Ladrón de cerezas

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

—Los gemelos Salvador son mis directores generales creativos en Innocence —infló el pecho Rufino.

—Entiendo que tu posición es indeclinable, así que no voy a insistir. De todas maneras, espero que estés equivocado y tus predicciones no se confirmen.

—Lamentablemente se van a confirmar.

—A veces tu soberbia me irrita.

—Quizá no te irrite mi soberbia, sino la tuya por haber descreído de los arquetipos en el preciso momento en que necesitabas creer.

—Eso lo decís a cada rato.

—A cada rato me lo preguntás.

—Espero al menos que Salvaje gane la elección. De otra manera perderás todo tipo de credibilidad.

—¿Alguna la vez la tuve?

—No.

—Salvaje será el nuevo gobernador de la provincia de Buenos Aires. Podés apostar por ello. El electorado se encuentra inconscientemente atraído por él. Envase y contenido. Una combinación que no falla.

Septiembre se incorporó de la silla y se apuró a la puerta de salida para despedir a Rufino. Sus manos se encontraron al despedirse y por algún motivo quedaron entrelazadas unos segundos más de lo que el protocolo concedía. Un campo magnético se apoderó del hueco de aire que dividía un cuerpo del otro.

Salvaje también lo advirtió y se abalanzó a desactivarlo antes de que las corrientes eléctricas chocaran entre sí. Les tiró de las manos y logró separarlas, pero no pudo evitar que sus ojos se aplastaran como cuatro mantarrayas que evitaban, por el momento, inyectarse el veneno letal.

Finalmente, sus manos se soltaron sabiendo que se trataba de una separación ficticia, de una trama entrelazada que reconciliaría lo que no se podía disolver, lo que no se podía desunir, porque ambos entendían que la “erre” de Rufino era la única consonante que sobreviviría en el diccionario de Septiembre.

Discurso de coral

A días de las elecciones a gobernador de la provincia de Buenos Aires, Salvaje Arregui arremetió envalentonado a brindar su discurso final en una playa pública de la ciudad de Mar del Plata adaptada especialmente para la ocasión. Unas cincuenta mil personas se congregaron como cangrejos rojizos correteando entre rocas marinas sumergidos en pequeños recipientes de agua formados por las irregularidades del terreno, y cientos de periodistas de diversos medios de comunicación que se acicalaban las tenazas y las pinzas para darles de comer a las hojas en blanco.

Arrastrando las zapatillas por la arena y la camisa leñadora a cuadros negros y rojos por la frondosidad de los acantilados, Salvaje se precipitó al estrado en pantalones color caqui erosionados por las inclemencias de una vida lanzada, anteojos negros y un sombrero de ala ancha que lo guarecía del sol que se hundía lentamente en el mar, mientras el mástil de un velero parecía querer sobrevivirlo de alguna manera. Detrás del sol, unas pesadas nubes de amianto parecían precipitarse a la costa como olas gigantes.

Su tupida barba blanca se confundía con la espuma del mar y su larga melena dibujaba movimientos aleatorios manipulados por el viento. En sus ojos se frotaban miles de peces multicolores que aleteaban de algarabía por reconocer al hijo pródigo que alguna vez se había marchado, pero que finalmente regresaba a casa. Ahora se daba cuenta de qué, en los momentos más determinantes de su campaña, los arquetipos habían actuado como la penicilina que adormecía la ansiedad y la angustia, pero despabilaban a lo legítimo, a lo verdaderamente probado. Parecía como si Salvaje hubiera tomado la mano de Rufino y hubiera garabateado en el aire el discurso que Rufino aterrizó en el papel. Todo estaba en su lugar. Mientras subía al estrado lo atropelló un impulso de alboroto por enfrentar a sus compatriotas con la gobernación al alcance de la mano. El momento había llegado y no estaba dispuesto a desaprovecharlo.

En toda la playa no cabía un grano de arena más.

Septiembre se sentó en una silla de madera a escuchar el discurso.

Queridos compañeros de travesía, empezó Salvaje.

Al igual que un cartógrafo, me he sumergido cientos de veces, de arriba abajo y de abajo arriba, en el mapa de la provincia de Buenos Aires. Analicé medidas, latitudes, longitudes y datos de los 43 municipios a escala reducida, en dimensiones lineales y dispares llegando siempre a la misma conclusión, a la pregunta recurrente que parece interpelarnos con una respuesta evasiva: no existe una solución aparente para la provincia de Buenos Aires. Un laberinto intencionadamente complejo de callejones sin salida, pasadizos y encrucijadas indescifrables que nos han convertido, por décadas, en una provincia deficitaria e ineficiente, cuando deberíamos destacarnos por brillar como la perla de la ostra, el trébol de cuatro hojas, el zafiro azul recubierto por millones de hectáreas de tierras fértiles y valles fecundos que deberían distinguirnos por una producción agrícola y ganadera capaz de alimentar al mundo. Además, nuestra incipiente industria debería transformar las materias primas en productos acabados y elaborados. Pero nada de eso ocurre. Se preguntarán por qué. Porque los gobiernos que nos antecedieron desgobernaron la provincia en lugar de gobernarla. Nos encolumnaron en naves piratas que nos ofrecían el oro y el moro, pero nos daban mirra. Esa siniestra travesía ha extendido la agonía del pueblo por décadas y décadas, pero ha llegado el momento de hacerla naufragar con un bombardeo de manos en las urnas. Van a hacer doce años que una lluvia de votos se precipitó en la provincia la última vez. Durante tres períodos consecutivos hemos deambulado a la deriva bajo las velas arriadas del Partido Popular que nos arrastraban por los caprichos de las corrientes marinas en una emboscada perpetrada por corsarios que vestían con trajes elegantes, pero ocultaban los parches en el ojo. Olas descomunales, vientos huracanados, hielos desprendidos y profundos fangos de lodo acecharon el trabajo, la seguridad y la salud de todos los bonaerenses. Pero acá estoy, luchando a machetazo limpio contra los bucaneros, contra los corsarios de lo ajeno. Indudablemente extenuado, pero con la fuerza indestructible que me dan sus voces; maltrecho, pero no abatido. Valió la pena el sacrificio porque este mar de agua salada que me cauteriza la espalda, y este mar de gente que me escurre la frente, desplegarán de una vez por todas las velas que nos permitan rescatar a los miles de bonaerenses que se encuentran a la deriva, flotando en balsas amorfas, deambulando sin rumbo fijo, a merced de hambrientos tiburones que mordisquean nuestro esfuerzo y sacrificio y son incapaces de saciar su propia hambre ni de trabajar por su propio sustento. Puedo afirmar, sin ínfulas ni arrogancia, que vamos a arrojar al gobierno actual, que nada tiene de gobierno y mucho menos de actual, a una isla pantanosa en medio de la nada misma y rodeada por esos mismos tiburones que mordisquean nuestra dignidad. El Partido Popular ha manchado con alquitrán las lentes de los binoculares del largo plazo y han cepillado el cristal de la lupa del corto plazo que amplifica únicamente todo aquello que tenemos frente a nuestras narices. Pero no se desanimen, no se rindan, la tierra firme se encuentra a la vista, a unos pocos votos de distancia. Casi que la podemos tocar. Con mis propios brazos les voy a tender un cabo para remolcarlos a la tierra de la seguridad, de la educación, del trabajo y de la justicia que tanto anhelaron nuestros abuelos. Aquella tierra prometida donde el único plan social se debatía entre el sudor de la frente y el cultivo de la mente. No se confíen en gobiernos que se autodenominan populistas y que pretenden ganarse al pueblo con dádivas y limosnas porque en realidad no hacen otra cosa que ponerles un pie arriba de la cabeza. ¡Leven anclas, compañeros! ¡Desplieguen sus velas! ¡Encaucen su embarcación al puerto de la abundancia y la oportunidad! Sean protagonistas de su propio destino. No se queden de brazos cruzados. Llegó la hora de declarar la independencia a la tiranía que nos ha gobernado durante los últimos años y que nos ha dejado desnudos, expuestos, despojados y sin esperanzas. Llegó la hora de abolir la esclavitud que nos cercena la mente y nos encadena a la desesperanza crónica. Y a todos aquellos que no comparten nuestra ideología política les pregunto: ¿Ustedes creen realmente pertenecer al partido que los expulsa? Mírense en el espejo y abracen la imagen que se desprende de él, aunque no se reconozcan, aunque se vean distorsionados, desfigurados, aturdidos. ¡Se acabó el tiempo de las excusas! Son ustedes quienes deben escuchar su propia voz interior. No les pido que tengan esperanza porque la esperanza, a veces, se transforma en una espera infinita. Pero les pido, y no les exijo, que tengan confianza en el capitán de la embarcación que los llevará a buen puerto, a climas menos hostiles. Estas manos ajadas por las inclemencias del tiempo pertenecen a un hombre que ha sobrevivido a las más ingratas tempestades y las ha superado; a un hombre que sabe exactamente lo que va a pasar cuando inicie esta nueva travesía. Y lo que va a pasar el 30 de octubre es que se va a erigir un nuevo gobernador de la provincia de Buenos Aires; uno de barba blanca, larga melena y el rostro erosionado por miles de voces que lo alientan y lo animan a dar la batalla del bienestar general, la salud pública, la educación, la seguridad y la estabilidad económica. Un hombre con las espaldas escaldadas por la injusticia social y el pecho calcinado por la corrupción enquistada en el poder. ¿A quién le entregarían el mando de una embarcación hecha trizas que se desgarra por mantenerse a flote en medio de una impiadosa tempestad que no nos da tregua y nos carcome hasta las tripas? ¿Quién es el capitán? ¿Ustedes conmigo, o ellos con una mujer que pretende comandar la nave con piel de porcelana y manos de museo egipcio que brotan en sangre ante el mínimo roce de un simple cabo? Alcen sus voces en las urnas y acallen los ecos débiles y confusos de las mentiras repetidas que pretenden confundirnos con falsas promesas.

 

¡Le declaro la independencia a la falta de provenir! ¡Le declaro la independencia a la falta de oportunidades! ¡Le declaro la independencia a depender de un gobierno que no les dio nada y les quitó todo! ¡Todo menos la dignidad!

Al finalizar su discurso, una tormenta silenciosa se desató por el lapso de unos breves segundos, y tapó de arena a cada uno de los cangrejos rojizos que asomaban incrédulos sus ojitos por fuera de los recipientes de agua y comenzaban a hacer sonar sus pinzas y a estrellarlas contra sus caparazones mientras un bullicio ensordecedor se apoderaba de la playa, junto a vítores, fanfarrias y alaridos alborotados que se abalanzaban y se confundían con el bramido del mar. Un viento infrecuente le alborotó los pelos de la cabeza a Salvaje.

Septiembre se colgó del brazo de Salvaje y un inexplicable alfilerazo en el alma se le clavó a Rufino. Un estremecimiento que jamás había experimentado.

Tras el recuento final de votos, Salvaje Arregui se consagró como nuevo gobernador de la provincia de Buenos Aires imponiéndose a Micaela Dorado por una distancia mayor de los tres puntos. Tras dos intentos fallidos, un nuevo gobernador asomaba su barba, su pipa y toda su informalidad por el malecón de la provincia.

Como corolario de una campaña donde un solo avestruz se animó a asomar la cabeza, Salvaje Arregui se consagró como el único candidato del Partido Republicano en obtener una gobernación provincial en la República Argentina, ya que todos los demás avestruces escondieron sus cabezas en la obediencia del partido y vieron frustradas sus posibilidades de contrarrestar en las urnas a los cazadores furtivos del Partido Popular. A su vez, Jalid Donig retuvo la presidencia de la nación aplastando a Septiembre Del Mar y cercenando su futuro político como el sol que se apagaba detrás de sus espaldas.

El búnker del Partido Popular se debatía entre una mezcla de algarabía por la consolidación del poder en casi todo el país y desazón por la impensada derrota en la provincia de Buenos Aires de Micaela Dorado. La convivencia política entre Jalid y Salvaje sería de todo menos sencilla, pero no quedaba otra alternativa que enfrentarla. A su vez, Micaela Dorado se arrastraba aturdida, apabullada, sin lograr comprender cómo se le había escapado el bacalao que ya estaba siendo condimentado dentro de la sartén y a punto de ser engullido. Un impresentable pescador, un don nadie le había birlado la gobernación más importante del país y la había precipitado al fondo del mar. ¿Cuál había sido su fórmula? ¿Cómo había convencido al electorado para que lo eligieran por encima de ella? Ese ignoto explorador de invernadero le había arrebatado lo único por lo que había luchado tanto como para taparse la nariz y prestarse a la repulsiva tarea de dejarse embelesar por la comisura de montículos de baba de Jalid. Lo único destacable en su mente retorcida giraba en torno a la consolidación del poder del Partido Popular que le garantizaban la continuidad en su carrera política.

En esas elucubraciones andaba cuando las puertas del búnker se abrieron de par en par y la figura rechoncha de Jalid hurgándose la nariz y soplando bronca por las orejas se reconoció elípticamente por el roce de la carne rolliza que se atascaba al contacto de los bordes de la puerta. Micaela se derrumbó en sus brazos, de la misma manera que se despeñaron sus votos en la provincia, aguardando por una conjunción de gestos de confraternidad, un entramado de cabeza en el hombro y mano paseándose por el pelo que la contuviera y la absolviera de la responsabilidad de haberse permitido ultrajar por un farsante que la inhalaba como al humo de su pipa y la expulsaba de sus pulmones por la articulación de la ventana. Era la ambigüedad adoctrinada, la algarabía y el desconsuelo resumidos en un solo abrazo, en una sola fusión al calor de aleaciones metálicas que Jalid se empeñó en reprimir a empellones alejándola de él, agitando el aire con ambas manos para disipar el humo de la pipa y disgregando las aleaciones metálicas bajo la técnica precisa del enfriamiento.

—Te felicito, mi amor —dijo con modestia Micaela, visiblemente afectada por el breve empujón que la había arrojado a miles de kilómetros de distancia de lo que debería considerarse algo parecido al amor.

—¡Lamento no poder decir lo mismo! —la reprendió Jalid, consumiéndola como a un plástico que se retuerce al calor extremo y desprende efectos tóxicos de gases en combustión—. Nos has deshonrado, te has convertido en la vergüenza del partido, en la única candidata derrotada en su provincia. Y no en cualquier provincia, en la más importante del país, la más poblada, la más rica y promisoria. Para peor fuiste víctima de un viejo anticuario que reacondicionó su fachada y ofrecía sus trastos y sus cacharros al mejor postor como si fuera una moderna tienda de Apple.

—¡Intenté alertarte de que algo inexplicable estaba sucediendo con la campaña de Salvaje! ¡Te lo advertí y no me escuchaste! —se lamentó Micaela absolutamente alterada y en estado de shock.

—Esto me sucede por pensar que la rendija de las urnas de cartón y las de la carne deberían retroalimentarse entre sí —balbuceó Jalid.

Micaela se apretó las manos contra la cara y soltó un llanto espasmódico que convulsionó el difuso límite entre lo que se puede dejar pasar y lo que no tiene vuelta atrás.

—No malgastes tus lágrimas conmigo —sentenció Jalid.

—Tal vez haya sido lo más inteligente que te escuché decir en años —lo incriminó Micaela entre sollozos mientras se sacaba el asco que tantos años de Jalid le habían producido.

—No acepto perdedoras en mi partido, mucho menos en mi cama. De ambas debés retirarte en este preciso instante —sentenció Jalid con la frialdad de un depósito de cadáveres que aguarda al médico forense dispuesto a practicarles la autopsia.

Micaela se encontraba aletargada, como adormecida. Las palabras de Jalid le habían anestesiado el cuerpo mientras experimentaba una especie de flotación de limbo doctrinal que pergeñaba su alma desde arriba, pero en una dimensión diferente de gestos despectivos y descalificaciones que provenían de la boca de la persona que supuestamente la debía alentar. ¿Cómo era posible que se hubiera equivocado tanto con ese rufián? Aunque tal vez era momento de quitarse la careta y reconocer que ambos estaban hechos de la misma madera. Había intentado engañar a la pasión con luces apagadas, al amor con conveniencia política. Como si el amor pudiera moldearse con alquitrán o con agregados de arcilla que cambian de forma hasta convertirse en vasijas de cerámica incapaces de retener el líquido por estar desprovistas justamente del pedazo de arcilla que debía obstruir el orificio de salida. Debía acostumbrarse a seguir siendo el amor de nadie y el juguete de todos.

Al despabilar su aturdimiento, un cataclismo de proporciones extraplanetarias se apoderó de ella, le aplastó la cara de un cachetazo y lo eyaculó de su vida para siempre.

En su primer día como gobernador electo de la provincia de Buenos Aires, Salvaje convocó a Rufino a su nuevo despacho en la ciudad de La Plata, más conocida como la ciudad de las diagonales, no tanto por lo complejo que puede resultar extraviarse entre tantas ve cortas y equis entrelazadas, sino por lo sencillo que puede resultar perder el rumbo y acertar el camino equivocado.

Rufino no alcanzaba a comprender lo que veía. Salvaje lo recibió convertido en un fragmento decorativo del expedicionario que supo ser. Una especie de metal corroído recubierto por una pintura sintética de base acuosa que no ataca la enfermedad, sino que la cubre momentáneamente hasta que tarde o temprano el óxido arremete contra la pintura. Para peor se descalzó las zapatillas, se arrancó la informalidad, se despegó sus pantalones erosionados por las inclemencias del tiempo y los encestó haciendo triple en la pieza del fondo, en esa parte de la casa de memoria frágil.

El nuevo expedicionario escalaba un volcán en erupción vestido de saco, corbata, y mocasines de charol de ala ancha con una hebilla plateada que lo encandilaba y no le permitía ver con claridad a la persona en la que se había convertido. Aquel atuendo no parecía el adecuado para llevar la embarcación hacia aguas menos turbulentas. Su barba blanca y su extensa melena se habían ido de excursión sin él y yacían olvidadas en el desagüe de algún depósito de baño y encarpetadas en vinilo como una obra de colección.

—No tengo más que palabras de agradecimiento, Rufino —dijo Salvaje—. Sin un buen envase no me hubiera convertido en gobernador.

—Envase que acabás de reemplazar por uno más del montón —se sinceró Rufino descargándole un botellazo de ira en la cabeza.

—Ah, veo que tus ojos te sirven para diferenciar al candidato del gobernador —manifestó Salvaje sin retroceder un ápice en su disposición de convertirse nuevamente en un pez ahogándose en el mar—. Me parece que ha llegado el momento de verter el contenido del producto en un envase más prudente. Un gobernador debe parecer gobernador, no debe parecer un hombre común y silvestre; debe cuidar las formas y adecuarse al sistema. Ya es hora de bajar al expedicionario del bote y subir al ejecutivo al transatlántico.

—La gente votó la agilidad del bote para virar y cambiar rápidamente de dirección y no la lentitud del transatlántico incapaz de maniobrar con la suficiente velocidad para eludir un iceberg —lo reprendió Rufino.

—En un transatlántico se viaja mejor y se llega más lejos.

—Salvaje, hasta aquí te trajeron tus zapatillas desgastadas y tu camisa leñadora que arremetió con un hachazo en las urnas y le gritó en la cara a Micaela Dorado: “fueraaa, abajooo”, y encima con la fortuna deliberada de que el árbol seccionado golpeó de lleno contra el ego de Jalid. Todos sabemos lo difícil que es mantenerse en el poder. Ahora más que nunca debés reconciliarte con el expedicionario que hay en vos. No te seas infiel a vos mismo, no cometas semejante sacrilegio.

—Por una vez en la vida deberías ponerte en mis zapatos y entender que un gobernador no puede andar derrapando por la vida.

—¿Cómo me voy a poner en tus zapatos cuando deberías andar en patas pisando caracoles en la arena?

—En patas uno corre el riesgo de electrocutarse y lo que yo necesito es conectarme con los bonaerenses para resolver sus problemas.

—Estaban tan conectados con vos que hasta te confiaron su voto.

—Eso es verdad, pero ahora necesito desempacar los pedazos de montaña y de mar que llevo en la mochila y empacar los trozos de asfalto y de cemento que extravié en el camino. Debo hacerme más visible porque en la montaña o en el medio del mar nadie me puede encontrar.

—En eso estamos de acuerdo, pero cuando te encuentren deben encontrar al capitán de la embarcación, no al ejecutivo de saco y corbata que saca chapa por viajar en primera clase. No debés transformarte en el blanco fácil de la falsedad. El expedicionario prefiere encontrar a que lo encuentren, buscar a que lo busquen. Debés navegar mucho más frecuentemente por las arremolinadas calles de la provincia que por las serenas aguas de tu oficina. Ese es tu mar, no este lindo despacho. El territorio inexplorado se encuentra fuera de estas cuatro paredes; en los barrios, en las escuelas, en los hospitales, en las caras desesperadas de los bonaerenses que no llegan a fin de mes. Todos aquellos que te confiaron su voto desplegaron sus alas aguardando el viento de cola. Ese que los llevará a buen puerto, a tierra firme. No seas justamente vos quien arríe las velas de la esperanza que vos mismo les enseñaste a extender.

—Hasta aquí llegaron tus consejos, Rufino —lo frenó en seco Salvaje—. El concepto de la campaña fue premonitorio: ha llegado el momento de independizarme, de abolir las cadenas que me sujetan al pasado. Con tu ayuda alcancé el objetivo que me había propuesto durante toda mi vida, pero hasta acá llegamos. Fuiste bien recompensado por tu trabajo. Ya no tengo más nada que ofrecerte.

Por primera vez Rufino lo desconocía. Algo entre ellos dos se había roto, eso era indudable, pero no podía decodificar quién había lanzado la patada temeraria que había fracturado la tibia y el peroné. Y ya no había manera de hacerle comprender que así no llegaría a ninguna parte. En un abrir y cerrar de ojos, Salvaje se había desmoronado como un hormiguero intervenido con ramas y palos empuñados por niños que serpentean la superficie para observar el alboroto de un ejército de hormigas coloradas dispuestas a defender su territorio a cualquier costo sin amedrentarse por el tamaño de su oponente.

 

—Debo confesar que no me esperaba semejante asesinato a la racionalidad, Salvaje. Lo que está sucediendo es difícil de tragar, realmente. En todo caso hubiera preferido que perdieras la elección, pero mantuvieras tu esencia. Hubieras sido más feliz. Me cuesta entender cómo un simple cargo público pudo alterar de un día para el otro al hombre desprovisto de formalidad y prudencia. Pero ya no tiene caso rebelarse, no voy a insistir. Te deseo suerte, es evidente que la vas a necesitar.

Mientras Rufino se disponía a marcharse, Salvaje le puso la mano en el hombro y lo retuvo por unos breves segundos.

—Quiero decirte una cosa más antes de que te vayas. No quiero que vuelvas a ver a Septiembre nunca más, mucho menos que la asesores en su próxima campaña.

El tiempo se petrificó en la mente de Rufino y se paralizó aún más el desconcierto que quedó como estaqueado al escuchar semejante aberración. En ese instante lo atropelló un impulso de quitarle las manos de su hombro y hacerle tragar sus palabras, pero lo reprimió. Siendo apenas un muchacho, cientos de esquinas fueron testigos involuntarios de peleas intrascendentes ocasionadas por motivos sin importancia que lo hicieron comprender que el verdadero hombre no es el que busca pleito, sino el que no se acobarda cuando el pleito lo busca a él. Respirando hondo y haciendo un curso acelerado de recogimiento, miró en retrospectiva y comprendió que la alegoría de las hormigas coloradas simbolizaba con exactitud la escena trágica; porque Septiembre representaba al hormiguero, él a la rama y Salvaje a las hormigas coloradas que brotaban como sangre a borbotones y chorreaban el recelo que solo podía cauterizarse con la desaparición indeclinable de Rufino. Sin amedrentarse, se dispuso a agitar la rama y alborotar aún más a los rojizos insectos.

—¿Qué te hace pensar que podría aceptar semejante despropósito? —preguntó Rufino.

—Tu integridad moral —respondió escuetamente Salvaje.

—Lo inmoral es justamente lo que me acabás de proponer. Mi relación con Septiembre se basa simplemente en un intercambio comercial. Ella se mostró interesada en contratarme para su próxima campaña presidencial y yo me mostré interesado en asesorarla. Y debo recordarte que yo vivo de esto.

Salvaje no logró dilucidar si se refería al dinero o a Septiembre.

—Con el tiempo se te van a evaporar esas absurdas ideas de la cabeza —dijo verborrágicamente Salvaje.

—¿Absurdas ideas? ¿Esas que te ayudaron a convertirte en gobernador?

—Yo no soy Septiembre, Rufino. Los arquetipos no funcionarán con ella.

—No te imaginás lo equivocado que estás.

—Es una decisión tomada.

—¿Tomada por quién? ¿Por vos o por mí? Porque entiendo que Septiembre no fue consultada de todo esto.

—¡Ni lo será!

—No me había enterado de que habíamos vuelto a la época medieval.

—No me gustaría rememorar la batalla de los cien años —lo incriminó Salvaje en un tono amenazante.

—Por lo visto no te referías únicamente a mi integridad moral, sino también a la física.

—A ambas posiblemente.

—Al menos en la batalla de los cien años había dos ejércitos dispuestos a luchar, aquí parece que hay solo uno. ¿Realmente creés que la manera de retener a una mujer es eliminando a su enemigo? ¿Tan baja es tu autoestima, señor gobernador?

—Demos por terminado el asunto, no quiero volver a verte con Septiembre y se acabó.

Rufino quitó uno por uno los dedos de Salvaje que aún le aprisionaban los hombros, tomó sus cosas, dio media vuelta y emprendió la retirada. Pero un repentino impulso motriz lo detuvo en la antesala del despacho, lo hizo retroceder sobre sus pasos y plantársele frente a frente. En ese momento le soltó un tremendo puñetazo en la cara que le desprendió el globo aerostático, el Aconcagua, los siete mares y las ganas de medirse el instrumento con él.

Olete lõpetanud tasuta lõigu lugemise. Kas soovite edasi lugeda?