Pasajeros

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Por lo que a mí respecta, no tengo ninguna objeción a que el mundo desaparezca, pensaba yo, y si tiene que ser conmigo también, estoy dispuesto a correr ese riesgo con mucho gusto. La carencia de sorpresa que se ofrecía a mi mirada, la falta de una forma, la ausencia de belleza en conjunto me adormilaba. Lo traslúcido y vaporoso, el barro candente y cálido que de vez en cuando distrae al ojo curioso que recorre el sur de Alemania, nada de eso puede percibirse en los viajes por las regiones centrales. Así que cerré los ojos a propósito, y me debí de quedar dormido enseguida.

2

Me desperté de un sueño dramático porque noté una presión sobre mi hombro. Mientras que el resto del cuerpo seguía ingrávido, envuelto en las acciones del sueño, el hombro derecho experimentaba una presión hacia abajo, suave, pero firme. Quizás se ha caído algo de la rejilla portaequipajes, que está repleta, pensé con los ojos todavía cerrados, o se ha desplazado la almohadilla del asiento, pero cuanto más tiempo transcurría en el mundo real, más clara era la sensación de que una cabeza reposaba sobre mi hombro, un cráneo viviente, palpitante, que de entre alrededor de catorce mil millones de posibles hombros había escogido precisamente el mío para liberarse por un momento de la carga de aguantar su propio peso. Por nada del mundo quería abrir los ojos, para por lo menos arrastrar una parte del sueño hasta la cámara del recuerdo y así poder reflexionar sobre él más tarde. Yo estaba sentado en un círculo formado por unos niños que acusaban con dureza a un muchacho lloroso, en cuclillas delante de mí. Era tan joven que apenas podía discernir entre bien y mal, y estaba allí, quieto, ensimismado, mientras que las lágrimas le corrían por las mejillas, sin entender lo que le estaba pasando. Se había golpeado los brazos y las rodillas y se arrancaba de la piel un trocito de costra con la mano derecha. La sangre brotaba de la diminuta herida, y el chico con aire ausente la chupaba con la lengua. La imagen del niño con la rodilla sangrante me trajo a la memoria la escena de una película, un chico abandonado al borde de la carretera, gorra con visera y unas peculiares botas abotonadas, pero no era capaz de recordar el título. ¿Un niño refugiado, o simplemente un niño pobre? ¿O se trataba simplemente de un niño que se había golpeado en la rodilla? Junto a él estaba de pie una muchacha que le sostenía por los cabellos. Sostenía, no tiraba de ellos. ¿Quién era esa muchacha? No la había visto nunca antes. Lo miraba desde arriba con una mezcla de reproche y escepticismo, como si no estuviera segura de que él fuera consciente de su culpa, ni de si ella podía condenarle. Luego parecía otra vez como si ella sintiera lástima por aquella criatura inocente. Por el contrario, los otros niños, que eran en su mayoría granujas, miraban al tipo lloroso con una severidad inexorable, como si desde hacía tiempo se hubieran puesto de acuerdo en condenar al delincuente. Uno de ellos levantó el dedo acusador, como si quisiera advertir contra una sentencia favorable, y en ese momento era como si se hubiera transformado en un código legal viviente. A su lado se sentaba un fanático colérico, que abogaba apasionadamente por someter al joven a tortura, ya tenía las manos listas, colocadas sobre unas piedras, y habría bastado un gesto de mi parte para que las hubiera agarrado. Sí, un gesto mío, yo era uno más de ellos. Mientras que en el sueño yo intentaba encontrar palabras para amansar a esa chusma, el niño adquirió mis rasgos, de manera que yo era a la vez (viejo) juez y (joven) delincuente, aunque no en la misma persona. Una situación absolutamente desesperada, porque los niños enfurecidos se acercaban cada vez más y exigían una respuesta, pero yo no sabía nada de la culpa ni del crimen. Un momento antes de que los niños pudieran arrojarse sobre mí, ante mis propios ojos, me desperté con la garganta reseca. ¿Había pronunciado palabras durante el sueño? ¿O hablaban las imágenes? ¿Había dicho algo la muchacha? ¿Cuál era la acusación? Tenía que averiguar a toda costa si se hablaba en los sueños, y cómo se hacía. De pronto me parecía que estaba sobre la pista de un gran secreto y eso por sí solo ya era un buen motivo para no abrir los ojos y tener que mirar a la cara al humillante presente. La escena onírica, me di cuenta entonces, transcurría frente al telón de fondo de una hermosa mansión construida con esmero, una casa verdaderamente ideal, sobre cuya fachada se apoyaba una escalera por la que un hombre —para mí estaba meridianamente claro: era el propietario— escalaba ágilmente para clavar las contraventanas con movimientos rápidos y cortos, como un pájaro carpintero. Esa casa, fuera lo que fuera en mi sueño, estaba siendo sellada frente a mis ojos, nunca podría (¿nunca me sería permitido?) penetrar en ella. Puesto que jamás en mi larga vida había poseído una mansión, ni siquiera había soñado con querer poseerla, debía de haber sido ‘alguien’ quien hubiera deslizado esa villa inalcanzable en mi sueño, un agente inmobiliario invisible que conocía perfectamente mi subconsciente.

La noche anterior había leído algo de la Biblia en el hotel, aunque era la historia de Job, en la que no se menciona nada de una lapidación. Una vez llegado a Múnich, quería rebuscar en mi Biblia, por si hubiera pasado por alto algo que posteriormente había reelaborado en el sueño. ¿Por qué me acusaban los niños? Me había hecho a la idea de ser un ser humano bastante equilibrado, alguien que llevaba una vida equilibrada, en algún lugar en el medio de una sociedad decididamente inclinada hacia el medio. Mi éxito profesional me permitía llevar una vida que no llamaba la atención, sin el castigo divino de la envidia, pero con interés por los márgenes y por las experiencias marginales, por el arte, en otras palabras, por aquello de lo que en realidad seguía sin entender mucho, aunque no por ello dejaba de atraerme. Tenía la firmísima convicción de tener ya todo por detrás de mí. Todavía quedaba frente a mí un camino a través de un terreno llano, no lo que podría llamarse un bonito camino, desde luego nada ameno, ni sublime, sino uno de esos caminos que uno se ‘ha merecido’ después de una larga vida laboral, y cuando se tiene la necesidad de experimentar una sensación, es preciso ir al cine o al teatro, o incluso leer. El triste final de ese camino ‘normal’ habría de seguir de una manera inmisericorde, la atrofia muscular, la antipatía hacia el prójimo, la impaciencia frente a la estupidez, la fatiga invalidante. Pronto descansarás tú también. Hasta entonces es preciso, a pesar lo inútil que resulta, llevar una vida ‘correcta’. Pero algo se me había escapado —¿qué? Obviamente algo decisivo, de otra manera no me habría sorprendido en el tren camino a casa. ¿O acaso era mejor que me hubiera pasado en el tren, en movimiento, para poder sentirme a salvo de esos males en casa? Nunca había aprendido a saborear mi vida.

Una vez más has salido bien parado, murmuré entre dientes, pero no tendrás tanta suerte en una segunda ocasión.

Si hubiera abierto una sola vez los ojos, según lo que me enseñaba la experiencia de mi vida adulta, el sueño se habría perdido para siempre. En el suelo de mi cerebro había una trampilla que estaba directamente conectada a los ojos. Ojos abiertos, trampilla abierta, sueño fuera. Una de las pocas lecciones que el doctor Baumann me había enseñado obstinadamente era que había que escribir los sueños inmediatamente después de despertarse, para que de esta forma quedara una huella de mi otra vida y de sus tragedias imaginarias. En efecto, en los últimos años había llenado varias gruesas libretas de apuntes con mis sueños, aunque nunca había llegado a analizarlos. Ni siquiera las había leído. Quizás tampoco quería hacerlo. Mis sueños eran infinitamente más ricos e inescrutables, más brutales e hirientes que todo cuanto yo percibía en mi vida despierta, y que en su mayor parte me parecía estéril y monótono, y en cualquier caso carente de revelaciones que merecieran tal nombre. Todos mis talentos y cualidades que fueran más allá de mi profesión, por lo demás no especialmente interesante, dejaban huella tan solo en mis sueños, y no se activaban nunca en mi vida real, puesto que, si intentaba emplearlos, conducían a una extraña presunción contra todo y cualquier cosa que ciertamente no era voluntaria, pero que no acertaba a evitar. ¿Acaso se trataba de envidia, después de todo? Quizás estaba envidioso de mis semejantes, que eran capaces de disfrutar de la vida tal y como era sin esfuerzo. Miedo y culpa, sueño y muerte no conseguían impedirles abrazar la vida a pesar de todo. A mí me lo impedían mis escrúpulos. A cambio, mis sueños eran opulentos. Cada vez que hojeaba mis diarios oníricos, me daba de bruces en cada página con una vida tan exuberante, ingeniosa, aventurera, con una seriedad tan hermosa, pero también con una alegría desbordante tan colorida y salvaje, que para no entristecerme los tenía que cerrar inmediatamente otra vez. Había llegado a la conclusión de que debía conducir mi vida de doble vía de tal manera que las sombras del lado nocturno no se mezclaran con las cotidianas. Por supuesto, de vez en cuando experimentaba el deseo de llegar a algún sitio, de alcanzar unas orillas en la que ambas cosas fueran posibles, lo formal y lo vedado, el centro y la periferia, pero a pesar de todo sabía por experiencia que esto no dependería de una decisión que yo pudiera tomar. No quisiera ir tan lejos como para decir que se es vivido, pero en definitiva era eso lo que pensaba. Pero, por favor, ¿quién o qué es quien me está viviendo? ¿y no llegaría un momento en el que, tarde o temprano, se produciría un choque contra ese ‘ente’?

Desde que, a pesar de mi edad, había vuelto a viajar como coach de motivación para empleados de medianas empresas, con el fin de motivarles a través de un incremento de su sensación de bienestar, apenas me quedaba tiempo para ocuparme de mí mismo. Mis libros ya anticuados habían vuelto a editarse, a pesar de que, en mi opinión, se limitaban a desarrollar métodos sencillos para lograr que trabajadores desanimados se interesaran otra vez por la empresa, pero resultaba evidente que en los llamados niveles ejecutivos ya se había pasado el apetito por la constante innovación en los procedimientos de motivación. Cuando comencé mi actividad hace casi cincuenta años, aún teníamos que servirnos del idioma alemán, hoy vamos de un lado para otro en tanto que expertos consulter para work-life-balance y personal branding. Una palabra tan hermosa y antigua como procrastinación no existía en nuestro vocabulario; en revancha, yo disertaba con unción sobre estilo directivo orientado a valores y de satisfacción por el trabajo. Dejar atrás el sobrevivir y empezar a vivir, abandonar la desgana, el miedo y el estrés, e invertir la energía así liberada en la empresa, semejante tontería me había granjeado el éxito. A través de las redes sociales se había difundido la noticia de que yo era un gurú benevolente, para el que primero contaba la persona y luego la empresa, y puesto que actuaba como guerrero solitario, se me podía conseguir además a un precio competitivo, así que se amontonaban las invitaciones a ponencias y workshops que yo, en realidad contra mi voluntad, atendía diligentemente, lo que atraía a su vez nuevas invitaciones. Cuanto más actuaba, más solitario me volvía. Me escuchaba a mí mismo como si fuera un payaso que repite y repite una y otra vez los mismos viejos dichos y los viejos chistes, y cuando finalmente conseguía escapar a la habitación del hotel después de las cenas multitudinarias, me asaltaba una melancolía narcotizante. La euforia constante revelaba su lado oscuro. El tipo que yo representaba me resultaba tan familiar, cada día me producía un mayor desasosiego. Sentía cómo las piedras en los bolsillos del abrigo se hacían cada vez más pesadas. Así que venga, a confirmar la próxima cita, a empaquetar la bolsa de viaje, a preparar el material de las presentaciones, y corriendo al tren, para viajar hasta Quedlinburg, Passau o Oldesloe, donde ya se me aguardaba impacientemente como al salvador.

 

Por otro lado, mi objetivo no había sido jamás el saneamiento de firmas medianas en decadencia. Originariamente, lo que pretendía enseñar era una forma de concebir la gestión empresarial que surge sin necesidad de fijar objetivos, ni de establecer un sistema de recompensas, una forma de pensar contradictoria y poco agraciada, que nace de la humildad, de la paciencia y del interés. En lugar de eso, se esperaba de mí que fuese una especie de profesional carismático del entrenamiento, que difunde diminutos pedazos de seguridad en sí mismo, por muy consciente que fuera de que esto no significa nada en absoluto. En cierta ocasión, en Braunschweig, propuse acudir con toda la plantilla al museo para contar delante de los cuadros qué es lo que se nos ocurría acerca de la fortaleza y la debilidad, de la impaciencia a través del conocimiento y de la capacidad de compromiso, pero tanto la dirección de la empresa como los propios empleados rechazaron la idea irritados. No es posible enseñar el asombro, pero ¿cómo puede realizarse una tarea sin experimentar asombro? Ninguno de los empleados de Braunschweig era capaz de contar, ninguno podía hilar más de tres frases seguidas, por no hablar de la capacidad de emitir un discurso espontáneo. Todos ellos tenían miedo a decir una palabra de más. Y ninguno de ellos había visitado jamás el museo de su propia ciudad.

Así que una vez más colgamos en la pared la absurda hoja en la que escribir la lista de nuestras fortalezas y nuestras debilidades, y todos prometieron que en el futuro se dedicarían a fortalecer sus fortalezas con el fin de «extraer su máximo rendimiento», y quedaron tan contentos de haber superado la formación sin un rasguño y de haber evitado cualquier esfuerzo intelectual. Y a la mañana siguiente me fui al museo yo solo, para ejercitar mi asombro ante las pinturas de la escuela flamenca. En lo esencial, mi vida constaba solo de imágenes, el resto era secundario. En ocasiones hacía listas de pinturas que querría guardar en mi interior hasta el final, y me asombraba de que fueran tan pocas. ¿Cuánto tiempo permanecerían en mí? ¿Qué Poussin, qué Lorena adquiriría para mi museo privado? Chardin lo daba por descontado, pero, ¿acaso colgaría en mi galería el Autorretrato en espejo convexo, y si así fuera, por qué? El juego solo funcionaba si se imponían límites estrictos. Cien cuadros, por ejemplo, pero cincuenta serían todavía mejor. Sí, cincuenta cuadros deberían bastar para «abarcar», por un lado, la mediocridad insuperable del ser humano, y por el otro, sus potencialidades; para explicar por qué nunca se alza, ni podrá nunca alzarse sobre sus propias carencias, a pesar de la ingente cantidad de palabras que a lo largo de la historia de la civilización ha inventado para superarlas. Sería un museo gigantesco en el que habría que atravesar muchos pasillos y salas de cuyas paredes no colgaría ni un solo cuadro, para llegar hasta las pocas pinturas que le albergarían a uno. Pero incluso si alguien se toma el esfuerzo de llegar, no estaría claro si estas estarían expuestas. A cambio, la entrada es gratuita.

Cuando finalmente abrí los ojos, la cabeza que descansaba sobre mi hombro resbaló por mi brazo derecho y cayó sobre mi regazo. De pronto estaba completamente despierto. No cabía ninguna duda, era la cabeza de una muchacha que antes de que me quedara dormido se había sentado justo enfrente de mí, en el sentido de la marcha. En un primer momento la había mirado con disimulo, luego de manera más abierta, pues era como si algo en su fisonomía no cuadrara, y eso no me dejaba apartar la vista. Hace tiempo que casi todos los niños se parecen entre sí, y solo se distinguen por los letreros de sus camisetas, y de todas formas ya no hay manera de ver sus rostros, porque están siempre tecleando sobre sus aparatos electrónicos con la punta de la lengua entre los dientes. La tranquilizadora imagen de una muchacha leyendo en el tren que viaja concentrada, y que de vez en cuando contempla con aire soñador los paisajes que atraviesa, es algo que solo se ve en las fotos del siglo pasado. Cuando tenía que mirar a la cara a los jóvenes que asistían a mis cursillos, jóvenes que se habían puesto ‘guapos’ para la formación, y que vestían alguna camiseta especialmente cool, o una gorra peculiar, o pantalones totalmente desgarrados, me parecía como si todos ellos estuvieran disfrazados, como si se ocultaran debajo de ropa de camuflaje para no tener que mostrar su ‘auténtico’ rostro. Tenéis el aspecto de la gente que sale en el canal ZDF, dije una vez a los miembros de un grupo, y me quedé desconcertado al ver lo orgullosos que estaban con esa caracterización, que se tomaron como un halago.

Todo era distinto en el caso de la joven que tenía enfrente. Naturalmente, estoy exagerando, en realidad no tenía nada de especial. Pero me parecía por lo menos que se escondía en ella un alma profundamente turbada. Una mezcla peculiar de duendecillo y hada madrina, de gran serenidad y de inquieta inconstancia. En un momento de descuido, me miró bruscamente con descaro, como si quisiera medirse conmigo. Atrévete a meterte conmigo, parecía decir esa mirada, pero luego no te quejes si sales perdiendo en ese juego. Entonces volvió a retirar la mirada, como si tuviera algo que ocultar. No disimuló en absoluto que era consciente de que yo la observaba, a pesar del esfuerzo que me había tomado por hacer como que mi mirada recorría el compartimento sin delatar ningún interés. Un rostro, en todo caso, por el que no podía pasar de largo la mirada pasajera. Un rostro que parecía un imán. A veces estiraba hacia atrás su pelambrera de un tirón y al mismo tiempo la giraba, como si quisiera forzar a mirar a su vecina, que estaba sentada pacientemente a su lado, abismada en una larga conversación consigo misma. ¿Su madre? ¿Una tía? ¿Alguien encargada de su custodia? Ninguna de las dos parecía vivir en Gotinga o en Kassel, pensé, y no tuve más remedio que reír, pues en realidad en toda mi vida solo había pasado una noche en Gotinga, y un día en un pequeño centro comercial de Kassel. Esa ínfima risa, que me daba a menudo cada vez que era consciente de mis propios prejuicios y manías, produjo en la chica una reacción asustada: ¿te estás riendo de mí?, parecía preguntarme, una pena, en ese caso me he equivocado contigo. Desde la dulce hada me miró, tan fugaz como mi risa, un demonio, y ahora yo sabía que ese demonio existía, y adopté una postura circunspecta, como si me hubieran pillado.

Debían de venir de mucho más lejos.

Cuando el revisor pidió los billetes, la mayor rebuscó con ahínco en una atiborrada bolsa de Lidl, mientras que los otros pasajeros, incluyéndome a mí, presentábamos los nuestros ceremoniosamente, como si quisiéramos dar un buen ejemplo. En Alemania los billetes de tren se llevan siempre al alcance de la mano, y no se esconden bajo jerséis, vestidos y zapatos en el fondo de una bolsa de Lidl. Así es como uno se vuelve sospechoso. La circulación se vuelve más difícil. ¡Si todos los pasajeros ocultasen sus documentos de viaje en el fondo de maletas o de bolsas de Lidl! Finalmente, la mujer encontró los billetes, pero algo faltaba, un suplemento, porque ellas habían hecho el trasbordo desde un tren de cercanías a nuestro tren expreso. ¿No tiene el suplemento?, preguntó el revisor. Sin respuesta. Tienen que abonar el suplemento, todavía amable. La mujer mayor sostenía un par de calcetines en sus manos nudosas y miraba desanimada, cansada, hacia adelante, para ella todo el asunto estaba liquidado. ¿A cuento de qué había sacado esos calcetines de la bolsa? Qué podían querer decir unos calcetines.

Como no había respuesta, y el jefe de servicio de pasajeros empezaba a perder su paciencia, intervine yo preguntado cuánto costaba el suplemento. Eso depende desde dónde y hasta dónde viajen, contestó el revisor, desde aquí hasta los Balcanes es más caro que desde aquí a Núremberg. Pareció sorprenderse de que su chiste no obtuviera ningún aplauso. ¿Vosotras, a dónde vais? Preguntó entonces mi vecina, al tiempo que hacía un gesto con los dedos que nadie entendió, ni siquiera el revisor. Si no tenéis dinero, no os está permitido viajar en nuestro hermoso ferrocarril, algo así quería darles a entender, y cuando la mujer, que tenía el aspecto de no haber proferido en toda su vida sino lo más estrictamente necesario, abrió la boca, mi vecina la hizo callar. Al infierno, resopló, quieren viajar al infierno. Al final, pagué yo los suplementos hasta Múnich, un adulto, una menor, lo que provocó la indignación de la mujer sentada a mi lado.

Para huir del incómodo silencio que siguió a ese estúpido arrebato cerré los ojos. No, no tienen que agradecer nada, no tiene ninguna importancia. Ahora ambas extranjeras hablaban bajito entre sí en un idioma eslavo; las únicas palabras que entendía eran nombres de ciudades alemanas, Stuttgart, Múnich, Múnich una y otra vez. Mi vecina —estaba contento de no tener que mirarla— no podía dejar pasar que yo hubiera pagado el importe de los suplementos a esas ‘componentes de una banda de ladrones’, como ella decía, y emprendió el consabido monólogo lleno de odio acerca de los refugiados, la extranjerización del país, la identidad alemana y otros problemas de actualidad, pero como nadie en el compartimiento quiso reaccionar a esa letanía, que cualquier hijo de vecino habría podido canturrear como si de una canción popular se tratara, tuvo que inventarse su propio público. Se fue poniendo cada vez más teatral, agresiva, grosera, se animó a sí misma a poner fin a tal espanto, y finalmente, porque en nuestro compartimento solo podía hablar, pero no actuar, susurró entre dientes que deseaba con todas sus fuerzas que llegara el hermoso día en que tal gentuza desapareciera de la faz de la tierra. Es una exageración que pone en evidencia al mentiroso, y la arrogancia histérica es un signo de cobardía. Solo los cobardes hablan así, vivimos en una sociedad de cobardes, que tienen que juntarse para cantarle a alguien las cuarenta. Con los ojos cerrados me imaginé la cara de la muchacha, la mirada demoníaca que estaría dirigiendo a mi vecina. Había buenos motivos para suponer que la mujer se estaba asustando, finalmente escuché como recogía sus trastos y desaparecía sin dejar de ladrar. Solo quedó de ella una pesada nube de perfume con la que tuvimos que conformarnos. Estaba orgulloso de mi nueva amiguita ¡Bien hecho, bravo!

Un hermoso día… ¿ese día pertenecía al pasado o al futuro? ¡Los hermosos días del ayer! Ahora la cabeza de la niña descansaba sobre mi regazo. Estábamos solos en el compartimento, ni siquiera se veía rastro alguno de la bolsa de Lidl con los misteriosos calcetines. También había descendido ya la tímida pareja sentada en el lado del pasillo, que había mantenido todo el tiempo un silencio testarudo. ¿Por qué no habían abierto la boca, eran quizás demasiado jóvenes aún? ¿por qué no habían quitado la palabra a la mujer malvada, no la habían obligado a cerrar la boca, no la habían arrojado del compartimento? ¡Identidad alemana! ¿Qué clase de gente era esa, capaz de tragarse cualquier inmundicia sin indignarse? ¿Cuántos mensajes envenenados como esos puede digerir una persona que se haya educado en este país? Mientras mi vecina vomitaba su discurso, estuve en varias ocasiones tentado de proponer a esos jóvenes mandar a tomar viento entre todos a esa víbora venenosa, pero se me pasaban las ganas en cuanto los miraba a la cara. Eran esos rostros que uno ya no puede evitar encontrarse en Alemania, esas caras de impolutos e inocentes campeones mundiales de la exportación que yo tan bien conocía de mis cursillos: más valía no decir nada, susurraban, para no despertar el tumor latente bajo la piel de esta sociedad apacible, y que está esperando para poder explotar. Ningún riesgo, nada de experimentos, pleno empleo. Cada una de esas caras sabe que, si todo sale bien, al final les caerá un apartamento de dos habitaciones al borde de la playa con pantalla plana y un pequeño mueble bar. Y si no hay una guerra antes, si los rusos se ocupan de sus cosas y los americanos respetan sus límites, y los polos dejan de derretirse, entonces puede razonablemente esperarse que dentro de cuarenta años podamos seguir disfrutando de la misma vista de la casa de enfrente, de los coches en el patio, que ya no será siquiera necesario conducir uno mismo —bastará con decirles a dónde queremos ir, y entonces irán ellos solos. Lo primero es la renta, luego viene la moral, este es el preámbulo de la verdadera identidad alemana. Más de dos tercios de nuestra sociedad están compuestos de ese tejido. Me resultan familiares por mis seminarios, ¿cómo tener éxito y mantenerlo? Todos son consumidores de primer orden y trabajadores motivados en los que se puede confiar, que estarán con la empresa a las duras y a las maduras. Que piensan igual que la empresa. Una vida en la que uno no se puede extraviar, de eso se ocupa la vigilancia integral.

 

¿Y qué pasaba con el último tercio? Un caos impenetrable. Algunos de ellos, como la mujer malvada, pertenecen al grupo de los que se imaginan haberlo conseguido, y tienen miedo de que alguien les quite algo, un apartamento de una sola habitación en Mallorca, las vacaciones por Pentecostés y la escapada de Navidad a un buen hotel de Garmisch-Partenkirchen, tienen miedo de retroceder bruscamente un escalón a plena luz del día, de manera que cualquiera pueda darse cuenta: ¡mira, esos no pueden mantener su estilo de vida! El bolso de mano con broche de plata y pesada cadena como asa, la mirada asustadiza al Smartphone chapado en oro, el cuarto de hora de cuidadoso repaso del maquillaje con el espejito dorado, el pesado pedrusco del pendiente que casi les rasga las orejas, en esas cosas ponen su corazón. Y en el vestido, claro, ¡Gucci o Prada! Que se ha comprado en realidad como algo sólido, más sólido en todo caso que el cuerpo que recubre, aunque una vez que se haya pasado la estación, se convertirá en algo risible, inapropiado, pasado de moda. Ya es suficientemente malo tener que viajar en ferrocarril y no poder escoger a quién se sienta al lado, por lo menos tiene uno que rodearse de pasajeros de cierto nivel, gente perfumada y radiante, en caso contrario más vale que las plazas se queden vacías.

¿Cuándo surgieron esas personas, quién les ha enseñado esa actitud? ¿de dónde vienen esa amargura, ese sufrimiento, esa humillación que se esconde tras el miedo y que les abrasa sin tregua? ¿Quién escribe la historia de esos miserables seres humanos, que no han comprendido la vida?

Lo peor del caso, pensaba yo al mirar las caras inmóviles de los compañeros de viaje, ¡es que tienen toda la razón! Porque cuando algo se haga añicos —y desde luego muy pronto habrá de nuevo escombros, de eso están todos firmemente convencidos—, serán ellos los que peor lo van a pasar. ¡Son ellos los que tienen algo que perder! Serán ellos los engañados, los que tendrán que pagar la factura. Por eso se desgañitan y abren la boca, y se puede ver el oro falso en sus fauces ensangrentadas. Todas las drogas alternativas han dejado de servir. Ya no hay religión, ni comunidad, ni partido, ni Estado que puedan ser de ayuda. Ni siquiera Prada o Gucci. Lo único que sobrevive es la pequeña economía, el maldito crecimiento, la autodestrucción organizada.

¡En el hecho de que la voz de la mujer malvada no se me fuera ya del oído reconocí de manera clarísima que algo debía de haber ido mal en la historia de la evolución! Se me había quedado dentro, ese tono estridente, histérico. ¡Cada vez que oiga hablar de identidad alemana, volveré a escuchar en mi oído a esa mujer! Un tinnitus identitario.

Por otra parte, siempre me he considerado una persona apacible, un defensor del equilibrio, de la mesura, a veces incluso del apaciguamiento. La vida es demasiado corta como para pasársela siempre en la lucha, el enfrentamiento, a la defensiva. Sencillamente, es demasiado corta. Por eso se han inventado todo tipo de travesuras para animarla un poco. Una de esas invenciones es el viaje constante, esa obligación de estar siempre en camino, las escapadas urbanas, las ofertas culturales, el vuelo last-minute a Estambul, los fines del mundo encantadores a orillas del Bósforo, sin olvidar la ópera en Verona, todo incluido, antes ciento veinte euros, ahora la mitad, hay que llevar las bebidas. Sin embargo, últimamente reaccionaba con desagrado ante mis coetáneos, a veces no podía ni mirarles, ni quería que me tocaran. ¿Dónde se han quedado los soñadores, los tímidos solitarios, los místicos que al menos una vez en la vida han abandonado el empirismo y se han sumergido en universos impenetrables, en ámbitos situados más allá del cumplimiento del deber y de la eficacia? ¿Dónde están los seres humanos capaces de admitir libremente que el astro de su vida no ha ascendido ni va a ascender nunca?

La chica dormía como una marmota, y al igual que una marmota emitía a intervalos extraños pitidos. Moverme estaba descartado. No quería moverme. Me estaba ocurriendo algo que no quería perder a causa de un movimiento en falso. Tampoco estaba preparado para un contacto con ese ser en pantalones de chándal. ¿Qué hacer pues con las manos, y sobre todo, con el pensamiento? Yo no le había pedido que se sentara a mi lado. Lo único que había hecho era regalarles un par de euros, a ella y a su acompañante, nada más. ¿Pero por qué estaba empezando a justificarme febrilmente? ¡Ha sido la niña la que ha venido a mí, por favor, créanme! No es algo que ocurra todos los días, que en un compartimento de los Ferrocarriles Alemanes le caiga a uno en el regazo una chica totalmente desconocida, alguien que con seguridad tendría cincuenta años menos que yo. En las comisuras de su boca se habían formado pequeñas burbujas de saliva que al expirar se inflaban y estallaban, todo lo demás estaba en calma.

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