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Filiación Por Carmen Ruiz B.

El sistema hegeliano

impone, pues, ser

leído como un libro

de la vida.

Jacques Derrida

Cuando se ve

el mar de la

roca y pretendes

domesticarla con la

mirada, pero viene

otra ola y ya nada es

tuyo ni lo será.

Daniela Acosta

No deja de ser interesante que uno de los tantos e incontables hilos que se deshilvanan en Clamor sea la ley de la familia, “de la familia de Hegel, de la familia en Hegel, del concepto de familia según Hegel” (Derrida 2015, 10), a partir del cual se inscribiría la relación filial entre padre e hijo. Lejos de imponer una lectura de Hegel, cual verdad de un texto, Clamor apuesta por más de un análisis –siempre tentativo, zigzagueante y nunca acabado–, que echa a andar su suerte cada vez. Es a partir de esa apuesta tan atrevida como riesgosa que intentaremos seguir los pasos del problema de la filiación y la vida: no solo desde Hegel, si acaso cabe tal nombre propio, sino también desde los sigilosos y nunca del todo evidentes guiños a Jean Genet que Jacques Derrida traza a propósito de la madre.

A modo preliminar, para quienes gustan de la firma y lo propio, Derrida (2015, s.n.)31 detalla que se erigen dos columnas, la del así denominado Hegel, la del así denominado Genet, que solo bajo un efecto de abstracción pueden ser pensadas como distintas. En el caso que nos convoca, interesa desplegar la manera en que una columna montaría la escena de la filiación padre-hijo como aquello vinculante que permite inscribir cierta lógica de la vida. A su vez, interesa evidenciar cómo la columna que la bordea, aquella que parece situarse al lado derecho, inquietaría el montaje antes descrito al desvelar otra escena bajo la lógica de la obsecuencia comprendida como aquella en que la madre deja morir al hijo. Tal separación de columnas, sin embargo, responde meramente a un ejercicio, acaso pedagógico, de exposición. Sabemos, antes bien, que ambas columnas no dejan ya de penetrarse, pegarse y despegarse (Derrida 2015, 10); y será en virtud de esta reinscripción incesante de cada columna que, según veremos, no hay columnas como tal, ni escena filial, falogocéntrica cada vez, sin un resto que, en su silenciamiento, urge detallar –quizá, como apunta Derrida, de la única manera posible: de un golpe–.

A partir de las Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Derrida reescribe la distinción propuesta por Hegel entre la vida animal y la vida humana que se sostendría en el paso del sentir al pensar. En dichas Lecciones, Hegel sostiene que si bien todo viviente tiene impulsos que permitirían, mediante diversos objetos, restablecer la unidad, es en la vida humana donde tales impulsos, gracias a la autoconciencia, dejan de tener una relación inmediata con la satisfacción: “Pero el hombre sabe de sí mismo; y esto le diferencia del animal. Es un ser pensante; pero pensar es saber de lo universal” (Hegel 1980, 63). Al ser el pensamiento aquello que media entre el impulso y la satisfacción, el hombre puede reprimir sus impulsos y “colocar lo ideal, el pensamiento, entre la violencia del impulso y la satisfacción” (1980, 63). El animal, en cambio, al no tener voluntad, no puede llevar a cabo la inhibición, esto es, no puede intercalar nada entre sus impulsos y la satisfacción; mientras que el hombre, al tener voluntad y capacidad para inhibir sus impulsos, “[r]ompe, pues, su propia espontaneidad y naturalidad” (1980, 64). He ahí donde radicaría su libertad, a saber, en la no inmediatez, en la vuelta a sí. Por lo mismo, la libertad del espíritu –en la forma de individuo humano–, antes de referir a una inmovilidad, refiere, para Hegel, a una negación incesante de todo aquello que amenaza anular la libertad.

La vida del espíritu como individuo humano, al estar atravesada por la libertad y por la relación con el otro, “sale de sí misma”, esto es, desarrolla el germen en relación con el afuera –o en ruptura–. A propósito de esto, detalla Derrida que la muerte natural como vida del espíritu se anuncia en Hegel con la familia, pues, en este caso, y paradójicamente, la vida sale de su propio germen concibiéndose a sí misma: “[P]recisamente por haber interrumpido el impulso natural y haberse privado de automovilidad, se ha dado la ley. Se ha puesto nombre a sí mismo, autónomamente autonominado” (2015, 36). Si la vida animal no da lugar a ninguna determinación superior, en cuanto que “no deja tras ella ninguna sepultura, ningún monumento, ninguna ley que abra y asegure una historia” (2015, 19), la vida humana respondería a una autoproducción que se da como una “negación inhibidora de la movilidad natural” (2015, 36), de manera tal que, siguiendo a Hegel, tendría necesariamente que hacerse a sí misma y ser su propio resultado.

De tal distinción Derrida subraya que la inhibición supuestamente propia de la vida humana, aquella que permitiría la relación del espíritu consigo mismo, no es sino una relación “del padre con el hijo en una estructura trinitaria” (2015, 34), esto es, en una determinada estructura filial. Una pista que parece obsesionar a Derrida, en cuanto le permite seguir el hilo de la estructura filial, es la noción de semilla que Hegel, no casualmente, utiliza para enfatizar la vuelta a sí del espíritu bajo la forma de la vida humana. La planta, si bien comienza con ella, es a la vez el resultado de la vida entera de la planta. La impotencia de la vida, para Hegel, consiste “en que la simiente es comienzo y a la vez resultado del individuo; es distinta como punto de partida y como resultado, y sin embargo, es la misma: producto de un individuo y comienzo de otro” (Hegel 1980, 64). A diferencia del animal, en el cual el crecimiento respondería a un mero robustecimiento cuantitativo, el hombre se determina a sí, “tiene que hacerse a sí mismo (…) justamente porque es espíritu; tiene que sacudir lo natural. El espíritu es, por tanto, su propio resultado” (1980, 64-65).

Es, entonces, el movimiento de la simiente, atravesado por la mediación y el retorno a sí, aquello que no azarosamente, según permite notar Clamor, lleva en Hegel el nombre del padre32. En efecto, una vez trazada la particularidad del hombre en cuanto espíritu, Hegel recurre a Dios como “el ejemplo más sublime” (Hegel 1980, 65) del espíritu como su propio producto, cuestión que solo habría podido ser revelada por el cristianismo: “Pero en el cristianismo Dios se ha revelado como espíritu; es, en primer término, Padre, poder, lo general abstracto, que está encubierto aún; en segundo término, es para sí como un objeto, un ser distinto de sí mismo, un ser en dualidad consigo mismo, el Hijo” (1980, 65). Mediante la figura de la trinidad, el cristianismo, religión por excelencia para Hegel, habría logrado concebir la naturaleza del espíritu; lo cual implica que cualquier caso particular solo será un ejemplo de este “ejemplo sublime” (o “verdad misma”) que es el espíritu en su carácter universal, esto es, el espíritu relacionándose consigo a través de la estructura trinitaria. A su vez, el espíritu “no es una cosa abstracta, no es una abstracción de la naturaleza humana, sino algo enteramente individual, activo, absolutamente vivo: es una conciencia, pero también su objeto” (1980, 62). Es decir, el carácter vivo del espíritu, tal como lo enseña la figura de la semilla, está dado a partir de un desdoblamiento que consiste en verse en cuanto objeto, es decir, tener conciencia de sí mismo: “[Y]o sé de mi objeto y sé de mí, ambas cosas son inseparables” (1980, 62). Esta cualidad inseparable del espíritu con su objeto da cuenta, según Derrida, de que el contenido del espíritu es espiritual: en la medida que el espíritu se conoce a sí mismo al conocer otra cosa, el contenido no es exterior al espíritu, por lo cual “solo el espíritu puede concebir al espíritu. Como tal, no tiene límite externo; es, por tanto, lo libre y lo infinito” (2015, 29).

“¿Qué relación hay entre este ser-cabe-sí (otra forma de decir el ser) y la familia?” interroga Derrida (2015, 31) mediante un trazo que permite introducir el problema de la filiación: el circuito de autoanimación (que quebranta la movilidad natural) solo es posible en cuanto hay una relación filial entre padre e hijo.

En el caso particular del espíritu en su forma de individuo humano, la manifestación de dicho espíritu concreto se da en su semilla, es decir, en el trayecto circular del retorno a sí, lo cual requiere de la división en su otro para volver a sí. Es por ello que el padre, al dividirse, sale de sí en su hijo para luego rencontrarse en él. Por lo mismo, un padre sin hijo no es un padre33 y, por ende, “el espíritu no es ni el padre ni el hijo sino la filiación” (2015, 39).

Esta relación filial, sin embargo, hay que entenderla en su infinitud, es decir, en su universalidad. A propósito del paso del hombre a Dios, a partir del cual Dios sería la verdad misma de la que todo lo demás es ejemplo, Derrida sostiene que la relación del espíritu infinito, a saber, Dios, con su hijo, Cristo, sería aquella que, para Hegel, posibilita el resto de las ejemplaridades finitas. Es, en suma, la que abre las reglas del juego aunque, al mismo tiempo, las limita infinitamente (2015, 39). De este modo, la relación padre e hijo no es sino un ejemplo finito de la relación infinita entre padre e hijo (2015, 37). Por ende, es finalmente el espíritu infinito (Dios) relacionándose libremente consigo; y la reapropiación de su infinitud será posible gracias a la encarnación en su hijo Cristo. Será Cristo, en cuanto hijo, su semilla, su producto y su resultado: su renta, es decir, aquello que permitirá el “Fondo de la Sagrada Familia” (2015, 38). Así, solo con el cristianismo la familia se podría establecer como tal, esto es, bajo el alero de la relación padre e hijo. Dicha relación, sin embargo, requiere apenas de un breve rodeo totalmente insignificante e inesencial: el paso por la mujer. Si, como nota Derrida, tal paso por la mujer es, también, el paso por la materia34, entonces las consecuencias que se alojan en esta escena no tardan en aparecer.

 

La materia no puede ser el opuesto absoluto del espíritu pues solo el espíritu podría ser el opuesto absoluto del espíritu (Derrida 2015, 29). Si bien no como opuesto absoluto, la materia, aun así, se opone al espíritu. Dirá Hegel que la pesantez es a la materia como la libertad es al espíritu (1980, 62). La materia es pesantez en la medida que existe en ella una tendencia hacia el centro, lo cual es explicado por Hegel a partir de la yuxtaposición de elementos. Puesto que la materia está constituida de partes separadas, estas tienden hacia la unidad. El espíritu, en cambio, tiene su centro en sí y, si bien también tiende hacia el centro, el centro es él mismo en sí (1980, 62). Es por ello que Derrida sostendrá, según lo que se plantea en las Lecciones, que la materia “solo es en cuanto que no es lo que es, en cuanto que, para ser lo que es (pesantez que tumba y tendencia de la dispersión a la unidad), se convierte en lo que no es: espíritu” (2015, 31). El espíritu, por tanto, es el único que es, de manera tal que “[l]a materia no tiene esencia, su esencia es su contrario, su esencia es no tener esencia. La dispersión, como la pesantez (la no-unidad y la no-idealidad), no tiene esencia. Por tanto, no es. El ser es idea” (2015, 31); el espíritu, en cuanto vuelta a sí, es el ser. En este sistema, la materia, entonces, ha de ser pensada como resto del espíritu. Resto que supuestamente solo resta como espíritu, en cuanto “es el espíritu el que siempre se habrá precedido o acompañado él mismo hasta el final de la procesión” (2015, 31).

Tal resto tiene, no obstante, un efecto desestabilizante en todo el sistema erigido. Como sostiene Derrida, la división interna que describe Hegel para explicar el automovimiento del espíritu como vida insinúa, tan necesaria como sutilmente, una pasividad, cual resto “fuera del horizonte de la esencia, fuera del pensamiento del ser” (2015, 30), que no deja ya de fisurar las oposiciones que componen la estructura filial: la paternidad del padre. En la fuerza de su inesencialidad, de su no ser, será ese resto, impensado por Hegel y trazado de modo oblicuo por Derrida, aquello que moverá uno de los tantos recorridos zigzagueantes de Clamor.

Sigamos, entonces, deshilvanando el hilo. A propósito de la distinción –establecida por Hegel en El espíritu del cristianismo y su destino– entre el hogar judío –vacío y pétreo– y la familia cristiana, Derrida arguye que el problema de la ontología –más precisamente, de la cópula– está estrechamente ligado a la cuestión filial padre-hijo: “El Padre es el Hijo, el Hijo es el Padre” (2015, 67). Aquello que permitiría revelar el espíritu del cristianismo sería la esencialidad de la esencia, esto es, la equivalencia entre la unificación (ligazón) y el ser. En la conciliación del padre con el hijo, se forma un solo ser, por lo que “[e]l Sein es construido, reconstruido a partir de su división originaria (Urteil)” (2015,

67). Si bien Derrida pone en suspenso la tesis hegeliana de que el proyecto ontológico solo habría aparecido con el cristianismo (en cuanto que solo este permitiría pensar la relación filial entre Dios-padre y Cristo-hijo), lo interesante a destacar es que para la dialéctica especulativa, independientemente de la data que otorga a la aparición de la ontología, no hay ser sin filiación, no hay filiación sin ser.

La escena filial padre-hijo, entonces, al permitir la unificación y la cópula (el “es”, sostiene Derrida, concilia al sujeto con el predicado para formar con ellos un solo ser), posibilita, a su vez, la proposición ontológica en general. Lo ontológico, por ende, “ya no se puede separar de lo familiar, ni, por excelencia, de la cuestión del padre-y-el-hijo” (2015, 67). Más aún: “Ni tampoco se puede saber (…) lo que es el es en general fuera del cristianismo” (2015, 76). Es, entonces, esta conciliación del sujeto con el predicado, del espíritu consigo mismo o, en suma, de Dios como unidad del padre-con-el-hijo, aquello que produce o posibilita la proposición ontológica en general. El espíritu del cristianismo se inscribe como aquello que “permite en general copular en el es, decir es” (2015, 67).

Teniendo en consideración aquella complicidad de la filiación con la ontología, Derrida sostiene que en la dialéctica especulativa habría una constelación entre vida, ser y padre-e-hijo. Es lo vinculante (la reconciliación infinita) lo que Hegel determina como vida: “Es el vínculo (Band) el que mantiene juntos a Dios y a Jesús, lo infinito y lo finito” (2015, 85). En El espíritu del cristianismo y su destino, Hegel afirma que la relación de un hijo con su padre no es un concepto a la manera de la unidad, es decir, no es una unidad que es meramente pensada (en la cual, por cierto, se daría solo una conexión objetiva, externa y, por ende, no viviente, entre signo y significado), sino más bien “una relación viviente entre vivientes, una vida igual; se trata únicamente de modificaciones de la misma vida (…). Así, el Hijo de Dios es la misma esencia o ser que el Padre, pero para cada acto de reflexión –aunque sólo para éste– es algo particular” (Hegel 1978, 350). La vida como relación entre padre-e-hijo que, a su vez, no puede sino ser pensada desde la cuestión del “ser”, no se deja leer, sin embargo, como una reflexión inédita: en “La farmacia de Platón”, Derrida ya habría propuesto tal cuestión a propósito de una discusión en torno a la unidad entre logos y padre y su relación con la vida.

“La historia comienza así” es la frase que inicia aquello que ya había iniciado el título “el padre del logos” correspondiente al segundo apartado de “La farmacia de Platón”. Aquello que sigue a tal sentencia, dicho en otras palabras, aquello que permite entender el despliegue de algo así como la “historia”, es el mito de Theuth y Thamus que Sócrates relata a Fedro. En tal mito, Theuth, dios de la escritura, presenta al dios de los dioses, Thamus, una tekhné o un fármacon que tendría como efecto hacer a los egipcios más instruidos y menos desmemoriados. Tal fármacon, cual artificio, es la escritura. Lo interesante de esta escena, que Derrida inmoviliza para mirar con detención, es la asignación del valor que ha de adquirir la escritura, puesto que por sí misma no tiene valor. Es por su ausencia de valor que requiere ser presentada al origen del valor; o sea, al rey (dios de los dioses). Thamus, el rey-dios, no sabe escribir. Pero dicha ignorancia es aquello que le da su autoridad. El rey habla, el rey dicta, el rey sentencia. Y su palabra le basta (Derrida 1997, 112). Este rey-que-habla, no obstante, rechaza esta ofrenda por su peligroso efecto, por su amenaza. Y al rechazarla, actúa como un padre. Un padre que rechaza la escritura en cuanto hijo ilegítimo nacido de un corte y una expatriación.

En esta escena filial, el logos, entendido como “habla viva”, se defiende a sí mismo porque tiene la asistencia del padre: “No más que el logos sea el padre. Pero el origen del logos es su padre (…). El logos es un hijo, pues, y que se destruiría sin la presencia, sin la asistencia presente de su padre. De su padre que responde. Por él y de él. Sin su padre no es ya, justamente, más que una escritura” (Derrida 1997, 113), es decir, un hijo huérfano que, en ausencia de su padre, “se encuentra medio muerto” (1997, 114). El habla viva está viva por tener un padre vivo, esto es, un padre que “está presente, de pie junto a él, asistiéndole en su propio nombre” (1997, 114). En otras palabras, solo un discurso vivo puede tener un padre. La escena de Fedro, entonces, dibujada por Derrida, es la del padre que habla y que rechaza el fármacon, aquel suplemento vivo-muerto, por su condición de huerfanidad. Al no tener padre, la escritura guarda silencio si se le interroga, y es ahí donde reside su peligro. Al darse como mera imagen del habla viva, la escritura desnaturaliza, en su silencio, en su desplazamiento, aquello que pretende imitar: la verdad del padre que habla (otro modo de decir “el valor instituido”), pues el padre, quien defiende y autoriza el sentido del habla viva, recordemos, es el origen del valor.

La violencia y la exclusión del fármacon se realizan, en esta escena, desde dos lugares: por un lado, desde el rey, padre y dios35, quien rechaza y acusa al invento fármacon de “sustituir el habla viva por el signo sin aliento, el pretender prescindir del padre (vivo y fuente de vida) del logos, el no poder responder de sí más que una escultura o que una pintura inanimada” (Derrida 1997, 136); por otro lado, desde la acusación que el-rey-padre-y-dios le hace a la escritura, pues, al no tener esta un valor instituido, al no tener un padre, conlleva necesariamente un peligro, a saber, la transgresión de la posición paternal. Para Platón, arguye Derrida, la escritura no solo carece de la asistencia presente de su padre, sino que también lo mata en la medida que prescinde de él: he ahí su parricidio. Puesto que la escritura no tendría la asistencia (o presencia) del padre, es que portaría necesariamente una ambigüedad –o falta de valor– de modo tal que, en su necesario silencio, en su no responder si se la interroga, clama ser leída sin un querer-decir que sostenga dicha lectura.

De esta manera, se deja entrever una complicidad entre el logos vivo y la posición paternal que estaría fundamentada en la presencia del padre en el habla viva, su hijo –siempre legítimo–, quien garantizaría el valor y la verdad del padre: “Si el logos tiene un padre, si no existe un logos más que asistido por su padre, es que es siempre un ser (on) e incluso una clase de ser, y con más precisión un ser vivo” (Derrida 1997, 116). Unas líneas más adelante, añade Derrida: “El logos, ser vivo y animado, es pues, también, un organismo engendrado. Un organismo: un cuerpo propio diferenciado, con un centro y extremidades, articulaciones, una cabeza y pies” (1997, 116-117). Luego, el logos, o el habla viva, solo es un ser o, más precisamente, un ser vivo (o un organismo, es decir, un cuerpo cuyos órganos están dispuestos según un determinado reparto), en cuanto que tiene un padre. La escritura, en cambio, al inscribirse como hijo-huérfano, no solo desplaza la verdad (del padre) sino que además “[n]o se deja asignar un puesto fijo en el juego de las diferencias” (1997, 138)36. En virtud de ello, para Derrida, la escritura (desde el relato de Sócrates) no es meramente una cosa muerta sino un logos escrito, un habla debilitada, “un muerto-vivo, un muerto en receso, una vida diferida, una apariencia de aliento; el fantasma, el simulacro del discurso vivo no es inanimado” (1997, 217), lo cual evidencia que su modo de (des)aparecer responde a otra lógica, una lógica de lo muerto-vivo, una lógica de la sobrevida37.

Este esquema platónico que, en su apertura de la “historia”, posibilita cierta concepción de la vida a partir del logos y la paternidad no es algo circunscrito meramente a los textos platónicos. El platonismo, dirá Derrida, atraviesa toda la conceptualidad de lo que rápida y provisoriamente podemos llamar metafísica occidental. Recordemos, en efecto, que “la historia comienza así”, es decir, con aquel mito que violenta y excluye la escritura en nombre de un habla viva. No por casualidad tanto en Platón como en Hegel el esquema parece repetirse38: si en el texto de Platón es el padre –quien se hace presente en el hijo– aquello que posibilita pensar un ser como organización viva, en el de Hegel será nuevamente el vínculo presente entre padre e hijo aquello bajo lo cual se piensa la vida y el ser. Como recuerda Derrida citando a Hegel, Jesús, en cuanto hijo de Dios, dice que lo que habla por su boca está en él y es al mismo tiempo más grande que él. La filiación, esto es, el vínculo de lo finito con lo infinito, es, entonces, declarada por el padre. Del padre que vive en su hijo. Hay, así, una clausura común en la escena cristiana y platónica, una clausura a partir de la cual se traza cierta concepción de vida en la ligazón del padre con el hijo que, a su vez, está necesariamente atravesada por la cuestión de la voz, por la presencia de la voz. Por el logos, en suma, que permite pensar la voz, siempre del padre, presente en el hijo. En palabras de Derrida: “Pensar el ser como vida en la boca es el logos. En la unidad infinita del logos se igualan el ser, la vida, el padre y el hijo” (2015, 84-85).

 

A partir de esta unidad entitativa del padre y el hijo, o de esta cópula que los enlaza –y que hace que Dios, fuente de vida, dé vida a su hijo–, Hegel alude a la metáfora del árbol para afirmar que, en lo que respecta a la vida, una parte de la totalidad es la misma unidad que la totalidad; mientras que en el reino de los objetos, o de lo muerto, la totalidad es diferente de sus partes: “Un árbol que tiene tres ramas es, junto con éstas, un árbol; pero cada hijo del árbol, cada rama (también sus otros retoños, hojas y flores), es a su vez un árbol” (1978, 350-351). Siguiendo esta metáfora, que para Hegel es la vida misma, el hijo pasa a tener vida en sí mismo “en cuanto es Uno con el Padre” (1978, 354). Es por ello que, para Hegel, la comunidad cristiana no es sino un vínculo viviente de hijos que viven en Dios. Dios-el-Padre, en cuanto aquello inmodificado de las modificaciones, es, según Hegel, la fuente y emanación a partir de la cual surge la figura de cada vida limitada. La emanación, como Derrida indica, no cabe entenderla, sin embargo, en su sentido habitual, a saber, como la producción continua que brota de una fuente. Si la vida refiere a aquel trayecto (o circuito) iniciado por la división del padre en el hijo para volver a sí, entonces la emanación de la vida, desde la determinación familiar, cabe comprenderla como una operación atravesada por la discontinuidad, la división, la negatividad. La vida, lejos de la pura continuidad, implica una oposición a sí, una “extraña división que produce unos todos” (Derrida 2015, 90).

Es a partir de esta discontinuidad, de esta división, digamos, “estructural” a la vida, que Hegel introduce la cuestión de la muerte como esencia de la vida. Los padres, lejos de perderse sin más, conservan en el hijo su propia desaparición. Es por ello que, nota Derrida, “observan a su hijo como a su propia muerte y al observarla, la retardan, se la apropian, mantienen en la presencia monumental de su semilla –en el apellido– el signo vivo de que son muertos, no de que ellos están muertos sino de que muertos ellos son, lo cual es cosa distinta” (2015, 151). Los padres, entonces, se conservan al verse en su propia muerte. A su vez, lo singular como muerte, es decir, en cuanto opuesto a la “unidad originaria de lo vivo” (2015, 90) es, no obstante, “un trozo de vida, una rama en el árbol de la vida” (2015, 90). Llegamos así a la cuestión de la economía: “[L]ey de la familia, de la casa familiar, de la posesión” (2015, 152). La ley de la familia, en cuanto ley de la posesión –en cuanto ley del padre interiorizado, relevado, en el hijo–, no puede ir ligada sino a la economía. La Aufhebung, sostiene Derrida, es la amortización de la muerte como idealidad, pues es en la idealidad (recordemos, por ejemplo, Introducción a El origen de la geometría de Husserl o La voz y el fenómeno: Introducción al problema del signo en la fenomenología de Husserl) donde se conserva, en su repetición, “el sentido”, “la verdad”; en suma, “la universalidad del logos”. Por lo mismo, la idealidad, el eidos –añade Derrida–, en cuanto producción de Aufhebung (en el caso que nos convoca, la conservación del padre en el hijo), es un concepto económico (entendida desde el oikos, esto es, la casa, el cuarto, la tumba, la pompa fúnebre, etcétera), un concepto familiar. El sema común, aquello que permite inscribir la idealidad en la cuestión familiar, es la conservación de lo propio, aunque sea en la repetición de la muerte: “[L]a Aufhebung, ley económica de la reapropiación absoluta de la pérdida absoluta, es un concepto familiar” (Derrida 2015, 152). Mediante el movimiento circular de retorno a sí, posibilitado por la mediación del hijo, el padre se relaciona con el padre, es decir, se conserva en la repetición de la muerte relevando, así, su desaparición. Pérdida con retorno, con intercambio, con economía.

A partir de la lectura en torno a Husserl, sabemos, no obstante, que para Derrida la idealidad tiene ya la inscripción de aquello que resta: la no presencia (entendida, por su puesto, bajo una lógica, si acaso cabe hablar de lógica, que no se sitúa desde la oposición de la presencia; una lógica, entonces, o, más preciso aún, un pensamiento de la différance). Para Husserl, es en su indefinida repetición que la idealidad se constituye como tal, esto es, como unidad ideal, como presente viviente. Sin embargo, el gesto que traza Derrida permite dar cuenta de que la repetición, estructura de iterabilidad que posibilita la idealidad, es aquello que, a su vez, la imposibilita, pues su operación es la de diferir ya la proximidad absoluta entre el contenido ideal y la conciencia. Si no hay idealidad sin repetición, no hay, por ende, idealidad (o apropiación) propiamente tal; no hay, en el caso de la segunda de las Investigaciones lógicas, transparencia o proximidad absoluta entre el decir y el querer-decir, esto es, aquel circuito de autoafección de la voz que se oye a sí misma. No hay como tal aquello que Husserl denomina vida trascendental.

Es así como en estas escenas se asoma un trazo común que parece apuntar a la filiación padre-hijo. Ese vínculo, en términos hegelianos, es la vida misma, la cual nada sería sin la erección del padre que se hace presente en el hijo –su semilla– para apropiarse a sí, a su nombre propio, a su ley, a su sentido: al “origen del valor”. En el caso de “La farmacia de Platón”, la legitimidad de la filiación está dada por la custodia presente del padre en el habla viva del hijo, mientras que la ilegitimidad (y su consecuente rechazo, violencia y exclusión) se aloja en la ausencia; más preciso aún, en el parricidio del padre. Es el fármacon como artificio/escritura que, sin un padre presente que salvaguarda el sentido del querer-decir, y en su contaminación “externa” de la memoria, es tachado de parricida ignorante, exterior, mudo y, sobre todo, moribundo (Derrida 1997, 227). Vida, entonces, como automovimiento espontáneo que va de sí a sí, es decir, desde el padre, aquel intérprete oral, hasta el padre, como aquel sentido resguardado. Es por ello que cuando la escritura es llamada a comparecer ante la instancia paterna, solo se observa en ella una repetición muerta que no puede espontáneamente repetirse a sí misma, y que por lo tanto puede, en suma, no repetir nada, es decir, desdoblarse en la repetición para jamás retornar a sí (1997, 205)39.

Bajo el alero de la filiación padre-hijo se ha gestado, entonces, una ontología que ha atravesado no solo al discurso filosófico de la vida, sino también al texto en general (recordemos, tal como Derrida acusa a partir de Fedro, que “la historia comienza así”). Esta ontología, sin embargo, clama ya su lectura –su marcha–bastarda cuyo efecto, al menos, implica el remezón de sus jerarquías y cimientos (aquellos sostenidos en un deseo de reapropiación paterna y familiar) que se juegan, tal como aludimos, en el juego del texto en general y, por ende, en la política y su reparto. En el caso de Clamor, una de las tantas operaciones que deshilvana tal deseo paterno de apropiación y renta muestra que la escena de la familia, de la Sagrada Familia, está ya atravesada por desplazamientos, repeticiones y disimulos que dejan apenas leer, como apunta Derrida, una figura inestable, dibujada al revés y relegada al silencio –en cuanto desestabilizadora del orden falogocéntrico: la madre–.

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