La Gringa del Pastor

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La viuda que está sentada ahora frente a Calvo no es la elegante mujer desnudada tantas veces en sus fantasías.

–Estoy harta –confiesa–. Días de lidiar con policías y detectives hurgando en mis intimidades como si yo fuera la culpable, y de abogados en busca de… ¿cómo dicen aquí?, ¿seguir royendo el hueso? Tres días de estar esperando que Bobbie contestara el teléfono. ¡Harta! ¿Sabe, abogado?

Calvo no sabe, solo asiente como si lo supiera. Trata de acordarse del pastor, de alguna vez que comieron juntos.

Fue cuando todavía los dos empezaban, eran jóvenes, daban sus primeros pasos en el teje maneje del mundo corporativo. Comían, argumentaban. ¿Bradshaw vs. Staubach? No, ¿cómo cree, pastor? Compara usted peras con manzanas. Empiezan con su pasión compartida por los Acereros de Pittsburgh, entablan tanta amistad como es posible en una relación abogado/cliente. Empezó con un telefonazo meses antes: Me están pirateando el nombre del templo. En cuanto la demanda queda resuelta, Calvo invita a su flamante cliente al restaurante japonés del Hotel Presidente, en Polanco. Después de la comida, la discusión pasa de la Cortina de Acero a la Cortina de Hierro en Europa. De allí, gracias a la mezcla de alcoholes, se pierden las formas, se olvida el contexto laboral. Terminan discutiendo sobre filosofía, literatura, arte, argumentan sobre cuestiones que –de haberse enterado de su contenido– hubieran horrorizado a los Senior Partners de Abate Duarte & Brockmann.

El restaurante japonés presume artefactos evocativos en sus paredes como para recordarle al comensal el tipo de comida que se sirve. Dentro de una vitrina, detrás de la mesa donde están sentados, cuelga una armadura de guerrero samurai. Meros caciques, terratenientes con muchas tierras y poder desmedido, dice Calvo cuando ve que Bobbie admira la pieza. Cambiaron las armaduras de guerra por chalecos antibalas cuando se inició el comercio con Europa, sigue, poco después de que entraron los evangelizadores jesuitas a Japón con su necesidad, necedad, de convertirlos al cristianismo solo para que luego los conversos y los misioneros fueron martirizados. A unos los aventaron a la chimenea de un volcán y el resto fueron crucificados, justamente en Nagasaki. Toma del sake que les trae el mesero. Con el agradecimiento del chef, les dice. Calvo continúa. Tiene suerte mi querido pastor Singer de que ya no vivimos en esas épocas o lo estaríamos aventando al Popocatépetl patas para arriba.

Lo dices como si evangelizar fuera algo negativo, Bobbie se vuelca a la defensiva. Negativo solo para los crucificados, se ríe Calvo. Esos son mártires sentados a un lado de nuestro Señor, licenciado. Suena a fantasía eso, Bobbie, mejor vivir por una causa que morir por ella ¿no cree? El sake juega su rol de Judas. Las escrituras no tienen nada que no sea verdad de Dios, abogado. ¿Y el Dios de los samurai, pastor? ¿No cuenta? Idolatrías falsas han existido siempre, sin duda, abogado. Entonces ¿la suya es la correcta? ¿No cree que eso mismo decían ellos? Bueno, abogado, así como su justicia, solo hay un camino para llegar a la verdad eterna. Están frescos, recién egresados de la universidad, todavía creen que a alguien se le puede convertir con argumentos y no con hogueras.

El café regresa la conversación al Autobús Bettis vs. Franco Harris. Solo fue hasta mucho tiempo después que Calvo se da cuenta de que no le preguntó al pastor Bobbie Singer por qué los dioses odian tanto a los Tiburones Rojos del Veracruz. Eso –y supongo que mi juvenil honestidad– fue lo que condujo al pastor a encargarme a su viuda, piensa ahora.


La viuda

–¿Todavía va a querer su cubana, mi Lic.? Torta en mano, Alan no quiere interrumpir a Calvo. El Chanel No. 5 aun congestiona el despacho, flota cual humo de tubo de escape a las siete en el Periférico.

–Jefe, tiene usted ojos de gato asustado, ¿todo bien?

–Dime todo lo que sepas del pastor gringo, al que mataron.

–A ver, jefe, primero por donde se empieza: ahí tiene su cubana. Pues nada jefe, solo lo que dicen en los noticieros.

A falta de temblor, huracán, narcotraficante capturado, ataque terrorista o avionazo, la muerte de Bobbie Singer sigue siendo la noticia más mencionada en los noticieros de la tele que Alan, junto a su mujer, devora en las noches.

–Si le digo, jefe, que hay que andar viendo los noticieros para andar enterado y eso. ¿El gringo? Ejecutado al mero estilo narco.

Alan es explícito en su gráfica del disparo, incluye onomatopeyas, dedos, sonidos: bum, balazo entre los ojos, uno solo, a quemarropa. Bum. Uno y tan tan. Dicen, pues, que la pistola como que está rara, o sea no es una .44 ni una .38 ni una Magnum ni nada de eso. Alguna pistola vieja, que ya no se usa, pues, como de la Primera Guerra Mundial, o algo. Es lo que dicen, pues. Yo le digo lo que dicen, jefe. Luego tiraron el cuerpo en el río que todavía pasa abierto allá arriba, por el Ajusco, el que luego baja hasta donde lo encontraron, en Viveros. Lo que no se les ocurrió es que el río se lo jalara hasta la ciudad con los aguaceros que hubo. Habrán supuesto que se atoraría en las cloacas y ahí a ver quién lo encuentra, aparte de las ratas, ¿no? Pero el cuerpo salió del drenaje... Plaf, a la superficie, cual submarino. Quesque andaba metido en algo del narco, quesque andaba ahogado en deudas, por así decirlo, y que, bueno, pues... por eso que se lo ejecutaron. ¿Por qué el interés, jefe?

Calvo tarda un poco en contestar, entre que se queda pensando, entre que trae media torta en la boca.

–La que viste salir, la del perfume, era la viuda.

–La flaca esa, ¿era la gringa? No manche, como que pensé que las gringas eran todas como que más grandotas, jefe. Pero, ah, caray, ¿cómo le digo, jefe? Mejor en esas no nos metemos, ¿no? ¿Narco y eso?

–Gracias, Alan, pero tú advertencia llega tarde.

Con lo estrangulado por lana que anda Calvo Abogados, no le queda de otra. Ya le dije a la gringa que yo le investigo quién le mató al esposo. Luego recapacita: Qué menso fuiste Calvo, debiste haberle dicho que ni madres, que no llevabas este tipo de casos, que no tienes experiencia en investigar asesinatos, que lo tuyo, lo tuyo, son las marcas, los procesos administrativos, mover papeles, pedir favores. Pero la lana es la lana, las finanzas de Calvo Abogados están que necesitan lo que caiga.

–Chale, jefe. ¿Le importa si yo me deslindo de esta?

Entre más estudia a su clienta, más se le derrumba la imagen de la gringa a quien por tantos años incorporó a sus fantasías. La realidad siempre se la pela a la imaginación, piensa. Se ve cansada, señora Singer, si quiere luego me platica más a fondo. Las patas de gallo, la voz llena de tedio, son extras que ayudan en la destrucción de la imagen de aquella noche. Aun así, Calvo, hay que admitir que la gringuita sigue guapa. No, no abogado, ya estoy aquí, de una vez le cuento. Ok, pues. Platíqueme que para eso estoy. Saca su libreta negra, su pluma fuente. Ella se enjuta como ciruela pasa mientras hace el recuento, traga saliva con cada mención del pastor Bobbie. La voz se le corta, pero sus palabras son medidas, pensadas, el castellano perfecto. ¿Qué le digo, abogado? Mi Bobbie tenía un dicho: “México se baña con la sangre de sus muertos”, me decía. Yo le contestaba que no fuera exagerado. Nunca se me ocurrió que él pudiera ser uno de los muertos. Cuál adolescente, Calvo se arde con el dicho del pastor muerto. Siente cómo le punza el corazón con un fugaz patriotismo. Si todos sabemos que los pinches gringos son peores, piensa, su historia es pura sangre y guerras que se inventan. Del coraje, deja de apuntar un momento en su libreta. El repentino patriotismo lo remonta a los lunes en la mañana en la escuela, al himno nacional cantado por cuatrocientos alumnos al son de una grabación sincopada en el inmenso patio de cemento de la escuela primaria. Reconócelo, Calvo, ese patio fue la cúspide de tu hervor patriótico. Bueno, eso y los Mundiales de futbol.

Terminada su cubana, se acurruca en su silla, repasa la escena con la viuda. Visualiza la entrevista en imágenes en blanco y negro. Calvo como Dick Tracy. No, no Dick Tracy, más bien como Sam Spade. El halcón maltés. Sam Spade. San Francisco. Humphrey Bogart. Blanco y negro. Sam Spade. Bogart. San Francisco. Sin escuchar sus propios ronquidos, su recuerdo de la entrevista se mezcla en su sueño, la realidad y El halcón maltés se intercalan sin sentido, cual rompecabezas recién sacado de la caja, desgajando la escena:

Además de crujir como mecedora vieja, la puerta sigue colgada. En el cristal biselado está el nombre de la agencia de investigación Archer & Spade Detective Agency. Afuera llueve en frío, como siempre en los veranos en San Francisco. Sam Spade, el investigador, es Humphrey Bogart: gabardina larga, zapatos viejos, el cigarro apagado en la boca. El Panama Jack cuelga de un gancho al lado de la puerta, vaso de Jack Daniels en la mesa de madera de caoba oscura, sus ojeras se balancean como un mal recuerdo. Huele a cigarro, a betún de zapato recién boleado por el chino del barrio, el que siempre le grita cosas que no entiende. El año es 1941.

Se escucha la voz de Sam Spade haciéndola de narrador: La guerra de nuestro lado del Atlántico todavía no empieza, solo nos enteramos de las ciudades sitiadas: Londres, París, Amsterdam, Pekín. Problema de ellos. No nuestro. Ahora solo son cañones lejanos. Mi oficina huele a Peggy, mi secretaria. Se fue a casa hace ya un buen rato. Todo es blanco, negro, con tintes grises. La lluvia no cesa. No cae fuerte, brizna. Lo suficiente como para que todo esté mojado, empapado incluso. Hay veces que detesto el clima, pero no hoy. Afuera está oscuro, un único farol solitario ilumina la calle bajo mi ventana.

 

Trabajo hasta tarde. La mujer de Archer, mi colega, vino, se vino. Luego le pedí que se fuera. Me deja una estela de perfume recién adquirido en su viaje al Este, aunado a un sabor de boca lleno de traición. Me acompaña Jack. Así requiere el señor Daniels que lo llame, por su primer nombre: Jack.

Escucho que alguien toca la puerta. Tocan dos veces en el cristal. Está abierto, grito. Entra. Falda negra, larga, pegada, sombrero como de las carreras de Ascot, velo que le cubre media cara. La otra mitad la cubre una sombra. Más problemas, pienso. En mi experiencia, las mujeres siempre lo son: problemas.

¿Es usted el detective Spade? Su voz raspa en su garganta. ¿Quién lo busca? Una viuda que tiene miedo, me contesta. Con una viuda así, visualizo más complicaciones en mi existencia. Sin preguntar, se sienta en la única otra silla de mi oficina. ¿Fuma? Le ofrezco un cigarro. Toma uno después de quitarse sus guantes negros. La seda es fina. Sus dedos son delicados, blancos, delgados. Todavía tiene el anillo puesto. Me acerco para encenderle el cigarro. Huele a gardenias. Afuera pasa una ambulancia. La luz de su sirena ilumina mi despacho en pausas. El aullido de su sirena se pierde a la distancia. ¿Es usted la viuda del reverendo?

No necesito su respuesta. Su cara la han plasmado mil veces en las páginas del San Francisco Chronicles. Reverendo asesinado: viuda hereda millones. Hasta el minino sospecha: gato encerrado. De hecho, el micifuz apesta. Ella asiente en silencio, solo mueve la cabeza. Creo ver una lágrima, pero en mi trabajo he visto demasiadas lágrimas de mujeres. No creo en ellas, al señor Wells con ese cuento.

Estoy cansando de andar persiguiendo criminales de poca monta. Italianos, mexicanos, chinos, irlandeses. Todos los casos se mezclan. Tomo su caso, le digo sin esperar más, sin escuchar su historia. Quince dólares el día, le digo. Más gastos. Por el dinero no se preocupe, me dice. Sus labios forman una “o” perfecta sacando el humo del cigarro. En la penumbra, veo sus piernas largas, sus zapatos negros de mujer que anda en busca de problemas. Me arrepiento de no haberle cobrado veinte la hora.

No puedo dejar de pensar que, con una viuda así, ella será mi primera sospechosa. Me digo, ándate con cuidado, Sam, que tu corazón no anda para perderse otra vez. Llevamos días enteros en que la muerte del reverendo es la noticia que alimenta los diarios. Buitres malditos, pienso. Voy a tener que ser rudo en mis preguntas, le advierto. Una se acostumbra a que así la traten, contesta, quizá sonriendo. Su respuesta suena como invitación, excepto que no me es claro a qué es a lo que invita. Igual, no me hubiera negado a lo que me ofreciera. Aspira el cigarro. Sopla el humo en dirección a la ventana. Está cerrada para dejar la lluvia afuera, el ruido, la tarde entera. Hay pocas cosas que los malditos buitres han respetado de su vida privada. Tienen todo: fotos, cartas, testimonios. Dígame, entonces, ustedes son nuevos en nuestro puerto, ¿cómo los recibieron? Dejo la pregunta lo más amplia posible. He visto a los mexicanos retorcerse cual ratas ante este tipo de preguntas. Igual a los irlandeses. La viuda parece estar demasiado cansada como para ofenderse. Amamos este lugar, contesta, todo estuvo perfecto al principio. Como dicen aquí, muy padre. Nos abrieron las puertas de par en par. Estoy seguro de que no es lo único que abrieron, pienso, acordándome de la fama del buen reverendo. Pero todo cambió muy rápido, detective. Muy, muy rápido, por lo menos para mí así fue. De pronto, apenas mi marido abrió el primer templo, cuando estábamos tratando de establecernos como nuevos miembros de la comunidad, y de repente mi marido… el templo… ya estaba creciendo, dejando todo por lo que veníamos, todas nuestras creencias, las estaba dejando atrás. De repente me sentí abandonada por él. Me convertí muy pronto en su pasado. No que me tratara mal, no, para nada. Al revés, me incluyó en su… nuestro viaje. Me trataba de incluir. Al principio. Pero me di cuenta rápido de que yo no era parte de su escalada. Él siempre fue popular. Desde la universidad. La gente lo seguía, tenía ese carisma, ya sabe, de atleta hábil, fuerte, guapo. Cuando lo conocí, él ignoraba esa popularidad, la dejó a un lado para estar conmigo, para perseguir nuestro sueño de traer la verdadera palabra de Dios hasta estas tierras inhóspitas. Era nuestro sueño.

Maldije. Me doy cuenta de que la dama no me está diciendo nada que yo no sepa, que me está haciendo perder el tiempo. Dice todo lo que los buitres han impreso en sus papeles de mierda. Vuelvo mi mirada a la ventana, veo la lluvia del norte de California que ahora ya me tiene harto. Tengo que hacerla soltar más cuerda. Dígame, ¿qué tanto amor existía entre ustedes? Quería detalles, no una versión clasificación apto para todo público, de su matrimonio. Archer & Spade vive de estos casos, de esos detalles.

Saca un pañuelo de su bolsa. La verdad es que él se enamoró más de mí, empieza. Yo estaba muy enamorada, pero quizá más del proyecto de evangelizar. Tenía mucha fe en él. Supongo que aún conservo algo de esa fe, porque parte de mí quiere permanecer aquí, trabajando, pero la otra parte de mí quiere largarse. Take the money and run, ¿sabe? Pero siento que hay tanto por hacer. Pero no sé, ahora no sé si pueda… me interese… seguir con la obra con lo tanto que ha crecido. Ya no es mío, nuestro, ¿me entiende?

Mi experiencia me guía a permanecer callado, escuchando. Sorbo otro tanto del Jack que ya tenía olvidado. No le ofrezco nada. Ella sigue. Todo se desbocó un poco. Distinto a aquellos meses que pasé tan feliz en nuestra casita en la colina, con la gente humilde que se reunía en el garage de la casa a escucharlo darles la buena nueva. Fue como ganó todo. Con su voz y con el amor que le tenía a la gente. Todo lo consiguió a base de amor. Es… era fácil quererlo.

Me causa cosquillas que se hable de la buena nueva. He visto demasiados cadáveres en las calles de esta ciudad como para creer que exista tal sueño. A la buena nueva no le va bien contra el plomo. Me quedo pensando que, si quisiera los tristes detalles de sus creencias y de sus proyectos de vida, vería la película con el león rugiendo y el final feliz. Pero a esta dama hay que tratarla con pinzas, me dije, azucararle el café.

Corto su confesión de gajo. Luego hablamos del templo, le digo. Le paso mi pañuelo para que se seque las lágrimas. La dama parece dura, pero quizá no lo sea tanto, pienso. Aun así, en mi trabajo he visto mucho la rutina de la dama llorona. Ya me la sé, juré no volver a caer en ella, aunque invariablemente caigo. Así soy. Platíqueme de cuando empezaron los problemas, la invito. Uno anda tanto en este medio con viudas olvidadas, novias perdidas, amores rotos, que siempre sabe que lo vienen a ver solo cuando surgen problemas.

Se suena fuerte en mi pañuelo. No me preocupa, guardo otros en el cajón. Conozco la rutina. Sigue con su voz entrecortada. Y no es que mi marido perdiera piso, ya sabe, él tocaba base cuando empezó a crecer el Templo. Se acordaba de los nombres de todos los que platicaban con él, de todo acerca de ellos: el nombre de sus hijos, por qué era que sufrían, dónde les dolía, el dinero que tenían, el que debían, lo que habían donado al Templo. Se acordaba de todo. Excepto de mí. Poco a poco yo sentía que se le hacía menos importante mi labor dentro de la comunidad. Me convertí en una de las mujeres que ayudaban a cuidar de los enfermos, una más. No que él me ignorara ni que admitiera que me estaba convirtiendo en una más de las enfermeras. No, eso nunca. Simplemente yo me sentía como arena entre sus manos, cada vez me alejaba más del proyecto.

Me doy cuenta de que estoy ante el caso de La Dama Olvidada. En el cajón de mi archivero tengo decenas de fotografías de encuentros en moteles que me han enseñado que solo hay que encontrar al otro par de tetas para encontrar el motivo.

Entre mocos, ella sigue derramando oraciones: me sentí muy solitaria aquí en la ciudad. Alejada de todo: de mi familia, de mis amigas de la secundaria, de la universidad. Vinieron a visitarnos, pero cuando ya nos habíamos mudado, para cuando ya habíamos cambiado nuestra casita de las laderas de la montaña por la casa elegante. Algunas veces le pedía: llevemos a nuestras visitas al lugar donde iniciamos. Pero siempre era: no my munchkin, not now. Aquí nos necesitan. Él sí que iba seguido al primer templo, a la casita donde empezamos todo. Tres o cuatro veces por semana. Lo llevaba el chofer. Para no olvidarme de dónde vengo, me decía. Nunca me dejó regresar. Me hacía a un lado. Ya está muy peligroso por allá, hay muchos asaltos en la subida de la carretera. Me hablaba de secuestros y asesinatos, decía que todo estaba lleno de bandoleros, era su palabra: bandoleros. Lo hacía sonar como si aún fuera el viejo oeste allá arriba.

Después de un tiempo, tampoco insistí mucho en ir al Templo, me quedó cómodo permanecer en mi casa. Mi vida era acá abajo, dirigiendo el grupo de apoyo. Me acostumbré poco a poco a hacer casi nada. Ya sabe, el club, desayunos con amigas, el tenis, los círculos de lectura. Le empecé a decir, ¿cómo se dice?, little fibs, mentirillas a mi marido, que no podía ir a la enfermería tal o cual día, que me sentía cansada. Él me apoyaba diciendo que me lo debía a mí misma, consentirme un día después de tantos años de trabajo. Para eso tenemos manos derechas en el Templo, me decía, para ayudarnos justo esos días. Me empezó a agradar cada vez más quedarme un día, consentirme, ir de compras con mis amigas, salir a comer. Total, siempre había una mucama para ayudarme con las cosas de la casa. Siempre las bajaba él de los templos a ayudarme con las labores de la casa.

Percibí que la Dama empezaba a soltar la grasa del tocino. Apunté mucama, chofer, en mi libreta negra. Pero yo quería más detalles, me hacía falta el jugo, el tuétano, el mero centro del sabor por así decirlo. La agencia Archer & Spade lo necesita. Estos dos llevaban casados años, siguiendo la vida de Dios, sabía que solo había una pregunta por hacer, así que la hice sin remordimientos. ¿Hijos? Noté que su cara perdía sangre, el rojo se le escurría como trucha al pescador. Bien, Spade, me dije, le has dado al clavo. Sí, bueno, él decía que Dios no nos quiso mandar ninguno. No llegaron. Se detiene. Fija la vista en algún punto en la pared. No entiendo cómo puede ser esto relevante con la muerte de mi marido. Sam Spade está hecho para este tipo de preguntas, pienso, esta trucha no la suelto, esta no se me escapa. Señora, si no lo pregunto yo, alguien más lo hará. Bueno, no es como que no lo intentáramos, ¿sabe? … Bueno, al principio lo intentamos. Él nos reservaba una noche por semana. Cuando no quedé embarazada, nuestros intentos se limitaban a ciertas noches. Nunca fue nuestro punto de unión. Nuestra fe, nuestro proyecto era lo más importante entre nosotros. Nunca fuimos con el doctor, ni nada. Él decía que si Dios había decidido que nuestro destino era no tener hijos, no tendríamos, que solamente Dios nos podría ayudar en tenerlos. Yo rezaba, sé que con Dios todo es posible. La dama cruza las piernas. Aun con el ruido de la lluvia fría golpeando la ventana, escucho como se raspan las medias de seda. En ese momento se me ocurre que esta dama me quiere para más cosas que para investigarle al marido. No, en realidad no lo intentábamos tanto como yo lo hubiera deseado. Ni necesitado, pues confiesa.

Con ese comentario, retacha de Sam Spade a Calvo. De San Francisco a la cdmx en un abrir y cerrar de ojos. Se despierta con el olor al Chanel No. 5 que cuelga como pregunta en el aire dentro de las oficinas de Calvo Abogados.


Día de visita

–Es miércoles, jefe.

Alan es quien, todos los miércoles, se lo recuerda.

–Tienes bien ordenados los días de la semana–. Anda, piensa Calvo, ya es tarde, a checar tarjeta con tu jefe.

Hacía cinco años que se lo había pedido: Por supuesto que no es obligación, pero a tu madre y a mí nos gustaría que vinieras los miércoles a cenar con nosotros. Las palabras “separado de Rocío” aún no aterrizan con sus papás. Como si tuviera tres años, Calvo siente la mirada de ambos. ¡Ya estuvo hijo! Los miércoles en la noche te vienes a cenar a la casa, concluye su papá. No pudo negarse. Ahora es solo con su papá, el licenciado Arquímedes Calvo, con quien cena. Mientras comen una tortilla rellena de queso frío, hablan de lo que sea excepto de Leyes o de su mamá, María Rosa. Generalmente hacen un best of de los días de cuando Calvo crecía en esa casa. Cuando las cosas van bien, incluyen a María Rosa, a Richie y a Rocío en la cinta de recuerdos.

 

Calvo repasa todos los escenarios posibles e imaginarios con la viuda gringa mientras se aferra al tubo metálico del Metrobús. Arma planes completos con ella: conozco un lugar perfecto para cenar en la Roma. En Polanco. En Coyoacán. Te invito de fin de semana a un hotel en Zihua para perdernos. En Puerto. En Playa. Para olvidarnos. Encontrarnos. En avenida Tlalpan de perdida. ¿Te acompaño a tu casa? Tengo un Poully-Fousse para un momento como este. Su cabeza suena como tema Televiso de Juanga. Solo la incipiente calvicie de una mujer sentada junto a un chavo vestido totalmente de negro, de cuyas pestañas negras cuelga rímel en gajos, lo hace regresar a la realidad.

En su parada no descienden ni oficinistas ni mensajeros de despachos; solo jardineros, mozos, sirvientas. Gente de servicio. Le hace pensar en alguna conversación con su mamá, cuando todavía se podía conversar con ella. Ofende, Ma, el término “gente de servicio”. Pero ella, María Rosa, no entiende dónde está la ofensa ¿Qué quieres que te diga, hijo? Vamos, si no soy uno de ellos, el término implica que soy a quien le tienen que dar servicio. Suena como de esclavos, gente que tiene que dar, gente que recibe. Osshh hijo, creo que exageras. Pero María Rosa repite lo de gente de servicio sin pensarlo dos veces, sin pensarlo en absoluto. Aún ahora, es de esos términos que repite dentro de sus incoherencias. Es que ya nomás no se puede conseguir gente de servicio de confianza, dice. Pero ya nadie la escucha, nadie la entiende. El lamento antes se escuchaba cuando alguna sirvienta hacía su escape de la casa en San Ángel, donde el licenciado Arquímedes y su esposa, María Rosa, viven desde hace cuarenta y cuatro años. Los quejidos incrementaban de volumen cuando María Rosa descubría que faltaba alguna prenda íntima. ¡Como si les fuera a quedar, por el amor de dios!, se quejaba con el licenciado Arquímedes. Pero Calvo sabe que su mamá ya no se lamenta, vamos, hay días en que se olvida el vestir prendas íntimas.

–Llegas tarde.

Al licenciado Arquímedes le basta eso como saludo. Como de costumbre, encuentra a su papá en el estudio, clavado dentro de un libro. Tesis jurisprudenciales, volumen IX, año tal. Desde la puerta de entrada al estudio es complicado determinar si el licenciado Arquímedes dormita o si está concentrado. Siempre ha sido así. A veces parece que pasó la vida dentro de esos tomos legales, su vaso de Glenlivet, de dieciocho años, a un lado del tomo.

–Por eso este país no avanza.

Pudo haber contestado algo que ver con el tráfico, pero para el licenciado Arquímedes la puntualidad es tema independiente del tráfico que secuestra la ciudad. Antes, por lo menos, se podía quejar con María Rosa: Batalla perdida con tu hijo, mujer, le decía, está mucho peor desde el divorcio, ¿te das cuenta? Por lo menos, Rocío lo traía en friega con llegar a tiempo. El licenciado Arquímedes suspiraba resignado, ahora ya nada más bufa.

Hay polvo en el estudio donde ha pasado la vida el licenciado Arquímedes. Desde hace años, el aseo se lleva a cabo solamente bajo su ojo supervisor, el de María Rosa dejó de supervisar hace ya tiempo. Mire, niña, apúrese, que tengo mucho que hacer, les dice. Solo se atrevía a gruñirle a la sirvienta cuando María Rosa salía del despacho. Pero en sus buenos tiempos, ella mandaba. Osh, Arquímedes, en serio, no entiendo por qué no dejas que la gente de servicio limpie y ordene todo tu desastre. Mujer, recuerda la Primera Ley de Newton: en ausencia de fuerzas externas un objeto en reposo permanecerá en reposo. Osh, Arquímedes, de veras que hay veces que no te entiendo nada.

Ahora el olor del despacho es una mezcla del polvo de los libros, un puro Montecristo mordisqueado, a medio fumar, abandonado en uno de los múltiples ceniceros, un vaso con remanentes de güisqui. Cuando recién se mudaron, María Rosa lo sentenciaba: Arquímedes, si tienes que fumar tus porquerías, aquí adentro y solo aquí adentro, refiriéndose a su despacho. Es un verdadero milagro que no incendies la casa con tanto papel, lo recriminaba. Calvo pasó largas tardes en ese despacho completando tareas escolares, oliendo esos puros mordisqueados a medio fumar.

–Me cayó la viuda del pastor gringo, al que mataron–. Calvo sabe que hay veces que es mejor pasar por alto la recriminaciones de impuntualidad.

Se desploma en el sillón de cuero negro, el de los descansabrazos carcomidos por el tiempo. Tiene rasgaduras por donde se asoma el hule espuma amarillo. Un par de puros masticados, hojas húmedas con saliva, humean encima de un enorme cenicero verde de cristal soplado sobre el escritorio. El humo envuelve una columna de libros legaloides, tomos de diferentes tamaños, distintos pesos. Su orden es descifrable solo para el licenciado Arquímedes. Empuja la botella de Glenlivet a su hijo. De un cajón saca un vaso de vidrio soplado, marcado con huellas dactilares que constatan su previo uso. Lo limpia con el pañuelo que guarda en su saco; lo desliza hacia su hijo. Espera a que se sirva para preguntar:

–¿Al despacho?

–Ajá.

–¿Broncas de marca? El licenciado Arquímedes considera que la rama de leyes en la que trabajaba su hijo en Abate Duarte & Brokmann no tiene cabida en el mundo legal. Chambas para arrastralápices, dice, para administradores. Su opinión no la externa, pero se palpa cuando se refiere a ella.

–No, pá, quiere que le ayude investigar quién mató a su esposo. No confía en la policía ni en los de Abate.

El viejo absorbe un poco de su bebida antes de contestar.

–Pendeja no es, entonces. Las noticias dicen que es trabajo de los narcos. ¿Qué cree ella?

–No sabe.

–No, no –contesta Arquímedes–. Te dijo que no sabe, que no es lo mismo–. El viejo regresa de momento al podio de su aula–. No es que me meta, pero ¿tú qué sabes de investigar asesinatos?

No es la primera vez que lo educan sentado en ese sillón de cuero negro. Tampoco la primera en que se siente intimidado por las pecas cada vez más presentes en la calvicie de su papá. Las ve iluminadas por la luz de una lámpara que parece olvidada encima del escritorio. Los olores del cuero del sillón jalonean las memorias de todo lo que se ha platicado allí: la decisión de estudiar leyes, su matrimonio, su separación de Rocío. También allí se acurrucó, posición fetal, llorando inconsolable, para platicarle de lo de Richie. Allí mismo esperó a que las palabras del licenciado Arquímedes resolvieran lo imposible, como tantas otras cosas que solucionaba detrás de ese escritorio. Pero esa vez, cuando lo de Richie, el licenciado Arquímedes no tuvo ni palabras ni manera de resolver, se resguardó del otro lado del escritorio, protegido por sus libros, detrás de la fumarola de algún Montecristo a medio fumar, por el güisqui bebido a medias.

–¿Entonces, qué? ¿Te contrató de investigador, o en qué capacidad?

La eminencia jurista no entiende la perra necesidad, piensa Calvo. La eminencia. El mejor. Siempre ha sido: Cuando tengas un problema que necesite resolverse, el mejor en México es Arquímedes Calvo. Gente de cierta generación lo afirma categóricamente. El mejor. Listan la letanía de sus casos: el lío aquel del hijo del Jolopo, el caso de Coca, el litigio de Ford, el pleito de Colgate, el del gobernador de Veracruz. Sus casos suenan como lista de supermercado. Y sin la necesidad o la necedad de andarme asociando en algún despacho que me haga abandonar mi cueva aquí en la casa, afirma el licenciado Arquímedes. Cual buitres a coyote arrollado en carretera, los clientes solían arribar a esa oscura y fría caverna atraidos por el nombre, los conocimientos, los contactos del licenciado Arquímedes. Para llegar a aquel despacho en San Ángel, había que estacionar el coche en un garage rodeado por Rottweilers, caminar por una vereda de piedra volcánica a través del jardín que rodea la propiedad, esquivar rosales, yucas, magueyes, tijeras para podar, algún jardinero regañado por María Rosa por haber cortado las hortensias a ras. A esa casa arribaban a toda hora, sin previo aviso. Desfilaban empresarios, abogados, políticos, todo tipo de gente de abolengo, que soportaban el olor al Montecristo, los pelos de algún perro acurrucado en el único rincón cálido del estudio, con tal de recibir los consejos legales, las propuestas del licenciado Arquímedes Calvo.