Ladrón de cerezas

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Pues entonces debés abolir la pelota y comenzar con los preparativos para atravesar la cordillera de los Andes en globo. No los subestimes. Las personas captan rápidamente cuando alguien hace algo forzado buscando sacar un rédito que no le corresponde. Ellos pueden detectar que jugás al fútbol por conveniencia. Y como no te creen no te compran y tu imagen en lugar de crecer se desmorona. Así de simple. Te van a empezar a votar cuando te animes a escalar el Aconcagua o a cruzar a nado el Río de la Plata o cuando rompas el espejo de la identificación que no es tal. Está en tu naturaleza y tu naturaleza es lo que crece en tu jardín, no en el jardín del vecino.

—He escalado el Aconcagua. Sin embargo, que yo sepa, nadie se percató—lo contradijo Salvaje.

—No lo escalaste siendo candidato. Además, en lugar de haber convocado a la prensa a un partido de fútbol deberías haberla convocado al pie de la montaña. De haberlo hecho, ya serías gobernador.

—Dudo de que quisieran acompañarme a escalar el Aconcagua.

—Ellos no, pero su tinta sí.

—Avalo tu teoría, Rufino, pero hay algo que no me termina de cerrar. Jamás me consideré un aventurero, en todo caso siempre preferí ser reconocido como un expedicionario.

El comentario le abrió los ojos a Rufino.

—¿Cuál es la diferencia?

—Parafraseando al intrépido Alfredo Barragán: “Un aventurero se tira al mar a ver qué pasa. Un expedicionario, en cambio, se tira al mar sabiendo exactamente lo que va a pasar porque durante años estudió las corrientes marinas, la dirección de los vientos, las temperaturas, las profundidades oceánicas, los termo climas”. Al expedicionario las cosas no le van sucediendo, sino que hace que le sucedan. No puede ocurrir un imprevisto. Antes de lanzarme con Nelo Pimentel a recorrer los siete mares, trabajamos denodadamente en la estabilidad de La Tempestad, en su quilla, en sus lastres, en su combinación de peso y longitud. Esta obsesión por los detalles la implementamos en cada desafío intempestivo que iniciamos.

Rufino leyó algo entre líneas que es la manera más difícil de leer.

Extrajo del bolsillo del saco la libreta que siempre llevaba consigo y comenzó a anotar agitando las manos dando muestras de una visible excitación.

Salvaje le había concedido una nueva óptica sobre los arquetipos, una capa de arena que tapaba algo más profundo aún. Algo extremadamente peculiar olfateaba en ese hallazgo, pero aún no lo podía descifrar. A Rufino lo excitaba interactuar con personas inteligentes porque se nutría de ellas y habitualmente les extraía algún jugoso entrecot de la mente.

—Soy yo quien debería agradecerte por la lección arquetípica que acabo de experimentar —bramó Rufino extasiado—. ¡El expedicionario y el aventurero! Dos caras de una misma moneda que se complementan.

—Acostumbro a sorprender a la gente —alardeó Salvaje sin entender realmente lo que había dicho para extasiar de tal manera a Rufino.

—Tampoco te pienses el quinto Beatle —replicó Rufino bajándole los humos.

—Es que estás re manija, che.

—Porque se me acaba de espabilar una idea que me ha estado dando vueltas en la cabeza por años.

—Alguno de los tantos misterios que aún no han sido develados.

—Hay algo detrás del aventurero —dijo Rufino emborrachándose de nostalgias.

Salvaje se sentó al borde de la silla, echó su cuerpo hacia atrás y le puso una mano en el hombro a Rufino.

—Desde hoy que la tenés con los aventureros, Rufino, pero vamos a zambullirnos al mar de los expedicionarios, vamos a navegar entre olas mayores que los tres a cuatro metros y a enfrentar las más aterradoras tormentas y vientos huracanados, y muy probablemente seremos cebo de tiburones, pero no vamos a naufragar. De eso debemos quedarnos tranquilos.

Rufino echó el cuerpo hacia adelante, apoyó ambos codos sobre el borde de la mesa y se puso a observar por la ventana cómo se diluía la manifestación socialista.

—Estamos como queremos —balbuceó Rufino.

Finalmente se estrecharon las manos y se dieron una palmada en el hombro. Mientras Rufino se retiraba del lugar, Salvaje comenzó a desajustarse la corbata que tanto lo oprimía.

Enredo de sábanas

A escasos seis meses de las elecciones generales, las encuestas reflejaban un aplastante triunfo de Micaela Dorado, candidata a gobernadora de la provincia de Buenos Aires por el Partido Popular. Una mujer de un cuerpo transitado e indiscreta compañera de sábanas de Jalid Donig, presidente de la nación que también se postulaba a la reelección.

Jalid Donig era un hombre de principios jabonosos y dignidad resbaladiza. Como una olla de teflón todo se deslizaba en su superficie, nada se mantenía impregnado en el metal. Sus valores humanos encubrían resortes que se esparcían dispuestos en espiral y se deformaban y se estiraban y se comprimían adaptándose a su conveniencia inmediata. Podrido en plata, era señalado en un sinnúmero de causas de corrupción jamás esclarecidas, eludía a la justicia valiéndose de jueces comprados y fiscales puestos a dedo en una enmarañada red de marionetas manipuladas con hilos invisibles que se movían a su antojo como pequeños títeres en miniatura. Su reputación se iba a pique como un ancla en el mar, pero se aferraba al poder gracias a votos comprados y planes sociales distribuidos sin discreción alguna. De origen armenio, era capaz de fracturarle la tibia a su propia madre por unos pocos pesos o por un pilaf de arroz. Un hombre de temer, un farsante, un impostor, un ser inescrupuloso capaz de embaucar a millones de argentinos en una empresa deficitaria para todos, menos para él. Lo único coherente en su persona era la correlación de su atroz aspecto exterior con su espeluznante aspecto interior. Un rostro marcado por la viruela que le ocasionaba una afección en la piel con áreas escamosas y zonas rojas. Una figura antropomórfica contorneada por anillos de sebo trazando circunferencias en espiral alrededor de un cuerpo gelatinoso y un vientre tan explotado que los botones del pantalón se ganaban, con creces, el jornal de cada día. Hasta los ojos eran fofos. Su inherente traje negro de marca dudosa lo acompañaba en sus recorridas habituales con la fiel compañía de una costra de caspa tan blanca que alguna vez un cocainómano confundió su hombrera y la aspiró. Era un fumador tan empedernido que los cigarrillos olían a él, y sus dientes tan negros que, al sonreír, su cara parecía virar a un tono extremadamente blanco, y su mal aliento crónico viraba al azul la cara de los desafortunados oyentes que se le plantaban a menos de un metro de distancia. Al expresarse de manera atolondrada se le formaban repugnantes montículos de espesa saliva en los extremos de las comisuras de la boca. Un ser tan repugnante como Micaela Dorado, capaz de aspirar de esa espesa saliva por un centímetro de poder y algo de reconocimiento. Una mujer con el estómago de la mosca que sobrevuela por la mierda sin molestarse por enmascarar la escatológica fragancia posándose de cuando en cuando sobre algún jazmín.

Las cifras oficiales mostraban a Salvaje Arregui siete puntos por debajo de Micaela Dorado y con el margen ampliándose.

El pronóstico no era el más alentador.

—¡Otra vez sopa! Se ofuscó pesadamente Salvaje, mientras encendía el vigésimo cigarrillo Marlboro. No hay manera de revertir semejante diferencia. Lo mismo me ha sucedido en las dos elecciones anteriores. Para qué darle más vueltas al asunto. ¡Se terminó! Era mi última oportunidad de convertirme en gobernador de la provincia de Buenos Aires.

—¿Por qué hablás en pasado? —preguntó Rufino—. Aún contamos con tiempo suficiente para revertir esta tendencia decreciente.

—¡Seis meses no es tiempo suficiente para recortar siete puntos en las encuestas!

—Nacen bebés seismesinos.

—Vos y tus metáforas…

—Mientras sigamos el plan al pie de la letra podremos dar el batacazo.

—¡Los batacazos solo pasan en el hipódromo! ¡En ningún otro lugar pasan! —gritó, Salvaje enfurecido—. Esto se trata de política y en política no hay lugar para sorpresas ni resultados inesperados.

—Vamos a atacar el problema real en lugar de seguir dando vueltas por la periferia —replicó Rufino.

—Tal vez aún estamos a tiempo de cambiar el rumbo. En una de esas Septiembre tenía razón —balbuceó un Salvaje pensativo—. Me genera ansiedad la posibilidad de haberme equivocado.

—La ansiedad es pensar que siempre se pudo haber elegido algo mejor: una esposa mejor, un trabajo mejor, un auto mejor, una casa mejor. Y de esa manera entrás en un círculo vicioso de nunca acabar que finaliza irremediablemente en un aneurisma. Debemos validar nuestras propias decisiones y confiar en nosotros mismos.

—Eso y decir que te conformás con poco es básicamente lo mismo —lo inquirió Salvaje.

—Hay que valorar lo que uno tiene, che, que es muy distinto. El verbo conformarse tiene mala fama, porque uno no debe mirar únicamente hacia arriba, también debe mirar hacia abajo y reconocer el centro como nuestro punto de equilibrio.

—Es que tengo ambiciones por superarme.

—La ambición es el motor que nos mueve todos los días. Es necesaria la ambición. Pero cuando la ambición ambiciona desmesuradamente se convierte en el azúcar que se estanca en el fondo de la taza de café y ya no se disuelve en el líquido por estar excedido justamente de azúcar.

—La ambición tiene la buena fama que le falta al conformismo —dobló la apuesta Salvaje.

—Todo en su justa medida —concluyó Rufino.

Al otro fin de semana, Salvaje canceló sus habituales partidos de fútbol con amigos para embarcarse en un velero rumbo a Colonia, Uruguay, con la única compañía de cuatro o cinco peces muertos que flotaban panza arriba a la orilla del río. Era un tibio sábado de madrugada cuando soltó amarras en el puerto de San Isidro y aceleró hacia el Río de la Plata a una velocidad promedio de cinco nudos por hora. El clima se perfilaba óptimo y se propuso alcanzar el puerto de Colonia al anochecer. No llevaba combustible en el motor. El desafío era navegar a vela únicamente: Salvaje, el río y la embarcación, una fiesta de tres invitados únicamente; y el viento que se colaba de cuando en cuando saltando por la medianera. La prensa fue invitada especialmente a cubrir la travesía. Rufino se apuró en entregarles la hoja de ruta del trayecto y los alentó a tomar fotografías y capturar imágenes audiovisuales del inicio de la travesía. Salvaje se hizo angular en las lentes de las cámaras que le deformaban su descolorida sonrisa por el ojo de pez. Sus focales reflejaban a un navegante con su barba mal afeitada, jeans gastados, camisa leñadora y un sombrero de paja estilo canotier. Llevaba en su mano derecha el cuento de Hemingway: El viejo y el mar y en su mano izquierda una pipa que Rufino se había ocupado de reemplazar por sus habituales cigarrillos Marlboro. Haciendo unos pequeños movimientos giratorios deslizaba las velas y calibraba la aguja náutica con una destreza que llamaba la atención. Al momento de zarpar experimentó una sensación de sosiego, una conciliación tan ancha como las aguas que iba a navegar; un presagio de medialuna en el café, de miga de pan en el huevo, de dedo en la torta, enlazados en un festín de una versión superadora de sí mismo. Lo alborotaba un cosquilleo en el pecho, un ejército de hormigas coloradas que avanzaban a paso redoblado sobre un campo de batalla minado por el desasosiego y la contrariedad de lo no auténtico, lo ilegítimo, lo que no es y debería haber sido.

 

Rufino acertó, pensó Salvaje mientras estiraba las velas de la embarcación. Es evidente que me estremece la adrenalina de lo inesperado porque yo soy el agua que baña mi velero, yo soy el viento que empuja mi vela, yo soy el casco que mueve mi embarcación. Este río, este viento, este casco son los elementos que me estabilizan y me hacen flotar, no aquel desconocido que maniobra el velero. Nadie me asegura el triunfo siendo río, siendo viento, siendo casco, pero tampoco nadie me lo asegura siendo esquina, siendo asfalto, siendo embotellamiento. Si he de caer, que sea en remolinos de agua en lugar de bloques de cemento.

Al otro día, ya anocheciendo, una estela de espuma blanca que se acercaba al puerto de Buenos Aires se apareció entre las aguas del apacible Río de la Plata dándole la bienvenida nuevamente al hombre en el que Salvaje se había convertido. Solo Rufino lo esperaba y una periodista de un diario amarillista que había documentado la partida el día anterior y se había sentido particularmente atraída por un no sé qué de Salvaje. La repercusión de la travesía no había sido la esperada por Rufino, pero le restó importancia. Un solo medio de comunicación de la relevancia de jornal amarillista era suficiente para amplificar la noticia.

Con suma habilidad Salvaje amarró la embarcación haciendo uso de los cabos y motones que parecían danzar graciosamente entre sus dedos. Al descender, extrajo del bolsillo superior de su camisa leñadora un sobrecito transparente con la cantidad justa de tabaco para rellenar el hueco del tazón de la pipa de madera y lo aprisionó y lo apretó en el recipiente hasta que las hojas estuvieron lo suficientemente compactadas y maceradas para dar inicio al ritual de la combustión. Con suma delicadeza acercó al recipiente una llamita de nada, la encendió, la llevó a su boca, y comenzó a aspirar una serie de bocanadas de aire poco profundas que avivaron el fuego hasta que la intensidad de las llamas comenzó a ceder dramáticamente para al final extinguirse en brasas de hojas secas y en humo y en Hemingway.

Por no contaminar la escena, Rufino interrumpió el paso de una pareja que accidentalmente se paseaba por allí y se disponía a interponer, desinteresadamente, su silueta entre la lente de las cámaras y la figura del agua, el viento y la embarcación hecha carne y hueso. Todo el ritual fue documentado por la periodista del diario amarillista que volvió a percatarse de un qué sé yo que le llamaba la atención en Salvaje. No encontraba motivos para explicar el porqué de un momento al otro le había dejado de pasar indiferente.

—¿Por qué navega? —preguntó intrigada la periodista.

—¿Y usted por qué respira? —respondió Salvaje.

—¿Acaso busca transmitir algún tipo de mensaje a alguna persona? —insistió la periodista.

—A mí, probablemente —respondió Salvaje.

—Lo que me asombra es que lo noto distinto; no sé cómo explicarlo, tal vez más plantado en su eje, o mejor parado, o en armonía consigo mismo.

—Es usted muy aguda en su razonamiento. Probablemente esta corta travesía me haya servido para hacer las paces conmigo mismo.

—¿Por qué? ¿Estaba peleado con usted mismo? ¿Le desagradaba la imagen que le devolvía el espejo?

—Digamos que si pudiera hacer las cosas diferentes las haría. Tal vez, como bien dijo anteriormente, me siento más plantado en mi eje aspirando este suave atardecer.

—¿No le molesta viajar solo?

—No viajé solo.

—¿Quién lo acompañó?

—El viento, el agua, la embarcación.

—He notado una barba más pronunciada y un cabello más largo que lo normal. ¿Piensa dejarlos crecer?

—Definamos normal.

—¿No cree que un candidato a gobernador debería cuidar su apariencia?

—Justamente es eso lo que estoy haciendo. En realidad, me parece que jamás debería haber salido del rincón donde empezó mi existencia.

La conversación se extendió por unos minutos y viró hacia las implicancias del viaje y sus imprevistos y después se perdieron en otras cosas. Al finalizar la entrevista la periodista le preguntó por Rufino a lo que Salvaje respondió que era quizá la persona que lo había coaccionado a pensar en lugar de repetir.

Al otro día, una de las páginas interiores del matutino retrataba la aparición de Salvaje en el puerto de Buenos Aires. A su vez, el material audiovisual comenzó a viralizarse por innumerables canales de YouTube.

Esa mañana, Salvaje se dirigió a su oficina engamado en su jean gastado y en su camisa leñadora pegada en la piel. Para robustecer su imagen de trotamundos y bon vivant, enterró el saco y la corbata en el último cajón del último armario de la última pieza que resguardaba la formalidad de su pasado. Su barba prominente y su piel dorada por el sol le daban un talante renovado que se concatenaba con su raíz interior. Su temple era sereno y su andar reposado. Se hacía visible un distinguido aplomo al hablar, un sosiego, una moderación que solo aquellos que han salido airosos de las garras de la muerte pueden detentar. Su legítimo retorno a su esencia lo había depositado nuevamente en el centro de la escena. A esa altura se mostraba confiado en poder revertir la elección. Por primera vez en su vida tenía un norte, una brújula, un puerto cierto a dónde dirigirse. Ya no navegaba a oscuras, ni en círculos, ni en aguas turbulentas, y a pesar de los despiadados vientos huracanados y las corrientes cruzadas, su embarcación se dirigía en línea recta hacia el faro que lo iluminaba y lo invitaba a tierra segura.

En los cuatro meses subsiguientes incursionó en innumerables desafíos naturales que la prensa, cada vez menos hostil, se encargaba de amplificar: escaló el volcán Ojos del Salado en Catamarca, navegó a las islas Malvinas e hizo una ofrenda a los caídos en el cementerio de Darwin, cruzó en kayak el mar de las Antillas, atravesó la Cordillera en globo, se lanzó en paracaídas a siete mil metros de altura en la ciudad de Lobos, y hasta se lo vinculó sentimentalmente con una enigmática filántropa. Poco a poco, los medios de comunicación fueron adquiriendo el hábito de cubrir sus exóticas aventuras en virtud del interés de las audiencias.

A solo dos meses de las elecciones generales, las encuestas revelaban una considerable merma de cinco puntos entre Micaela Dorado y Salvaje Arregui, quienes ahora se disputaban la gobernación de la provincia de Buenos Aires en un margen menor de los dos puntos.

Micaela no acreditaba lo que estaba sucediendo y montó en cólera al percatarse de semejante retroceso en las encuestas. Desperdigando los últimos cartuchos de dignidad que aún le quedaban, se puso en contacto con Jalid Donig, su amado presidente (en sentido literal y figurado), quien la recibió desganadamente en Casa de Gobierno.

Al reconocerse, se apretaron tibiamente las manos y cuidaron las formas ya que la comitiva que los acompañaba desconocía la relación sentimental que se profesaban. Era indispensable guardar distancia para evitar suspicacias acerca de algo que podría llamarse amor contraindicado, ya que Jalid se hallaba infelizmente casado, y Micaela infelizmente divorciada. La simple revelación a la prensa acerca del romance entre ambos contendientes a cargos públicos podría derrumbar su imagen y hacerlos trastabillar en las elecciones.

—¿No sé si tuviste oportunidad de observar las últimas encuestas a la gobernación de la provincia de Buenos Aires? —preguntó Micaela a Jalid, afligidísima mientras desplomaba su humanidad en un mullido sillón color obispo, testigo involuntario de innumerables enredos de sábanas inconfesables hasta para la tonalidad prelada del sillón. El aire se cortaba con el filo de una navaja y entre la comitiva se podía observar, inquieto y alarmado, a Ulises Cáceres, el jefe de campaña de Micaela Dorado.

—Sí, afirmó escuetamente Jalid, amonestándola y clavándole los ojos como dos estalactitas puntiagudas que le minaban la confianza.

—No logro entender lo que está sucediendo. En apenas cuatro meses de campaña Salvaje Arregui redujo la brecha en cinco puntos. Aún me mantengo dos puntos por encima de él, pero de persistir esta tendencia nos encontraríamos en un hipotético empate técnico al día de las elecciones. ¡Debemos actuar rápidamente para revertir la tendencia antes de que sea demasiado tarde!

Jalid Donig era un embustero, un embaucador, un profeta del sofismo, pero a la hora de referirse a Salvaje Arregui procedía con total sinceridad.

—¿Qué sugerís que hagamos, Micaela? No tengo la menor idea de lo que está pasando. No encuentro explicaciones racionales. Supuse que vos me las darías.

—Tampoco logro hallar una explicación lógica —se apenó Micaela—, pero olfateo algo extremadamente extraño. Su plataforma política se mantuvo inalterable y su aprehensión a renovarla lo han llevado al fracaso en las dos últimas elecciones. Además, sus propuestas económicas no se adaptaron a los nuevos valores de época ni a las exigencias del electorado. Lo que no logro dilucidar es de qué manera se reinventó a sí mismo. Hace unos pocos meses era una reliquia prehistórica, un fascinador de lo extinguido. Hoy se ha convertido en un encantador de serpientes. Tampoco ha renovado a su cartera de ministros y a los pocos a los que se vio forzado a reemplazar fue por causas tan extremas como la jubilación o la muerte. No sé si habrán advertido que últimamente se ha convertido en un pendeviejo insufrible, un hombre que no asume su edad. Un bon vivant despojado de todo charme.

El cabello enrollado en la nuca de Micaela le daba a la escena un aire aún más trémulo y extravagante.

Ulises Cáceres vio una apertura en la conversación para congraciarse con el razonamiento de Micaela.

—¡Es increíble cómo se puede perder la dignidad en un minuto!

—En los últimos meses ha descuidado la campaña. Se dedicó a navegar por mares inhóspitos, a atravesar el cielo en globo, a escalar montañas —se exasperó Micaela. Es evidente que le importa poco la gobernación y no tiene la menor intención en ganar las elecciones. Pero a veces uno encuentra lo que no busca buscando lo que no encuentra. Muchas veces, la mejor estrategia para acceder al poder es justamente esquivarla. Estamos hablando de un hombre que se encuentra más allá del bien y del mal. Y es un enigma indescifrable luchar contra una persona que no tiene nada que perder.

Jalid la dejó hablar mientras revolvía unos papeles, firmaba unos documentos y miraba de reojo el celular. Parecía no darle demasiada importancia al asunto, aunque era un hombre tan impredecible que habitualmente se manifestaba de manera contraria a lo que proclamaba. Cuando decía A era B, cuando decía B era C, y así hasta llegar a la Z. Era como el tero que cacarea de un lado y pone los huevos del otro. Era como el escorpión que inyecta su veneno a quien lo pretende auxiliar. Era veneno en ornamenta de escorpión. Acechaba a su víctima con pinzas repletas de toxicidad. Estaba en su esencia, no lo podía evitar. Había algo que lo llevaba a inferir que la suerte ya estaba echada en favor de Salvaje. Era una corazonada, un presentimiento. Haberle recortado cinco puntos en unos pocos meses eran una pésima señal. En el fondo sabía que la fecha de expiración de su amor por Micaela coincidía con la fecha en que saliera derrotada de la elección. Le permitió desahogarse sin prestarle su hombro, sin ofrecerle contención, como a una botellita que se lanza al mar y se bambolea de un lado al otro sin poder manotear un tronco de donde aferrarse.

 

—Yo te escucho, aunque no parezca —ironizó Jalid.

—Me gustaría que escuches y que también lo parezca —se quejó Micaela.

—Hiciste bien en venir —dijo Jalid en un tono moderado—. Y no hay de qué preocuparse. Un gobernador debe parecerse a un gobernador, debe expresarse de manera correcta, vestir de forma adecuada, cuidar las formas y transmitir aplomo y moderación. En cambio, este excursionista de camping devaluado se presenta ante la ciudadanía en una tupida barba plateada que se confunde, en una danza siniestra, con extensos mechones de cabello dorado que, a su vez, se impregnan de una viscosidad grasosa y mal oliente desprendida por la combustión de su pipa. Sus palabras ampulosas, casi místicas, apelan a factores naturales, a corrientes marinas, a chispas de lava que parpadean eclipsando la garganta oscura de su voz. Ahora parece que se le ha antojado practicar deportes extremos sin tomar ningún tipo de recaudo. Es evidente que lo hace por llamar la atención, para que nos pasemos el día hablando de sus peripecias. Por el momento la estrategia le ha funcionado, pero una cosa es verlo y otra muy distinta es votarlo. Es como la rosa: a simple vista te atrae, pero al ponerle la mano encima te repele.

—“No interrumpas a tu enemigo cuando está cometiendo un error”, se despachó Ulises Cáceres aludiendo a un supuesto enunciado de Napoleón Bonaparte y girando repetidamente la bombilla para darse un poco de luz en el mate.

—¿A qué error te referís? —gritó Micaela enardecida—. ¡Salvaje Arregui nos acaba de recortar cinco putos puntos, infeliz, por si no te has enterado!

—Al margen de la incomprensible conducta de los votantes, podría sospecharse que nos estamos enfrentando a un hombre más cercano al arpa que a la guitarra —reflexionó Ulises. Entregar el voto a un candidato con intenciones evidentemente suicidas no concuerda con la lógica de sensatez que la ciudadanía ha expresado en tantos años de democracia. Salvaje es libre de arrojarse sin paracaídas de una avioneta a diez mil metros de altura, pero la ciudadanía es libre de no votar a un insensato. El pueblo busca previsibilidad y concordancia en el futuro gobernador que dictará los destinos de la provincia de Buenos Aires por los próximos cuatro años.

No debes angustiarte, Micaela. En un mes mandaremos a relevar nuevas encuestas que resultarán en una caída segura en la imagen de Salvaje Arregui que se derrumbará como un castillo de arena arrastrado por la crecida del mar.

Micaela puso una cara semejante a la de una madre primeriza que retiene sus impulsos homicidas al verse sermoneada por su suegra sobre la manera correcta de criar a su bebé.

—Puede que Ulises esté en lo cierto —dijo Jalid poniendo paños fríos. Simplemente hay que dejar que la naturaleza haga su trabajo.

—¿Cómo pueden estar tan seguros? —interrumpió Micaela.

—Son años de profesión… —alardeó Ulises subiéndose a un pony.

—No te vengas a hacer el argentino conmigo —lo amonestó Micaela.

—Es de manual, Micaela —insistió Ulises—. Un hombre que luego de años se afeita la barba llama la atención el primer día; pero después de un tiempo, la cara al ras se vuelve tan indiferente como la tupida barba plateada.

—Esta dialéctica de jardín de infantes no nos lleva a ningún lado —sentenció Micaela. Y como yo no iba a quedarme de brazos cruzados viendo cómo mis votos se evaporaban por arte de vaya uno a saber qué, contraté a una consultora privada para que indagara sobre los verdaderos motivos de este enamoramiento repentino de los votantes por Salvaje. ¿Pueden imaginar lo que respondieron?

—No —contestó Ulises tragando la poca saliva que aún le quedaba.

—La mayoría de la gente dijo que hay un no sé qué en Salvaje.

—¿Un no sé qué? —repitió Jalid.

—Te lo juro, eso dijeron. Su nueva figura despierta algo incomprensible que les infunde confianza, respeto y admiración. Es como si los hubiera hechizado con el movimiento perpendicular de un reloj pulsera. Como si les hubiera lavado la cabeza y hubiera aplazado su razonamiento. No sé, nunca vi una cosa igual. Lo más inquietante es que lo veneran hasta el punto de querer imitarlo. Y tal como les mencioné anteriormente su plataforma política se mantuvo inalterable. No logro entender lo que está pasando, si es que está pasando algo que no logro entender.

—No quiero propagar noticias alarmantes —vaciló Ulises transpirando una espesa gota gorda que recorría el laberinto de su cerebro argentinizado—, pero me ha llegado el rumor de que Salvaje ha sumado a un nuevo asesor a su séquito de consejeros en comunicación.

—¿Quién? —quiso saber Micaela.

Ulises hizo un esfuerzo para recordar su nombre.

—Un tal Rufino Crada, o Creda. No, no, Rufino Croda —confirmó Ulises consciente de que acababa de cavar su propia fosa; aunque muchas veces la lengua es más rápida que la pala.

—¿Alguien tiene referencias de él? —preguntó Micaela.

—Algo escuché —dijo Ulises tartamudeando y aferrándose al palo enjabonado en el que se encontraba y del que no tenía ninguna intención de caer—. Tengo entendido que promueve una extraña teoría de arquetipos que jamás ha sido implementada en campañas políticas.

—¿Arquetipos? Nunca escuché nada sobre eso —lo interrumpió Micaela—. ¿Para qué sirven?

—Creo que tienen algo que ver con la psicología de Freud y Lacan.

—Freud y Lacan —repitió Jalid.

—Sí, algo relacionado con la teoría freudiana.

—En la única psicología en la que creo es en la de los sofistas —alardeó Jalid, dorándose la píldora—. Lo que daría por tener asesores como Protágoras, o Gorgias.

—Tampoco avivemos giles —ironizó Micaela—. Debe ser otro impostor, otro tipo que ronca como tanta gente.

—A ciencia cierta, solo se me ocurren dos teorías que oscilan entre el materialismo y el idealismo —continuó Ulises—: o bien Salvaje está utilizando su campaña arquetípica con el único propósito de levantarse minas, o bien Septiembre Del Mar lo está utilizando como rata de laboratorio para que, en caso de comprobar que efectivamente los arquetipos funcionen, utilizarlos en su campaña presidencial.

La sola mención de la campaña presidencial de Septiembre Del Mar prendió una mecha de dinamita en la corta estatura de Jalid que agarró a Ulises por la manga de la camisa.

—Por tu bien espero que la teoría materialista se imponga a la teoría idealista porque de lo contrario surgirá mi teoría subjetivista y todas las balas apuntarán a tu cabeza —gritó Jalid amenazándolo con una pistola de dedos fofos, pelos, uñas mal cortadas y una sustancia oscura y polvorienta similar a restos de pólvora que se apilaban debajo de las cutículas.

Las palabras petrificadas de Ulises solo atinaron a decir algo que pensaba de Jalid, pero se lo imputaba a Salvaje.

—Es evidente que Salvaje no busca asesores en comunicación, busca culpables.

—Ha habido guerras más difíciles que esta —continuó Jalid. Vamos a alimentar a los hongos silvestres para que se sigan intoxicando en su propio veneno. En una de esas ese tal Rufino no sé cuánto se convierta, sin saberlo, en nuestro principal aliado para enterrar de una vez por todas las aspiraciones del Partido Republicano.