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El Reino de los Dragones

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CAPÍTULO VEINTIOCHO

El hermano Odd estaba trabajando en los jardines cuando escuchó un llamado en el monasterio.

–¡Barcos! —gritó uno de los que estaba meditando en los muros, y segundos después se hicieron eco más y más hermanos.

La simple cantidad de aquellos que gritaban le decía que no se trataba de un grupo de barcos mercantes que venían a negociar, o un noble haciéndole una gran despedida a su hijo que se había ofrecido a la vida monástica.

Aún así, tenía que verlo con sus propios ojos, tenía que esperar que todo lo que él sospechaba en ese momento estuviese equivocado. Aún aferrándose al rastrillo que había estado usando para juntar hojas, trepó las escaleras del muro y miró hacia afuera.

Había tres barcos en el horizonte, suficientes para considerarse una flota y suficientes para transportar a una compañía entera de hombres. Se acercaban desde el mar y, para ese entonces, estaban lo suficientemente cerca para que el hermano Odd pudiera distinguir los estandartes del Reino del Sur.

–¿Que está sucediendo? – preguntó uno de los hermanos, aunque debía haber sido obvio.

Otro a su lado parecía esperanzado.

–Quizás sea una procesión o una expedición real.

El hermano Odd no pudo evitar reírse amargamente, y entonces se dio cuenta. Ese era el tipo de cosas que hacía el hombre que había sido. Sujetó con fuerza el rastrillo. Este era el hombre que era ahora.

–Esos no son barcos mercantes, hermanos —dijo él suavemente—. Eso es un ataque.

–¿Un ataque? —Dijo el primer hermano— ¿Pero por qué nos atacarían a nosotros? ¡Este es un lugar sagrado, un lugar de paz!

–Quizás sea por eso que han enviado tan pocos barcos —dijo el hermano Odd—. Saben que pueden tomar la isla fácilmente.

–¿Pero por qué lo harían? —preguntó el segundo hermano.

El hermano Odd sacudió la cabeza.

–¿Porque eso le daría a Ravin un acceso fácil al Reino del Norte? No, no digan nada más. No tengo tiempo de explicarte las maldades del mundo, hermano. Necesito encontrar al abad y ustedes necesitan salir del monasterio. ¡Díganle a todos los que escuchan que necesitan huir, ahora!

No esperó la respuesta, sino que se apresuró a bajar del muro para buscar al abad y con la esperanza de que no fuese demasiado tarde. Era demasiado fácil imaginarse el avance de los barcos hacia la orilla, el descenso de botes pequeños o el lanzamiento de cuerdas a los muelles. El hermano Odd se encontró imaginando cómo organizaría la captura de un lugar como el monasterio y era todo demasiado fácil. Quizás si tuviese una compañía de soldados aquí para defender los sólidos muros que los separaban del mundo exterior hubiese sido diferente, pero tal como era…

Encontró al abad en el claustro cerca de la puerta principal, junto con otras figuras mayores del monasterio. El chantre y el sacristán estaban allí, también el jefe de los hermanos lego y el bibliotecario. Alrededor de ellos había un círculo de hermanos que esperaban obtener información.

–Hermanos, hermanos —dijo el abad, haciendo un gesto apaciguador—.  Tranquilícense. Estoy seguro de que esto no es tan malo como creen.

–Es tan malo y aún peor —dijo el hermano Odd, dando un paso adelante—. Los barcos allí tienen los colores del rey Ravin, lo que significa que probablemente sean la cabeza de una invasión más grande que los seguirá.

El abad se volvió hacia él.

–Hermano Odd, este es un asunto que deben discutir los monjes superiores. Debes calmarte. Busca el equilibrio que ofrece nuestro hogar.

–Será difícil hacerlo con una espada apuntándome —dijo el hermano Odd—. Y no tengo duda de que habrá espadas. Es necesario evacuar mientras aún haya tiempo, o al menos cerrar las compuertas para que no puedan entrar.

–Hermano Odd, te estás excediendo —dijo el abad—. Este monasterio les da bienvenida a aquellos que vienen aquí. Yo junto con los otros bajaremos a los muelles a recibir a nuestros visitantes. Discutiré las cosas con ellos. Estoy seguro de que entenderán que no somos una amenaza para ellos.

–A hombres así les gusta cuando la gente a la que atacan no son una amenaza —replicó el hermano Odd—. Ellos los matarán y…

–Es suficiente, hermano —dijo el abad—. Aún piensas como el hombre que fuiste, el hombre que dices no querer ser. Quiero que te arrodilles aquí y lo medites. En silencio, por favor.

El hermano Odd quería discutir, pero no veía la forma de hacerlo, no con todos los ojos sobre él. Decir algo más era desafiar abiertamente al abad. Un monje no hacía eso. Sin alternativa, se arrodilló con el rastrillo frente a él, reprimiendo las olas de frustración e ira que amenazaban con agobiarlo.

El abad se volvió a los otros que estaban allí.

–Ustedes vendrán conmigo —les dijo—. Saludaremos a nuestros visitantes en paz y les recordaremos la neutralidad sagrada de nuestra isla.

Salió por las puertas del monasterio con los otros siguiéndolo detrás.

El hermano Odd siguió de rodillas, con los pensamientos acelerados que ningún monje debería tener. Quizás el abad tenía razón. Quizás debía detenerse, meditar, no reaccionar de la forma en que su antiguo yo hubiese hecho. Quizás que el abad fuera hacia los muelles era el movimiento correcto, darles la bienvenida pacíficamente a aquellos que llegaban, intentando ser diplomáticos, porque la isla no tenía espadas para ofrecer.

Aunque instintivamente, el hermano Odd sabía que era la jugada equivocada. Él sabía lo que harían los hombres que venían a la isla. Él había sido uno de esos hombres y sabía cómo pensaban. Hombres como el abad solían tener la bendición de nunca haber tenido pensamientos como esos, pero aquí… aquí era una maldición. No sabían lo que era ser un hombre que veía a gente inocente como un enemigo a ser aplastado, que mataría ante la mínima provocación. No podían ver el verdadero peligro que les deparaba.

Sin embargo, ¿qué podía hacer? Las órdenes del abad habían sido claras. Incumplirlas no era algo que un monje pudiera hacer, y el hermano Odd era un monje, no el hombre que había sido.

No soy ese hombre, pensó él.

¿Pero eres un hombre que permite que sus amigos, hombres buenos, sean asesinados? Preguntó otra parte.

Soy el hermano Odd, un monje leal, insistió.

Pero ese no siempre fue tu nombre.

El hermano Odd luchaba contra eso, peleaba contra eso, pero ya sabía cuál era la respuesta. Con las extremidades acalambradas por estar arrodillado, se puso de pie, levantó el rastrillo y lo consideró.

–Tendrá que ser suficiente —dijo, y salió en dirección a los muelles.

***

La carrera desde el monasterio hacia los muelles era corta, pero para cuando llegó allí, el hermano Odd estaba sin aliento. Estaba fuera de forma, no estaba acostumbrado a esto.

No se supone que estés acostumbrado a esto se recordó a sí mismo.

Más adelante, podía ver el lugar en donde uno de los barcos había atracado al lado de la isla y por una rampa de desembarco bajó un grupo de soldados que parecían escarabajos en acero y cuero, en comparación con los monjes. Aún no había muchos en la orilla, pero ya eran bastantes, especialmente cuando no pretendían dejar sus armas enfundadas.

A medida que se acercaba, el hermano Odd podría escuchar al abad hablando con el líder, un hombre con un escudo con el diseño de un leopardo.

–Le digo que somos un lugar sagrado, capitán. No debemos ser utilizados para la guerra, en caso de que eso enfurezca los dioses.

–Es la furia del rey Ravin la que tiene que preocuparle —dijo el hombre, con el marcado acento del sur.

–Los reyes juran defender la neutralidad de Leveros cuando son coronados —señaló el abad.

Mientras tanto, el hermano Odd había avanzado con la esperanza de llegar allí a tiempo. La esperanza de que directamente no lo necesitaran ya la había perdido hacía mucho.

–Nuestros monjes vienen tanto del sur como del norte.

–Entonces le habrán dicho que el poder de un rey es absoluto —dijo el capitán—. Con solo negarlo son traidores, y deben sufrir el final de un traidor.

Se volvió hacia los otros que estaban con él.

–¡Mátenlos a todos!

Levantó la espada para atacar, pero el hermano Odd ya estaba en movimiento. Bloqueó el golpe con la cabeza del rastrillo, lo giró y el arma cayó rodando de la mano del hombre. Se volteó y le barrió los pies a su oponente, tirándolo al suelo y haciendo retumbar su armadura.

–¡No, no habrá violencia aquí!—Gritó el abad, pero era demasiado tarde para eso.

La chispa ya había caído en el bosque, y todo lo que podían hacer era esperar sobrevivir al incendio de violencia que venía después.

El hermano Odd ciertamente no se detuvo. Por el contrario, salió a la carga del siguiente soldado que estaba allí, y quizás el hombre aún no se había dado cuenta de cuál era su oponente, porque levantó su espada perezosamente. El hermano bloqueó, giró y le estrelló la punta del rastrillo en la garganta, escuchando el chasquido y gorgoteo antes de que el soldado empezara a desmoronarse. Odd dejo el rastrillo, le quitó la espada y se volvió hacia los otros monjes que estaban allí.

–¡Corran! —Rugió él, con la voz que había usado durante mucho tiempo para dar órdenes a los hombres en el campo de batalla.

Algunos obedecieron inmediatamente. Otro dudaron, mirando al abad. Eso fueron los primeros en morir. Los soldados en el muelle ya se abrían paso con espadas, azotando a cualquier objetivo que veían, sin importar a quién golpeaban. Esperaban súplicas y protestas pacíficas…en lugar de eso, Odd les ofreció violencia.

Salió la carga contra dos de ellos, dando tajadas por debajo y otras por arriba con la espada que acababa de capturar. Aún se estaba acostumbrando a su peso, y el primer hombre pudo bloquearlo mientras que el segundo lo apuñaló por el costado. Odd se retorció y esquivó el golpe, pero aún así sintió que el acero le rebanaba la carne.

 

Eso disparó su antigua furia, exteriorizando el lado de él que no se detenía, que no se contenía y que no le importaba. Rugió como un animal herido y derribó de un golpe en el brazo al soldado, con la fuerza suficiente para cortarle la muñeca, y le dio una patada al primero.

–¡Retrocedan, maldita sea! —Le rugió a los monjes, y ahora hasta el más lento en responder intentaba correr.

Odd se movió entre ellos y los soldados, cediendo terreno lentamente aunque la furia de la batalla hacía que quisiera salir a la carga. Maniobró entre contenedores y cajas, formando una fila para que los hombres que estaban allí solo pudiesen acercarse uno a la vez, y solo pudiera morir uno a la vez.

Oh, cómo murieron.

El primero cayó en una fuente de sangre, saliendo a la carga demasiado despreocupado y prácticamente corriendo hacia la espada de Odd. El segundo se acercó con más precaución, con el uso mecánico la espada de los que estaban mal entrenados. Odd rechazó dos golpes para medir las habilidades del hombre, recibió un corte en el brazo y luego le cortó la cabeza barriendo la espada.

Cedía terreno paso a paso, cuidadosamente. Por supuesto que eso tenía un problema, porque una vez que él llegara al espacio abierto más allá del angosto muelle, ellos podrían rodearlo. A Odd se le ocurría solo un plan: salir a la carga.

Se lanzó hacia ellos como el hombre que una vez había sido, no Odd, sino sir Oderick. Oderick el loco, Oderick el que pisoteaba a sus enemigos solo porque podía hacerlo. Oderick, que sabía la verdad de la batalla: no se trataba de la carne de los hombres, sino de sus corazones. El hombre siguiente cedió terreno mientras él atacaba, y eso fue todo lo que necesitó para que el resto volviera a su barco a esperar a que el resto de los hombres se bajara antes de atreverse enfrentarlo.

Fue entonces que Odd corrió y alcanzó a los demás mientras se dirigía por el corto camino hacia el monasterio.

–¡Corran más rápido, maldita sea! —Les ordenó, y funcionó de una forma en la que una orden del hermano Odd no hubiese funcionado.

Todos corrieron más rápido, incluso el bibliotecario, que nunca se movía más rápido de lo necesario para ir de sus repisas al refectorio y volver. Oderick rodeó con el brazo a un hermano herido, ayudándolo a hacer el camino, y decidido a no perder ni uno más.

–¡Allí! —dijo él, señalando las compuertas.

Corrieron hacia ellas, y ahora, detrás de él, podía escuchar el ruido de la persecución. Miró hacia atrás y vio a los hombres marchando en formación, ahora más disciplinados después de su sorpresivo ataque. No podría atraparlos así otra vez. Unos pocos hombres levantaron arcos y arrojaron flechas. Una de ellas le dio en la espalda al bibliotecario, quien cayó muerto antes de tocar el suelo.

–¡Adentro, adentro! —Gritó Oderick mientras pasaba— ¡Ahora, cierren las compuertas!

Hubo algo en el tono de la orden que hizo que obedecieran sin cuestionamientos. Las compuertas se cerraron lenta y ruidosamente por la gruesa madera y el hierro. Solo cuando las barras estuvieron en su lugar Oderick pudo relajarse, y la ira de la batalla se fue disipando. Fue entonces cuando toda la enormidad de lo que había ocurrido lo impresionó.

La espada cayó retumbando de las manos ensangrentadas. Hoy había salvado gente, pero también había matado una y otra vez. Había dejado a un lado la tranquilidad del monasterio por la furia en su interior. Disfrutaba de la violencia. Oderick miró la sangre que lo cubría, la mayoría no era suya.

–¿Qué he hecho?

Sin embargo, no había tiempo para pensar en eso, porque Oderick sabía que los hombres volverían pronto para intentar derribar esas compuertas. Necesitaban prepararse para la defensa.

CAPÍTULO VEINTINUEVE

Durante todo el viaje de regreso a Royalsport, Devin sintió los ojos de Rodry y los demás sobre él. Puede que no supieran con seguridad lo que era él, pero ahora habían visto una muestra de lo que podía hacer, y allí había asombro, incluso hasta un poco de miedo. Devin no sabía si sentirse halagado por la muestra de respeto en esas miradas, o preocupado por la reacción de la gente cuando supieran de él.

La magia no era algo para alguien como él, después de todo. Era algo para hombres y mujeres extraños, que salían de lugares salvajes, para herboristas y adivinadores, y para hombres como Maese Gris. Nada de eso sonaba a Devin en sus oídos.

Finalmente, empezaron a divisar la ciudad. Devin estaba agradecido por tener la oportunidad de volver a su casa, o al menos a la Casa de las Armas. Él entendía el acero de una forma en la que nunca podría entender lo que había ocurrido en Clearwater Deep.

–¿Tienes otra ropa aparte de esa? —Preguntó Rodry de la nada mientras se acercaban a la ciudad.

–¿Otra ropa? —Dijo Devin— No entiendo.

–Bueno, no puedes venir al banquete lo siento de esa manera, ¿o sí? —Dijo Rodry—. Halfin, tú eres más o menos del mismo tamaño que él, quizás puedas prestarle algo.

–Un momento —dijo Devin—. ¿Quieres que vaya al banquete? ¿El banquete por la boda de tu hermana?

–Por supuesto —dijo Rodry, como si fuese lo más obvio del mundo—. Has peleado a mi lado, has hecho más para ayudar de lo que mis hermanos hubieran podido y vas a hacer el obsequio más perfecto para que le dé a mi hermana. Es justo que vengas. ¡No creas que abandono a mis amigos, Devin!

Parecía haber declarado que eran amigos así como si nada. Devin tenía que admitir que le agradaba Rodry, admiraba su coraje y su fuerza. Se sentía honrado de que un príncipe lo considerara un amigo, aunque fuese una decisión repentina e impulsiva, como todo lo que hacía.

–Será un honor asistir —dijo Devin—. El banquete de afuera es…

–No al banquete de afuera —dijo Rodry—. Hubieras podido entrar a ese de todos modos. Vendrás al banquete de adentro y fin del asunto.

Incluso conociéndolo en tan poco tiempo, Devin sabía que no debía discutir. Vio que sir Twell se encogía de hombros.

–Su alteza es así —dijo el caballero acercándose con su caballo—. Cuando un hombre demuestra coraje y honor, es un verdadero amigo para él. Además, te lo mereces.

Los otros dos caballeros asistieron. Parecía que estaba decidido: Devin asistiría al banquete.

***

Cuando llegaron al castillo, Rodry se dirigió al salón del banquete con Sir Lars y su premio, el metal de estrella, para mostrárselo a su padre antes de devolvérselo a Devin para que lo forjara. Entretanto, Devin fue conducido a la habitación de sir Halfin para intentar encontrar ropa apropiada. El caballero era mayor que él, pero era cierto que tenían un tamaño similar y pronto empezaron a revolver su ropa, eligiendo varios jubones.

Estoy seguro de que es más de tu tamaño actual se quejó el caballero mientras revisaba un baúl para sacar calzas camisa jugó y botas. Ten pruébate estas quizás te queda

Uno y otro jugo.

–Estoy seguro de que es más de tu tamaño, Twell —se quejó el caballero mientras revisaba un baúl para sacar calzas, camisa, jubón y botas—. Ten, pruébate estas, quizás te queden bien.

Así fue, y eran las más finas que Devin había vestido en su vida. La camisa era de seda, el jubón, de terciopelo oscuro bordado con bucles y espirales. Las botas eran de cuero suave, muy diferentes a las duras que usaba Devin. Se limpió las suciedades más grandes y arrastró los dedos por su cabello, preguntándose durante todo ese tiempo exactamente qué era lo que le estaba sucediendo.

–Al final, uno se acostumbra a la generosidad del príncipe Rodry —dijo Halfin—. Es un buen hombre, en eso me recuerda a su padre. Mientras no hagas nada para empezar una pelea con él…

–Como llegar tarde al banquete cuando él te invitó —sugirió Twell—. Nos perdonan a nosotros, los viejos Caballeros de la Espuela, un montón de cosas, pero no demasiadas.

–Menos cuando uno de nosotros tiene la reputación de ser veloz —dijo Halfin.

Sir Twell se rió de él.

–Quizás diez años atrás.

–Ah, ¿eso sería antes de que el gran planificador empezara a olvidarse de las cosas? —Replicó Halfin.

Para Devin era muy extraño estar allí, sentado con dos Caballeros de la Espuela, escuchándolos burlarse uno del otro como dos viejos camaradas, más que como los héroes de las historias.

–Debemos apresurarnos —dijo Halfin.

Él dirigió el camino a través del castillo. Aunque Devin había estado allí antes, había sido breve, y la mayor parte del tiempo lo había pasado en un calabozo. Ahora, Devin se encontró observando la extensión del interior. Había tapices de todas las guerras, representando todo desde el ascenso de los reyes del norte hasta los mitos de los dioses, y los dragones que nadie había visto en más de una vida entera. Parecían resplandecer, resaltados con hilo metálico y brillando cuando el aire movía los tapices en donde estaban representados.

Devin no creía que hubiera un lugar más grandioso, pero cuando llegaron al salón del banquete, supo que estaba equivocado. Había estado ahí antes por un breve instante, pero ahora realmente lo podía ver. Este lugar era el paradigma de la opulencia, con decoraciones y banderines colgados, bañado en oro y con columnas de marfil que soportaban altos arcos, con música que venía de laudistas y trompetistas. Había gente bailando y hablando en todos lados a donde Devin miraba, mientras del otro lado del salón, el rey y su esposa estaban sentados en sus tronos, uno al lado del otro.

–Hay tanta gente —dijo Devin, y no solo gente, nobles.

Deben podía ver la diferencia. Todos allí, incluso los criados, estaban vestidos con ropas más costosas que cualquier otra cosa que Devin hubiera poseído, e inmediatamente sintió como si resaltara, a pesar de la ropa prestada que lo ayudaba a mezclarse.

Rodry estaba allí, al lado de su hermana Lenore. Devin la había visto cuando fue a despedir a Rodry, pero ahora… Estaba perfecta. Su cabello oscuro brillaba, y su cuerpo estaba expertamente cubierto con un vestido dorado y verde. Sus facciones eran delicadas y cuando se reía de algo que decía Rodry, Devin no podía imaginar algo más hermoso.

Entonces, algo capturó su corazón, intenso y casi doloroso. Sintió como si no pudiera apartar la mirada. Entonces Rodry hizo algo que Devin no se esperaba: miró a su alrededor y le hizo señas a Devin para que se acercara.

Devin debería haberse sentido como si no tuviese derecho a poner un pie sobre esa superficie. Se tendría que haber sentido como si estuviese a punto de tropezarse y caer con cada paso, sin embargo, no era así. Verla a ella parecía empujar a Devin por el salón, arrastrándolo solo por la necesidad de estar cerca de ella, por lo que se deslizó hacia ellos serenamente. Recordó hacer una reverencia cuando llegó.

–Eso no es necesario, Devin —dijo Rodry—. Devin, quiero que conozcas a mi hermana Lenore. Lenore, este es mi amigo Devin.

¿Su amigo? Lo podría haber descrito de tantas otras maneras. Podría haber mencionado la espada que Devin iba a hacer, o el hecho de que provenía de la Casa de las Armas. Parecía extraño que lo presentara únicamente como eso.

–Me alegro de conocerte, Devin —dijo Lenore, ofreciéndole la mano.

Devin la tomó con la mayor delicadeza posible, besándole los nudillos. Hasta ese contacto le producía electricidad.

–Y yo a su alteza —dijo él, recordando el término correcto.

Por un momento, se encontró deseando poder pedirle para bailar junto con los demás, pero sabía que no tenía derecho a hacerlo.

–Me han dicho que debo agradecerte por devolverme a mi hermano, además de a los caballeros de mi padre —dijo ella, sonriendo levemente—. Aunque él no me dijo exactamente qué fue lo que salió a buscar.

Devin vio que Rodry sacudía la cabeza enfáticamente.

–Entonces, yo no debería ser quien revele sus secretos —dijo Devin.

–Ah, lealtad —dijo Lenore, aunque no parecía disgustada—. Tendré que dejarlos hablar —dijo Lenore—. Pues ahora, Finnal me está esperando. Fue bueno conocerte, Devin.

Ella no caminó, sino que más bien se deslizó y Devin se dio cuenta de que no podía quitarle los ojos de encima mientras lo hacía. Fue junto a un joven que parecía casi tan hermoso como ella, quien le tomó la mano con perfecta elegancia. Se desplazaron hacia la pista de baile juntos, caminando al ritmo de la música. La gente a su alrededor parecía fascinada con ellos, extasiados de alegría mientras los observaban.

Rodry no parecía contento, y Devin se dio cuenta de que él tampoco lo estaba. Él quería ser quien bailara con Lenore, por más imposible que eso fuera.

 

–Ese hombre… —dijo Rodry, con algo parecido a un gruñido.

–¿No te agrada? —Preguntó Devin con una mueca.

Parecía extraño que tuviera tanto odio hacia alguien que obviamente hacía feliz a su hermana.

–Digamos que preferiría que se casara con un buen hombre —dijo Rodry, haciendo un gesto hacia Devin—. Como tú. serías una pareja mucho mejor, porque al menos tienes honor.

Devin se rió, porque asumió que Rodry estaba haciendo una broma. Aún así, no podía evitar pensar en eso. ¿Cómo sería ser quien se casa con la princesa Lenore? ¿Cómo sería ser quien está parado enfrente de un sacerdote cuando llegara el momento, y declararse el amor mutuo que sentían? Devin sentía que se le inflamaba el corazón ante esa imagen, y se volvió hacia Rodry para preguntarle más acerca de su hermana, pero antes de que pudiera hacerlo resonaron las trompetas, deteniendo el baile.

En el silencio resultante, el rey se paro.

–¿En dónde están mis hijos? —Grito él— ¡Acérquense! ¡Debo hablar con ustedes!

Devin vio que Rodry miraba alrededor con sorpresa.

–Parece que me tengo que ir —dijo Rodry—. Disfruta del resto del banquete, Devin.

Devin asintió, observando a su nuevo amigo dirigirse hacia su padre. Él se sorprendió a sí mismo también avanzando, porque quería saber de qué se trataba todo esto. El tono del rey había sido serio. Algo estaba sucediendo, y Devin quería saber qué era.