La radio ante el micrófono

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LA RADIO Y LA MASA

Quizá en su pionero retrato sonoro del dominguero Ruttmann ya posea la intuición de que —por muy singulares o especiales que puedan sentirse durante su fin de semana— sus anónimos protagonistas no dejan de ser individuos-masa, miembros indiferenciados de una colectividad sin rostro. La pieza, además de esa forma incipiente de subjetividad, también celebra el agnosticismo del micrófono, y al hacerlo ayuda a crear una (en aquel momento) insólita forma de escucha radiofónica, en la que conviven, indiferenciadamente, muy distintos tipos de sonido. Lo relevante —e históricamente novedoso— respecto a todas estas resonancias berlinesas es que en el contexto técnico-estético inaugurado por el micrófono ya no importa si proceden de la voz humana, de un coche, de un piano más o menos afinado… Una vez atravesada la frontera del micrófono, devienen sonidosmasa, indiferenciados los unos de los otros al menos mientras habiten el espacio radiofónico.

En la obra de Ruttmann coexisten los sonidos de una sierra, martillazos, rugidos de motores, cajas registradoras, pitidos de claxon, silbatos, los arpegios que una cantante entona junto a un piano, el tictac de varios relojes (también el canto del cuco), sirenas, el canto de un gallo, silbidos más o menos afinados, confusos parloteos femeninos, griteríos infantiles, susurros y besuqueos, risas, animados cantos corales (tanto de niños como de adultos —algunos de carácter religioso—), bandas de música que se aproximan y después se alejan del oyente siempre impulsadas por contundentes golpes de bombo, tintineos de cubiertos que se funden con el del metal —más contundente— de unas campanas. Hacia el final de la pieza, cuando retornamos a la rutinaria jornada laboral, escuchamos el timbre de un reloj despertador, más sirenas propias de una fábrica, el bostezo de quien intenta desperezarse, suspiros, una máquina de escribir, la voz de lo que podría ser un jefe o un capataz…

Músicas, parlamentos, ruidos más o menos molestos o identificables… Todo queda integrado, gracias al agnosticismo del micrófono, en una secuencia temporal homogénea: once minutos y quince segundos de sonido. Ruttmann no solo poseía —y demostró— una sólida intuición respecto a esa característica del micrófono; también participaba de la idea de que ese instrumento actúa como un filtro respecto a la realidad, frente a ese «mundo exterior» que ubicamos más allá de la frontera microfónica del espacio radiofónico. Una realidad que, ciertamente, es mucho más amplia que la que los sonidos caracterizados como musicales pueden ofrecernos:

Fuera de los límites impuestos a los instrumentos, nosotros disponemos hoy de un campo vastísimo: todo lo que es susceptible de ser vivo nos pertenece, y podemos extraer de la vida misma mucho más de lo que habíamos extraído con el cinema mudo. Este dominio se encuentra ensanchado por las condiciones del espacio; hay una perspectiva del sonido, como hay una perspectiva de la línea, perspectiva que en aquél se obtiene aproximando o alejando del micrófono una gama infinitamente variada de valores sonoros.

Estas palabras de Ruttmann, que fueron citadas dentro de un artículo de José Pizarro titulado «Un film “sin imágenes”» y publicado en el diario madrileño La Nación el 29 de julio de 1930 —otra muestra de la rápida acogida de la obra en la España de la Edad de Plata—, manifiestan esa concepción del micrófono como una suerte de embudo o jeringuilla capaz de «extraer de la vida misma mucho más» que la cámara de cine. La membrana microfónica, en el límite del espacio de la radio con el mundo exterior, abstrae de él fragmentos de la existencia, sin tener en cuenta si estos se encuentran «[f]uera de los límites impuestos a los instrumentos», es decir, si pertenecen al dominio prefigurado de lo musical.

Respecto a la tentadora comparación entre el medio cinematográfico y el radiofónico, al analizar esta misma obra el teórico y compositor francés Michel Chion resalta cómo aquí Ruttmann lleva hacia la radio una técnica hasta entonces más propia del cine: el rodaje (entendido como la recreación artificial de una serie de circunstancias que propician la grabación de una determinada escena, que más tarde se insertará —por vía de montaje— en una secuencia más compleja). En particular nos interesa mencionar aquí —aunque será algo más adelante cuando nosotros retomemos esta argumentación— las ideas de Chion, dentro de su libro El arte de los sonidos fijados, sobre esta idea de «rodaje radiofónico»:

Cuando se escucha por ejemplo en Week-End lo que se supone es una sierra acometiendo [sic] la madera, todo eso en medio de un gran silencio, se sospecha que ahí no hay nada de espontáneo. Ha sido necesario arreglárselas para evitar todo ruido simultáneo o vecino, escoger la hora o el lugar en el que ningún estrépito perturbara la grabación.

Las palabras de Chion recién anotadas apuntan hacia algo que, sin demasiados ambages, puede perfectamente ser calificado como manipulación. ¿Qué otra cosa implica recrear una situación en la que el ruido de una sierra al cortar aparece solo, exento de cualquier otro sonido? Podríamos, de hecho, conectar esta cita con la anterior, del propio Ruttmann, y añadir que la ubicación a mayor o menor distancia del micrófono respecto de esa sierra —una decisión, qué duda cabe, totalmente consciente por parte del autor de la grabación— también representa una forma de manipulación. Desde luego, nuestra percepción como oyentes de esos sonidos variará enormemente dependiendo de las maniobras técnicas que decidan practicar quienes manejan el micrófono.

Recordemos, siquiera de pasada, que la manipulación no fue algo exótico para Walter Ruttmann, tampoco en años posteriores a la creación de Wochenende. Durante el periodo nazi trabajó como asistente de la directora Leni Riefenstahl durante la filmación de El triunfo de la voluntad. De hecho, Ruttmann figura a menudo como coguionista del documental propagandístico por antonomasia (en el que, por supuesto, se basó Chaplin para construir la secuencia del discurso anteriormente analizada). Ya en 1941, su fallecimiento estuvo provocado por las heridas recibidas mientras trabajaba en el frente como fotógrafo de guerra —tarea que no sabemos si desarrolló con grandes pretensiones de objetividad—.

MONTAJE RADIOFÓNICO SIN ENCUADRE NI RODAJE

Las ideas de Chion acerca del «rodaje radiofónico» nos ponen en la pista de cómo el micrófono, en una obra como la de Ruttmann, es cómplice de un falseamiento de la realidad al presentarnos solo, exento de cualquier sonido parasitario, el resultado acústico de la fricción entre la sierra y la madera que corta. Lo que Chion no desarrolla en este punto, sino que más bien confunde al emplear la expresión «rodaje», es que en ese falseamiento se manifiesta un rasgo genuino del medio radiofónico, que en absoluto es compartido por el cine (ni, a los mismos efectos, por la televisión).

Es evidente que un rodaje cinematográfico también falsea la realidad. Partamos de la grabación de un plano en el que alguien está cortando un pedazo de madera con una sierra. Si uno ampliase la mirada sobre ese fragmento de la realidad que está siendo registrado, es decir, si abriese el plano —realizando una suerte de zoom out—, seguramente vería una serie de elementos que no necesariamente tienen que ver con la realidad que se está filmando y que antes, con la mirada acotada por el plano cinematográfico, no existían para esa persona. Posiblemente no se haya tratado y retratado esta cuestión de manera más bella y profunda que en la película La noche americana, un verdadero tratado sobre la dirección cinematográfica —y sobre el amor en general— dirigido y protagonizado en 1973 por François Truffaut (quien encarna a un cineasta, Ferrand, que está —o se hace el— sordo, en una metáfora particularmente acertada para describir un tipo de relación muy frecuente entre los practicantes de ese oficio y el sonido).

En una toma de sonido radiofónica, por su parte, en principio no existe la posibilidad de ampliar la escucha (como antes decíamos «ampliar la mirada»), para captar una realidad más amplia que la inicialmente registrada. El micrófono no puede hacer zoom out. Uno puede, desde luego, alejarse de la fuente sonora (con este gesto, ciertamente, esta no tendrá tanta presencia en la grabación). También puede, claro, variar la orientación de las membranas de los micrófonos (así, si se usan dos o más, se podrá crear la ilusión de un espacio más o menos amplio). Pero la toma de sonido es esencialmente distinta de un rodaje porque en aquella no existe nada comparable al encuadre cinematográfico.

Tampoco el micrófono puede, por lo demás, realizar un zoom in. Por suerte o por desgracia, y sin perjuicio de que empresas como Apple o Samsung anuncien en 2019 el «audio zoom» como una nueva característica de sus más recientes modelos de teléfono (cuyos algoritmos supuestamente «ajustan el sonido al encuadre de la imagen», según la publicidad del iPhone 11 —el Galaxy Note 10 promete, por su parte, «seleccionar unidireccionalmente el sonido del objetivo grabado»—), la noción de encuadre sonoro, así como la correspondiente posibilidad de realizar un zoom propiamente dicho, seguirá siendo una entelequia. Magistrales películas como The Conversation, de Francis Ford Coppola, o Blow Out, de Brian De Palma, reflexionan sobre este hecho y las dramáticas consecuencias del mismo para sus respectivos protagonistas. Ni Harry Caul (interpretado por Gene Hackman en la primera película) ni Jack Terry (el personaje que encarna John Travolta en la segunda) consiguen resaltar con precisión un detalle particular del sonido captado por sus respectivos micrófonos, por mucho que intenten magnificar su intensidad y su nitidez. Esta imposibilidad, que contrasta con lo que sucede en la película Blow Up, de Michelangelo Antonioni (fuente de inspiración para De Palma, si bien el director italiano juega con las posibilidades del medio fotográfico, no del fonográfico), ejemplifica también lo que aquí hemos denominado agnosticismo del micrófono: pese a que en la conciencia de los personajes citados ciertos sonidos de entre los que han registrado son mucho más importantes que otros (hasta el punto de que algunas vidas dependen de la inteligibilidad de esas grabaciones), en la membrana de sus refinados micrófonos todas las vibraciones se reciben, se funden y se confunden en objetiva igualdad y con total ajenidad respecto a los angustiados deseos subjetivos de quienes captaron esos sonidos.

 

Retornando a la argumentación anterior, se podría pensar que, más que el encuadre, es el plano —la idea de plano— lo que resulta impensable en el contexto de una toma de sonido. Pero conviene ser preciso al diferenciar ambos conceptos —que a menudo se entremezclan, al menos en nuestro idioma—, y así constatar que un sonido sí puede estar dentro o fuera de plano, pero nunca dentro ni fuera de cuadro.

El plano es, conviene subrayarlo, un concepto abstracto y relativo, que no necesariamente tiene cotejo en nuestra realidad cotidiana. Así, por ejemplo, un sonido puede ir apareciendo gradualmente, como el de una sierra que desde lo inaudible se presenta cada vez con más intensidad: habrá entrado en plano. Otro ejemplo: si dos fuentes sonoras están muy cerca de la membrana del micrófono, y otra —que puede ser más intensa que las anteriores— queda más lejos de este, se podrá decir que los sonidos procedentes de esa tercera fuente estarán fuera de plano respecto a los sonidos procedentes de las dos primeras fuentes.

Lo importante aquí es resistir la fuerte tentación de imaginar espacios tan ortodoxos como los que cotidianamente nos ofrece la visión, y entender que la membrana del micrófono efectúa constantes transformaciones topológicas que modifican radicalmente la geometría a la que nos tienen acostumbrados nuestros ojos. Al escuchar una pieza como Wochenende estamos viajando a esa otra geometría auditiva, resultante de al menos tres metamorfosis espaciales sucesivas: la que realiza la membrana del micrófono, la del altavoz o altavoces mediante los que percibimos la obra, y la que ejecuta nuestro tímpano.

El Diccionario de la Real Academia Española propone la siguiente definición de «encuadre»: «Espacio que capta en cada toma el objetivo de una cámara fotográfica o cinematográfica». Frente a esa noción tan confusa e imprecisa que es «captar», pensamos que sería más correcto y pertinente usar aquí el verbo «delimitar». Porque esa es la característica principal del encuadre, poner límites a un plano.

El mismo argumento explica por qué en la toma de sonido no puede existir el encuadre (al menos, no en el sentido de este término que se aplica en el cine): a diferencia del objetivo de la cámara, la membrana del micrófono no puede delimitar un espacio. Si por «delimitar» entendemos —volviendo momentáneamente al DRAE— «Determinar o fijar con precisión los límites de algo», eso el micrófono no lo puede conseguir respecto de ningún espacio. Su membrana es experta en intensidades, pero sabe muy poco de distancias.

Dado que uno de los aspectos fundamentales del rodaje cinematográfico radica en la idea de encuadre, la expresión «rodaje radiofónico» parece desafortunada. Ya ha quedado demostrada la imposibilidad de encuadrar el sonido mediante el micrófono, pero ahora debemos preguntarnos si la noción de «toma» resulta de aplicación en el ámbito radiofónico.

La «toma», en el contexto cinematográfico, está íntimamente ligada a la idea de «plano», que el diccionario define así: «Parte de una película rodada en una sola toma». Pero aquí se da una confusión entre una concepción temporal del plano (lo que parece implícito en estas palabras del DRAE, que efectivamente se corresponden con expresiones bien asentadas, del tipo «esta película se caracteriza por el uso de planos muy largos») y la noción más abstracta que antes se presentó (esa suerte de «espacio virtual» que configuran las cámaras… o, como hemos visto, también los micrófonos).

En el contexto cinematográfico, la referencia al «plano» conforme a la primera concepción mencionada —esto es, la temporal— resulta práctica cuando, por ejemplo, describimos el montaje como la combinación de planos pertenecientes a diversas tomas. Pero debe subrayarse que esta concepción del «plano» obedece a un pensamiento puramente secuencial de las imágenes cinematográficas, en virtud del cual estas aparecen —como resulta habitual en el cine más difundido— las unas detrás de las otras. Solo excepcionalmente usa el cine técnicas como la de la pantalla dividida (recordemos, sin salir del cine mainstream, cómo Brian De Palma recurre con frecuencia a la split screen). La otra gran salvedad a la concepción linear o estrictamente secuencial del plano es, por supuesto, el cine que incorpora imágenes generadas por ordenador (y, desde luego, el de animación): ahí sí resulta habitual que en un mismo plano se combinen elementos visuales procedentes de distintas tomas.

En el ámbito radiofónico, por su parte, o en general en cualquier montaje sonoro realizado mediante el micrófono, la combinación de elementos procedentes de diversas tomas no es la excepción, sino la regla. A ello precisamente se refería Michel Chion cuando, en la cita anterior, escribía acerca de cómo Ruttmann había aislado el sonido de la «sierra acometiendo la madera», en la preparación de Wochenende: para después superponer esa grabación —esa toma— junto a otras (que pueden proceder de contextos bien distintos y remotos), es preferible que esa fuente sonora aparezca tan exenta de cualquier perturbación acústica como sea posible.

Mientras el montaje cinematográfico es —en términos generales— puramente secuencial, el montaje radiofónico es eminentemente polifónico. Este último combina tomas —o fragmentos de estas— no solamente en el eje horizontal o diacrónico, como el cine, sino que también lo hace en una dimensión vertical o sincrónica.

Estaríamos tentados de calificar también esta segunda posibilidad —tan genuina del montaje radiofónico— como «armónica», por operar de la misma manera que cuando —en la música tradicional— varios sonidos se superponen para formar un acorde. Pero como a menudo la terminología musical opone lo «armónico» a lo «contrapuntístico» —que se manifiesta cuando dos o más líneas melódicas (denominadas, en general, voces) discurren simultáneamente, pero con relativa independencia—, y en el montaje radiofónico se pueden encontrar, muy habitualmente, usos contrapuntísticos —más que armónicos— de las diferentes tomas, parece conveniente evitar este riesgo de confusión.

En una pieza tan temprana y limitada técnicamente como Wochenende (recordemos que se realizó en formato óptico, sobre celuloide) el montaje de los sonidos es puramente secuencial: unos van detrás de otros, sin superposición de ningún tipo. Desde luego, el pensamiento propio del montaje cinematográfico —que, por su parte, aún estaba en sus primeros balbuceos, tras las aún recientes aportaciones fundamentales de D. W. Griffith y Eisenstein— determinó la técnica empleada por Ruttmann. En todo caso, sorprende la veloz agilidad con la que unas grabaciones suceden a otras —creando un desenfrenado ritmo, que posiblemente intente reflejar la excitación propia del fin de semana— y, sobre todo, la disparidad de estos. El agnosticismo del micrófono se reafirma, al reunir en esa rápida secuencia tomas sonoras posiblemente más diversas entre sí que las imágenes que cualquier director de la época se habría atrevido a yuxtaponer sobre una pantalla.

INTERFERENCIA 1: DELEUZE, BACHELARD, BARTHES: EROTISMO Y DOMINACIÓN EN LA INMENSA INTIMIDAD RADIOFÓNICA

Es de agradecer que un filósofo de la talla intelectual de Gilles Deleuze dedique, al final de La imagen tiempo (segundo y último volumen de sus «Estudios sobre cine»), una especie de lección magistral sobre el uso técnico del micrófono, aunque sea justo antes de las conclusiones —y en una nota al pie postrera respecto a un capítulo paradójicamente titulado «Los componentes de la imagen»—. Es un gesto que costaría imaginar en el ámbito de las letras hispanas. Desgraciadamente, lo que plantea allí Deleuze cae en el error de confundir la idea de «plano» con la de «encuadre», pero salvado este hecho —del que, subrayémoslo, no es responsable la excelente traductora al español, Irene Agoff, pues el original también comienza afirmando: «Nous croyons qu’un cadrage sonore […]»— las palabras del pensador parisino pueden resultar inspiradoras para nuestros propósitos:

Nosotros pensamos que un encuadre sonoro se puede definir tecnológicamente por: 1º la multiplicidad de micrófonos y su diversidad cualitativa; 2º los filtros, correctores o de corte; 3º la reverberación y la absorción; 4º la estereofonía, en la medida en que deja de ser un posicionamiento en el espacio para tornarse exploración de una densidad o de un volumen temporal sonoros. Es indudable que se puede obtener un encuadre del sonido con medios artesanales; pero solo porque se habrá sabido producir efectos comparables a los de los medios tecnológicos modernos. Lo importante es que los medios intervengan desde la toma de sonido, y no solamente en la mezcla y en el montaje; por otra parte, la diferencia es cada vez más relativa.

Pese a lo señalado anteriormente respecto a la excelencia de la traducción, cuando hacia el final de este párrafo Deleuze escribe «L’important est que les moyens interviennent dès la prise de son […]» quizás hubiese sido preferible usar el modo indicativo («los medios intervienen») y no el subjuntivo que aparece en la versión publicada, y que hemos reproducido en la cita. Porque es un hecho que «los medios intervienen desde la toma de sonido», algo por lo demás inevitable, y parece que Deleuze es plenamente consciente de ello. Tal es la razón por la que retomamos sus palabras cuando estamos analizando esa particular modalidad de la función timpánica que corresponde al micrófono.

Este, con su membrana, transforma topológicamente el espacio del «mundo exterior» (ese más allá del micrófono) en un flujo de electrones que atraviesan el espacio radiofónico hasta que, convertidos en sonido por medio del altavoz, eventualmente puedan llegar a un tímpano cuyo poseedor habitará, con su escucha, el resultado acumulado de todas esas metamorfosis. Cada una de las tres membranas fundamentales en este proceso —micrófono, altavoz, tímpano— altera o «interviene» ese espacio exterior inicial.

Esas tres transformaciones no se suman, más bien se multiplican: el altavoz, en su emisión de los sonidos que ha recibido como impulsos eléctricos, siempre incorpora una nueva espacialidad en la ecuación radiofónica; el tímpano, al recibir esa señal acústica emitida por el altavoz, la integra en una compleja percepción subjetiva —un espacio psíquico, si se quiere—. Antes de todo eso, el micrófono protagoniza, en palabras de Deleuze, la «exploración de una densidad o de un volumen temporal sonoros».

El pensador parisino nos advierte de que, para acometer esa exploración, el usuario del micrófono debe abandonar la idea de que la estereofonía es «un posicionamiento en el espacio». Esto nos hace recordar lo que otro filósofo francés, Gaston Bachelard, comenta en La poética del espacio a partir de la lectura de la obra de Philippe Diolé —explorador submarino, además de escritor—: «Buscar lo alto, lo bajo, la derecha o la izquierda en un mundo tan bien unificado por su sustancia, es pensar, no es vivir —es pensar como antaño en la vida terrestre, no es vivir en el mundo nuevo conquistado en la zambullida—».

La sustancia propia del mundo subacuático parece tan homogénea —está tan unificada— como la del espacio radiofónico. Se manifiesta aquí nuevamente el efecto integrador del agnosticismo del micrófono, que apacigua lo diverso transmutándolo en algo uniforme. Ambos espacios, radiofónico y subacuático, difieren del que nuestros cuerpos habitan cotidianamente: aquellos no admiten los puntos cardinales que rigen este. Por eso la orientación, en el espacio radiofónico —y, suponemos, bajo el océano—, no se basa tanto en medir distancias como —siguiendo de nuevo a Deleuze— en explorar densidades, que es tanto como decir: navegar intensidades.

 

El autor de La imagen tiempo alude también a la reverberación y la absorción (parámetros que, de nuevo, afectan a esas densidades del sonido que se acaban de mencionar), al uso de los filtros («correctores o de corte», precisa el filósofo sin que quede muy clara la distinción entre ambos —en realidad, los dos sirven para reforzar o atenuar, en el segundo caso hasta el extremo, las diversas frecuencias presentes en la grabación; es decir, para ecualizarla—), y la multiplicidad de micrófonos y su diversidad cualitativa (esto último apela, básicamente, al diferente comportamiento de cada tipo de membrana). Si asumimos que todo micrófono —toda membrana transductora— es, en sí mismo, un filtro (que deja pasar ciertas frecuencias, pero no otras), y que la información espacial proporcionada por los coeficientes de reverberación y absorción propios del lugar donde se ubique el micrófono es irrelevante para el funcionamiento de este —en virtud, una vez más, de su agnosticismo—, retomaremos la consciencia de que la membrana microfónica es el único y determinante lugar de contacto entre el espacio radiofónico y su más allá.

Este diafragma, expuesto a la vastedad infinita del espacio que yace allende el micrófono, reacciona ante sus estímulos y los adapta a las categorías propias del espacio radiofónico. Este podría ser descrito, ahora, como una «inmensidad íntima», retomando el nombre del capítulo de La poética del espacio donde Bachelard inscribió las palabras antes citadas, junto a estas otras igualmente aplicables al espacio radiofónico:

¿Cómo decir mejor que las funciones de la descripción —tanto de la descripción psicológica como de la descripción objetiva— son aquí inoperantes? Se siente que hay otra cosa que expresar que lo que se ofrece objetivamente a la expresión. Lo que habría que expresar es la grandeza oculta, una profundidad.

Como se observó al analizar el trabajo poético de Henri Chopin, la membrana del micrófono hace añicos el lenguaje antes de filtrar sus restos al espacio radiofónico. Este escapa de una fácil descripción, al menos desde una perspectiva enteramente racional: quizás solo un lenguaje desguazado por la poesía, que no obedezca a las mensurables categorías gramaticales ordinarias, puede aproximarse a definirlo. La noción de inmensidad, además de resultar materialmente precisa cuando nos referimos al espacio que queda más allá de ese tímpano que es el micrófono, también nos ayuda al intentar conceptualizar cómo se transforma esa profunda realidad externa cuando atraviesa la membrana.

«La inmensidad es, podría decirse, una categoría filosófica del ensueño», escribe Bachelard en el frontispicio del mencionado capítulo. Radio y ensoñación forman un binomio casi natural; no solo nos referimos al hecho constatable de que millones de personas, esta misma noche, se acostarán escuchando las más variopintas transmisiones radiofónicas (apetece imaginar cómo penetrarán estas en su vida onírica). Es innegable la profunda influencia del surrealismo —es decir, de la ensoñación hecha arte— en los primeros trabajos de música concreta surgidos desde 1948 en los estudios de Radio France, con Pierre Schaeffer a la cabeza. Una consecuencia estética de todo ese movimiento artístico llegará pronto a nuestro análisis: Doloritas, quasi una ópera radiofónica, obra realizada en 1992 por el compositor mexicano Julio Estrada basada en Pedro Páramo, la novela alucinada de Juan Rulfo.

«En los ensueños que se apoderan del hombre que medita, los detalles se borran, lo pintoresco se decolora, la hora no suena ya y el espacio se extiende sin límites», continúa Bachelard en una perfecta semblanza de las transformaciones que acontecen tras el paso —mediado por el micrófono— desde el mensurable mundo exterior hacia el inmenso espacio radiofónico. Este se nos presenta ilimitado, ajeno a cualquier temporalidad, oníricamente borroso… Pero no es únicamente el valor de la ensoñación lo que queremos vincular aquí a la escucha de la radio. O, por lo menos, no de manera aislada. Las ensoñaciones radiofónicas son, esencialmente, nostálgicas. Se entremezclan con recuerdos, evocan siempre algo que se ha perdido… o que se está perdiendo mientras escuchamos.

La nostalgia radiofónica está relacionada, sobre todo, con la reconstrucción psicológica que tiene lugar cuando el tímpano inyecta en nuestra mente las emisiones provenientes del espacio radiofónico, por lo que deberá ser en un futuro trabajo —dedicado específicamente a la membrana timpánica— donde se analice más detenidamente esa categoría. Pero apuntemos ya que ese sentimiento de nostalgia, consustancial a la escucha de la radio, es solo una parte de ese fenómeno, mucho más amplio, que aquí denominamos intimidad radiofónica. La escucha radiofónica genera un tipo de intimidad específico, una relación del oyente consigo mismo —pero a la vez mediada, de una extraña forma, por la radio— cuya faceta interior (es decir, la que acontece más acá del tímpano) es la nostalgia, y que en su faceta exterior (esto es, la que roza con el micrófono) se presenta como erótica.

Podría parecer contradictorio entrelazar el sentimiento de inmensidad que venimos rastreando a través de La poética del espacio de Gaston Bachelard con la noción de intimidad. Pero no es así, como explica el propio filósofo con un argumento que vuelve a ubicar el ejercicio de vibración de la membrana del micrófono en el cruce mismo de esos conceptos:

Nosotros descubrimos aquí que la inmensidad[,] en el aspecto íntimo, es una intensidad, una intensidad de ser, la intensidad de un ser que se desarrolla en una vasta perspectiva de inmensidad íntima.

Más arriba habíamos escrito, respecto del micrófono, que «su membrana es experta en intensidades, pero sabe muy poco de distancias». El carácter adimensional del espacio radiofónico, donde la acción de medir conforme a los puntos cardinales carece de sentido, exige que la intensidad sea el principal valor registrado en la frontera microfónica. La fricción de lo exterior sobre esa porosa superficie flexible es la única forma de conexión entre ese más allá y el adentro radiofónico; la presión puede ir desde la caricia hasta el golpe, pero siempre consistirá en un juego de intensidades.

Desde el paradigma de la intensidad se pueden revisar las propuestas radiofónicas de Henri Chopin, de Fernando Millán, de Charles Chaplin, de Walter Ruttmann… Sus respectivos acercamientos al micrófono —también en un sentido literal—recorren todo el abanico antes evocado. Los fragmentos de realidad o, más precisamente, de vida que cada una de esas obras hace impactar en la membrana microfónica se reducen a una serie de intensidades que esa pequeña superficie elástica traduce en vibraciones ínfimas. Ahí radica el misterio que une lo inmenso de la vida con lo íntimo del micrófono. Como una pupila —o cualquier tipo de lente— que contempla la vastedad del cosmos, el también convexo diafragma del micrófono capta las inmensidades del mundo exterior y las atenúa hasta hacerlas íntimamente plausibles para el espacio radiofónico.

Si recordamos la composición escogida por Chaplin para acompañar el emotivo discurso final de su personaje en El gran dictador (la misma música que había sonado en la no menos emotiva secuencia en la que Hynkel danza con el mundo convertido en globo inflable), y si también recordamos los comentarios de Žižek en su análisis de estos pasajes, no nos podrá sorprender el ejemplo que utiliza Gaston Bachelard —por medio de Baudelaire— para explicar el concepto que ahora nos ocupa:

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