frente a su sentido creador, esto es, “vacía del sentido”. El sentido creador ha dado la vida y se ha replegado sobre sí, diremos, “allá lejos”. La palabra judía, por lo tanto, tiende a un sentido que no puede ni nominar ni representar mediante el signo. El arte de la sublimidad precede al signo mismo, pertenece al ámbito –de pertenecer a alguno– del símbolo, toda vez que en este último la relación entre el sentido y la figura está todavía imbricada, es decir, no es del todo arbitraria. Por ello, “lo sublime” se caracteriza para Hegel por una impotencia de la criatura para figurar el sentido. El cristiano, en cambio, surge en el logos, no fuera de él. Dios no se aleja porque, en rigor, no crea nada fuera de su infinitud, el hombre es en su seno12, en su amor. “Había –por tanto– una familia judía privada de amor; ella misma había roto con una familia más primitiva y natural” (Derrida 2015, 46). El judío no amaría en la intimidad de sus relaciones filiales, mantendría su diferencia frente a la individualidad que se le enfrenta.

A partir de esta premisa, para Hegel el judío dominará la naturaleza (Derrida 2015, 47) que se le aparece hostil –cuestión que supone ya la ruptura con los lazos que podrían caracterizar un estado amoroso originario13– mediante la creación de un dios propio y de su conversión en el esclavo favorito. De Abraham dirá Hegel, entonces, parafraseado por Derrida, que “[c]onstruido, criado bajo esta relación de esclavitud, ‘no podía amar nada’; solo temer y hacer temer” (2015, 51). No amaba ni siquiera a su hijo. “Su hijo era su único amor (einzige Liebe), el único género de inmortalidad que conoció. Su inquietud solo se apaciguó cuando empezó a asegurarse de que podía superar ese amor y matar a su hijo ‘con sus propias manos’ ” (2015, 51). Abraham no podía amar nada porque se había sometido a una relación de heteronomía con su dios. “Su corazón estaba escindido de todo (sein von allem sich absonderndes Gemüt) – ‘corazón circunciso’ ”. Por consiguiente, en su decisión de efectuar el sacrificio, “Abraham se convierte en el Gunst, en Günstling, el único favorito de Dios; y este favor es hereditario. Abraham reconstruye una familia –que se ha hecho más fuerte– y una nación infinitamente privilegiada, elevada por encima de las demás, separada de ellas” (2015, 53).

Y entonces el judío tendría un corazón de piedra porque no ama, no insufla vida (2015, 57). Y por consiguiente no hay familia, porque la familia es el lugar del sentimiento, de la Empfindung (2015, 57-58) y también del amor.

V. El amor y la belleza. De algún modo, para Hegel la incapacidad de amar es, al mismo tiempo, una incapacidad para la belleza14. Y que el judaísmo se opone a la belleza, como un estadio previo, si se quiere, es fácilmente comprobable en sus Lecciones sobre la estética. Las reflexiones sobre el judaísmo se enmarcan en la investigación del símbolo, en el sublime hegeliano que es caracterizado en efecto como pre-arte, como estado preparatorio o más bien superado que el arte verdadero reemplaza con la armonía15 entre idea y figura en la estatuaria griega, sublimidad que ya he adelantado en el acápite previo.

“El cristianismo habrá llevado a cabo justamente este relevo del ídolo y de la representación sensible en lo infinito del amor y de la belleza” (Derrida 2015, 59). Y claro, el sublime hegeliano, momento de tratamiento del judaísmo, no es todavía belleza. No es todavía el amor. En el caso estético, la belleza promete la unión de lo sensible y de lo insensible, de lo finito y de lo infinito –porque no habría otra cosa que el infinito–, promesa que el judío no puede hacer. Lo que falta es, como dice Derrida, “el esquema intermedio de una encarnación” (2015, 58). Lo que pareciera sugerirse es que el amor, como prefiguración bella, puede llegar a ser ese esquema intermedio. El problema es que esa encarnación, y en esto coincido con Derrida, se resiste a perdurar en el tiempo y en el mundo, y no consigue objetivar un amor inmaterial. El amor no podrá constituir esquema.

Las lágrimas se adelantarán al amor para hacerle lugar –lo harán venir a nosotros– y caerán desde los ojos de María Magdalena como testimonio de la única escena bella en la historia de Jesús, como ha notado Derrida (2015, 72) en la lectura de Hegel. Escena bella y también amorosa. El problema que vincula el amor y la belleza es precisamente la cuestión de la figura, de la fragilidad, antes bien, del material que encarna esa figura. ¿Cómo pueden las lágrimas manifestar una objetividad del amor? ¿Cómo no leer en la afirmación de Hegel ya una renuncia a la encarnación, la falibilidad del material? Como bien muestra Derrida, el perdón de Jesús para María Magdalena se justifica, en boca de Hegel, por el amor. Ella es perdonada porque ha amado demasiado. El amor se derrama en sus lágrimas, ella misma derrama su perdón.

Jesús la perdona. Porque ha amado mucho, desde luego. Pero sobre todo, dice Hegel, porque ha hecho por Jesús algo “bello”: “Es el único momento, en la historia de Jesús, que induce al nombre de belleza”.

¿A qué belleza ha sido sensible Jesús? A la del desbordamiento del amor, ciertamente, a la de los besos, a la de las lágrimas de ternura, pero sobre todo –démosle crédito a Hegel en esto– a ese aceite perfumado, a ese óleo con el que ella untó sus pies. Es como si por anticipado cuidase de su cadáver adorándolo, apretándolo suavemente entre sus manos, aliviándolo con una santa pomada, envolviéndolo con vendas en el momento en que comienza a ponerse rígido (2015, 73-74).

Hay aquí una equivalencia más o menos explícita entre amor y belleza. Esta equivalencia no puede, sin embargo, ser total. La armonía del amor en el caso de la belleza cristiana se alcanzará con la resurrección de Cristo, resurrección que la condenará a la vez, porque le pesará al amor la individualidad sensible de Jesús. Dirá Hegel explícitamente que “de este modo a la imagen del resucitado, de la unificación hecha ser, se le añade un suplemento plenamente objetivo, individual, que debe adjuntarse al amor, pero debe quedar fijado en el entendimiento como individual, como opuesto: una realidad que al divinizado le cuelga de los pies como plomo, que tira de él hacia el suelo, mientras que el dios debería cernirse en el medio entre lo infinito, ilimitado del cielo y la tierra, el conjunto de meras limitaciones” (2014a, 454), y entonces sus características son distintas de la belleza griega, cuya armonía, que se basa en el dios figurado en la estatua, fracasa porque el ideal de lo bello deja de encontrar acomodo en la diversidad sensible, y así por otras razones, opuestas a las del fracaso de la belleza cristiana; dicho en simple, de un lado, la divinidad es arrastrada a la tierra por la objetividad de la figura de Jesús, del otro, es levantada hacia el cielo, repelida por la pluralidad, por la incapacidad de la figura del material de ser una y de preservarse una (se desgasta, se diverge, etcétera).

Y María Magdalena, con la falibilidad de sus lágrimas, es perdonada porque ha amado mucho. Derrida no profundiza verdaderamente cómo el exceso de amor desencadena un perdón sin condiciones. Es decir, parece no haber notado que ese amor – el mismo que tan esforzadamente critica– condenado, a sus ojos, a la reconciliación absoluta, a la negación de toda alteridad, a la fundamentación lógica del Estado, despierta, en su exceso –que no es otra cosa que la inestabilidad de su belleza–, la consideración del otro y la fragilidad del que ama.

VI. Fidelidad ante la ley. A partir de aquí, y luego de un paréntesis estético que no explicita del todo su vinculación con las reflexiones sobre la reconciliación, pero que se deja entrever en la cuestión de la concordia entre la idea y la figura, entre lo general y lo particular en la obra bella, Derrida retoma sus críticas al amor hegeliano y parece querer proponernos esta vez que la reconciliación implícita y articuladora del amor nos condena a una suerte de humillación infinita; que el reemplazo de la ley kantiana que ha intentado Hegel mediante el pléroma del amor –esto es, la realización del lado únicamente subjetivo de la ley, de su contenido– nos obliga a una suerte de culpa.

 

Recuperando el análisis que Hegel hace de Jesús, Derrida parafrasea uno de los enunciados más importantes del filósofo alemán, es decir, que la trasgresión del mandamiento objetivo se hace “… en nombre del hombre, de la subjetividad y del corazón” (2015, 68). Derrida reconoce que no se trata de la moralidad kantiana, en el sentido de oponer un deber a la objetividad o a la positividad del mandamiento escrito. La trasgresión de Jesús se presenta, en principio, como una afrenta a la heteronomía de la ley. Pero como ya a estas alturas del libro Derrida ha dejado en claro su posición, vale decir, que el amor prefigura el ser de la Aufhebung, procede rápidamente a afirmar que la supresión del marco legal implica, a la vez, su cumplimiento absoluto (2015, 69).

Jesús no predica la disolución (Auflösung) de la ley, sino, por el contrario, el cumplimiento de lo que les falta (Ausfüllung des Mangelhaften der Gesetze). Al elevarse por encima de la fría universalidad formal, el amor vivo describe pues el gran movimiento silogístico de la Filosofía del derecho: la moralidad objetiva (Sittlichkeit), tercer momento que comienza con la familia, y dentro de ella con el amor, surge en el relevo del derecho abstracto y de la moralidad subjetiva formal (2015, 69).

Ya mostré en III. por qué me parece necesario tomar la hipótesis derridiana “con pinzas”, esto es, suponer que el amor en los textos tempranos cumple exactamente el mismo papel que en la filosofía sistemática. No volveré entonces sobre ello. Me interesa recorrer el argumento hasta llegar a la humillación. En el camino, Derrida comenta la proposición hegeliana sobre el pléroma del amor, el cumplimiento del contenido de la ley, de su singularidad, en abierta ignorancia de la forma imperativa. Según el autor de Glas, es precisamente este pléroma el que cristaliza la reconciliación absoluta y anula todas las diferencias. Sobre el Sermón de la Montaña:

Lo que en verdad ocurre es que la “reconciliación” que constituye el motivo central viene a superar todas las oposiciones estereotipadas por el judaísmo. Según la lógica del judaísmo, la reconciliación parece impensable: es “otro genio”, “otro mundo”, en el que los opuestos ya no se oponen (…). Jesús se opone a la oposición formal y, por tanto, indeterminada, indiferente. Por consiguiente, opone un “bien” (das Oder) a otro: la oposición entre la virtud y el vicio, por ejemplo, ha sido opuesta a la oposición entre los derechos o los deberes y la naturaleza. “En el amor toda idea de deber está descartada (wegfällt)”. Al mismo tiempo la oposición antigua se cumple, se colma, se desborda por un principio más rico. Pléroma (πλήρωμα) habrá sido el nombre de este cumplimiento desbordante de la síntesis.

La significación conceptual y viva de la vida como amor: eso es el pléroma (2015, 69-70).

Un poco más adelante, para explicar cómo el amor y su operación pleromática son capaces de ignorar la forma imperativa de la ley, Derrida se refiere al desequilibrio que el pléroma ejerce sobre “el principio de equivalencia” (2015, 70), un principio que regula cierta forma de justicia, que es la justicia heroica del ojo por ojo, diente por diente, pero que no es aquello que Derrida entiende verdaderamente por justicia. En este caso, parece concederle a este principio el reconocimiento de que está en juego “desde el momento en que aparece una desigualdad” (2015, 70). Pero esta lógica heroica que se convierte indefectiblemente para la filosofía moderna en la lógica del derecho, aunque bajo formas racionalizadas como el tribunal, la pena y el castigo, es en efecto aquella que Derrida denuncia en sus propias consideraciones sobre la justicia16. En El gusto del secreto dirá constantemente que la justicia es débil, frente al derecho que es lo fuerte, que la justicia es lo otro de la coerción del derecho, su imposibilidad. Si el amor desestabiliza ese mismo principio que ha fundamentado la coerción del derecho, la justicia de los héroes que ha sido reemplazada por el derecho del tribunal, es decir, que también se constituye como lo otro de la ley, como lo que la amenaza precisamente porque cumple su justicia en la singularidad del caso, ¿qué profunda contrariedad obstina a Derrida frente a un pensamiento que ha tomado parte, al menos por un instante, por la alteridad frente a la ley? La renuncia al derecho es, precisamente, eso, exceptuarnos de la violencia heterónoma de la ley. Poner sobre la balanza nuestra felicidad, en el sentido más kantiano de la felicidad17, es decir, lo otro del deber, que constituye la naturaleza más íntima de la ley.

Y aquí llega por fin la exégesis derridiana que condena el pensamiento del amor a la humillación infinita. A partir de la referencia que hace Hegel para caracterizar su pléroma – explicación, por lo demás, oscura– al “‘que la mano izquierda ignore lo que hace la derecha’ (Lass die linke Hand nicht wissen, was die rechte tut)” (2015, 71), Derrida dejará caer en cascada tres acusaciones progresivas que nos llevan hasta su interpretación del pléroma: 1) la realización del pléroma, es decir, del amor, de la excepción hegeliana frente a la ley kantiana, produce el engaño o la simulación de una buena conciencia que totaliza; 2) esta conciencia, para distinguirse del fariseo y del hombre virtuoso, se constituye como conciencia culposa, y 3), por lo tanto, el pléroma nos condena a golpearnos permanentemente el pecho. Derrida se toma cuatro planas de la columna de Hegel para hacer esto (2015, 69-72). Al respecto, y antes de detenerme en 3), quiero agregar que en el tránsito de 1) a 2) –si uno le concediera a Derrida su crítica y sus interpretaciones del texto hegeliano– hay un remanente kantiano, que es la advertencia que nos hace en varios lugares de su filosofía práctica acerca del contentamiento de sí. Por eso habría que escapar de la consideración del hombre virtuoso que se contenta en su acto y se pavonea. Sin embargo, el desplazamiento del motivo de la humillación kantiana a la filosofía juvenil hegeliana carece, a mi gusto, de soporte textual suficiente18. La cita a Hegel permite precisamente esto, dar cuenta de ciertas continuidades de la filosofía kantiana que, pese a la renuncia frente al deber, todavía refieren al querer y a la máxima que origina nuestra actividad como cuestiones que deben ser consideradas al momento de evaluar nuestro proceder (¿se amó o no?). El salto a la humillación es sin lugar a dudas debatible:

… lo que constituye la especificidad cristiana de esta interpretación no es solamente la promesa de un relevo que vendrá a compensar la disimetría, no es solamente la espera de una reconciliación infinita que apaciguará de nuevo la desigualdad. La causa está en que la ruptura de la equivalencia toma aquí, en este momento determinado, la forma de una conciencia esencialmente culpable, imputable y auto-imputadora, auto-amputadora de forma tajante en todo momento. A la buena conciencia del fariseo satisfecho por el deber cumplido, que retiene con una mano lo que da con la otra, opone Hegel la mirada del publicano que se da golpes de pecho (2015, 71).

Derrida cita únicamente la condena a la hipocresía, no el arrepentimiento del publicano. Y prosigue luego de citar la referencia hegeliana a Mateo 19, 20: “Darse golpes de pecho, romper mediante la culpabilidad toda economía de equivalencia, dividir la buena conciencia que se reapropia el todo: a este pléroma, a esta revolución en el círculo de la economía restringida, a esta humillación sin contrapartida, va a responder una disimetría por el otro lado” (2015, 72). Y no puedo sino extrañarme mientras reviso la fuente, los diversos fragmentos que articulan este cuerpo de textos agrupados en “Zur Christlichen Religion” en la edición crítica.

Cierto es que, a partir de aquí, en Glas comienza lentamente una reflexión interrumpida sobre la concepción hegeliana del perdón19. Esta es quizá la disimetría que responde al pléroma. Pero antes de pasar a ella, quisiera referirme a algunas cuestiones que hasta ahora han quedado planteadas a partir del texto derridiano. Primero, me parece excesivo –y lo he manifestado ya– suponer que el amor temprano constituye una proto-Aufhebung. La indiferencia ante la forma de la ley, la nulidad de su condición imperativa, no se deja leer tan fácilmente como un analogon de lo que la teoría se ha obstinado en llamar método especulativo. No hay una integración del aspecto formal de la ley en el gesto del amor, hay un desoír del imperativo. Si el amor pudiera encajarse tan fácilmente en la arquitectura del idealismo especulativo hegeliano, no habría sufrido modificaciones la concepción ni de la vida ni del amor ni de la libertad en la filosofía hegeliana posterior.

En el periodo temprano, lo que molesta a Hegel de la ley moral es su condición imperativa, universal, la constricción que implica, la reflexión que atentaría contra la vida, no el carácter individual que supone su ejercicio. En la filosofía del derecho, en cambio, la superación de la moralidad kantiana es necesaria sobre todo debido al carácter individual al que se ve restringida la concepción de la moral, es decir, a la ausencia de Sittlichkeit en el pensamiento kantiano. El amor, entonces, aparece en el joven Hegel como una respuesta, nietzscheana avant la lettre, si se quiere, al vacío de la ley, y pone el acento en la singularidad del viviente20. En la filosofía del derecho, en cambio, la moralidad objetiva tiene como propósito transitar desde el estado familiar que supone el amor, su individualidad, a la comunidad que ofrece el Estado mediado por la sociedad civil. Derrida nos obliga a concluir – negándonos la tercera parte de su propio silogismo– que el amor hegeliano nunca tendió verdaderamente a la singularidad del hombre como alternativa al imperativo de la ley. Y una lectura de esa naturaleza es, cuando menos, injusta.

VII. El amor manifiesto. Es innegable que Hegel tiene un problema con la encarnación del amor, es decir, con su conversión en un objeto del mundo. Ya adelanté en el apartado sobre la belleza que hay una vinculación inevitable entre el amor y lo bello, toda vez que están condenados a perder su figura, a que el material no resista la “dignidad” de la forma. Esta incapacidad del amor para constituirse en objeto lo pone, al mismo tiempo, antes de la religión, es decir, no compone un objeto de culto. Esta incapacidad de constituir objeto acusa su incompletud, cuestión que Derrida comenta sobre Hegel largamente. Un fragmento de entre muchos: “Lo religioso restablece en sus derechos una objetividad que el amor había dejado en suspenso. La fuerza del amor que había logrado relevar la oposición (sujeto/objeto, por ejemplo) se limita a sí misma, se encierra de nuevo, sobre todo si el amor es feliz, en una suerte de subjetividad natural. Lo religioso causa en ella la efracción de un objeto infinito. / Todo esto se consuma y se consume, pasa por la boca. Es necesario un largo rodeo” (2015, 75). La ley, como el juicio, separa. Conocido es el fragmento de Hölderlin “Urteil und Sein”, en el que se describe también bella y brevemente cómo la intuición sensible, a diferencia de la intuición intelectual, nos condena a la separación cognitiva del juicio entre sujeto y objeto, es decir, a la conciencia intencional. La ley escinde y replica este dualismo en dimensiones ontológicas y prácticas. El amor, al suspender la dimensión formal de la legalidad, disuelve las fronteras entre el sujeto y el objeto. Esta disolución no podrá ser definitiva y será esta la evaluación última de Hegel al respecto, aunque en la comunidad de Jesús este tipo de amor, celoso y exclusivo, haya tenido lugar. Derrida retomará por la vía de esta disolución del dualismo la negación del otro que quiere mostrar en el amor de Hegel:

 

La oposición entre los contrarios (universalidad/ particularidad, objetividad/subjetividad, todo/parte, etc.) se resuelve en el amor.

El amor no tiene otro: ama a tu prójimo como a ti mismo no implica que debas amarlo tanto como a ti. Amarse a sí mismo es “una palabra carente de sentido” (ein Wort ohne Sinn). Ámalo más bien como a uno (als einen) que es tú o “que tú es (der du ist)”. La diferencia entre ambos enunciados es difícil de fijar. Si amarse a sí mismo no tuviera ningún sentido, ¿qué querrá decir amar al otro como a uno que tú es, o que es tú? Solo cabe amarlo como a otro, pero en el amor ya no hay alteridad sino solo Vereinigung. Es el valor de prójimo (Nächsten) el que desbarata aquí esta oposición del Yo al Tú como otro.

Si el amor no tiene otro, es infinito. Amar es necesariamente amar a Dios. Solo a Dios se puede amar. Amar a Dios es sentirse en el todo de la vida “sin límite en lo infinito” (schrankenlos im Unendlichen).

El amor, hogar sensible de la familia, es infinito o no es (2015, 75-76).

Acá reaparece una cuestión que se ha mostrado más arriba: el amor como pura reconciliación, negación de la alteridad. Es importante subrayar esto, porque constituye una de las tesis más fuertes de Derrida. Una tesis que es difícil de contestar, hay que decirlo, toda vez que Hegel presupone una noción de destino que es inmanente al sujeto y que condiciona tanto el amor como el perdón. El perdón temprano es una especie de perdón de sí – lo adelanté con María Magdalena, su amor la ha perdonado–. Y así Derrida quiere clausurar la lectura del amor haciendo de él también un amor solo de sí. Pero en el amor de Hegel, quiéralo Derrida o no, hay un enfrentamiento ético con el otro individuo, una hendidura en el corazón de la ley, que es su vacío.

Este amor, porque ignora la forma imperativa, cumple el aspecto subjetivo de la ley, y entonces aquello que no es legal de la ley. Porque la cumple incumpliéndola la excede, desdibuja los límites que la hacen ley, que fundamentan el juicio. El amor del joven Hegel disuelve los límites entre el sujeto que legisla y el objeto legalizado. Y por consiguiente no puede haber adoración religiosa de ningún tipo. No puede haber objeto de aquello que haciéndose presente reúne la escisión propia del juicio (2015, 76-77) en la cena de los apóstoles, escisión que arriba se ha adelantado con la referencia a Hölderlin. Este es claramente un resabio romántico que el Hegel maduro no conservará en su filosofía sistemática.

El amor, como aquello que desfigura la ley, no puede tomar forma definitiva. Su objetividad puede solo ser parcial y con vistas a la consumición inmediata, al retorno de la cosa a su estado de nocosa, ergo de espíritu, de interioridad21.

… este objeto no es un objeto como cualquier otro. Esta cosa misma no se da “en persona” como cualquier otra. Por un lado, el sentimiento se vuelve objetivo; pero, por otro lado, el pan, el vino y el reparto no son “puramente objetivos”. Hay en ellos algo más de lo que se ve. Se trata de una “operación mística” que solo desde dentro puede comprenderse. Desde fuera solo se ve pan y vino. De igual modo que, cuando dos amigos se separan y parten un anillo del que cada uno guarda un fragmento, un tercero que no participa en la alianza solo ve dos trozos de metal sin poder simbólico. El anillo no se rehace (2015, 79).

A partir de aquí, para Derrida el problema del amor con la exterioridad dirá relación con este exceso, este “algo más / dieses Mehr” que escapa de la lógica de las equivalencias (“el mismo modo que no puede envolver ni pensar el amor”, 79) pero que, sin embargo, la rompe mediante la ignorancia de la desigualdad, de la diferencia:

Lo igual desaparece, pero este fin de lo igual no se razona como la subsistencia de lo desigual. Los heterogéneos quedan, ciertamente, pero anudados, atados, envueltos entre sí de la forma más íntima. “Die Heterogenen sind aufs innigste verknüpft”. Por consiguiente, la acción de verbinden no significa simplemente el surgimiento de una objetividad por medio de la operación de la santa cópula; anula también la oposición de las cosas diversas, borra lo discontinuo de toda objetividad (Derrida 2015, 80).

La consumición del amor será vista entonces como una idealización inevitable (2015, 81). Este “semiobjeto” que encarna el amor, el espíritu, lo divino que no alcanza a ser religioso porque no sobrevive como objeto, retorna a sí en la consumición y su condición objetual se desdibuja22. Y nuevamente Derrida pondrá a la base de este acto deglutorio aquello que le parece está en operación en el pensamiento de Hegel ya desde sus primeros momentos, la Aufhebung (2015, 81 y siguientes), como un acto que intenta negar la materialidad que se comprende solo mediante la comparación con el acto de la lectura23. Pero no solo el pan y la letra deben ser superados, según Derrida. La religión incluso, en la lógica de la Aufhebung, tendría que dar paso a la filosofía.

La (es)Cena cumple, es cierto, una consumición y una consumación de amor que la plástica griega no puede alcanzar: de nuevo una escisión, en el griego, entre la materia pétrea y la interioridad del amor. Pero también la consumición y la consumación cristiana se dividirán. Una nueva escisión las decepcionará respecto de sí mismas para apelar a otro relevo: Aufhebung en el seno del cristianismo, de la religión absoluta relevada en la filosofía, que habrá sido la verdad de aquella (2015, 82-83).

Con sumo cuidado, Derrida trenzará el argumento de tal manera que esta lógica –alógica– del amor temprano parecerá el germen de todos los relevos, como anticipación originaria de la dialéctica especulativa completa. Aquí, el amor preludiaría no solo la arquitectura argumentativa de la estética, sino también la de Fenomenología y la de la Filosofía de la religión.

Pienso que un enfrentamiento directo con el texto de Hegel puede organizar estas coincidencias entre el Hegel temprano y el Hegel sistemático en un horizonte común que no lo condena necesariamente a un pensamiento sin dudas ni diferencias. Me parece que es indudable que la cuestión a la base de los textos sobre el cristianismo es la pregunta por la libertad del hombre, que ha sido restringida a la moralidad kantiana, con la cual el hombre se relaciona de manera formal, solución esta insuficiente para el Hegel (ya sea temprano o tardío). Es claro que el amor de Jesús se esboza como una alternativa a la generalidad de la ley y a la heteronomía que inocula –según Hegel mismo– en el hombre esta relación con el imperativo. Y el diagnóstico de Hegel será que, en efecto, el amor porque no sobrevive, porque no constituye objeto, pero también porque es meramente subjetivo, no comparece ante la libertad como una solución promisoria. Eso, a mi entender, es muy distinto a suponer que Hegel ya ha pensado y puesto en obra aquello que a Derrida le parece tan propio y permanente de su obra, la Aufhebung.

El pensamiento de Hegel sí cambia. La comunidad del amor es una comunidad destinada a la dislocación. Una comunidad que no sobrevive la muerte de Jesús. Si Hegel piensa en este momento una forma de enfrentarse a la reflexividad estática de Kant, se dará cuenta de que la figura de Jesús no es suficiente. Su amor, la vida que Jesús hace consciente en su amor (porque recordemos que el amor, aunque inmediato, aunque sentimiento, es en este momento de la filosofía hegeliana ya una forma de saber, eso lo ha reconocido también Derrida), no es ya una alternativa posible para el mundo moderno. No amamos como amó Jesús. No somos la comunidad que fue la comunidad apostólica en su punto cúlmine, la última cena. Somos separados y reflexivos. Hegel logrará superar la separación kantiana mediante la dialéctica, y en ese momento el amor no será más que un punto de partida, en su inmediatez, porque el movimiento de la dialéctica despreciará lo inmediato (si admitimos con ello las críticas de Kierkegaard). Esta superación es el derecho en su estadio maduro, no el amor temprano. Y esta superación tiene lugar porque Hegel no es sordo, en ningún punto, al carácter irrenunciable de la reflexividad y a que su posición al respecto ha cambiado. Así lo declarará en su carta a Schelling de 1800: