Seguimos siendo culpables

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Precisamente estas últimas, las prisiones, se convirtieron en el eje y en microsociedades de la represión de posguerra. En torno a sus muros, sea desde dentro o desde fuera, giró la vida de una parte de la población. Los encarcelamientos fueron masivos y ello se tradujo en una sobrepoblación reclusa que vivía en condiciones infrahumanas y sujeta a una lógica punitiva que perseguía no solo vigilar y castigar, sino también doblegar y transformar identitariamente.27 Más allá de la eliminación física o la privación de libertad, cabría añadir, al menos, las sanciones económicas y laborales.

Por su parte, la represión de posguerra generó, como acuñó Conxita Mir, toda una serie de consecuencias que «nos sitúa[n] en el resbaladizo terreno de la subjetividad y de las repercusiones no cuantificables de los procesos represivos de posguerra». «Efectos no contables» que se adentran en el terreno de emociones y sentimientos como el miedo, la resignación o la hostilidad.28 En este apartado de efectos menos tangibles, difícilmente baremables, podrían incluirse asimismo el estigma, la quiebra de las relaciones sociales o la «presión ambiental» tras salir de las cárceles.29

Finalmente, para analizar las responsabilidades políticas en la provincia de Valencia, debe tenerse en cuenta que forma parte de los últimos territorios ocupados por las tropas franquistas. Su ocupación coincide con el final de la Guerra Civil, en los últimos días de marzo de 1939. Entre el 26 y el 28, las líneas defensivas republicanas se deshicieron sin combate y las tropas dejaron de oponer resistencia. Los frentes se fueron desplomando, mientras soldados y civiles llenaban carreteras y campos tratando de volver a sus casas o intentando huir del país. El ejército franquista avanzó rápidamente, ocupando pueblos y ciudades: solo el 29 de marzo cayeron Sagunto, Segorbe, Gandía, Utiel y Requena.30 No obstante, en no pocas localidades valencianas, la toma del poder por los partidarios de los sublevados se produjo con anterioridad a la llega del ejército.31

También la ola de terror y de detenciones masivas podía haber comenzado ya. De manera paralela al avance de las tropas franquistas, estas iban haciendo prisioneros a militares republicanos. Igualmente, en los pueblos, los partidarios de los sublevados, especialmente los falangistas, comenzaron la persecución y detención de todos aquellos considerados «rojos», que no disminuirán con la llegada del ejército.32

Los militares republicanos fueron conducidos a campos de concentración. Se emplearon para ello, entre otros, el proyecto republicano inacabado de sanatorio de Porta Coeli o las plazas de toros de Utiel y Valencia.33 También se emplearon todo tipo de lugares para detener y recluir a civiles. Ante este fenómeno de detención masiva, la arquitectura penitenciaria en uso en ese momento fue rápidamente insuficiente y se emplearon todo tipo de edificios y espacios. La designación de centros «habilitados» fue para Ricard Camil Torres el

eufemisme emprat per a designar totes aquelles estructures arquitectòniques que van servir per a amuntegar detinguts i en les quals poques, per no dir cap, transformacions es van realitzar per albergar els reclusos.

De esta forma, pese al volumen de prisiones –también militares– y calabozos –municipales o de partido judicial–, debieron «habilitarse» otros tantos espacios como prisiones de la comandancia militar y centros de reclusión: conventos, monasterios, escuelas, campos de fútbol, palacios y mansiones, fábricas o almacenes. La cantidad de espacios utilizados da una idea del volumen de prisioneros. Y también de sus condiciones: estos lugares tuvieron como característica habitual el caos, la improvisación, el amontonamiento, las malas condiciones alimentarias e higiénicas y los malos tratos. La submiseria acompañó siempre al fenómeno penitenciario franquista. Por su parte, el movimiento de prisioneros entre ellos fue enorme y se fue tendiendo a concentrar a la población reclusa en instalaciones más amplias que permitieran aminorar la dispersión y ejercer un control más efectivo.34

Todas estas detenciones de los primeros momentos tuvieron lugar sin un procedimiento judicial abierto. Los prisioneros permanecieron encerrados a la espera de ser clasificados, de la llegada de avales para ser puestos en libertad o de su traslado a otros centros mientras se les instruía un sumario militar. El 30 de marzo se había declarado el estado de guerra, palanca de arranque de la justicia militar. Actualmente, no hay ningún trabajo monográfico sobre los consejos de guerra celebrados en la provincia de Valencia al finalizar la Guerra Civil. Por ello, nos falta información sobre número de afectados, estadísticas de sentencias, temporización de las causas, conformación y funcionamiento de los juzgados, etc.

Tras la sentencia en consejo de guerra, la población reclusa por motivos políticos tendió a concentrarse en las cárceles centrales, situadas mayoritariamente en la propia ciudad de Valencia o sus alrededores. Aunque todavía debe profundizarse en su análisis, la vida en estos espacios, la disciplina, el trato dispensado a la población reclusa, las malas condiciones alimentarias, sanitarias e higiénicas, el número de fallecidos o la especificidad de las prisiones femeninas nos son conocidas a través de los testimonios y las investigaciones realizadas.35

En cuanto a la cuantificación de fallecidos por causas directamente relacionadas con la represión, el pionero trabajo de Vicent Gabarda recoge cifras del conjunto del País Valenciano. Según esta investigación, al menos 3.700 personas murieron en la posguerra en la provincia de Valencia como consecuencia de la violencia desplegada por la dictadura. En su mayoría se trata de personas ejecutadas tras un consejo de guerra (2.831). Le siguen la muerte en prisión o centros penitenciarios (813) fuera de la prisión (61) y en hospitales (19).36 Finalmente, otras modalidades judiciales de la represión de posguerra, como las depuraciones laborales o las responsabilidades políticas, han sido todavía parcialmente abordadas.37

Así, en este contexto concreto de miserias, violencia y específico significado de la dictadura para las mujeres –objeto de estudio de las próximas páginas–, debe considerarse la tardía ocupación de la provincia de Valencia. Ello implicaba que, al menos en teoría, los distintos instrumentos del fenómeno represivo ya se habían perfeccionado. Desde luego, no fue óbice para que los primeros momentos fuesen incluso caóticos y la legislación represiva no mostrase intersticios en su praxis. De hecho, esta característica parece que fue inherente a la represión de posguerra, sin que suponga una disminución de su potencialidad punitiva y paralizante. Es en este contexto de reciente ocupación en el que ha de formarse y empezar a actuar, junto a otros tentáculos, la jurisdicción especial de Responsabilidades Políticas valenciana. La labor debía comenzar casi de cero.

MUJERES, DICTADURA Y REPRESIÓN

La historia de las mujeres y del género ha realizado un largo recorrido en el estudio de la implantación de la dictadura y la represión de posguerra. Se ha remarcado la centralidad del género en el discurso y las políticas franquistas y, en consecuencia, el significado propio que la dictadura tuvo para las mujeres. Asimismo, se ha subrayado su transversalidad en la represión de posguerra, resaltando la concurrencia de particularidades basadas en la construcción de la diferencia sexual.

Respecto al significado de la dictadura para las mujeres, conviene retrotraerse a la Segunda República y la Guerra Civil como contextos que en buena medida implicaron toda una serie de cambios que fueron percibidos por una parte de la sociedad española como una amenaza al orden de género. La Segunda República significó un avance en las políticas de género por parte del Estado y en las relaciones entre los sexos, supuso la «consecució de la ciutadania política i social per a les dones, del sufragi, i de drets i llibertats individuals».38 Asimismo, se legisló en materias como el divorcio o el matrimonio laico, se impulsó su acceso a una educación igualitaria y se abordó su situación de desigualdad jurídica y laboral. El contexto favoreció el empuje de su politización y su visibilidad en el espacio público a través de publicaciones y asociaciones específicamente femeninas.

No obstante, estos cambios se vieron acompañados de límites, de continuidades:

El estudio de las relaciones de género y de la historia de las mujeres durante el periodo republicano implica la realización de un análisis específico de las continuidades y cambios que se van a producir en este corto periodo de tiempo en lo que respecta a la vida de las mujeres.39

El debate parlamentario en torno al voto femenino, el paternalismo mostrado por la mayoría de políticos de la época, la creación de organizaciones específicamente femeninas dentro de los partidos o las resistencias a su acceso al mundo laboral son muestras elocuentes de la pervivencia y permanencia del discurso/imaginario tradicional patriarcal. Ello tuvo su traducción tanto en las prácticas políticas y legislativas como en las relaciones sociales y afectivas.

 

Por ejemplo, el artículo 43 de la Constitución establecía un modelo de matrimonio civil, laico e igualitario, pero el referente seguía siendo el de la familia tradicional. Así, las concepciones de feminidad y masculinidad continuaron profundamente enraizadas determinando la reforma parcial, y no completa, del Código Civil de 1889 en esta materia. En el ámbito privado, el modelo patriarcal que jerarquizaba las relaciones entre ambos sexos continuó siendo el dominante.40

Por su parte, el análisis de las consecuencias de la llegada de la Guerra Civil para las mujeres en la zona republicana implica moverse en los mismos parámetros antes apuntados: los cambios-avances y las continuidadeslímites.41 El golpe de estado fracasado propició la profundización en los cambios y la aceleración de determinadas dinámicas en aquellos territorios que permanecieron leales a la legalidad republicana. Si la Segunda República había significado un punto de inflexión, la coyuntura específica de la Guerra Civil actuó como catalizadora y aceleradora de los cambios en las relaciones entre los sexos y en la identidad cultural de las mujeres.42

En un escenario nuevo de guerra civil, revolución social y lucha antifascista, las calles ya no constituirían un terreno de actuación exclusivo de los hombres. Desde los primeros momentos del conflicto, las distintas fuerzas políticas llamaron a la movilización femenina. Las organizaciones femeninas se movilizaron de forma masiva y desarrollaron una intensa actividad. La Agrupación de Mujeres Antifascistas –que adquirió un estatus oficial– y Mujeres Libres fueron las dos organizaciones de mayor envergadura y con mayor capacidad de convocatoria en una actividad arrolladora que llenó las calles de mujeres. Llegaron incluso a sectores de la población no politizados previamente, en su mayoría jóvenes que mostraron un enorme compromiso con la defensa de la legalidad republicana.43

Sin embargo, los modelos de género tradicionales permanecieron en el terreno simbólico frenando los avances. Continuaron las resistencias –por ejemplo, en el ámbito laboral y en las organizaciones políticas– y la permanencia generalizada de una mentalidad que bebía de la división tradicional. Pese a su presencia en el frente –las milicianas–, pronto su simbolismo adquirirá connotaciones negativas y triunfará la división de roles: hombres en el frente, mujeres en la retaguardia. Su labor se centró en tareas asistenciales, acordes con las características propias de la feminidad.

Pero lo hizo con un «reajuste en las posiciones frente a la mujer y la configuración de su papel social». En primer lugar, el papel clásico de madre y ama de casa adquirió una nueva dimensión, desdibujando el límite públicoprivado. Su rol sobrepasó los muros del hogar para proyectarse sobre un colectivo más amplio: la población civil. En segundo lugar, su labor gozó de reconocimiento público. Fue valorado por ellas mismas, lo que las dotó de identidad, a la par que se reconocía socialmente su importancia.44

Tanto la Segunda República como, después, la Guerra Civil habían posibilitado una serie de tendencias, «condiciones necesarias pero no suficientes en lo relativo a una amplia y profunda transformación de las relaciones de género tanto en lo público como en lo privado».45 Sin embargo, estos cambios bastaron para que una parte de la sociedad española los considerara una amenaza al statu quo, y para convertirse en la punta de lanza de la represión de una parte de la población femenina.

La sublevación militar y la dictadura franquista se caracterizaron por su voluntad de reprobar, contrarrestar y castigar los avances acometidos. Como señala Giuliana Di Febo:

… coherentemente con este anhelo palingenésico, la condena a la República es acompañada de su estigmatización por haber determinado la pérdida de los valores tradicionales, entre ellos la familia y el hogar.46

La dictadura franquista significó para las mujeres «la radicalización hasta extremos esperpénticos de unas relaciones de género fuertemente patriarcales y del modelo tradicional de mujer doméstica, así como el retorno radical a la esfera privada».47 Las relaciones jerárquicas de género se agudizaron y, junto con ello, se produjo una redefinición de la identidad femenina. En la simbiosis de estos dos elementos jugó un papel de primer orden la voluntad de recuperar el modelo tradicional de familia católica y, en consecuencia, determinar el papel social que debían representar las mujeres era fundamental.

En el plano más discursivo, dicha redefinición no inventaría nada nuevo, dado que el modelo tradicional de esposa y madre estaba largamente establecido en función de un pasado social y político que, por otra parte, no resultaba demasiado remoto ni había experimentado modificaciones importantes en la mentalidad del conjunto.48

En todo caso, las mayores novedades en este aspecto fueron, por un lado, la repetición hasta el hartazgo de una perorata que con poca habilidad disfrazaba la misoginia del discurso; y, por otro, la proyección de un modelo de mujer sin fisuras, un modelo indeterminado, universal e interclasista, que no tenía en cuenta condicionantes socioeconómicos.49

Esta redefinición de las relaciones de género no respondía únicamente al deseo de regresar a un orden simbólico concreto, sino que había también razones de tipo práctico, con el fin de resolver todo un conjunto de problemas políticos, sociales y económicos. Por ejemplo, el vacío demográfico –que requería de una potente política natalista– o la necesidad de expulsar mano de obra de un mercado de trabajo poco dinámico.50

Asimismo, este modelo tradicional casaba con un proyecto político que aspiraba a controlar la vida social. Para ello, se tornaba imprescindible vigilar a la considerada «entidad natural»: la familia. Y el buen funcionamiento de la institución familiar pasaba por preservar lo que era pura y llanamente la familia tradicional, en la que la mujer debía cumplir un rol específico.51

El cambio fundamental que implicó la dictadura franquista fue el compromiso de quienes detentaban el poder con que este modelo fuera el único. De este modo, se intervino políticamente a través de múltiples mecanismos con un objetivo claro: asegurar la contrarrevolución y asimetría de género. Lo privado iba a ser más que nunca político, con un fuerte intervencionismo del Estado y de los poderes públicos hasta en la vida más íntima y recóndita de las personas.52

La dictadura aprobó numerosas disposiciones legislativas con la voluntad de intervenir siguiendo criterios de género en tres ámbitos: la educación, el trabajo y la denominada moral pública.53 Además, esta práctica legislativa mostraba una doble dinámica: por un lado, se premiaba y protegía la institución familiar; por otro, las políticas represivas iban destinadas a la mujer, a cerrar cualquier resquicio de su independencia como individuo.54

Sin ánimo de extendernos, las mujeres fueron «fajadas»,55 aprobándose desde el inicio de la Guerra Civil una prolífica legislación orientada a la separación y diferenciación sexual desde la infancia: las niñas serían preparadas para su destino biológico como esposas y madres, y sus posibilidades de acceder a una formación profesional adecuada se estrechaban debido a su exclusión del ámbito laboral y su dedicación a la familia y a la protección de la institución familiar, cuyo modelo no era otro que el tradicional de sumisión a la autoridad patriarcal. Se restableció el Código Civil de 1889 y las mujeres, sobre todo las casadas, volvieron a la minoría de edad permanente. Fueron equiparadas a los menores e incapaces mentales y relegadas a sujetos jurídicos de segunda: necesitaban la licencia del marido para comparecer en un juicio, enajenar bienes o ejercer una actividad comercial.56

Asimismo, la dictadura legisló cualquier posible desviación del canon, aunque siempre condenando únicamente o con mayor ímpetu el descarrío protagonizado por mujeres.57 La justicia ordinaria veló sobre todas estas cuestiones relacionadas con la transgresión de la nueva moral social. Una represión moral que acabó afectando especialmente a las mujeres, situadas en el centro de la diana, y generando «una legión de víctimas a las que ni siquiera les cupo, durante mucho tiempo, el honor de entrar en las estadísticas historiográficas del descalabro». Si las leyes ya las colocaban en una posición vulnerable, la misoginia de los jueces fue, en muchas ocasiones, notoriamente descarada.58

Una parte de las mujeres sufrió también la represión de posguerra. Y, como se ha señalado, el género fue un componente omnipresente y esencial a la hora de punir y legitimar un determinado orden de género a través del castigo ejemplarizante y retroactivo de su cuestionamiento. En relación con ello, marcó experiencias diferentes, máxime si se tiene en cuenta el contexto de contrarrevolución de género que significó la dictadura franquista.

Desde la historia de las mujeres y del género se han remarcado las especificidades de la represión sobre las mujeres basada en su condición femenina y se ha subrayado la necesidad de reflexionar en torno a estas particularidades para ofrecer una explicación más general, global y compleja.59 En palabras de Pura Sánchez:

No nos parece, lo diremos una vez más, que la represión ejercida sobre las mujeres deba entenderse del mismo modo que la represión en general, considerada equivalente a la masculina, sino un fenómeno que tiene sus rasgos propios y sus objetivos específicos. Por ello, su ignorancia o insuficiente consideración ha acarreado hasta ahora un a veces incompleto, a veces incorrecto, acercamiento al hecho global de la represión.60

Las fórmulas más habituales para conceptualizar la represión ejercida contra las mujeres han sido represión de género y represión femenina, aludiendo directamente al origen de sus especificidades. Los elementos diferenciados y diferenciadores de la represión femenina se extienden desde el quiénes son estas mujeres, entendiendo por tal qué mujeres padecen la represión y cómo se las representa, hasta el por qué fueron castigadas, cómo o qué métodos se emplearon y con qué finalidad.

Respecto al quiénes, entre los términos empleados por la dictadura para designar a las represaliadas, puede destacarse el de «rojas» como exponente del estereotipo construido en negativo, y perdurable, para definir a estas mujeres. El término no fue un invento de la dictadura,61 sino que se apropió de él, amplió sus límites y lo redefinió cargándolo de connotaciones negativas. Al cambiar el término «rojo/s» de género gramatical se añadían y/o sobredimensionaban matices relacionados con la inmoralidad de aquellas a las que se refería. Las «rojas» representaban el «antimodelo» que se debía redimir: «la hez de la sociedad», pura «escoria», «mujerzuelas», que hacían gala de su «lujuria desenfrenada». Eran «ordinarias, bastas, sucias, ociosas, inclinadas al vicio y a la violencia».62

 

Más allá de proyectar una imagen o un estereotipo de ellas, se dibujaba un retrato en negativo que delimitaba la feminidad mediante la contraposición del antimodelo. Las «rojas» tenían todos los rasgos que una mujer no debía tener según el modelo de mujer ideal franquista, convirtiéndose en un baúl de características despectivas. Además, como señala Ángeles Egido, hace referencia no solo a una opción política condenada y condenable, sino a una catadura moral que, además de reprobable, es punible. Son delitos, juicios penales. El cénit se alcanza con la miliciana:

… estereotipo por excelencia de roja y, por tanto, de mujer licenciosa que atenta contra la moral y que se despega especialmente del modelo mujer, madre y esposa, «ángel del hogar», que el Nuevo Estado aspiraba a imponer.63

Siguiendo con este quiénes, bajo este común «rojas» se engloba a un heterogéneo grupo de mujeres a las que se les encuentra un nexo común más amplio y vago que en su significado anterior: su vinculación de una u otra forma a los derrotados en la Guerra Civil. Pueden ser mujeres con una militancia activa, que ocuparon cargos de mayor o menor relevancia en partidos políticos, ayuntamientos, organizaciones femeninas o de ayuda humanitaria. Pueden ser simples votantes o afiliadas, que participaron o no en determinados actos violentos o desafiantes del orden social. Pueden tener un bajo o bajísimo perfil sociopolítico o no militar en ninguna organización en concreto, pero puede que se les conozcan o se presuponga que tienen unas determinadas ideas en el vecindario o en el pueblo. Y un elemento diferenciador fundamental: pueden ser esposas, novias, madres, hijas o hermanas de hombres considerados de izquierdas.

En interrelación con ese quiénes, las causas y los porqués que conllevaron la punición de estas mujeres también varían. Fueron represaliadas por una doble transgresión: social y moral. Con su activismo, sus posicionamientos públicos, su salida a las calles, sus actitudes o sus relaciones afectivas estaban cuestionando y desafiando el espacio que debían ocupar y el modelo de feminidad tradicional católico.64 Otro delito específico fue su condición de esposas, hermanas, madres o hijas. Esto es, contra ellas hubo también una represión indirecta: por delegación si sus familiares varones se hallaban huidos o desaparecidos, subsidiaria junto a ellos y/o por su «responsabilidad moral» al permitir la desviación moral de la familia.65

De los delitos imputados pueden deducirse los posibles objetivos específicos de la represión femenina. El castigo retroactivo de la transgresión social y moral de las mujeres buscó ratificar la identidad femenina que se pretendía imponer. Con tal fin se castigaron los desafíos pasados al espacio que debían ocupar y a las virtudes que debían caracterizarlas. Por su parte, Pura Sánchez asevera que se persiguió colocar a toda la unidad familiar en una situación de debilidad.66 Desde luego, no podemos dejar de hacer constar que tuvo en muchas ocasiones este resultado. Los expedientes de responsabilidades políticas en los que ambos cónyuges fueron represaliados nos muestran las situaciones más extremas.

En cuanto al cómo, el régimen desplegó toda una serie de métodos de castigo con componentes «que afectaban de manera directa a elementos definitorios de la feminidad». Buscaba no solo el castigo por su condición política, sino también humillar sus rasgos identitarios anulando su condición femenina y un significado de «purificación» con la apropiación simbólica de su cuerpo femenino.67 El rapado de pelo o la ingestión de aceite de ricino continuaban en «diligencias» o en las cárceles con torturas, violaciones, amenazas de tipo sexual o descalificaciones morales.

Asimismo, fueron encausadas y/o condenadas en consejos de guerra por responsabilidades políticas o depuradas. En estas modalidades judiciales, la centralidad y transversalidad de género es más invisible que en otros métodos de castigo. En teoría, las leyes no contemplaban un tratamiento distinto para hombres y mujeres. Sin embargo, como ha señalado David Ginard, hay que distinguir entre la ley escrita y la aplicación concreta de esta que hicieron los tribunales.68

Un ejemplo ilustrativo son los delitos imputados por la justicia militar.69 Pura Sánchez planteó una pregunta clave: qué se esconde bajo la acusación de rebelión militar, no tanto jurídicamente como desde un punto de vista ideológico. Hombres y mujeres fueron juzgados y condenados por delitos de rebelión en cualquiera de sus formas. Sin embargo, más allá del Código de Justicia Militar, la cuestión es si se acusó de lo mismo bajo la misma denominación. La conclusión de esta autora es taxativa: no. Según ella, las mujeres fueron culpables de una doble transgresión: social y moral. Salieron a las calles y manifestaron posicionamientos políticos desatendiendo el espacio social que debían ocupar. En sus propias palabras:

Estas mujeres al traspasar el umbral de sus hogares y «echarse a la calle» invadieron el espacio público que les estaba vedado como mujeres, abandonando con ello el espacio doméstico que les era propio.70

El castigo se agravaría por el cuestionamiento implícito o explícito de la intransigente moral de los sublevados, prestando especial atención a la transgresión del modelo tradicional de mujer católica o al ataque contra instituciones, personas y símbolos representativos de la Iglesia católica.71 En definitiva, fueron castigadas por mostrar actitudes impropias de su condición femenina tanto en el ámbito público como en el privado.

La violencia anticlerical o la simple actitud en contra de la Iglesia adquirían un significado especial cuando eran practicadas por mujeres porque de ellas se esperaba su mayor religiosidad, su quietud y su sumisión. Según Lucía Prieto,

la consideración de que el escarnio y el insulto hacia lo sagrado forma parte consustancial y específica del masculinolecto y que la costumbre de blasfemar y de hablar groseramente puede ser incluso un factor de diferenciación de los sexos, convierte el mismo insulto en boca de una mujer en una transgresión de su propia condición femenina.

Además, según esta autora, la imputación de actos anticlericales respondió a motivos funcionales. Por un lado, sirvió para definir «el mito de la perversidad de la mujer roja, desnaturalizada en su condición de mujer». Por otro, era una acusación no solo grave, sino fácil de imputar contra aquellas que tuvieron una militancia más o menos activa o simplemente una actitud desafiante. Porque fueron actos con gran participación y presencia de personas, por lo que era fácil situarlas allí e implicarlas.72

La justicia militar las condenó a penas de muerte o reclusión, presentando las cárceles femeninas elementos propios. Entre otros, destaca la concepción de estos como espacios de «redención» y «corrección» de su «mala vida» donde se trató de despojarlas de su identidad política. Por su parte, fueron espacios con niños: los hijos e hijas de las presas. Las condiciones de vida de estos niños son recordadas con especial sufrimiento en los testimonios. Además, las criaturas fueron convertidas en un medio de chantaje contra ellas o «desaparecieron».73 Precisamente, el estudio de las cárceles femeninas puede considerarse el impulso de las investigaciones sobre la represión franquista de posguerra desde una perspectiva de género, donde comenzaron investigaciones pioneras como la de Giuliana di Febo, publicada en 1979,74 y donde mayor profundización en el conocimiento y reflexión de la represión femenina se ha alcanzado.75

LOS OBJETIVOS DE LA LEY DE RESPONSABILIDADES POLÍTICAS

La persecución económica de los derrotados, Pagar las culpas, El «botín de guerra» o El precio de la derrota.76 Son los títulos de algunos de los diferentes estudios que abordan en sus páginas la aplicación de la Ley de Responsabilidades Políticas. Como se ha señalado anteriormente, esta ley y sus precedentes han sido caracterizadas como la vertiente económica de la represión de guerra y posguerra. Así, los propios títulos inciden en un objetivo económico que está fuera de toda duda para la historiografía y que puede rastrearse no solo en la ley de febrero de 1939, sino en todo el andamiaje legislativo.

La importancia otorgada a esta finalidad es manifiesta en la distinta consideración de las sanciones. A diferencia de los otros dos tipos, las económicas debían imponerse siempre, «necesariamente», en toda sentencia condenatoria y su cuantía no dependía únicamente de la «gravedad de los hechos apreciados». Son también las únicas imprescriptibles y transmisibles. Por su parte, cuando habían sido condenados previamente por la jurisdicción militar, no solo es el único tipo de sanción que se les podía imponer, sino que todo el procedimiento gira en torno a determinar la «posición económica y social».77 Los jueces instructores se convierten, ya sobre el papel, en sabuesos destinados a rastrear cualquier botín que se pudiera sustraer.

En relación con lo anterior, el texto reserva un espacio considerable a todo lo relacionado con la parte puramente económica: posibles actuaciones en este plano durante la instrucción, cuestiones relativas al cobro –es decir, a la ejecución del fallo y la pieza separada de embargo–, estipulaciones y protocolos de actuación cuando se producen demandas de tercerías, etc. Asimismo, una buena parte de las disposiciones anejas y las circulares o instrucciones remitidas por el Tribunal Nacional tienen que ver con esta parte económica de la ley, quizá también porque es la que mayores dudas pudo generar.

Posteriormente, en la ley reformatoria de 1942, se introduce un criterio puramente económico para sobreseer las causas: el artículo octavo preveía el sobreseimiento del expediente cuando el encausado fuera insolvente o cuando los bienes y/o retribuciones de este no sobrepasaran una determinada cantidad. Así, ese «afinar la puntería» se traduce en quitarse de en medio rápidamente a todos aquellos que no podían aportar réditos. De hecho, ya antes de su aprobación, se contemplaba centrarse en los inculpados solventes para acabar con el problema que había generado la ley.78