Ladrón de cerezas

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—Inocencia —insistió Rufino—. A la hora de analizar su comunicación podrás observar que irremediablemente gira siempre sobre los mismos ejes de narración. En sus inicios, la marca se apropió de la imagen angelical de Papá Noel y como corolario tuvo la genial idea de vestirlo de color Coca-Cola. Según cuenta la leyenda en la cultura occidental, el barbudo bonachón surgió en Irlanda y su vestimenta era originariamente verde. A partir de Papá Noel, Coca-Cola se apoderó de un halo de felicidad, positivismo, bonanza y la promesa de un mundo mejor.

—No te sigo.

—Tal como te comenté anteriormente, todos los seres humanos en el mundo nos sentimos inconscientemente atraídos por seres inocentes. Soñamos con ellos, nos magnetizan como una calamita, no lo podemos evitar.

—Yo no sueño con inocentes, ni con niños, ni con ositos de peluche.

—Los sueños arquetípicos no son así de literales. No soñamos con inocentes, pero soñamos con actos crédulos; no soñamos con Batman o Superman, pero soñamos con actos heroicos; no soñamos con la reina de Inglaterra, pero soñamos con castillos medievales; no soñamos con el papa Francisco, pero soñamos con actos de fe. Todo es cuestión de interpretación.

Unos años atrás se desarrolló un estudio que se mantuvo tan oculto como el sexto evangelio en la Iglesia católica donde se reafirmaba que una persona tomando una Coca-Cola se encontraba mejor predispuesta a realizar la buena acción del día.

—No me subestimes, por favor —dijo escépticamente Salvaje.

—Lo podés comprobar por vos mismo. La próxima vez que te sientes en un bar prestá atención al comportamiento de una persona tomando Coca-Cola. Te sorprenderá advertir que su semblante se torna alegre, animado y optimista. Así de poderosos son los arquetipos porque son capaces de transformar conductas humanas.

—A mí no me ha ocurrido nunca —replicó Salvaje.

—Que no te haya ocurrido no significa que no ocurra.

—Sinceramente no puedo concebir la idea de que el arquetipo inconsciente de una marca movilice a una persona a ejercer un acto reflejo de bienestar. Por favor, las personas son infinitamente más racionales que eso. Todo lo hacen de manera consciente. Sus actos tienen un motivo empírico. Siempre fue así.

—¿Por qué decoramos árboles de Navidad? —lo frenó en seco Rufino mientras se paseaba con los brazos cruzados sobre el pecho.

—¡Eh! Eso que tiene que ver.

—¿Por qué esperamos a los Reyes Magos con una canastita con pasto y un recipiente repleto de agua?

—Eso qué tiene que ver —repitió Salvaje.

—Los arquetipos no necesitan volverse conscientes para ejercer el “motor de la consciencia”. Los arquetipos están en el inconsciente, y es en el único lugar donde están. Si como vos decís, todo es racional en el ser humano explicame la lógica de estas costumbres. Existen miles de acciones que los seres humanos realizamos de manera inconsciente. Lo hacemos simplemente como un acto reflejo y como efecto de una herencia cognitiva cultural. No nos preguntamos por qué, simplemente lo hacemos, y trasladamos la costumbre a las nuevas generaciones ¿Por qué regalamos huevos de chocolate en Pascua? ¿Por qué decoramos esos huevos? ¿Por qué el ratón Pérez se lleva los dientes de los niños? ¿Alguna vez te pusiste a pensar por qué muchas veces la primera palabra que sale de la boca de un bebé es Coca en lugar de mamá o papá? ¿Alguna vez observaste un niño de pocos años señalando la M de McDonald’s? ¿Cuál es el motivo inconsciente que los hace actuar de esta manera?

El escritor Julio Cortázar se refirió al tema al explicar su proceso de pensamiento al escribir su novela Los reyes, que acentuaba su mirada sobre mitología griega sin haber tenido ningún tipo de conocimiento profundo sobre el tema. Y dio la razón a Jung y a su teoría de los arquetipos en el sentido de que existe una memoria cognitiva de los antepasados, donde a modo de ejemplo, un archibisabuelo suyo que vivió probablemente en Creta 4000 años antes de Cristo, a través de los genes y de los cromosomas, transfiere una información y uno comienza a escribir un cuento o una novela que corresponde a su tiempo y no al tuyo.

—En plan de confesar excentricidades he de reconocer que los seres humanos cometemos innumerables actos inconscientes —balbuceó Salvaje con una mezcla de resignación y sumisión—. Con esa premisa deberíamos identificar qué tipo de motivación podría ejercer el acto involuntario de una persona a la hora de emitir su voto por determinado candidato.

—Lo primero que tengo para decirte es que ninguna persona en su sano juicio votaría a un candidato de manera involuntaria —dijo Rufino.

—Vos sos o te hacés, che, me acabas de convencer de todo lo contrario.

—Coca-Cola es la bebida más consumida en el mundo porque es putísimamente rica. Si no lo fuera, la gente no la tomaría por más halo de inocencia que la envuelva. Pero a la hora de elegir entre Coca-Cola y Pepsi-Cola se quedan con la primera porque los estímulos inconscientes refuerzan los criterios racionales de elección.

Pensamientos inflamados de oscilaciones sobrevolaban por la mente de Salvaje.

—En primer lugar, los ciudadanos deben coincidir con tu ideología política —continuó Rufino—, recién después te van a entregar su voto. Lo interesante es que entre candidatos parecidos los arquetipos comienzan a hacer girar los engranajes para un lado o para el otro.

—¡Me cago en tu lógica! —exclamó Salvaje solidarizándose con las nobles particularidades del idioma español que nos concede la posibilidad de alabar insultando.

—Los arquetipos tiran por la borda aquellas máximas de los textos de marketing que promueven la identificación dirigiéndose a las personas en su propio lenguaje. En cambio, los arquetipos promueven la acción contraria porque las personas se identifican con marcas que les brindan justamente lo que ellos no tienen, o creen no tener. ¿Cómo se explica que las motos Harley-Davidson se hayan convertido en una insignia norteamericana? Una marca que promueve el arquetipo del villano y es aprobada por miles de personas decentes que todas las mañanas les preparan el desayuno a sus hijos y le sirven la leche al gato. No la aprueban por ser villanos, sino precisamente porque no lo son, aunque de vez en cuando quisieran serlo para alimentar el diablo interno que todos tenemos oculto.

—A mí me da toda la sensación de que los motoqueros que conducen una Harley-Davidson son efectivamente los chicos malos de la película.

—Inconscientemente estás representando el típico estereotipo del motoquero gordo, barbudo, feo y malo que arrastra sus botas texanas contra el suelo polvoriento, vistiendo tachas y camperas de cuero color noche privada de estrellas. Al experimentar la sensación de maniobrar una Harley, muchos absorben su posicionamiento y cualquiera puede comprender que la mayoría de ellos son gentes de alta alcurnia: profesionales, médicos, abogados o ingenieros que cuentan con un pasar económico lo suficientemente holgado como para acceder a una moto que cuesta un ojo de la cara. La cuestión es que son los malos de la película arriba de una Harley, pero debajo de ella, colorean con tizas de colores pececitos en la vereda para sorprender a sus hijos al regresar de la escuela.

Unos soliloquios de ideas encontradas se perdían en el razonamiento anoréxico de Salvaje.

—Cuesta verse representado por un candidato político que busque posicionarse en el arquetipo del villano —afirmó Salvaje.

—Seguramente sería su certificado de defunción —coincidió Rufino.

Difícilmente alguien votaría arquetipos relacionados con villanos, vampiros, viudas negras, saboteadores, ladrones de guante blanco o lobos en piel de cordero; al menos en nuestra cultura occidental.

—Es relativo. En política sobran candidatos que se victimizan para dar lástima y de esa manera obtener votos —lo contradijo Salvaje.

—La paradoja de quien se victimiza es que lo que realmente genera no es lástima, sino bronca —lo corrigió Rufino sacándole punta a la lengua.

—¡Es así! Eso no lo vamos a discutir.

—Lo que vale la pena es enfocarnos en arquetipos eficaces, en imágenes inconscientes activas y vivas, que al igual que los instintos, influyan en el pensamiento y el sentir de cada persona. Al mundo le sobran adjetivos y le faltan verbos. Es hora de arremangarnos y poner manos a la obra.

A este tipo le brilla la estrella Sirio dentro del mate, pensó Salvaje mientras se secaba la frente con la manga de la camisa.

—Y así podría enumerarte miles de marcas en el mundo que se posicionan siguiendo los lineamientos de Jung —reflexionó Rufino. Y por alguna extraña razón muchos políticos admiran varias de esas marcas, pero no las imitan.

—Los políticos no somos marcas —reflexionó sagazmente Salvaje. Puede resultar relativamente sencillo imbuir a una marca de personalidad, pero con una persona…

—Agudo comentario —lo premió Rufino—, pero cada cosa en su lugar y cada lugar en su cosa. Las marcas son incapaces de hablar, ver y escuchar: Solo pueden comunicarse a través de su comunicación. En cambio, las personas tenemos una boca, dos ojos y dos oídos, aunque habitualmente no respetamos esas proporciones innatas que Dios nos dio. Durante nuestra vida nos atraviesan la gran mayoría de los arquetipos; aterrizamos al mundo como inocentes, pero despegamos como sabios; en nuestra primera infancia pasamos de bufones a rebeldes en un adolescente salto al vacío. Y después nos transformamos en héroes que encauzan su vida y cargan de pólvora sus primeras armas. Nos convertimos en protectores al nacer nuestros hijos… y ahí vamos, acomodándonos a las diversas etapas de nuestra vida. Ese razonamiento es bastante simple, aunque la complejidad humana radica en que a una persona, en una misma semana, la pueden invadir cientos de arquetipos al mismo tiempo; los lunes podemos sentirnos alquimistas que convierten en oro todo lo que tocan, pero los martes el oro se transforma en mirra y debemos arrastrarnos como mendigos en busca de algo de pan y circo, y los miércoles el mendigo se viste de seda y terciopelo y se consagra rey, y los jueves el rey apoya la espada en su hombro y se autoproclama caballero, pero los viernes el autoproclamado caballero es herido en combate y se inmortaliza como un héroe que riega la tierra con su propia sangre y los sábados se convierte en activista que interpone su cuerpo entre los buques balleneros y las ballenas para detener la matanza. Y los domingos… ni siquiera los domingos descansamos.

 

—Bichos raros somos los humanos —concedió pensativo Salvaje.

—Lo más curioso es que cada persona viene con un manual de fábrica que predomina sobre los otros al que denominamos arquetipo primario. Para ejemplificar: Donald Trump es más villano que héroe, pero George Patton es más héroe que villano; Cristiano Ronaldo es más rebelde que mago, pero Messi es más mago que rebelde. ¿No se te ocurrió pensarlo alguna vez?

—Donald Trump es un villano que intentó construir un muro divisorio contra el pueblo mexicano.

—Hay que construir el muro, pero alrededor de Trump —observó Rufino.

—Está piantado ese tipo.

—El secreto está al alcance de la mano, solo hay que saber dónde tocar. Una vez detectado el arquetipo primario se esparce como una regadora de agua en el verde césped de los medios masivos, en redes sociales, en el mundo digital, en notas periodísticas, en discursos y hasta en la vestimenta, el sentir y la manera de hablar del candidato. Nada debe quedar librado al azar. Todo debe construir una imagen coherente y consistente.

—¿Y vos me garantizás que siguiendo la lógica de los arquetipos voy a ganar la elección?

—Qué se yo, no soy vidente, no hago futurología. Ya me he explayado bastante acerca de que los arquetipos no han sido utilizados a nivel político, pero creo en la razón y en el sentido común y no me someto ante nada más que ello. No te puedo garantizar la victoria. Lo que sí te puedo garantizar es una mejora sustancial en comparación a las dos elecciones anteriores.

—¿Vos trabajarías para cualquier candidato?

—No.

—¿Por qué no? Trabajás para cualquier marca, podrías trabajar para cualquier candidato.

—Ese razonamiento es tan absurdo como ver a un dominicano veraneando en Mar del Plata.

—Mira que los casinos convocan…

—Hay una pequeña pero gran diferencia. Una marca, un producto e incluso un servicio se pueden comprar, probar y abandonar, pero a un presidente no se lo puede desechar en el cesto de la basura como a una lata de atún o a una pelusa del armario. Su fecha de vencimiento es de cuatro años como mínimo, con la eventualidad de cuatro años más, tiempo suficiente para pudrirnos como sociedad.

—¿Con qué candidatos trabajarías?

—Solo con aquellos con los que comparto su ideología política y considero capaces y con buenas intenciones.

—¿Vos compartís mi ideología política?

—Sí.

—¿Y pensás que soy capaz y con buenas intenciones?

—El tiempo dirá… Pero estoy seguro de que algo bueno puede salir de todo esto.

—Antes de poner el gancho, necesito pispear algo de mi arquetipo, un adelanto de mi territorio de comunicación —suplicó Salvaje como el perro debajo de la mesa que espera que le caiga un hueso.

—Para poder anticipar el arquetipo preciso de una extensa conversación con vos.

—¡Necesito un anticipo para poder confiar! —se ofuscó Salvaje.

—Yo también necesito un anticipo para poder confiar, pero de honorarios.

—¿Cuánto vale tu trabajo?

—¿Cuánto vale que te conviertas en gobernador de la provincia de Buenos Aires?

—Mucho.

—Mi trabajo también. Son cien mil dólares. Los primeros cincuenta mil adelantados y el saldo al finalizar la elección. Además, voy a resultado. Por lo tanto, de ganar en las urnas mis honorarios se duplican.

—Y de perder en las urnas tus honorarios se reducen a la mitad —replicó Salvaje que no se amilanaba frente a una negociación.

Por unos segundos, Rufino quedó en silencio, petrificado y absolutamente abstraído de la escena. Había algo que lo empujaba a aceptar, pero había algo que lo detenía. No podía deducirlo en ese momento, pero un escalofrío en los nervios de la espalda le daba mala espina. Rufino se tomó todo el tiempo para pensar que es siempre el tiempo mejor invertido. Encendió un cigarrillo y se inclinó hacia adelante apoyando sus codos en las rodillas.

—No sé por qué, pero voy a aceptar.

—Lo aceptás porque necesitás un conejillo de Indias que compruebe que tu teoría funciona a nivel político. Yo estoy dispuesto a prestarme a ello, siempre y cuando vos asumas el riesgo conmigo.

A Rufino le gustó más bien poco el razonamiento de Salvaje, pero sabía que estaba en lo cierto. Era bueno acumular pruebas tangibles de la efectividad de los arquetipos en ámbitos alejados a las marcas. Pero lo que en realidad lo atemorizaba era terminar él como conejillo de Indias, o como rata de laboratorio. Podía ser una tragedia.

Alas invisibles

La entrevista entre Rufino y Salvaje se llevó a cabo en un café Starbucks enclavado en la esquina de avenida de Mayo y Luis Sáenz Peña, a metros de la Plaza del Congreso, famosa por sus habituales e innumerables manifestaciones populares.

—Podrías haberme convocado en un sitio algo menos transitado y más alejado del caos de la ciudad —se quejó Salvaje visiblemente contrariado.

Por algún motivo, andar por la vida de saco y corbata es sinónimo de respetabilidad y circunspección. Y Salvaje vestía esa solemnidad que contrastaba con la informalidad de los manifestantes.

—Nada mejor que una manifestación socialista para que el futuro gobernador de la provincia de Buenos Aires oiga de primera mano los reclamos de la gente, —respondió Rufino desentumeciendo el mal humor matutino de Salvaje.

—¿Cómo podés estar tan seguro de que se trata de una manifestación socialista?

—Porque la multitud se desplaza desde la avenida San Juan hacia el Obelisco.

”En cambio, si se tratara de una manifestación capitalista, la multitud se desplazaría desde la avenida del Libertador hacia el Obelisco. Es increíble cómo un simple cambio de dirección fracciona la sabiduría popular.

Salvaje se mantuvo en silencio mientras bebía su café Gold Coast blend y observaba a los manifestantes con pancartas en las manos exigiendo más trabajo y planes sociales. Una enorme pancarta le llamó poderosamente la atención. Estaba sostenida por una mujer arrozmente gorda e incluía una leyenda que declaraba sin eufemismo alguno: “tenemos hambre”. Su pensamiento dibujó lógicos paralelismos relacionados con las propiedades de la polenta y su doble interpretación cáustica que no venía al caso aclarar, y prefirió eludirlas en el brevísimo período de unos segundos de cocción. Hubiera podido incorporar a su estofada reflexión las propiedades de lentejas o garbanzos rehogados en su salsa, pero no tenía interés alguno en que tildaran a su pensamiento de gorila. Pero lo mismo se quedó pensando y una sonrisa tenue, palpablemente indecorosa, se asomó por los ángulos de su boca que quiso (o guiso, por continuar con esta pavada onomatopéyica), compartir la ocurrencia con Rufino que observaba perplejo a través de la ventana el desesperado intento de una pequeña mosca por escapar de su repentina prisión de seda plateada: una tela de araña excepcionalmente tejida que se interponía entre la mosca y la libertad. Apiadándose del estado de abstracción en el que se encontraba su alunado amigo, Salvaje dejó pasar unos breves segundos hasta que por fin se decidió a posar su dedo pulgar sobre su homónimo mayor, y ejerciendo una inconmensurable presión frotó ambos dedos haciéndolos chocar entre sí mediante un terrible latigazo cuyo sonido alteró la plácida abulia de Rufino e interrumpió de un chasquido la épica contemplación de la lucha entre la mosca por sobrevivir y la araña por succionar los líquidos del díptero alado.

—Dejá de joder, che —dijo Rufino—. Viví y deja vivir, hermano.

—Será que detesto la dispersión humana— contestó Salvaje.

—Abstraerse es humano, es uno de los pocos instantes en la vida en que se evaporan los pensamientos y nos sumimos al notable privilegio de permanecer con la mente en blanco.

—Yo también andaba pensando en algo relacionado con la evaporación, pero de líquido escaldado.

—¿Notaste que el sonido que se produce con el chasquido de los dedos no proviene del roce entre ellos, sino del golpe del dedo mayor contra la palma de la mano? —observó Rufino de lo más asombrado por el descubrimiento.

—¿De qué hablás, flaco?

—Intentá nuevamente el chasquido y comprobalo por vos mismo.

Salvaje no daba crédito a la conversación, pero la curiosidad mata al gato y se encomendó nuevamente al acto de chasquear los dedos. Los ojos se le abrieron como dos pelotas de hule al comprobar que efectivamente el sonido no provenía del choque entre los dedos sino del latigazo del dedo mayor al estrellarse contra la palma de la mano. Absolutamente absorto por el descubrimiento lo repitió en reiteradas ocasiones hasta cerciorarse de que la hipótesis se convirtiera en la teoría práctica que explicara el fenómeno. Y así coincidieron por unos segundos chasqueando los dedos al unísono mientras los demás comensales encorvaban ligeramente la espalda, intercambiaban miradas reticentes, encogían sus hombros, elevaban las cejas y apretaban los dientes superiores contra el labio inferior.

(Parecía como si todos estuvieran jugando al truco y hubieran ligado en la misma mano el ancho de espada y alguno de los cuatro tres de la baraja española), y amontonaban sus manos encarnando una figura similar al rezo o a la plegaria mientras las sacudían de arriba abajo como si estuvieran mezclando dados u ocultando una vaquita de San Antonio en evidente mueca corporal de sorpresa o alucinación.

Luego de un tiempo prudencial recuperaron la compostura y se encomendaron al motivo que los había reunido allí.

—Debemos sumergirnos en tu infancia, en tu adolescencia, en tus primeros años de juventud y en todo aquello que te formó como persona —le informó Rufino—. Como si fuera un biógrafo, intentaré llevarte por todos los rincones de tu vida hasta dar con tu arquetipo primario. Una vez detectado, pondremos manos a la obra en la construcción de una campaña de comunicación que saque a relucir tu verdadera personalidad, tu verdadera esencia, e impulse tu figura hacia los vericuetos inconscientes de la ciudadanía. Te pido encarecidamente que no faltes a la verdad ni me ocultes información.

—¿Por qué habría de hacerlo?

—Muchas veces hasta los pacientes más encumbrados les mienten a los médicos, a los psicólogos, incluso a sí mismos. Solo te lo menciono porque si noto que faltas a la verdad, y te aseguro que lo voy a notar, será el fin de nuestra efímera relación comercial.

—¡Yo soy el cliente y vos el consultor, carajo! Soy yo quien decide el momento en que esta relación comercial se termina —se exasperó Salvaje experimentando pequeñas contracciones de cólera mientras revolvía nerviosamente el café al que cargó con tres nuevas cucharadas de azúcar para matizar la amargura que el comentario de Rufino le había provocado.

Rufino apoyó los codos sobre la mesa con el rostro entre las manos.

—No sé por qué te pones así con una simple recomendación, che —dijo Rufino.

—Vos cumplís con esa rara condición innata de cagarme el día cada vez que abrís la boca —se encolerizó Salvaje.

A Rufino le dieron unas ganas locas de tirar todo al diablo. Sin mediar palabra, le dio un último sorbo a su blend Veronna, tomó sus cosas, se incorporó y se marchó del lugar.

Salvaje lo persiguió con la mirada.

Arrastrando las zapatillas con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón y con los ojos en el piso, atravesó la ventana por el lado de afuera del Starbucks donde la mosca y la araña aún se debatían en su enfrascada batalla evidentemente dispar (no por la superioridad física de uno contra el otro, sino por el contexto evidentemente desfavorable para el díptero alado, ya que en una lucha cuerpo a cuerpo en un terreno neutral, el pequeño artrópodo no tendría chance alguna contra la mosca). De repente, Rufino se estremeció no solo por el ruido seco del certero puño de Salvaje estrellándose en reiteradas ocasiones contra la fina capa de cristal que propiciaba de abertura lumínica hacia el exterior o hacia el interior del Starbucks (dependiendo el lado de la ventana en que se sitúe el lector), sino también por la reprobable mueca en que, con una habilidad digna de reconocimiento, hizo curvar sus dedos índice, anular, medio y meñique de ambas manos y los sujetó apretándolos a los respectivos pulgares conformando una especie de recipiente o montoncito que se agitaban con movimientos ascendentes y descendentes en perfecta coordinación de tiempo, espacio y distancia y que expresaban de una manera precisa un exabrupto del calibre de: ¡vos sos boludo! O ¡a vos te faltan algunos caramelos en el frasco! O ¡vos no tenés todos los patitos en fila!

 

Cualquiera fuera la libre interpretación que el lector quisiera darle a tan repudiable calificación, Rufino tomó la determinación de retroceder sobre sus pasos y acomodar nuevamente el culo en la silla del Starbucks a darle un nuevo sorbo a su blend Veronna, confiriendo un enorme sentido de colaboración a la causa, no sin antes liberar a la exhausta mosca de su evidente final. Había que verla agitar las alas hacia su libertad… Volaba que era un encanto.

—No se me da la gana aguantarme tus ataques de nervios matutinos —se exasperó Rufino soltándole la cadena al perro—. En estrategia en comunicación te llevo años como para que me digas lo que tengo que hacer. Cualquiera de los dos puede dar por finalizada esta relación comercial cuando se le cante las bolas.

—Lo dije por decir, che. Vamos a poner paños fríos al café. No creo que valga la pena tirar por la borda esta profusa relación que estamos construyendo —dijo irónicamente Salvaje encadenando nuevamente al perro—. Tu Carl Gustav de no sé cuánto merece que zanjemos diferencias y nos internemos en los misterios arquetípicos.

—Se me piantó un lagrimón con tus palabras tan sentidas —se burló Rufino. Dicho sea de paso, se llama Jung, Carl Gustav Jung.

—Bueno, como sea.

—¿Hay algo que ames lo suficiente como para morir por ello? Quiso saber Rufino enhebrando nuevamente el hilo a la conversación.

Salvaje pensó en el nombre de la banderita que clavó en el pico del Aconcagua, pero no dijo nada.

—A mis dos hijos —respondió Salvaje, quien había concebido su prole en dos matrimonios diferentes trazando una perfecta conjunción entre sus dos fracasos matrimoniales y sus dos fracasos a gobernador.

—Podrías ser un poco más original —refutó Rufino.

—¿Qué querés que te diga?

—No sé, salgamos del terreno de lo obvio.

Salvaje ensayó una respuesta premeditada, hasta que comprendió que debía responder sin pensar.

—Mi libertad, probablemente. Nada valoro tanto como las alas invisibles que recorren mi espalda y me permiten emprender vuelo.

Rufino era un hombre tan rudimentario para algunas cosas, tan cavernícolamente prehistórico, que, en un acto reflejo, inclinó su cuerpo para cerciorarse de que las alas invisibles no se encontraran efectivamente allí.

—Seguramente pensarás que soy un hombre desquiciado —continuó Salvaje—, pero de alguna manera envidio la inconmensurable libertad del vagabundo que extrema precauciones para mantenerse por fuera del sistema y anda callejeando sin rumbo fijo en una ciudad que se despliega como un abanico de oportunidades, y colores y telas y varillas que se agitan y sacuden la monotonía diaria con una bocanada de aire que no se puede hallar en las prácticas habituales del buen samaritano; la fiesta inimputable con colegas esporádicos que se visten el día y se desvisten la noche según los harapos que hayan podido recolectar por obra y gracias del Espíritu Santo, tomándose un tinto de cartón con la fiel compañía de cuatro o cinco perros de raza dudosa que en su perra vida imaginaron convertirse en ávidos concurrentes de semejantes tertulias.

—Efectivamente creo que estás desquiciado —reflexionó Rufino.

—Establecer domicilio en cualquier esquina y pasar la noche con un cobertor contra la cara y un recipiente de hojalata con granos de maíz para que picoteen las tórtolas y demás plumíferos; mear a la sombra de un ombú, o a la fresca del jacarandá de alguna esquina olvidada; el alboroto hormonal por la emancipación a la presión impositiva, a la contingencia del impuesto a los ingresos brutos, a las ganancias, a respirar y a los jefes abusivos. Y de cuando en cuando, algún golpe de suerte al tropezar con un billete de lotería aprisionado entre dos juntas de adoquines, o con una moneda de 5 pesos, o con una revista de turf que te tira la fija de la sexta carrera del domingo.

—También hay otra cara de la moneda —mencionó Rufino—. Da pena verlos durmiendo a la intemperie en noches congeladas, sentirse eludidos por su olor nauseabundo, o sucumbir a la contingencia de no poder contar con un sistema de salud adecuado, o comer del basurero o de cuando en cuando escapar a los tumbos de los palos de la policía.

—Daños colaterales que ni se comparan con la sublime sensación de cagarte en el deber ser, en tener la fortuna de no tener nada, exceptuando lo único que nadie no puede no tener: libertad. Preguntale a un preso si no le cambia su vida a un mendigo.

Rufino bajó los ojos por un momento. Una especie de lluvia fina le humedeció sus convicciones, le encogió sus certezas y lo apuró a reservar un billete de cien pesos para el vagabundo que estableció domicilio en la esquina de su casa.

—¿Qué cosas no te dejan dormir de noche? —continuó Rufino.

—El irritante zumbido del mosquito —contestó Salvaje con una literalidad digna de Rufino, pero no de él.

—Dípteros zancudos, una manga de crápulas —asintió Rufino mientras retiraba lentamente la película plástica de celofán que reposaba arriba de la mesa y recubría un paquete de cigarrillos, lo acercaba a su boca y comenzaba a resoplar con tal maestría que un chillido similar al zumbido de un mosquito emergió en el ambiente y se hizo carne en los oídos de Salvaje, pzzzpzzzpzzz.

—¡Aflojá, flaco! Me produce dentera ese sonido, al igual que el arrastre de la tiza y las uñas en la pizarra.

—Vos te la buscaste, che, te estoy hablando en serio.

—No sé por qué, pero creo que perder la elección por tercera vez consecutiva sería el fin de mi carrera política. Me considero un tipo joven y con mucho hilo en el carretel. ¿A qué me dedicaría después?

—A vagabundear por las calles —dijo Rufino sin un atisbo de ironía. A veces se expresaba como un niño que no había crecido y que escupía a borbotones su ingenuidad.

—El Partido Republicano se juega mucho en esta elección, no solamente la gobernación de la provincia de Buenos Aires, sino también otras quince gobernaciones provinciales, incluyendo la jefatura de gobierno de la ciudad de Buenos Aires, intendencias, municipios y obviamente la presidencia de la nación donde la doctora Septiembre Del Mar se postula por primera vez como candidata a ejercer la primera magistratura.

La sola mención de Septiembre Del Mar le fue absolutamente indiferente a Rufino, pero mortalmente devastadora a Salvaje que intentó eludir de manera estéril involuntarias convulsiones de espinas clavadas en cada vocal, en cada consonante, en cada acentuación, en cada unidad estructural que conformaban el nombre de Septiembre y que no podía quitar ni con las migajas del amor evidentemente no correspondido.

Salvaje apretó los dientes y siguió hablando como si un tren no lo hubiera pasado por encima.

—Septiembre Del Mar ordenó alinear la campaña de todos los candidatos del Partido Republicano bajo una misma línea de comunicación, bajo una misma premisa, y bajo el mismo liderazgo indiscutido del gurú de la comunicación política, el licenciado Mariano Menéndez.