La Gringa del Pastor

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–Investigador, sí, claro. Creo que esa es la idea, pá.

El licenciado Arquímedes permanece impávido. Hace tiempo se hubiera ofendido: Mi hijo, abogado, ¿contratado cual vil investigador? Pero su vejez ha traído la paciencia de la que carecía en su juventud. En cosas de familia, venimos de un extenso linaje de exagerados, admitió alguna vez, quizá cuando le dijo su hijo que se estaba separando de Rocío. Explotamos, gritamos, la cagamos y luego hay que meter el rabo entre las patas, le dijo, arrastrarse para pedir perdón. No como la sangre fría de tu madre, hijo. Estás condenado a disculparte mil veces. Pero ya no. Ahora entiende la necesidad de su hijo. Lleva tiempo ofreciéndole que trabaje con él, que regrese a vivir a la casa, a San Ángel. No entiende cómo es que pueda vivir en un decrépito departamento, tener su despacho arriba de una tapicería.

–¿Ya tienes tu plan de ataque?– le pregunta su padre después de un rato.

Plan de ataque. La mot de guerre para cualquier litigio, cualquier asunto del licenciado Arquímedes. Sabiéndolo, trepado en el Metrobús, Calvo había tratado de repasar su plan, pero el Chanel No. 5, el Carolina Herrera, los jeans pegados, la falda ceñida taclearon cualquier intento de razonamiento lógico.

–Un par, pá. Tengo un par de ideas por donde comenzar– miente.

Desde lo de Villamil y Arizmendi sabe que no hay manera de esconderle nada a su papá. Tercero de primaria, Villamil y Arizmendi lo dejan llorando afuera del baño. Solo fue un empellón en la panza, el chillido es más por el susto. Anda, maricón, vete a llorar al baño, Villamil y Arizmendi terminan suplicándole, asustados ante el prolongado berreo de Calvo. Esa tarde, su papá lo sienta en el sillón de cuero negro, sus piernas cuelgan sin tocar el piso. Me llamó Gustavo Arizmendi. ¿Quieres contarme algo que haya sucedido en la escuela? Arizmendi presume la hazaña, pero Raúl Sánchez, el chismoso del salón, retransmite la situación a la maestra, quien rescata a Calvo del baño. Se me van directito a la dirección, ándenles, les ordena a Villamil y a Arizmendi, a quienes suspenden un día. El doctor Gustavo Arizmendi, tratando de limar diferencias, llama por teléfono esa misma tarde al licenciado Arquímedes, motivo por el cual Calvo termina sentado en el sillón de cuero. Con sus piernas colgando, Calvo entiende que no le puede esconder nada al licenciado Arquímedes Calvo.

–Solo espero que no sea algo relacionado con el narco, como dicen que fue– continúa Calvo.

–¿Pasional? ¿Crees?

–No, no creo. Pastor evangélico y gringo no suena una combinación pasional, ¿no? Aparte fue un solo balazo. Entre ceja y ceja. Ejecución. Quien lo mató fue al grano.

–¿Lo conocías?

–¿Al pastor? Sí. Era cliente de cuando estaba con Abate.

–Ah. Por eso cayó la viuda contigo… Espérame–. Calvo ve que su papá suma–. Esta viuda… ¿es La Gringa?

La Gringa. Tema obligado después de Richie, después de Rocío. ¿Por qué no le hablas? No estás haciendo nada mal si nomás le hablas por teléfono. Ajá. Prefirió redactarle cartas. Interminables confesiones que nunca escribe. En su mente, todas comienzan como canción de Luismi: No he dejado de…, no puedo dejar de pensar en ti. Luego se explaya. ¿Por qué no dejo de pensar que nos podemos escapar a uno de esos hoteles boutique en alguna playa? Llevas un pareo encima de tu traje de baño. No quieres hacer nada, porque estás casada, porque eres puritana, porque eres gringa, porque tienes miedo. No quieres hacer nada, pero estás aquí, conmigo. Solos. La escena mental se difumina, pero se repite desde distintos ángulos y con un solo final: La Gringa.

Maldice la maldita memoria de elefante de su papá, que sea el único que puede preguntarle por su vida emocional.

–Sí, pá, La Gringa.

Güisqui. Pausa. Güisqui.

–Oye, pá, ¿me prestas tu traje negro?

Al licenciado Arquímedes lo conocen por aferrarse a un hueso cual pitbull. Pero este lo suelta. Por lo menos por el momento.

–Déjame preguntar por ahí, hijo, a ver qué te puedo averiguar.

Calvo ve que su papá comienza a armar su caso, pensando en contactos, en quién podría ayudar. Mugre viejo, mueve más sentado detrás de ese escritorio que montones de abogados en despachos enteros.

–Solo que, pá, Maggie… La Gringa, bueno, ella no quiere que nadie se entere de esto, ¿ok?

Se ven a través de los vasos de cristal soplado que contiene el líquido de la vida. Saben que esta petición sale sobrando.

Necesito que me acompañes al velorio, le había pedido Maggie antes de irse del despacho Calvo Abogados. Supongo que el velorio de Bobbie en la Gayosso de Félix Cuevas no es lo mismo que Playa, piensa Calvo, pero bueno. En este punto, lo que sea es bueno para estar junto a ella.

La torta cubana se mece solitaria, lejana, en su panza. El Glenlivet navega directo al torrente.

–Anda, sube a saludar a tu madre, y me dejas adelantar acá. El traje negro está colgado. Llévate una corbata y una camisa limpia–. Levantarse del sillón es entrar al tema de María Rosa. Calvo se acuerda cuando su mamá dejó de ser quien era, su mente carcomida por la enfermedad. Aun así, su papá sigue tratando de humanizarla: ve a hablar con ella; dale un beso de buenas noches; platica con ella; le dará gusto verte. Nada de eso es cierto. Hay semanas buenas, la mayoría son malas, unas mucho peores. –Tranquilo, hijo, tuvo un buen día, uno de sus mejores, anda, se alegrará de verte.

María Rosa no lo reconoce, pero por lo menos no se espanta al verlo.

Sale con traje negro, corbata negra, camisa blanca, pero con depre total. Como para entrar en personaje para el velorio.


Velorio

La piel del cuello de Calvo resiente cinco años de andar sin corbata. Se lleva el Chevrolet Caprice 1977 del licenciado Arquímedes.

–No vas a llegar con Abate y su jauría con olor a transporte público– le dice el licenciado mientras empuja las llaves en las manos de su hijo. Aprovecha para apapacharlas. El momentáneo contacto físico los asusta. A ambos.

Mientras maneja se afloja el nudo, pero aun así siente el cuello de la camisa almidonada rozándole la piel. Solo se la ajusta cuando entra a la sala cuatro de la Agencia Gayosso. Lee la pizarra: Reverendo Robert Singer qepd.

El único callado es el muerto. Lo demás es un barullo de conversaciones, risas nerviosas, rezos. Suenan como minions, piensa. Como siempre, el ruido, las risas, lo ofenden, aunque él mismo ha estado de ese lado, donde el muerto no es nadie cercano. Siente pesadumbre por Maggie. Las risas las siente como látigos. El cuchicheo de los que platican a una distancia razonable del cuerpo pelea con las plegarias de un grupo de señoras hincadas a buena distancia del cuerpo de Bobbie Singer. Por lo tarde que es, por el tiempo transcurrido, le sorprende el tamaño de la concurrencia. Lucha para abrirse camino para ver a la que piensa, así de momento, es su viuda.

Es un poco extraño lo que te voy a pedir, lo sé, pero lo velamos hoy por la noche, cuando nos entreguen el cuerpo, ¿vas? ¿Por favor? Antes de salir de Calvo Abogados, Maggie se lo pide, como favor. Todo por estar con la viudita. Se ilusiona. A ver si la haces de Magnum pi y atrapas al asesino allí mismo, piensa. Por supuesto, Maggie, por supuesto que te acompaño. La bronca fue cuando le cayó el veinte de que se encontraría con los de Abate Duarte & Brokmann. Roberto Abate rodeado de su manada.

El traje negro, la corbata oscura, la camisa blanca todo le queda como hecho a la medida, su vestimenta desprende bocanadas del Montecristo del licenciado Arquímedes.

–Carajo, Calvo, por atrás, de momento te confundí con tu papá, no mames, estás igualito a él–. Es uno de los minions de Abate. No lo reconoce. Lo saluda de abrazo. –A ver cuándo nos vemos, ¿no?

La sala cuatro está que no cabe un alfiler. Jerarquía del muerto. A ver, honestamente, ¿quién iría a tu velorio, Calvo? Decide jugar ese juego, aunque reconoce que es macabro. A ver, piensa: papá, si está vivo para cuando yo pele gallo; Alan, chance con todo y esposa, chance Rocío, por morbo, ¿pero quién demonios más?

La sala cuatro es una corte medieval, la distancia con la viuda está demarcada por vestimenta; primer círculo: Zegna, Armani, círculo reservado para los abogados, políticos, zopilotes con quienes trabajó Bobbie Singer para hacer que su Templo consiguiera trascender; segundo círculo: Adolfo Domínguez, Dior, círculo reservado para las amigas del club, del tenis, del bridge, de Maggie Singer, leonas al acecho, de cacería; tercer círculo: Bodega Aurrerá, suéteres, faldas de nylon, pantalones de tela sintética que viajaron en el carrito de súper al lado de manzanas, tortillas, latas de frijol negro, círculo reservado para sirvientas, enfermeras, mecánicos, jardineros, los feligreses con quienes resuena el mensaje espiritual de Bobbie, su llamado a recibir la Buena Nueva repetido en cada ceremonia. Este último círculo es el más inmóvil, el que sabe que no se podrán acercar más a ofrecerle sus condolencias a la viuda. Solo falta el pinche juglar para completar la corte, piensa Calvo.

El parte de la policía concluye: Bobbie Singer no murió ahogado. El occiso fue asesinado de un disparo, un solo balazo. Fue una bala vieja, oxidada que penetró justo entre sus abundantes cejas rojizas, y cuyo proyectil se detuvo en el cerebro, quemando de manera instantánea los lóbulos frontal y parietal.

Palmada en la espalda.

–¿Pensamientos interruptus, Calvieux? Tristes circunstancias nos vuelven a reunir, eh, ¿Calvito?

Es Roberto Abate. Traje Brioni, impecable, Church’s relucientes recién boleados, corbata Ferragamo de seda con jirafas en rueda de la fortuna, pañuelo en solapa. Huele a recién rasurado, loción exclusiva de boutique de Lexington Avenue. Desde su ingreso a Abate Duarte & Brockmann, Calvo nunca ha encontrado como contestar las variantes que hace Abate de su nombre. La respuesta perfecta siempre le llega horas después o se atora en su garganta. Siempre termina recriminándose, nomás dile de frente Calvo: Mira, Roberto, mi nombre es Calvo, así, a secas, nada de Calvito, Calviño o Calvinismo. Ahora ya no le ve mucho caso recriminarle. Aparte, seguiría igual, lo sabía, sería: Claro, perdón, mi Calviño, no lo vuelvo a hacer, no pensé que te molestara.

 

Pero como siempre, con la palmada reconoce ese sentimiento de niño regañado: cerebro coagulado, mocos atascados entre lengua, garganta, pensamiento cada vez que habla con Roberto Abate. Se remonta a cuando fue llamado a la oficina de la directora en cuarto de primaria, acusado de haber empujado a Andrea Prado por la escalera. No fui yo, directora, le juro que no fui yo. Aun así, Calvo se sentó allí, enfrente de la directora, sus papás sentados a su lado; acusado por la maestra, sin poder defenderse, sin poder pensar en las palabras que lo exonerarían de haber empujado a Andrea Prado. Tan sencillo como decir: No fui yo. Igual que con la directora, con Roberto Abate, se sonroja, se acalora, se inundan sus ojos, se atascan sus mocos entre lengua, garganta. Permanece callado.

–Hola, Roberto.

Por lo menos apriétale duro la mano a este mamón, piensa.

–No sabía que seguías viéndote con nuestro buen Bobbie, Calviniano–. Abate está al tanto de todo. Más si se trata de los clientes de su todopoderoso despacho Abate Duarte & Brockmann. –¿Quién iba a pensar que el Templo de nuestro Bobbie se inflaría cual pensamiento turbio, verdad, Calvario?

Con el crecimiento brutal del negocio del Templo, Roberto Abate se asegura de cobijar a Bobbie. ¿Qué tal que tenemos una juntita mensual para discutir estrategias, ¿eh?, mi buen Bobbie? Tú, sin broncas, todo cabe dentro de nuestra iguala mensual. Los litigios fiscales del despacho a nombre del Templo de los Verdaderos Defensores de la Fe vs. Gobiernos Federal, Estatal y Municipal son, dentro de Abate Duarte & Brockmann, motivo de leyenda. También lo son las juntas de socios escarbando mecanismos, concibiendo litigios y para defenderse de los requisitos gubernamentales. ¿Quién nos viera ahora, eh, mi buen Bobbie? Hay que defenderse de Hacienda, ¿eh, mi buen Bobbie?, si no te pones buzo, te quitan lo que ganaste y va directo para una casa de algún funcionario en Houston, o para el depa de alguna damita en Miami, ¿eh? Pero nos la pelan, mi buen Bobbie, saben que como institución religiosa estás exento de impuestos federales, pero ¡ah, caray!, cómo le hurgan los cabrones para encontrarte algo. Ratas. Ojalá que nunca duerman bien, ¿eh, mi buen Bobbie?

Para el Templo, siempre fueron época de vacas gordas. El pastor Bobbie Singer busca, encuentra y explota nuevas áreas de utilidad. La verdad, mi buen Bobbie, le dice Roberto Abate, aquí entre nos, hace tiempo dejaste de ser una mera y llana institución religiosa, pero eso es aquí entre nos, ¿eh? Me cae que ya no solo vendes la entrada a compartir la vida eterna en compañía de Dios, ya les vendes hasta los llaveros. El Templo Inc. de Bobbie también incluye escuelas, uniformes, zapatos, libros, lapiceros, plumas… ¡Todo lo que se necesitas para completar tu vida apegada a la religión! Apps, podcasts, pláticas, confesiones. Lo que tú, feligrés, que buscas la Buena Nueva, la palabra del Señor, necesitas para compartir la alegría impartida por nuestro pastor Bobbie Singer. Mensajes, textos de celular. Por solo cinco pesos recibe un proverbio diario en tu celular. Cuatro proverbios diarios por solo quince pesitos. Velas, cruces, camisetas, Biblias, calcetas, estampas, encendedores y hasta cubiertas protectoras de teléfonos celulares. ¿Qué mejor que tu celular esté protegido por una cubierta de nuestro Templo? Adquiéralos en línea en nuestro sitio, o directamente en una de nuestras tiendas situadas afuera de cualquiera de nuestros templos. Todos nuestros productos están bendecidos por el pastor Bobbie o por algún pastor autorizado. ¿Qué tal que ahora veo tus templos a donde quiera que voy, ese mi buen Bobbie? Compre usted sin temor y con mejores precios, la venta de estos productos no genera iva por tratarse de una institución de carácter religioso, sin fines de lucro.

Oye, mi buen Bobbie, cada vez es más complicado defenderte ante Hacienda, pero tú tranquilo, que para eso estamos, es la observación anual de Roberto Abate previo a incrementar la iguala mensual facturada por el arduo trabajo legal ejercido por los abogados del prestigioso despacho Abate Duarte & Brockmann.

Ahora, con Bobbie Singer dentro de la caja, a ver cómo le va en la rifa con la viuda.

–Ya ves, Roberto, de vez en cuando me veía con Bobbie–. A Calvo, su respuesta le suena a mentira desde que contesta.

Si de una cosa es celoso e inseguro Roberto Abate es de sus clientes. Los protege cual ardilla defendiendo su nuez. A cada cliente hay que consentirlo y protegerlo sin importar si es insignificante su aportación. Primera Lección de Abate a los abogados de recién ingreso. Defendemos su permanencia dentro de nuestro despacho cual esposa celosa utilizando estrategias de puta. Cuáles sean esas estrategias las deja a la imaginación de los de recién ingreso. Con el cuerpo frío de Bobbie Singer a un lado, ya sin poderle facturar, Roberto Abate indagará hasta el hartazgo por qué Calvo está en el velorio de su cliente.

–¿Le estabas trabajando algo?

Su curiosidad necesita respuesta. Cinco años atrás, cuando Calvo dejó de ser socio, Abate lo mandó investigar. Por rutina, aclaró. Reportes mensuales de su ex socio hasta darse cuenta de que no representaba riesgo para el despacho. Por eso ahora le cosquillea averiguar la conexión entre Calvo y Bobbie Singer.

–No te angusties Roberto, tú tranquilo, solo vine a despedirme de un viejo amigo.

Abate no se tambalea, sabe que la mejor defensa es el ataque.

–Te ves un poco recuperado de peso, Calviño–. Quien pega primero, pega mejor. –Cuando quieras, ya sabes, mi Calviejo, puedes venirte a cascarear con nosotros. Te meto al equipo de veteranos para que aguantes el trote sin broncas–. El equipo de futbol de Abate: Los Verdolagas de la Ley. Abate funge como medio, DT, entrenador en jefe, capitán del equipo, animador, verdugo. O estás con nosotros o en contra. Ni George W. Bush lo dijo mejor. –Cierto que tú ni pichas ni cachas, ¿eh, Calvazo?–. Calvo se alejaba ante la mínima amenaza de tener que jugar alguna cascarita–. Hay que mantenerse en forma, mi Calviniano, mírame a mí. Chécate. Cuarenta y cinco minutos en la banda corriendo todas las mañanas, un saunita, juguito de proteínas y me meto el día por el culo, ¿eh? Chécate–. Hace como que se pellizca su inexistente panza. Todo es Roberto Abate: palmada en la espalda, risotada varonil y atlética, traje cortado a la medida, zapato recién boleado, afeitada de peluquero. –Chécate.

Silencio y regresa con otro tema.

–Muy triste, muy triste lo del pastor Bobbie, mi buen Calvario–. De lejos, observan a Maggie, rodeada de los zopilotes de Abate, ataviados con Brionis, Canalis, corbatas Ferragamo. –Te digo, Calvino, el buen Bobbie dejó todo en manos de la viudita: casa, Templo, propiedades… todo. ¿La conoces, Calvimex? ¿A la viuda?

–Nomás de pasada, Roberto, nomás de pasada.

–Esa gringa va a ser nuestra viudita alegre en el despacho, te digo.

Calvo reconoce a un par de esos zopilotes que dan condolencias, que circulan alrededor de Maggie. Zopilotes veteranos de mil batallas.

–No, pero en realidad no la conozco. ¿Tú sí?

Abate no contesta, afila su olfato para detectar mentiras.

Los zopilotes rondan a la viuda, bailan alrededor de las piernas largas, del Chanel No. 5. Culebras enredando al cordero de sacrificio, imagina Calvo. Detecta hipocresía saliendo por entre sus dientes: El pastor Bobbie, señora, cuando iba al despacho nos sentíamos tocados en el alma; nos hacía sentir más completos, señora. Un santo, señora. Nos acercaba los unos a los otros, el pastor nos hacía acercarnos más como seres humanos, señora, ¿sabe? Sí güeyes, los acercaba al Benjamín Franklin, el de los billetes verdes de a cien.

Anda, Calvo, suelta ya la pregunta. Tu normal, como si estuvieras hablando del calor que agobia a la ciudad.

–Oye, Roberto, ¿y alguna idea de quién pudo haber sido?

Primero la vida del pastor, ahora la muerte coordinada por los de Abate Duarte & Brockmann. Abate a los de recién ingreso, Segunda Lección: Aunque no respire, se factura. Pero hasta al mejor pescador se le escapa la trucha. Abate está demasiado concentrado en que sus cachorros causen buena impresión con la viuda como para pensar que pueda darle información confidencial a Calvo.

–No, ni idea –le contesta.

–¿La viuda, crees?

–No, ni madres, Calvimetro, ¿cómo crees? ‘Tas pendejo, solo a ti se te ocurriría, no seas bárbaro. La viuda, pssst. No, todo apunta a que el Templo le andaba pisando los talones a alguien.

–¿A la Iglesia?

–Santo Cristo, Calvitas, ¿qué chingados andas fumando?

–¿Pero qué? ¿Andaba metido en el narco el pastor? Es lo que dicen en los periódicos.

–Pinches perros, ya sabes... esos si no saben, lo inventan, los cabrones.

–Bueno, con eso de que dicen que el balazo fue entre las cejas, todo parece que fue ejecutado por algún tipo profesional, ¿no?

–Sí, eso parece, mi Calvazo.

–Dicen que el Templo funge de lavandería ¿no?

–No, que lavandería ni que ocho cuartos, Cuevín, estamos viendo otras posibilidades, más cerca de casa, pues.

–¿Del Templo o de su casa?

El veinte cae. Lento, pero cae. La sonrisa de velorio de Abate cambia. Tan bien que se la anda uno pasando, y tenías que preguntar esa última, piensa Calvo. Siempre es la que mata, ¿no? Esa última pregunta. Cámbiale de tema.

–¿Cómo está… –pero allí se atasca Calvo, ¿cómo se llamaba la esposa más reciente de Abate? Completa su pregunta con el genérico– tu mujer?

Abate cambia de coche, de mujer, de departamento como quien cambia de página. A los de reciente ingreso: Yo le soy fiel a mis pinches Águilas, todo lo demás son intereses. Agrega: Las mujeres son como los mangos, cuando ya te las comiste y les sacaste su juguito, lo único que queda es la cáscara y la semilla, y eso no se come. Pero la de Calvo ya era una pregunta demasiado tarde. Se hace el silencio, como cuando entra un improbable gol del Tiburón en el Azteca. Silencio.

Sin más qué hacer Calvo ojea al respetable, los separa: A ver, señores, señoras, por favor se me alinean en orden socioeconómico para la despedida del pastor. Las del vestidito negro comprado en el mercadito sobre ruedas de los miércoles con sus zapatos multiusos planos, esas chanclas que usan para fregar pisos, lavar baños, tallar los chones sucios del marido, preparar el caldo, cargar las bolsas de plástico… ustedes por favorcito alcen sus manos al cielo, reciten sus oraciones y me le chillan al buen pastor como Dios manda. Nada de bromas de doble sentido en el velorio, solo la plegaria que estás en el cielo como lo dicten las normas y se me cubren las várices que uno acaba de cenar, por favor. Y usted, la que levanta la voz cada vez que empieza con el padre nuestro que estás en los cielos, subiéndole al tono como para encrespar o invitar a todos los presentes, sí, usted, la chaparrita con el gesto de pocos amigos, por favor le baja al volumen que hay muerto presente y los vivos quieren cotorrear.

Los zopilotes de negro se me mantienen a una distancia sana del ataúd, no vaya a ser que les estornude el tieso y les manche sus Brioni, les empolve sus Paul Smith. No digas que de esa agua no has de beber, güey, mejor di que de ese polvo has de aspirar, y si lo van a hacer, por favor el baño está a la salida de la sala.

Y sí, por favor, las hembritas que acompañan a la viuda en su dolor, pavoneándose como gallinas con sus bolsas Givenchy y sus Stella McCartney grandotas como si estuvieran en esteroides, y que compiten por sacar pañuelos desechables remojados en perfume porque qué asco si no, por favor me van animando a la viudita con algo más que no sea el simple ¡Ay, Maggie, tan bueno que era el Bobbie!, y si no lo conocían pues invéntenle, que para eso son estos eventos, para ensalzar al muerto, porque a Maggie la ven los martes y los jueves en el club para jugar dobles; tranquilas, solo platíquenle del último chisme del bridge de los miércoles.

 

Mis guarros, los que están en la entrada, ahí se me quedan, por favor, cerca para hacer bulto, y le rondan a la cafetera por si al jefe se le antoja su cafecito.

Pero allí se detiene.

Todo cambia cuando entra la morena a la sala. Quizá es el perfume de azahar de Sanborns el que hace voltear. Ni Chanel No. 5 ni Carolina Herrera. Aun así, antes de voltear a verla, Calvo tiene la idea fugaz de que es Raquel Aznar quien entra a la sala, piensa en la posible conexión entre Raquel y Bobbie. Pero no, no es Raquel Aznar, la que durmió desnuda a su lado. A pesar del velo negro, se ve que la portadora del perfume es de piel morena. Entra sola, camina segura hacia Bobbie. Debajo del velo salen unas trenzas de pelo negro rizado.

–Uts, qué buena está, más que el pinche pan, eh, Calvazo–. A pesar de que el vestido negro cae holgado, se percibe un cuerpo de los que sacan lo perro a albañiles y abogados. Años de no ver nada y en menos de veinticuatro horas tu propio harem mental, piensa Calvo. –¿La conoces, Calvero? –Abate pregunta distraído, no despega los ojos de las nalgas que apenas se dibujan debajo del vestido–. Para todo se necesita habilidad, y he allí una que resulta práctica: imaginar nalgas, ¿eh, Calvinismo?

–No.

Piensa que, de conocerla, la tendría en un altar entre sus recuerdos. La Caribeña, así quedó apuntada en la libreta negra de Calvo.

–Carajo, si el Mar Rojo se partió para Moisés, qué tal le abrieron el paso a la morena hasta mi buen Bobbie Singer, ¿eh, Calvazo? –Abate saliva al verla caminar.

A los de reciente ingreso: A las mujeres, como si fueran Pemex... hay que andarlas perforando hasta encontrar petróleo.

La Caribeña se queda parada un largo rato al lado de la caja. Su cara no refleja emoción.

Nadie se da cuenta, ni por el silencio que invade de repente la sala, cómo de las ventilas parece descender un banco de neblina. Todos callan, voltean a ver a la mujer parada en silencio al lado del cuerpo de Bobbie Singer. No hay rezos, palabras, lloridos, solo silencio, excepto por la voz de Maggie Singer, la única que no voltea a ver a la morena de pelos rizados. El banco de neblina impregna la sala. Succiona a los presentes como chupón. La primera palabra, la única, que se le viene a la mente a Calvo es: envuelve. Sin poder moverse, se siente extra en una de Mad Max. Sus músculos amarrados, amartillados, detenidos. Solo sus ojos saltan, de persona en persona. Se detienen en La Caribeña. Pero saltan otra vez y la deja de ver. Fracciones de segundos, momentos desconectados. Ahora observa a los de Abate, los abogados. Salivan a borbotones. Chorros de espuma furiosa les bulle en la boca. No respiran; jadean. Olfatean sangre, miedo, soledad, necesidad. Son sonidos que les escapan del vientre. Guturales. Lijan sus molares, sus caninos se alargan, rompen sus labios. Estalactitas de comidas digeridas, carne, grasa, hueso, cuelgan de sus bocas. Ya no son bocas, son trompas, hocicos alargados, deformes, lanudos. Uno aúlla como sin querer. Cállate, le dice otro, pero se le escapa un aullido. Aúllan, cual noche de luna llena. Lárgate. Mi territorio. Mi hembra. Se gruñen entre ellos. Se mueven con urgencia nerviosa. Se observan con ojos rojos, pelados. Descubren sus colmillos. American Warewolf en pinche Londres. Contorsionan las caderas. Las arquean como preparándose a montar a sus hembras. Las manos se alargan, crecen pezuñas con pelos grises, blancos, negros, bañados en saliva, escurriendo sangre, tierra, sudor. Las orejas crecen puntiagudas, se vuelven fibrosas, atentas. Alertas. Escuchen la voz del alfa, gruñe uno. Es una voz que busca muerte. Esperen al amo, gruñe otro. Gruñen en jauría. Voltean buscando, agitados, urgidos, hambrientos, a ver a Abate. Tú nomás dinos, Abate, te la desnudamos, te la tendemos en un altar para que la devores. A tu entera disposición, amo, nos conformamos con lo que dejes. Gimen exaltados. Esperan. Salivan.

Los ojos de Calvo saltan, se estacionan en las mujeres que rodean a Maggie. Sus Adolfo Domínguez, Oscar de la Renta, entallados hasta decir no mames, tacones de stilleto diseñados para punzar, enormes bolsas de marca colgando como testículos. Sus rostros pierden color. Devils Wears fucking Prada. Palidecen, su sangre se escapa, se pierde, se enfría, deja de circular. Sonríen, dientes para afuera. Su piel blanca, traslúcida, explota en pequeñas várices verdes que, como hiedra, cubre sus caras y sus brazos desnudos. Las venas se empiezan a teñir con un verde tímido de acuarela diluida. Poco a poco el verde empieza a fijar. Se asienta como óleo, color verde conífero escandinavo. Sisean. De sus bocas salen largas lenguas delgadas bifurcadas en la punta. Los vestidos negros se les untan, se convierten en piel. Rostros verdes espinados que envidian a La Caribeña. Los brazos se les enjutan, se retraen, desaparecen en su cuerpo, son serpientes verdes paradas, como de cesta de encantador hindú. El siseo es insoportable, se ven unas a otras, doblan y desdoblan sus cuerpos, buscan donde morder. Es una danza.

Los ojos de Calvo terminan donde las feligresas, las de los vestidos de negro deslavado, roídos. Los vestidos que están untados, pero no por gusto. Rezan un padre nuestro, uno tras otro, mantras, repetidos sin sentido, cada vez más rápido, más ininteligible. Los rezos se vuelven murmullos. La espesa neblina las envuelve, de abajo arriba. Las rodea, dejándoles una capa de algodón blanca. Las sandalias planas, ahora son pezuñas. La piernas se disuelven, se encogen. Caen de frente, se detienen con sus brazos. Algodón, las envuelve, las cubre. Balan. Casi inaudible. La neblina las lame, las empieza a diluir, poco a poco

Calvo solo escucha la voz de Maggie Singer, castellano entrecortado y repleto de anglicismos.


Hijo de tapicero

Calvo regresa tarde.

–‘Ta buena tu nave, Calvo –le grita Negro.

Lo espera sentado en un sillón verde, metido en su celular.

–Tranquilo, Negro, es de mi papá.

Lleva batallando un buen rato para encontrar dónde estacionar el Caprice ’77. Cuando se da por vencido, es cuando Negro mete el camión de mudanzas de la tapicería dentro de su garage.

–No mames Calvo, toda una lancha.– Negro soba admirando el enorme coche color crema, la nave, la lancha.

En cambio, el camión de mudanzas es una enorme caja de metal y madera. Pintado todo en azul marino, con letreros amarillos en los costados: “Tapicería Flores”, incluye el teléfono, el www, una dirección de correo electrónico. Sigue flotando el smog del motor diesel cuando regresa Negro de estacionarlo. Todas las noches el camión se estaciona dentro de la cochera, a un costado del local. Evitamos broncas, hijo, le dice el tapicero a Negro, su hijo. Durante el día, se usa el camión para bloquear el espacio en la calle. Reservarlo para clientes, pues. Desde que aprendió a manejar, estacionar el camión dentro del garaje es un evento sagrado para Negro, siempre salta por las llaves cuando llega el momento.

–¿Pero sí que nos lo quitas para mañana temprano, no, Calvo?

–No te preocupes, Negro, para cuando amanezcas mañana, ya estará libre tu espacio sagrado.

El tapicero Flores lleva años peleando el derecho de estacionar su camión enfrente de su tapicería. Que no se le ocurra a cualquier pendejo estacionarse allí o le poncho las llantas, amenaza. La amenaza la respalda con un letrero de “Se ponchan llantas gratis”. A pesar de ciertos conatos, la amenaza jamás se ha llevado a cabo, pero allí está, para quien se le ocurra.

–Tienes cara de cansado, Calvo.

Como todas las tardes, se sientan en algún sillón que espera ser tapizado. El verde de esta tarde lleva tres meses esperando a que la dueña traiga la tela. La cortina de metal corrugado la mantienen abierta para ver pasar a la gente. Las noches las dedican a arreglar el mundo, hasta que interviene la mamá de Negro: Ya métete, Negro, ya está la cena.

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