Ladrón de cerezas

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Aires entomofóbicos

Salvaje Arregui decidió emprender una campaña de comunicación muy distinta a las anteriores. Robinson, su guía de montaña, le sugirió entrevistarse con el asesor en comunicación Rufino Croda, un amigo de la infancia con quien había compartido sus estudios primarios y secundarios en el colegio Santa Trinidad.

Rufino era un hombre prácticamente desconocido dentro del ámbito político, pero relativamente respetado dentro del ámbito publicitario. Había presidido varias de las agencias de comunicación más relevantes de la época, aunque no había descollado sobremanera en ninguna de ellas, ni había logrado establecerse más de tres o cuatro años en un mismo lugar.

Era evidente que prefería una buena patada en el culo a un pie sobre la cabeza.

Cuando se sentía demasiado cómodo en un mismo lugar desajustaba las cinchas y los resortes del sillón para que las tachuelas se le clavaran en el aburguesamiento y lo impulsaran hacia un destino algo más estimulante. Era un convencido de que la verdadera libertad era cambiar el rumbo cuando el viento se aquietaba.

Todo era efímero en Rufino, hasta aquello que se sobreentendía permanente, hasta sus enredos amorosos cuyo inicio, desarrollo y desenlace eran de cuento y no de novela. Permaneció algunos pocos años casado con una mujer a la que prefería olvidar en una repisa descuidada, pero que le recordaba a sus tres maravillosos hijos. Un día descolgó la camisa de una percha, eludió desempolvar la repisa, desplazó hacia adentro la varilla metálica por el pasador de mano, ajustó las juntas de los herrajes, y decidió divorciarse de ella y del hombre en el que se había convertido a su lado: ciclotímico, melancólico, mezquino, egoísta.

Había que saber irse porque no le gustaba la imagen que le devolvía el espejo. De todo se divorció, menos de sus tres hijos, a quienes amaba con el alma. Sus rostros angelicales se reflejaban en un charquito de agua cada vez que Rufino observaba el suyo. Porque él era ellos y ellos eran él; una conjunción simbiótica de organismos de la misma especie en una íntima asociación de gotitas de sangre. La simple concepción de pispear el mundo por el que andaban arrastrando las zapatillas con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón le regocijaba el alma. Eran la bondad en estado puro, la maldad desarmada y despojada de todo absolutismo. Eran incapaces de juzgar al otro y mucho menos de interpelarlos. Intentó ofrecerles una vida perfecta (como si la perfección no fuera imperfecta), negarles nada y permitirles todo, pero sucumbió ante un divorcio complicado, irreversible y complejo, que sacó una versión de él que no reconocía. Por momentos se sentía como un extraño conviviendo en un cuerpo reconocible. Sus hijos fueron espectadores involuntarios de una película de terror protagonizada por dos personas grandes. Es que no toleraba la injusticia, mucho menos cuando lo implicaba. A sus ojos, la báscula de la justicia, al menos en lo que a derecho de familia se refería, se inclinaba indefectiblemente hacia el lado de la mujer, lo cual era previsible porque entre tanto padre que se tomaba el pire no abundaba mucho padre que asumiera su responsabilidad. Pero muchas veces justos pagan por pecadores, aunque el rol de la justicia era justamente echar una red en el agua y liberar, de vez en cuando, una corvina entre tanta bota.

Harto de que tanta pasa de uva exprimiera la naranja, un día, decidió renunciar a la ambición desmesurada y se arrojó un clavado al vacío; sin redes, ni botas, ni corvinas, ni cheques en blanco, en las hendiduras abruptas de un acantilado de aguas poco profundas llamado Innocence: su consultora de arquetipos de marca. No lo atemorizaban los nuevos desafíos, sino la mediocridad de lo permanente, la figurita repetida, lo que lo anclaba al fondo fangoso y blando de lo que se resistía a ser. Por el contrario, lo estimulaba el cartel recién pintado, las planchas de polietileno con burbujas de aire recién infladas, el corte de cinta, el camino de vuelta al hombre que supo ser: sereno, calmado, generoso, apacible. Lo enardecía la exigencia de deshacerse de ese holograma tridimensional que no lo representaba, que distorsionaba su imagen como en una película fotosensible. Tenía fama de hombre parco, retraído, de pocas palabras y de una timidez hechicera, esa que seduce por oposición a lo que debería expulsar por sustitución. Era tan huraño que el cuidador de un faro de una isla desierta le parecía un ser ameno, abierto y accesible. Lo único que amaba tanto como su soledad era a las mujeres (aunque parece una incongruencia, ya que ambos sustantivos comunes femeninos distaban de coincidir en sus enunciados). Ellas actuaban como la luz del faro que orientaban al bote que se tambaleaba entre aguas tormentosas y era atraído esporádicamente, y por pequeños intervalos de tiempo, a la inseguridad de tierra firme. Amarraba el bote al muelle con un vago nudo de zapatilla de niño inexperto que recién inicia en el arte de atarse los cordones y no consigue sujetarlos con la suficiente presión. Era capaz de convivir extensos períodos acompañado, únicamente, por su soledad, aunque, pasado un tiempo prudencial que se calculaba en semanas o eventualmente en meses, sentía la necesidad de volver a balancearse en un sube y baja oscilante de un sinfín de mujeres que le hacían de contrapeso en el lado opuesto del adminículo infantil. Una especie de péndulo que se detenía reiteradamente en los extremos y pasaba como un rayo por el centro. Nada admiraba más que la belleza del sexo opuesto (le costaba entender el motivo por el que a aparatos sexuales tan equivalentes se los consideraba opuestos). Quizás por esa razón jamás consideró la posibilidad de convertirse en farero en una isla desierta.

Al perderse lo hacía a lo grande entre laberintos de uñas esculpidas, delineadores de labios, perfumes de magnesio y máscaras de pestañas que decoraban la desilusión como única puerta de salida. No se vanagloriaba por actuar de esa manera, pero no lo podía evitar. Era más fuerte que él. Respetaba ese noble quijotismo de un séquito de mujeres que aún guardaban las esperanzas de convertirlo en un hombre desprovisto de restos de maquillaje y filamentos de perfumes. Un retrato de familia que pudiera detener el péndulo justo a la mitad. Su diccionario no incluía palabras rimbombantes ni lenguaje frondoso. Esas páginas habían sido arrancadas a cachetazos y esparcidas como el polvo volátil soplado por el viento. Aunque era justo reconocer que su conducta estaba provista de una hidalguía de caballero romano. Consciente de sus limitaciones amorosas, se comportaba de manera opuesta a lo que una mujer esperaría de un hombre que pretende seducirla. Con la honestidad del último deseo del hombre condenado a la horca, se esforzaba por espantarlas de su presencia mostrándose como lo que realmente era: un ser sin capacidad de amar, desprovisto de sentimientos y ajeno al sufrimiento ajeno. Un espécimen de mariposa disecada sujetada por un alfiler sobre una espuma rígida para su exhibición, pero no para su uso. Era de suponer que muchas mujeres se sintieran atraídas por un hombre repelente, ya que buscando espantarlas no hacía más que atraerlas. No actuaba premeditadamente, sino con la inconmensurable decencia de un asesino que intenta escapar de sus oscuros pensamientos mientras sus víctimas lo corren de atrás.

El encuentro se llevó a cabo en las oficinas de Salvaje Arregui, en la cogotudísima avenida Alvear de la ciudad de Buenos Aires, un viernes cualquiera de un mes cualquiera.

Al relojear como de pasada por la hendidura de luz que se formaba entre el marco de la puerta y el surco de la pared, Salvaje se sobresaltó al observar a un hombre de unos cincuenta años, vomitivamente atractivo, de unos noventa kilos bien distribuidos en 1,87 metros de altura de un cuerpo impúdicamente perturbador; agonizantes cabellos negros sobreviviendo entre un litigio de canas blancas y enruladas tan complejos e indescifrables como una novela de Kafka.

Lo examinó de arriba abajo: barba descuidada, ojos apagados, y un puñado de arrugas escondidas que develaban a un hombre de sonrisa evasiva y gesto adusto. Su modo de vestir era austero, casi desinteresado: jeans gastados, zapatillas al tono y una remera blanca clásica que contrastaba con la formalidad y elegancia del lugar. La apariencia impoluta de sus oficinas y el vocabulario prudente de todos los que allí trabajaban generaban un contraste imposible de ocultar ante el ignoto visitante. Un publicista desvariado, un sapo de otro pozo que saltaba de estanque en estanque en busca de algo de mosca. Se estrecharon las manos con la confianza que un ladrillo le tiene a una masa y pasaron a la sala de reuniones.

Rufino era un hombre de una timidez crónica, casi patológica, que generaba un enorme contraste con su agigantada figura. Ante la presencia de desconocidos lo atacaba una sensación de sofocación y abarrotamiento de cientos de músculos del cuerpo, especialmente aquellos situados en la mandíbula y el cuello que se apretaban en espacios reducidos y le imposibilitaban expresar algún tipo de emoción más allá de la angustia. Enmudeció ante la presencia del candidato a gobernador de la provincia de Buenos Aires y se apichonó de tal manera que involuntariamente comenzó a balbucear, a transpirar las manos, a entrecortar la respiración y a acelerar la frecuencia cardíaca. Este tipo de perturbaciones eran habituales en él, que de cuando en cuando recurría a ansiolíticos para mitigar el tormento que le generaba la presencia de extraños de su misma especie, especialmente cuando se trataba de hombres de poder.

Como era de suponer, nunca se sintió miembro activo de la familia Homo sapiens; más bien se sentía el eslabón perdido, el apéndice que constituye parte del cuerpo humano, pero nadie comprende precisamente su función. Parecía como si lo hubieran aplazado en antropología.

 

En contrapartida, se sentía infinitamente más cómodo entre animales, o niños, o ante la presencia de sus pares: un cactus, una piedra, o una lata, probablemente porque no se sentía interpelado por ellos y mucho menos juzgado. La absoluta confianza que le manaba por los poros ante la presencia de una mujer se deshilachaba a pedazos ante la presencia de un hombre. Al enfrentarse cara a cara con Salvaje no logró sostenerle la mirada, escondió las manos en los bolsillos, y sus ojos se clavaron en un piso de eucalipto blanco con vetas infinitas recién lustrado que le minaban aún más su poca confianza.

Me cago en Robinson que me recomendó entrevistarme con semejante espécimen, pensó Salvaje mientras intentaba acelerar, de alguna manera metafísica, las agujas del reloj de cola situadas en el vértice contiguo a la puerta de entrada. Se había convencido de que los próximos minutos de su vida no quedarían registrados en el museo de la Acrópolis, aunque, tal vez sí en el museo de las cosas olvidadas.

—¿Muchas hormigas? —ironizó Salvaje tirándole un salvavidas de plomo a su inconmensurable timidez.

Mientras los ojos de Rufino continuaban perdidos en el piso buscando vaya a saber qué, sigilosamente y de un leve impulso ascendente, elevó su pie derecho hasta alcanzar la altura de la botamanga izquierda; en busca de equilibrio extendió ambos brazos de manera perpendicular al cuerpo y se mantuvo inmóvil y en absoluto silencio evitando alertar a las hormigas de la inminente contingencia y facilitarles así su huida. Con desmedido esfuerzo elevó aún más su pie derecho hasta alcanzar la altura rotuliana de su homónima izquierda, y manteniendo la vertical en su pie izquierdo, dejó caer su homónimo derecho a una velocidad y violencia inusitadas y lo estrelló intempestivamente contra una porción del piso de eucalipto blanco con vetas infinitas recién lustrado que se quejó de semejante destrato y rechinó ante la indecencia del visitante. Al coincidir nuevamente con sus dos pies en el piso repitió el mismo proceso, pero esta vez de manera inversa; elevando su pie izquierdo hasta la altura rotuliana de su homónima derecha y dejándolo caer a una velocidad inusitada estrellándolo nuevamente contra otra porción del piso que volvió a quejarse y a rechinar por semejante destrato. Y así sucesivamente durante varios segundos al estilo de un rítmico zapateo americano interrumpido solo por pequeños intervalos de giros de cabeza de izquierda a derecha y de derecha a izquierda acompañados por un “no, no, no” acompasado que inspeccionaban rincones ocultos donde aquellos minúsculos insectos sobrevivientes pudieran haberse dado a la fuga. Se mantenía tan concentrado en su tarea que Salvaje no pudo resistir la tentación de bajar la vista y mirar el piso de eucalipto blanco con vetas infinitas recién lustrado en busca de la plaga de hormigas que supuso, incorrectamente, que deambulaban por allí.

—¿Muchas hormigas? —replicó Rufino quitándole el plomo al salvavidas de su retraimiento.

Su enfermiza timidez se prolongaba por breves espacios hasta que finalmente su taquicardia cedía, sus músculos se relajaban, su temblor se aquietaba, su rictus se recomponía y se convertía nuevamente en el depredador de mujeres, pero esta vez de pelo corto y nuez en la garganta. Es que no diferenciaba entre hombre y mujer. Seducía a ambos por igual.

Al asegurarse de que efectivamente ninguna hormiga hubiera invadido el lugar, Salvaje se sorprendió al comprobar que la delgada línea entre la locura y la genialidad era tan imperceptible como el aleteo de un colibrí (y aun no podía dilucidar de qué lado del chaleco de fuerza se encontraba su entomofóbico amigo).

—¿De dónde diablos saliste? —preguntó Salvaje abriendo las compuertas del dique para descomprimir la presión.

—Vine a cumplir el mandato de Robinson.

—Ahora se me ocurre eso de que hay que confiar más en los enemigos que en los amigos.

—Mi nombre es Rufino Croda, vos me convocaste, che —dijo monótonamente mientras se acomodaba los huevos en los escrotos y tomaba aire para equilibrar los síntomas del pánico escénico que comenzaban a ceder.

—Robinson me sugirió hablar con vos, dijo un Salvaje afligidísimo por haberse convertido en protagonista involuntario de una parodia digna del Cirque du Soleil, en el que un ignoto publicitario lo había dejado en ridículo.

—Como bien dijiste, no deberías confiar tanto en tus amigos —ironizó Rufino, mientras comenzaba a levantar los ojos del piso.

—Es probable que sea verdad eso que decís. Estos pocos minutos que no me sobran me lo develarán, —lo desafió Salvaje de una manera esquiva, aunque ya sin relojear las agujas del reloj.

—No es momento de arrepentimientos, tal vez la charla te resulte sustancialmente tolerable.

—Espero llevarme algún aprendizaje de esta jornada.

—No vas a perder el tiempo conmigo, che.

—Si lo que tenés para decir es tan malo como tu actuación de bailarín de malambo mata hormigas te voy a echar a patadas en el culo de mi oficina.

—Vos sí que tenés un don especial para motivar a la gente, hermano.

Salvaje se rascaba la cabeza sin lograr comprender si se encontraba frente a un hombre desquiciado o a un puto genio.

—Estuve investigando acerca de tu trabajo, consulté con algunos colegas. ¿No te habrás imaginado que iba a quedarme únicamente con la opinión subjetiva de Robinson?

—Ahí vamos… —dijo resoplando Rufino.

—Y lo que escuché no fue justamente la Quinta sinfonía de Beethoven.

—Bueno, pero si estoy aquí parado frente a vos al menos habrás escuchado algo parecido a una serenata.

—Digamos, más bien un corito de niños.

—Ideas que se hace la gente nomás…

—Veo que le das una importancia relativa a lo que las personas piensan de vos.

—Depende de qué personas. Respeto la opinión de aquella gente que valoro. ¿Pero qué sentido tiene hacerse mala sangre por lo puedan pensar personas que no te merecen ningún respeto? Que hablen de mí es lo importante; bien o mal me tiene sin cuidado.

Salvaje estiró sus huesos en su mullido sillón color ocre, se sirvió un Johnny Walker etiqueta azul, e invitó a Rufino a acompañarlo.

—¿Sabés cuál es el motivo por el que estás aquí sentado? —preguntó Salvaje.

—Puedo imaginarlo —contestó Rufino.

—A ver…

—En las dos últimas elecciones a gobernador de la provincia de Buenos Aires fuiste derrotado por candidatos del Partido Popular que no te ataban ni los cordones. Es evidente que andás necesitando una estrategia de comunicación que, de un plumerazo, remueva las telarañas que cuelgan de tu autorretrato y permita de una vez por todas que el marco de metal se exhiba, inmaculado, en la parte de arriba del escaparate. Perdoná la franqueza.

A Salvaje le dieron unas ganas locas de cagarlo a trompadas, pero de alguna manera lo cautivaba la palabra descarnada, el relato desnudo, el caldo desabrido de un hombre incapaz de sazonar la sopa. La contraposición entre un discurso atrozmente demoledor y una personalidad inexorablemente vacilante impulsó a Salvaje a apoyar cómodamente el culo en el sillón.

—¿Qué pensás de mi campaña publicitaria?

—No pienso en tu campaña publicitaria, ese es justamente el problema.

—¿Al menos tendrás algún recuerdo?

—Lo que recuerdo es que era un reverendo bodrio; algo así como ir a misa un martes a la mañana o escuchar la cátedra de un epidemiólogo en un congreso en Copenhague —se aventuró Rufino caminando descalzo entre brasas calientes—. Al menos te reconozco la monumental contribución de lagañas pegajosas secretadas por el aparato lagrimal de involuntarios testigos de semejante suplicio.

No había atisbo de maldad en las palabras de Rufino. Era consciente de que había sido convocado para remover las cenizas de los ojos de Salvaje y aportar un nuevo punto de vista que lo impulsara a convertirse finalmente en gobernador de la provincia de Buenos Aires, y lo habilitara a él a recibir una buena paga por ello. Un simple intercambio comercial, nada más. No lo inquietaba trabar relación personal con él.

—Puedo comprobar que vas al hueso y sin anestesia —se ofuscó Salvaje.

—Es que de esa falta de originalidad no podía salir nada bueno —dobló la apuesta Rufino—. Tus asesores en comunicación te ofrecían al mejor postor, no te mostraban a cara lavada ni reflejaban la verdadera personalidad abandonada que tu mamá mecía en la cuna. Te exhibían como la joya de la abuela, el príncipe de fábula, el marido perfecto: intachable, prodigioso, conservado en formol. ¿Pero sabés lo que pasa? Las personas son imperfectas, defectuosas, incompletas. Carecen de lo que presumen tener. Se inclinan por las muñecas de trapo a las de porcelana, los almacenes de barrio a las grandes tiendas comerciales, los perros callejeros a los huskies siberianos. No se reconocen en los príncipes de cartón de urna que les refriegan en la cara su linaje y su virtud aristocrática. Hombres de cera que no se despeinan si una mujer los cachetea. Parece que no cagan ni salpican la tapa del inodoro al mear. La gente vota candidatos de carne y hueso, tipos que alguna vez se hayan cagado a trompadas en un bar o no se hayan podido mantener en pie por efectos del alcohol.

A lo mejor valía la pena asomarse por el cristal del vaso de whisky y escuchar lo que este tipo tenía para decir, pensó Salvaje.

—“Por una educación más justa y equitativa, vote a Salvaje Arregui” —dijo Rufino—. Guau, qué original concepto de campaña. ¡A ustedes sí que les brilla la bombilla en el mate! “Más trabajo y menos desempleo”, a-lu-ci-nan-te razonamiento económico. ¡Mamita, qué salto al vacío!

En el preciso instante en que Rufino se incorporaba e interpretaba a capela un irónico aplauso de manos estrellándose repetidamente una contra la otra al grito de “bravo”, “bravísimo”, “bravo”, Salvaje se precipitó entre mandarlo al carajo o lanzarle el vaso de whisky en medio de la trompa, pero lo intimidaba la contextura física de Rufino y la caprichosa incoherencia de un hombre que pasaba de la genialidad a la estupidez en un abrir y cerrar de ojos. Las palabras que salían a borbotones de su boca le adormecían el ego, le zamarreaban el yo, el superyó, el ello y vaya a saber qué otro concepto fundamental freudiano.

—“Ciudadanos libres y delincuentes presos”, qué concepción tan perspicaz sobre seguridad —continuó Rufino—. ¿Qué persona en su sano juicio podría no estar de acuerdo con semejante afirmación? Me tomo la libertad de decirte qué, si la campaña te la hicieron gratis, te salió tan cara como haber perdido la elección.

—¿Este tipo entiende que yo estoy sentado frente a él? —se preguntó en voz alta Salvaje dirigiéndose vaya uno saber a quién.

Rufino cabeceó en varias direcciones en busca del destinatario del mensaje, pero se sobresaltó al notar que solamente ellos dos se encontraban en la sala. Lo alucinó el descubrimiento de que tal vez Salvaje estaba loco como una cabra.

—¿A quién le hablas vos, che? —quiso saber Rufino.

Salvaje prefirió ahorrarse el adoctrinamiento.

—Lo que ocurre es que la gente busca candidatos con ideas previsibles —afirmó Salvaje.

—Sí y no —concedió Rufino—. Las ideas previsibles nos trajeron hasta acá. Hoy lo que la gente busca es un candidato imprevisible que se anime a romper con el típico “sálvese quien pueda” argentino y nos regale un par de binoculares que nos permitan adentrarnos al horizonte que se encuentra más allá de los próximos cuatro años. Un estadista que haga pedazos el nefasto cortoplacismo argentino. De una vez por todas y para siempre debés tomar el toro por las astas y atreverte a poner en tela de juicio todo lo que te hizo llegar hasta acá, incluyendo esta conversación conmigo. ¿Nunca te cansás de no ser vos mismo?

—No sé. Nunca me lo pregunté.

—¿No te cansás de no hacerte ninguna pregunta? ¿No te cansás de andar por la vida en piloto automático?

—En piloto automático también se llega a destino —lo contradijo Salvaje.

—Sí, pero en zona de turbulencia, en lugar de un robot, los pasajeros suplican por las manos firmes de un piloto que tenga tanto para perder como ellos en caso de accidente —aseveró Rufino.

—¿Y vos vendrías a ser ese piloto?

—No sé —mintió Rufino encogiéndose de hombros.

—Hay que hacerle frente a la realidad, eso es indudable.

—¿Oíste hablar de los arquetipos?

 

—No.

—Los arquetipos o “inconsciente colectivo” son imágenes arcaicas que se transmiten de generación en generación, que existen eternamente en el inconsciente de los hombres y que son comunes a toda la humanidad. Este hallazgo fue descubierto por el médico psiquiatra y psicólogo Carl Gustav Jung (1875-1961), quien fue colaborador de Freud y profundizó sobre la interpretación de los sueños, enfocándose sustancialmente en lo visual y no en lo discursivo. Los arquetipos se manifiestan simbólicamente a través de los sueños y en contenidos encubiertos en leyendas, cultos y mitos de todas las culturas. Sin distinción de raza, sexo, edad, nivel socioeconómico o religión son inconscientemente atractivos para todos los seres humanos en el mundo: héroes, villanos, inocentes, magos, rebeldes, reyes, bufones, protectores, aventureros, genios o sabios, entre muchos otros. Nadie puede escapar a los tentáculos arquetípicos, salvo mediante una aneurisma o un grado elevado de locura. Se trata de una transición cognitiva que nos viene heredada de generación en generación. Jung, a diferencia de Freud, creía que el inconsciente de la mente de un niño iniciaba ya provista de conocimientos y experiencias absorbidas por las generaciones que lo precedieron. Así como evolucionan las especies de Darwin también evoluciona el cerebro humano. Esa información se encuentra reprimida en nuestro inconsciente y la vamos elevando a lo consciente a medida que nuestra vida evoluciona y nos enfrentamos a nuestras propias experiencias.

—Tómense un tiempo y vuelvan a leer el párrafo anterior. Háganme el favor —suplicó Rufino al lector.

—¿Sería algo así como democratizar la dictadura del inconsciente? —se despachó Salvaje, enderezándose la espalda y haciendo sonar el tronco encefálico del cerebro.

—Ese razonamiento demuestra que no tenés goteras en el cielorraso —lo condecoró Rufino.

—Siempre me interesó explorar sobre los mitos y las leyendas que nos remueven la consciencia y la percepción de la realidad.

—Justamente no se enfrenta a los mitos y a las leyendas a través de lo consciente porque dejarían de ser mitos y leyendas para convertirse en realidades.

—El hombre es multitud de antepasados, decía un tal Borges.

—Hablando de Borges seguramente has oído hablar de Freud —preguntó Rufino.

—¿Qué tiene que ver Borges con Freud?

—Que los dos se sentaban bajo el paraguas del razonamiento.

—Eso sí.

—Freud consideraba a Jung como su sucesor. De hecho, hizo el intento de delegarle la conducción del psicoanálisis. Pero en este punto de la consciencia pensaban exactamente lo opuesto, ya que Freud se inclinaba en suponer que el inconsciente de un niño viene desprovisto de cualquier tipo de información y que comienza a desarrollarse a través de sus vivencias y de la identificación con sus padres de quienes aprende lo que está permitido y lo que no se puede hacer. Y a medida que vive sus experiencias va desarrollando una serie de mecanismos de defensa como la represión o la negación destinados a impedir que lo dominen los deseos prohibidos, trasladando al inconsciente todo aquello que le genera malestar o infelicidad. De allí surge el psicoanálisis freudiano que a través de la palabra lleva lo inconscientemente reprimido a lo consciente con el objetivo de hallar la cura de los pacientes mediante la palabra. En contrapartida, Jung pensaba que solo se reconoce a la gente por su comportamiento y no por como dice que se comporta. Y los arquetipos son una verdad eterna imposible de ocultar a través de la palabra.

—¿Y por qué motivo pensaban tan distinto, siendo que Freud consideraba a Jung como su sucesor?

—Existen varias hipótesis al respecto. La mía se basa en el supuesto de que la religión cristiana se manifiesta a través de las imágenes, de lo visual: la cruz, el Espíritu Santo, la Santísima Trinidad, la Virgen María, los apóstoles. Cualquiera puede entender que Jung, al ser un hombre profundamente religioso y venerador del cristianismo, se inclinara por la contemplación más que por lo discursivo. En cambio, Freud, como judío ortodoxo, se manifestaba a través de la palabra, de lo escrito. A mi manera de ver este pudo haber sido un punto de desencuentro entre ambos genios. Aunque también es cierto que en su famoso libro La interpretación de los sueños, Freud presentó su óptica sobre la relación entre los sueños y el inconsciente y advirtió que el sueño era la realización “disfrazada” de un deseo reprimido. Jung, por su parte, desafió la conclusión de Freud y se inclinó hacia una interpretación místico-simbólica de los sueños que no conciliaba con el empirismo científico de Freud. Jung descubrió los arquetipos, y digo descubrió, no concibió, ya que siempre estuvieron allí, ocultos detrás de los inicios de la humanidad. Pero solo un hombre con la lucidez de Jung los pudo imaginar e interpelar.

Salvaje desactivó su celular y lo dejó a un lado. Acababa de escuchar un argumento tan lógico dicho por una persona tan ilógica y sustentado desde una teoría tan práctica que tal vez su entomofóbico amigo, en teorías psicoanalíticas y motivaciones humanas, lo acababa de dejar del tamaño de una hormiga.

En ese preciso instante, la secretaria de Salvaje los interrumpió para informarle que su próxima visita lo estaba aguardando en la sala de recepción; se trataba del licenciado Mariano Menéndez, mejor conocido como el Clavo, asesor en comunicación del Partido Republicano.

—Por favor, dígale que me aguarde unos minutos —dijo Salvaje.

—Igual yo ya me estaba yendo —se adelantó Rufino incorporándose de la silla.

—Te podés ir si querés, pero mejor que te quedes un poco más. Una conclusión como esa no puede dejarse por la mitad —reflexionó Salvaje que comenzaba a respetar al extravagante ejemplar.

—Bueno, aún nos quedan unos minutos, además tengo una pila de cosas que contarte sobre los arquetipos.

—A decir verdad, por favor dígale al licenciado Menéndez que regrese otro día.

—Así lo haré —respondió su secretaria mientras se evaporaba como el whisky escocés que aun derretía los hielos.

—¿Y cómo aplican los arquetipos a la comunicación política? —quiso saber Salvaje.

—No sé, no tengo idea —dijo Rufino sin ruborizarse.

—¿Cómo que no sé?

—Rara vez se han aplicado los arquetipos a la comunicación política, al menos que yo sepa. En cambio, las marcas comerciales los utilizan todos los días de una manera tan sencilla que da bronca. Se posicionan en territorios arquetípicos y construyen su imagen con consistencia y determinación respetando una misma personalidad de marca que difícilmente sea modificada en el ciclo de vida del producto.

”Pensemos, por ejemplo, en el emblemático caso de Coca-Cola. Se trata de una bebida sin alcohol que bajo una mirada estrictamente racional es absolutamente perjudicial para la salud; contiene altos niveles de azúcar y su viscosidad oscura tampoco ayuda demasiado. Sin embargo, es la bebida más consumida del mundo después del agua. ¿Sabés cuál es la verdadera fórmula mágica de Coca-Cola?

—Alguna vez leí que se trataba de una combinación entre azúcar, extracto de vainilla, jugo de limón y cáscara de naranja, aunque nadie lo sabe a ciencia cierta. Me imagino que justamente por eso se conoce como fórmula mágica —reflexionó modestamente Salvaje.

—La inocencia —dijo Rufino—, la inocencia es la verdadera fórmula mágica de Coca-Cola. Desde hace años se posicionó en ese territorio arquetípico y jamás se apartó de él ni modificó su tono de comunicación naif, ingenuo, cándido, crédulo y absolutamente carente de maldad.

—¿Inocencia? —preguntó intrigado Salvaje.