Tasuta

Esclava, Guerrera, Reina

Tekst
Märgi loetuks
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

CAPÍTULO OCHO

La noche continuó tremendamente fría, el viento en una tremenda tormenta, pero esto no evitó que Ceres obligara al caballo a avanzar a una velocidad frenética, decidida a llegar hasta Rexo si había tiempo suficiente. Durante horas, la lluvia la golpeó como si se tratara de fragmentos de hielo, dejándole la ropa empapada y los dedos rígidos por la congelación, la furia contra su madre y Lord Blaku la llevaba.

Finalmente, vio el muro exterior de la capital y, al cesar la lluvia, bajó la velocidad del caballo hasta el trote. El sol estaba en lo alto de las Montañas Alva, brillando a través de las nubes que se iban disipando y besaba los edificios blancos de la capital dorada y, con cerca de una hora libre antes de tener que presentarse en palacio, Ceres saltó del caballo y llevó a la yegua por el desfiladero ligeramente inclinado hacia el río. Después de haber acompañado al caballo hasta el agua, desenvolvió el pan y la carne que le había quitado a Lord Blaku y la partió a partes iguales para Anka y para ella.

Se sentó en una roca y miró a Anka, que se estaba zampando la comida como un animal famélico.

“¿Quieres que te lleve a casa?” le preguntó a Anka.

Anka hizo una pausa y alzó la vista, sus ojos parecían de repente agotados, pero no dijo nada.

“Quizás ahora que ha muerto el mercader, tu familia…”

“Mis padres me vendieron para salvar su granja. Veinte piezas de oro”, dijo Anka con amargura. Ya no son mi familia”.

Ceres la entendía. Oh, cómo la entendía. Miró hacia las Montañas Alva y pensó por un instante.

“Sé dónde puedes encontrar un nuevo hogar”, dijo.

“¿Dónde?” preguntó Anka, tomando un trago de vino.

“Mis hermanos y amigos forman parte de la revolución”,.

Anka entrecerró los ojos y, a continuación, asintió con la cabeza.

“Tú ahora eres mi hermana y ellos serán mi familia y mis amigos. Lucharé a vuestro lado y seré parte de la revolución también”, dijo ella.

Cuando acabaron su comida, Ceres llevó a su yegua de vuelta al camino y cabalgó con Anka por la inclinada ladera de la colina hacia la principal entrada de la capital –un puente levadizo fuertemente guardado hecho de roble grueso. En fila detrás de otros viajeros y comerciantes, Ceres y Anka pasaron lentamente por delante de un soldado hacia el puente.

Pasaron por las calles adoquinadas, por casas y chozas de madera, hacia estrechos callejones. La ciudad empezaba a despertar, los habitantes hacían cola en los pozos vivos con cubos y recipientes. Los niños jugaban en las calles, sus risas llenaban el aire, haciendo que Ceres recordara tiempos mucho más felices y simples.

Pasadas acres y acres de plantas marrones y marchitas, llegaron a los pies de las Montañas Alva. Sobre la colina ligeramente inclinada había casas humildes, protegidas por picos que sobresalían y una cascada que caía por el lado de la montaña. Desde fuera, el pequeño asentamiento parecía uno cualquiera de los que había a las afueras de Delos, con casas, carros, animales y campesinos que trabajaban en los campos. Pero solamente se trataba de una fachada para evitar que los soldados del Imperio sospecharan.

Ceres había estado aquí antes una vez: dos años atrás cuando Rexo le mostró la colección cada vez más grande de armas alamacenada en la cueva de detrás de la cascada.

Fuera del asentamiento, limitando con el mar, había el viejo castillo abandonado: el cuartel de la revolución. Dos de las tres torres se habían desmoronado y algunos de los muros se habían arreglado con madera de deriva y piedra. El destino de Ceres.

Bajaron del caballo y andaron por el camino de arena, la brisa del mar tiraba de la ropa de Ceres. Una vez llegaron a la entrada arqueada, cinco hombres fuertemente armados con ropa de civil las detuvieron.

“Me llamo Ceres. Estoy aquí por Rexo, mi amigo, y Nesos y Sartes, mis hermanos”, dijo ella, frenando al caballo. “Esta es Anka, mi amiga. Queremos unirnos a la rebelión”.

Los ojos de uno de los hombres brillaron ligeramente, como si su nombre significara algo. Asintió y se dirigió hacia el patio mientras los otros hombres examinaban a las chicas con miradas desconfiadas.

Dentro del patio, Ceres vio hombres y mujeres trabajando de manera apresurada, casi frenética. Algunos entrenaban a otros en la lucha con espadas; otros fabricaban armaduras; algunos estaban haciendo arcos y tallando palos para hacer flechas; y otros cosían ropa.

Pasaron unos cuantos minutos, y después unos cuantos más. ¿No estaban aquí Rexo y sus hermanos? se preguntaba Ceres. ¿Tendría que marcharse sin verlos? Tenía que verlos antes de dirigirse a palacio.

De repente, Rexo apareció por una esquina.

“¡Ciri!” exclamó, corriendo hacia ella.

Al ver su cara de nuevo, Ceres sintió que su fuerza la abandonaba y cuando él la abrazó con sus brazos deseosos, se derrumbó y lloró. Había sido fuerte durante mucho tiempo y ahora, envuelta en la seguridad de su abrazo, finalmente dejó que su debilidad saliera a la superficie.

“Pensaba que estabas muerta”, dijo acariciándole la espalda y apretándola fuerte.

Le cubrió la cara de besos, secándole las lágrimas y después apretó su suave y cálida boca contra la suya. Pero retiró sus labios antes incluso de que tuviera la oportundad de disfrutar de su primer beso.

“Estaba muy preocupado por ti”, dijo, agarrándola fuerte. “Sartes dijo que te vio fuera del cobertizo de tu padre, pero que después de esto desapareciste”.

“¿Están mis hermanos aquí?” preguntó ella.

“En este momento no”, respondió Rexo. “Han ido a hacer un encargo”.

Ceres sintió que el corazón se le encogía, pero asintió y dio un paso atrás.

“Esta es mi amiga Anka”, dijo, colocando una mano sobre el hombro de su nueva amiga. “También estaba en el carro de las esclavas. Necesita un sitio para alojarse”.

“¿En un carro de esclavas? Por eso tenéis este aspecto”, dijo Rexo, mientras sus ojos juguetones recorrían su cuerpo de arriba abajo.

Ceres le golpeó el hombro.

“Tú tampoco tienes mucho mejor aspecto que yo”, dijo ella con una sonrisa de superioridad, haciendo que Rexo se riera.

“Por favor, búscame a Fausta”, le dijo Rexo a un guarda. Se giró hacia Ceres, con una mirada de dilema en la cara. “¿Tú no te quedas?”

Ceres estaba indecisa. Parte de ella quería quería quedarse aquí con Rexo y con sus hermanos, pero una enorme parte de ella quería trabajar como armera.

“El príncipe Thanos me ha contratado como su armera”.

Los ojos de Rexo brillaron y a continuación asintió.

Una mujer mayor se aproximaba andando con aires patosos hacia ellos con un guardia, su piel arrugada y blanca como la nieve, sus ojos llenos de lágrimas por el sufrimiento y la sabiduría.

“Fausta”, dijo Rexo. “Por favor, procura que a Anka le den un lugar en el que alojarse. Y asegúrate de que tenga comida y ropa seca”.

La anciana abrió sus frágiles brazos y abrazó a la recién llegada.

“Ahora tienes un nuevo hogar y nos veremos a menudo”, le dijo Ceres a Anka. “Te debo mi vida y nunca te olvidaré”.

Anka sonrió dulcemente y asintió con la cabeza. Le dio un abrazo a Ceres y siguió a Fausta hacia el patio.

Tomando a Ceres de la mano, Rexo agarró las riendas del caballo y los acompañó hacia el establo. Una vez allí, soltó a Ceres y llevó al caballo hacia el abrevadero de agua.

“Tienes una espada nueva”, dijo sin mirar atrás, acariciando la crin del caballo.

La yegua relinchó en aprobación.

“Sí. Un regalo de mi padre”, dijo, mientras su mano la tocaba de manera automática y una punzada de tristeza la abrumaba.

Pero ella no quería hablar de cosas tristes.

“Parece que la rebelión ha crecido”, dijo ella.

“Desde que te traje aquí por última vez, nuestros adeptos se han triplicado en número”, dijo él.

A Ceres la hacía feliz ver la admiración en sus ojos.

Caminaron hacia fuera y se sentaron en un banco de madera, Rexo frente a ella. Le acarició suavemente el pelo y después la cara.

Un vacío se abrió en su pecho cuando pensaba en decir adiós y de nuevo consideró la idea de quedarse allí.

“Quizás me quedaré contigo”, dijo ella.

Rexo apretó los labios.

“Me encantaría, pero creo que lo mejor será que mantengas tu puesto en palacio”, dijo él.

Ceres sabía que tenía razón pero, aún así, le hería oírle decir que debía marcharse.

“Aquí tenemos muchos adeptos”, continuó Rexo. “Pero no tenemos a nadie trabajando dentro de los muros de palacio”.

“No se qué acceso tendré al interior o al resto de la realeza”, dijo ella.

“Si te ganas la confianza del Príncipe Thanos, estoy seguro de que te dará acceso a todas las necesidades de la rebelión. Cuando llegue el momento adecuado, nos podrás llevar hasta palacio, asegurar nuestra victoria”, dijo él.

El estómago de Ceres se revolvía al pensar en ganarse la confianza de Thanos solo para traicionarle. ¿Pero por qué? Quizás era porque él confiaba en ella y le había dado una oportunidad mientras los otros no lo hicieron. O quizás solo era porque él menospreciaba a su familia y lo que representaban tanto como cualquier plebeyo.

En cualquier caso, Rexo tenía razón; haciendo eso, ella podía ayudar a la rebelión como nadie más. De hecho, su presencia dentro de los muros del castillo era justo lo que la rebelión necesitaba y podía muy bien jugar una parte significante en la caída del Imperio.

Ella asintió y, por un breve momento, se aguantaron las miradas.

No quería alargar su despedida, la tristeza ya se estaba apoderando de ella y Ceres se puso de pie y caminó hasta el establo. Justo cuando estaba a punto de subir al caballo, escuchó que Rexo entraba tras ella. Mientras aseguraba la silla, echó la vista atrás.

“Debo irme para no llegar tarde a palacio. Por favor, cuida de mis hermanos, y de Anka”, dijo ella.

 

Rexo le colocó una mano en el hombro y un cosquilleo recorrió el cuerpo de Ceres. Ceres pensó en el beso que habían compartido antes. ¿La había besado como a una amiga, o como algo más? Ella quería que fuera algo más. Sabía que si se daba la vuelta, vería sus ojos y sus labios se encontrarían con los de ella. Y entonces no sería capaz de salir corriendo.

Por eso, subió al caballo sin mediar palabra y, dándole un puntapié, se fue galopando lejos de aquel lugar y en dirección a palacio –decidida a no mirar hacia atrás para nada.

CAPÍTULO NUEVE

Mientras el sol empezaba a salir por el horizonte y sin apenas un segundo que perder, Ceres atravesó al galope las puertas de palacio, dejó el caballo en los establos reales y se fue corriendo hasta el campo de entrenamiento de palacio. Cuando estaba casi a medio camino, notó que su espada le rozaba la pierna y se detuvo. ¿Vería alguien su espada y quizás incluso se la robaría si la llevaba? Sabía que no había tiempo y que la podían despedir por llegar tarde, pero bajo ninguna circunstancia podía permitirse perder esta espada.

Tan rápido como sus pies le permitían, corrió de vuelta a la cabaña del herrero y, al encontrar el lugar vacío, trepó por la escalera hasta el altillo. Allí, tras un montón de tablas viejas y de ramitas torcidas, escondió su espada antes de marcharse hacia el campo de entrenamiento.

Cuando llegó –sin aliento y con el corazón golpeándole fuertemente- para su sorpresa, vio que toda la corte se había reunido alredeor de la arena de prácticas. El rey y la reina estaban sentados en sus tronos, los príncipes y las princesas en sillas bajo los sauces, abanicándose y los consejeros y dignatarios estaban sentados en bancos, susurrándose los unos a los otros.

En la arena de prácticas, los combatientes peleaban contra la realeza y los armeros observaban a sus amos, les entregaban las espadas, los puñales, los tridentes, los escudos y los flageladores. Desde que podía recordar, Ceres había anhelado una oportunidad como esta pero ahora que había llegado el momento, se sentía vacía por dentro.

“¡Ceres!” exclamó Thanos, saludándola con la mano.

No sabía por qué pero, al verlo de nuevo, su corazón se agitó. Después se reprendió a sí misma. Debía recordar por qué estaba allí, que era para hacerse amiga de sus enemigos y ganarse su confianza, no para distraerse con un guapo príncipe que, de alguna manera, parecía tenerla bajo su encantamiento.

Ceres corrió hacia Thanos.

“Justo a tiempo”, dijo inclinando la cabeza.

“Por supuesto”, dijo ella como si no le hubiera costado vida y milagros llegar hasta allí.

Un soldado del Imperio se dirigió al centro de la arena.

“Todos los guerreros reales, apresuraos a formar una fila ante el Rey Claudio, con vuestros armeros detrás de vosotros”, dijo él.

La realeza dejó de hacer lo que estaba haciendo y Ceres siguió a Thanos, ocupando su lugar tras él. Se dio cuenta de que Lucio había vuelto. ¿Se lo había pensado? ¿Le habían obligado a volver?

“¿Te estás preguntando por Lucio?” preguntó Thanos, mirando atrás hacia ella.

“Sí”.

Ceres no estaba segura de si odiaba o le gustaba estar tan en sintonía con sus pensamientos.

“No se le puede decir que no al Rey”, susurró Thanos.

Ella quería preguntar por qué, pero el rey se levantó, sujetando en alto un cuenco de oro y la reunión quedó en silencio.

“Este plato está lleno con los nombres de cada uno de nuestros guerreros reales”, dijo el rey. “Hoy seleccionaré tres nombres que lucharán en las Matanzas al mediodía”.

La multitud soltó un grito ahogado, incluidos todos los guerreros reales y sus armeros.

Pero se suponía que las Matanzas no se celebraban hasta el mes siguiente, pensó Ceres. ¿Había programado el rey a su antojo las Matanzas para hoy?

Ella echó un vistazo a Thanos, pero él estaba rígido como una tabla, con la cara hacia delante y no pudo ver su expresión. Ceres sabía que no estaban preparados para luchar en las Matanzas. Ninguno de ellos lo estaba. No les habían dado suficiente tiempo para entrenar juntos, para conocer los estilos de cada uno en la lucha.

Con los puños fuertemente apretados, se concentraba en mantener una respiración regular. Solo seleccionarían a tres de entre doce, por eso todavía existía la posibilidad de que hoy no tuvieran que luchar.

El rey introdujo su mano regordita en el cuenco y sacó un boleto.

“¡Lucio!” exclamó, con una sonrisa malvada que salía de sus labios.

Ceres sopló y echó una mirada a Lucio y vio que su cara se había vuelto tan roja como un tomate. Los espectadores aplaudieron, aunque su aplauso no era para nada entusiasta. ¿Pensaban que esto también era injusto?, se preguntaba ella.

El rey volvió a buscar dentro del cuenco y sacó un nombre.

“¡Georgio!” vociferó, mientras sus ojos se deslizaban hacia el final de la fila donde esperaba Georgio.

Una mujer que parecía lo suficientemente mayor para ser la madre de Georgio se puso de pie y empezó a llorar, gritando palabrotas al rey, pero cuando puso el pie en la arena de prácticas, dos soldados del Imperio la retiraron de allí.

Ceres resoplaba y mantenía su mirada fija en la ancha espalda de Thanos. Solo queda un nombre, se decía a sí misma. Las probabilidades de que Thanos sea elegido son reducidas.

Al poner la mano dentro del cuenco por tercera vez, el rey echó una mirada a Thanos y levantó el lado derecho de su labio.

Ceres vio que los hombros de Thanos se tensaban e inmediatamente supo que había algo que no acababa de ir del todo bien. ¿Había planeado todo esto el rey? ¿Lo había amañado?

Casi se le para el corazón.

“¡Y por último, peo no menos importante, Thanos!” exclamó el rey con una sonrisa vanidosa.

La multitud se quedó en silencio por un instante, pero cuando la reina empezó a aplaudir con ferviente entusiasmo, los otros le siguieron.

“El riesgo de muerte es grande, mis elegidos. Cada uno de vosotros representad a vuestro soberano y al Imperio con honor y fuerza”, continuó el rey.

El rey se sentó y un soldado del Imperio explicó las normas de las Matanzas, pero Ceres apenas pudo escuchar una palabra de lo que dijo, porque estaba muy aturdida.

“Los armeros que ayudáis en la batalla moriréis…no más de tres armas en cada guerrero a la vez…no ayudaréis a otros combatientes…el pulgar hacia arriba significa que el derrotado vive, el pulgar hacia abajo significa que el derrotado debe ser asesinado…” dijo el soldado del Imperio.

Cuando terminó, Ceres estaba inmovilizada, mirando fijamente a la nada.

Ligeramente se dio cuenta de que Thanos se había girado y la estaba mirando. La agarró por el brazo y la sacudió.

“¡Ceres!” dijo.

Desorientada, alzó la vista hacia su cara.

“Bartolomeo ha vuelto. Si lo deseas, él puede ser mi armero hoy”, dijo Thanos.

Al principio, su corazón le dio un vuelco dentro del pecho y deseaba gritar sí. ¡Sí! Pero después pensó en la conversación que había tenido con Rexo. ¿Cómo se ganaría la confianza de Thanos si se echaba atrás ahora? No lo haría.

“¿Es eso lo que quieres?” preguntó ella.

“Yo prefiero trabajar contigo, pero al ver que las normas han cambiado, no te retendré contra tu voluntad si decides no participar en esta ronda”, dijo él.

Ella no podía creerlo. Aquí estaba él ofreciéndole la libertad mientras ella estaba maquinando la mejor manera de ganarse su confianza para poder destruirlo a él y a su familia. Un sentimiento de culpabilidad empezaba a echar raíces.

Pero entonces recordó el sufrimiento de su pueblo: el joven al que habían azotado en la Plaza de la Fuente y habían arrastrado hacia un paradero desconocido, la chica que había muerto en el carro de esclavas sola y asustada, sus hermanos que nunca se iban a dormir con el estómago lleno y su padre que tuvo que dejar a su familia para hacer dinero en otro lugar.

Si no los defendía ella, ¿quién lo haría?

“Entonces seré tu armera hoy y tanto tiempo como desees tenerme”, dijo Ceres.

Thanos asintió con la cabeza y un atisbo de sonrisa apareció en sus labios.

“Venceremos juntos”, dijo él.

*

Con las manos sudadas y el estómago revuelto, Ceres miró detenidamente el túnel que había por debajo del Stade. El pasadizo estaba abarrotado de soldados del Imperio, combatientes y armeros, armas de todo tipo llenaban las paredes, esparcidas por los suelos de gravilla.

Se sentó en un banco apenas a unos metros de las puertas de hierro, esperando su turno y el de Thanos, mientras la multitud canturreaba como un dragón allá fuera.

“¡Mátalo! ¡Mátalo! ¡Mátalo!” gritaban.

Los espectadores rugían y no había pasado ni un minuto cuando las puertas de hierro se abrieron, se escuchó un repiqueteo de cadenas y entraron dos soldados del Imperio, andando a zancadas, cada uno de ellos arrastrando combatientes mutilados, muertos. Echaron un cadáver encima del otro en el suelo de tierra justo delante de donde Ceres estaba sentada y salieron disparados hacia la arena.

Ceres se asustó cuando la puerta de hierro se cerró de golpe tras ella y no pudo evitar desviar la mirada hacia los cuerpos sin vida. Solo unos minutos atrás, aquellos hombres estaban ante ella llenos de energía, seguros de que saldrían triunfadores en la competición de hoy. Ahora descansaban en un montón en el suelo, para no levantarse jamás.

Cuando alzó la vista hacia Thanos, él ya la estaba mirando, aquellos iris increíblemente oscuros poseían la solemnidad que Ceres solo había visto en los que estaban a punto de morir. ¿Estaba él tan asustado como ella? se preguntaba.

Ella observaba cómo él se ataba el grueso cinturón de piel alrededor de su taparrabos de tela, dejando al descubierto su duro abdomen. Apenas podía creer la poca protección que llevaba: una sola hombrera de piel que le cubría el brazo derecho. La mayoría de los otros guerreros se escondían tras pesadas armaduras y brillantes cascos.

A Ceres le habían dado un uniforme: una túnica azul de manga corta que le llegaba a las rodillas, una cuerda de seda alrededor de su cintura y unas botas de piel blanda que le llegaban hasta las rodillas parecidas a las de Thanos. Aunque no le gustaba especialmente, estaba contenta de no llevar su vieja ropa, que lo único que hacía era recordarle su anterior vida.

“¿Te tendió una trampa el rey?” preguntó Ceres, recordando la expresión taimada del rey al escoger los nombres de los guerreros reales del cuenco de oro.

“Sí”, dijo Thanos.

Ella apretó los dientes y el fuego del odio ardió dentro de ella.

“Esto no está bien”, dijo ella.

“No, no lo está”, dijo Thanos, sentándose a su lado para atarse las tiras de sus botas. “Pero si una cosa he aprendido es que no puedes negarte al rey”.

“¿Te has negado antes?” preguntó ella.

Él asintió.

“¿A hacer qué?”

“A casarme con la princesa que él me había elegido”.

Lo miró fijamente por un instante, atónita. Le sorprendía el coraje que había necesitado. Quizás la chica era horrible, aunque Ceres no había visto ninguna princesa horrible en toda su vida, todas ellas vestidas con ropa buena, bañadas en perfumes de dulces olores y adornadas con joyas exquisitas.

Ella apartó la vista, preguntándose quién era realmente aquel joven. ¿Un rebelde? Ceres no había pensado nunca que pudiera haber un inconformista dentro de las paredes de palacio.

Sentía un nuevo respeto total por Thanos. Quizás no era el chico que ella pensaba que era. Lo que hacía que se sintiera aún peor por traicionarlo.

“¿Y qué sucede con Lucio y Georgio?” preguntó ella.

“El rey los menosprecia por otras razones”.

“Pero cómo puede  el rey aleatoriamente…”

Él la interrumpió, con la voz impaciente.

“Solo porque sea de la realeza no significa que tenga voz y voto en mi vida”.

Ceres no había pensado en ello. Siempre había creído que la realeza era libre de hacer lo que le apeteciera y que gobernaban como un gran enemigo.

“Toda la fastuosidad y la arrogancia, las normas, el decoro, los gastos frívolos… me llevan al borde de la locura”, dijo él, casi refunfuñando.

A Ceres la dejó de piedra que dijera esas cosas de la realeza y no sabía qué decirle exactamente. A cambio, miró hacia las puertas de hierro y, al hacerlo, vio que un combatiente apuñalaba al armero de Giorgio en el abdomen.

Se tapó la boca con la mano y soltó un grito ahogado.

Inocentemente, había pensado que ella estaba a salvo de los otros combatientes, ya que no era ella quien luchaba. Una sensación de terror se le agarró a los hombros y notó cómo las manos le temblaban incluso más que antes.

 

Un soldado del Imperio se acercó, le dijo a Thanos que era el próximo en luchar y que lucharía junto a Lucio contra otros dos combatientes.

Con la garganta seca, Ceres dijo; “Tenemos que mantenernos juntos si tenemos que salir de aquí con vida”.

Thanos asintió, entendiéndose entre ellos en silencio.

Se pusieron de pie y anduvieron hacia las puertas de hierro, cada uno de ellos en sus propios pensamientos durante un rato.

“No mataré a no ser que tenga que hacerlo”, dijo Thanos de repente.

Ceres asintió, preguntándose si esta era una forma más de desafiar al rey.

“Necesito saber que puedo confiar completamente en ti” dijo sin apartar la vista de la arena.

“Puedes confiar en mí completamente”, dijo Ceres, preguntándose si había escuchado la pequeña duda en su voz.

Él cerró los ojos y asintió.

“Tú también puedes confiar en mí completamente, Ceres”, dijo él.

Ella no sabía por qué, pero sus palabras se le calaron en los huesos y ella sintió que eran ciertas. A su pesar, sentía un fuerte vínculo con él.

Lucio y su armero se colocaron detrás de Thanos y Ceres y Ceres se fijó en la armadura brillante y completa de Lucio y en su casco con visera. Ninguna armadura salvaba la vida descuidada de un guerrero, pensó.

Las puertas de hierro se abrieron de golpe y Georgio entró con vida, su cuerpo empapado en sudor, la sangre goteando de las heridas de brazos y abdomen. Un soldado del Imperio arrastraba a su armero detrás de él y lo arrojó encima de los otros cadáveres que estaban en el suelo.

Todo el cuerpo de Ceres empezó a temblar.

“Quédate cerca de mí”, dijo Thanos, mirando fijamente hacia delante como si estuviera en trance, con la mandíbula tensa.

Justo cuando el soldado del Imperio les hizo una señal con la cabeza para que salieran, Lucio empujó a Ceres y entró primero en la arena, con los brazos en alto en señal de victoria. Las masas enloquecieron y él se paseó por allí durante unos instantes, deleitándose por su aprobación.

En cualquier momento que no fuera este, su comportamiento hubiera molestado a Ceres sin fin pero estando allí, inhalando lo que posiblemente sería su último aliento, no prestó atención a aquel estúpido en busca de aprobación.

Thanos y Ceres entraron a continuación en la arena y Ceres entrecerró los ojos, pues el sol la cegaba. Una vez sus ojos se ajustaron a la luz, echó un vistazo al público y vio que apenas la mitad de los asientos estaban llenos.

Miró hacia el estrado y vio al rey sentado en su trono, sonriendo con aire sombrío. Cómo lo despreciaba. Si lo que dijo Thanos era verdad, era incluso más malvado de lo que había imaginado.

“Recuerda, quédate cerca”, dijo Thanos tocándole el codo.

Ella asintió con la cabeza y divisó a dos combatientes al otro lado de la arena, que llevaban pesadas armaduras, con una espada cada uno.

Cuando las trompetas resonaron, a la vez, una bestia apareció de una de las trampillas del suelo. Se dirigió hacia Ceres y Thanos, su pelo negro moteado brillaba al sol, su rugido resonaba contra las paredes del estadio. La criatura, parecida a un perro, no era desconocida para Ceres –cuerpo grande, patas esbeltas- y se movía a un paso más lento comparado con un omnigato, aunque no dudaba que fuera igual de fuerte.

“¡Un lóbico!” exclamó alguien entre la multitud y, entonces, una ola de clamores se movió entre los espectadores.

La adrenalina corría por su interior y, por un instante, no supo hacia dónde ir. Pero cuando vio las armas en fila contra la pared, se dirigió hacia ellas y esperó las órdenes de Thanos.

Primero, Thanos pidió el tridente y ella se lo lanzó. Buena elección, pensó mientras observaba cómo lo cogía al aire. Quería saltar y ayudarlo, pero recordó la norma que prohibía intervenir a un armero.

Thanos gritó al lóbico mientras pinchaba a la bestia con el tridente, sus pies se movían con rapidez, sus reflejos eran rápidos como el rayo.

Por el rabillo del ojo, Ceres vio que los combatientes se dirigían hacia Thanos. Si era listo, el combatiente esperaría para atacar hasta que Thanos hubiera matado a la bestia o la bestia lo atacara a él, también.

De repente, el lóbico se dirigió hacia Thanos y Thanos se lo clavó en el hombro. Los espectadores gritaron en aprobación ante el primer ataque de la lucha.

Sin embargo, el lóbico no parecía herido en lo más mínimo, solo gruñía más fuerte de lo que Thanos lo había hecho, se lamía los dientes y miraba con furia a Thanos con sus ojos rojos.

“¡Espada larga!” exclamó Thanos.

Justo cuando se la lanzó, tiró el tridente al suelo y cogió la espada larga al aire. Pero entonces, repentinamente, Ceres percibió que él necesitaba protección contra el fuego –rápidamente- lo llamó y le tiró un escudo. Justo cuando cogió el escudo, el lóbico inhaló y a continuación, escupió fuego por la boca. El público lanzó un grito ahogado y Thanos se agachó detrás del escudo, mientras las llamas golpeaban contra la superficie de metal.

Una vez el lóbico se quedó sin respiración, Thanos tiró el escudo, recogió el tridente y se lo lanzó a la cabeza de la bestia, perforándole un ojo.

El animal sacudió la cabeza con violencia y Ceres vio que el tridente salía volando a medio camino de la arena, entre rugidos y gruñidos.

Sin dudarlo, Thanos corrió hacia el lóbico, saltó en el aire y levantó su espada. Al bajar, apuñaló a la bestia en la cabeza y esta cayó sin vida sobre la arena roja.

Pero aunque el público vitoreaba, no hubo descanso. El combatiente que había quedado a la espera atacó con su lanza y espada apuntando directo a Thanos.

Ceres vio que Thanos tiraba y tiraba, intentando mover la espada del cráneo del lóbico. Pero no se movía. Y ya tenía tres armas en la arena; el tridente al otro lado de la arena, su escudo demasiado lejos de su alcance y la espada clavada en el cráneo del lóbico. Ceres sabía que lanzarle otra iba contra las normas.

Aguantó la respiración. El combatiente estaba cerca. Demasiado cerca. Dio un paso hacia delante.

Todavía tirando de la espada, Thanos miró a Ceres, sus ojos estaban totalmente abiertos por el miedo, su rostro retorcido por la desesperación.

Iba a morir.

Y no había nada que Ceres pudiera hacer para evitarlo.