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Esclava, Guerrera, Reina

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CAPÍTULO TRECE

Ceres sintió un fuerte miedo cuando se dio cuenta de que alguien la estaba siguiendo. Aceleró el paso por el camino de piedras blancas, iluminado por el sol de la mañana, serpenteando en medio de pastos verdes e interminables hileras de flores, su mente todavía daba vueltas a su encuentro con Thanos la noche anterior. Se detuvo y miró por encima de su hombro, escuchando si oía los pasos que sabía que acababa de escuchar.

Pero no había nadie a la vista.

Ceres se quedó paralizada y escuchó. No tenía tiempo para juegos irritantes. Debía llegar al campo de entrenamiento de palacio con las armas en la carretilla antes de que empezara la práctica, o Thanos estaría desarmado.

¿Quién podría ser?

Muy acalorada, alzó la vista al cielo mientras una gota de sudor caía por su frente. El sol ya era un disco caliente y brillante y, al igual que los jardines, ella se estaba marchitando. Le empezaban a quemar los músculos de sus brazos y hombros, pero no podía permitirse el lujo de descansar. Ya llegaba tarde.

Sin dejar de empujar el pesado carrito, aceleró el paso y, cuando se escucharon los pasos de nuevo, ella se giró y, al no ver a nadie, su enfado fue en aumento.

Finalmente, cuando se acercaba a la glorieta, los pasos se volvieron más fuertes y, al mirar de nuevo por encima del hombro, esta vez divisó a Estefanía, que llevaba un vestido de seda rojo y una corona dorada en su dorado cabello.

Por supuesto. La princesa entrometida.

“Hola, chica de las armas”, dijo Estefanía, con el ceño ligeramente fruncido.

Ceres inclinó su cabeza y se dio la vuelta, ansiosa por escapar. Pero antes de que Ceres pudiera escapar, Estefanía se puso delante de ella y bloqueó el estrecho camino.

“¿Cómo una chica puede convertirse en algo tan bajo como una armera?” preguntó Estefanía, dándose golpecitos en la cadera con la mano.

“Thanos me contrató”, respondió Ceres. “Y ahora si eres tan amable…”

“¡Te dirigirás a mí como su alteza!” dijo bruscamente Estefanía.

Ceres se sobresaltó y quería recriminar a la chica consentida pero, en cambio, bajó la cabeza al recordar que no estaba allí para proteger su honor, solo para luchar por la revolución.

“Sí, su alteza”, dijo.

“Es importante que sepas cuál es tu sitio, ¿no crees?” dijo Estefanía.

Ella caminaba lentamente en círculo alrededor de Ceres, con ojos inquisitivos, con las manos entrelazadas detrás de su espalda, mientras se escuchaba el taconeo de sus sofisticados zapatos sobre los ladrillos al caminar.

“Te he estado vigilando desde el día en que llegaste. Siempre te estaré vigilando. ¿Oyes?” dijo Estefanía.

Ceres apretó los labios con fuerza para no caer en la tentación de decir algo irrespetuoso a cambio, aunque cada vez se le hacía más difícil quedarse callada.

“He visto cómo miras al Príncipe Thanos, pero serías una estúpida si pensaras que él te pueda considerar otra cosa que no sea…”

“Le puedo asegurar…”, empezó a decir Ceres.

Estefanía se acercó tanto a la cara de Ceres que sus narices estaban tan solo a un par de centímetros de distancia y entonces ella susurró entre sus dientes apretados, “¡No interrumpas a tu superior cuando está hablando!”

Ceres apretó los dedos contra los mangos del carro, los antebrazos le ardían.

“Puede que el Príncipe Thanos te haya contratado, pero como su futura esposa, es mi responsabilidad asegurarme de que sus asociaciones son fiables”, dijo Estefanía.

Entonces Ceres no pudo aguantar más.

“Thanos me dijo que no iba a casarse con usted”, dijo ella.

Estefanía se crispó.

“Thanos es un hombre listo, pero no tiene carácter de buen juez. Probablemente no conocía las faltas que pueda haber en tu pasado antes de que te contratara”.

¿Sabía Estefanía que había matado al mercader y a sus guardas? se preguntaba Ceres, pensando ahora que podría perder su puesto en palacio y ser castigada por ello si salía a la luz.

“No hay faltas en mi pasado”, dijo Ceres seriamente.

Estefanía rió.

“Oh, venga ya. Todo el mundo ha hecho algo en el pasado de lo que se avergüenza”, dijo ella.

Estefanía cogió una espada del carro y le dio un golpecito en la pierna a Ceres con ella. Oh, cómo deseaba Ceres darle una lección de habilidad con la espada a la despreciable princesa, para dejar claro lo torpes que eran sus limpias, delicadas y pequeñas manos de monarca. Pero se mantuvo inamovible.

“Y créeme”, dijo Estefanía mientras levantaba la espada hasta el rostro de Ceres, a un pelo de distancia. “Si existe algún rayo de falta en tu pasado, lo descubriré y entonces haré que te expulsen de palacio, sin pensarlo”.

Estefanía arrojó la espada al suelo a los pies de Ceres, la hoja hizo ruido al caer.

“Thanos es mío, ¿oyes?” dijo Estefanía. “Es mi prometido por el rey y la reina y si te entrometes en nuestro matrimonio, te cortaré el cuello personalmente mientras estés durmiendo en mi futura casa de verano”.

Estefanía apartó con el hombro a Ceres al marcharse y se dirigió hacia los campos de entenamiento de palacio.

*

En el segundo en que Ceres llegó a la arena de prácticas, notó que algo no iba bien. No era que Estefanía estuviera fulminándola con la mirada desde debajo de los sauces, aunque su conversación todavía daba vueltas por la mente de Ceres, enfureciéndola sin límite. No era que parecía que aquel iba a ser el día más caluroso del año o que Thanos no estuviera allí aún, practicando.

Mientras dirigía la carreta hasta la mesa de armas, seguía con la mirada a Lucio, que estaba en medio de la arena de prácticas. Tenía una botella de vino cogida en una mano, una espada en la otra y su armero estaba arrodillado ante él con cara de preocupación, mientras mantenía en equilibrio una manzana encima de su cabeza. Ceres vio que el armero tenía varios cortes en la cara y uno en el cuello.

“Quédate…muy…quieto”, dijo Lucio, cerrando los ojos mientras apuntaba con la punta de su espada a la cabeza del armero.

Los otros guerreros reales y sus armeros estaban allí mirando, poniendo la mirada en blanco, con los brazos cruzados delante de su pecho.

Al acercarse más, Ceres vio que Lucio tenía moratones en la cara y en los brazos y un ojo hinchado y rojo. No recordaba que hubiera resultado herido ayer en las Matanzas. ¿Había sucedido algo después del evento?

Se dirigió a la mesa y empezó a colocar las armas en preparación para cuando Thanos llegara. Espadas, puñales, un tridente, un azotador.

Por el rabillo del ojo, vio que Lucio se tamabaleaba, provocando la risa a los otros guerreros reales y a algunos armeros.

Lucio tocó la nariz del armero con la punta de su espada y el armero hizo un gesto de dolor con los ojos cerrados mientras una gota de sangre caía hasta su boca.

“No muevas ni un músculo o podrías perder tu cabeza”, dijo Lucio. “Y no podrás culpar a nadie que no sea a ti mismo”.

Aquello era de locos, pensó Ceres. ¿Nadie podía hacer nada? Echó un vistazo a los demás, pero nadie decía una palabra o parecía tener ninguna intención de ayudar a la víctima de Lucio.

A continuación, Lucio levantó la espada pero, antes de blandirla, el armero gimoteó y la manzana cayó de su cabeza al suelo, rebotando por el impacto, rodando a pocos metros.

“¡Te dije que te quedaras quieto!” dijo bruscamente Lucio.

“Lo…lo siento”, dijo el armero, echándose hacia atrás acobardado, con miedo en la mirada.

“¡Fuera de mi vista, pedazo de estiércol inútil!” exclamó Lucio.

El joven se levantó sobre sus rodillas y se fue corriendo hacia la mesa de armas de Lucio. Justo entonces, llegó Thanos.

“Buenos días”, le dijo a Ceres, sin haber presenciado lo que acababa de suceder. “Confío en que durmieras bien”.

“Sí, gracias”, dijo Ceres, sintiéndose ahora de repente mucho más aliviada por su presencia.

Continuó colocando las armas en la mesa pero, cuando se quedó quieta, lo miró. Para su sorpresa, vio que estaba examinando su cara con ojos que parecían querer poseerla y entonces levantó una ceja al mirarlo y sus labios se movieron un poco hacia arriba dibujando una ligera sonrisa.

Sintió que sus mejillas estaban calientes.

Sin intercambiar ni una palabra, él la empezó a ayudar a organizar las armas.

Es extraño que me ayude, pensó Ceres. Es un príncipe. ¿Quizás quería mostrarle su agradecimiento a cambio de cómo le había ayudado ella en las Matanzas? Ceres sabía que no tenía que hacerlo, aunque sí que sabía una cosa. Cuando se mostraba tan amable, cada vez resultaba más difícil reconciliar al hombre cariñoso que tenía ante ella con el hombre arrogante que ella siempre había pensado que era.

Ceres echó un vistazo a Estefanía y los ojos de la princesa escupían odio hacia ella.

Seguramente, Estefanía no podía estar celosa de ella. Thanos no iba a interesarse por una plebeya, ¿verdad?

Ceres negó con la cabeza y rió un poco, sacándose el ridículo pensamiento de la cabeza.

“¿Qué sucede?” preguntó Thanos sonriendo.

“Nada”, dijo Ceres. “¿Qué es lo que le sucedió a Lucio?”

“¿Lo dices por los moratones?”

“Sí”.

“El rey hizo que le dieran una paliza por lo débil que se mostró ayer”, dijo Thanos.

Aunque ella también pensara que Lucio era un imbécil débil, no podía evitar sentir pena por él. Ella había sido magullada y golpeada incontables veces y era algo que no le deseaba a nadie.

De repente, Lucio gritó a su armero y, justo cuando ella miró, vio que Lucio daba un puñetazo al joven en la barriga.

“¿Cómo es que nadie hace nada?” preguntó Ceres.

Inmediatamente, Thanos se dirigió dando largos pasos hacia Lucio, deteniéndose a unos pocos metros.

“¿Qué estás intentando demostrar?” preguntó Thanos.

Lucio se mofó.

 

“Nada”.

Thanos dio un paso amenazador hacia Lucio.

“¿Por qué tendría que demostrar algo a alguien? En serio, mírate, cualquier cosa es mejor que tener una andrajosa chica delgada por armera”, dijo Lucio con una risa despectiva.

“Te sugiero que trates a tu armero con respeto y, si no lo haces, estoy seguro de que el rey no tendrá ningún problema en dejar que te arregles tú solo en la arena”, dijo Thanos.

“¿Es una amenaza?” preguntó Lucio echando humo po los ojos.

Justo entonces llegó un mensajero y le entregó un pergamino a Thanos. Thanos lo leyó, miró hacia Ceres y, antes de dirigirse hacia palacio, la saludó con la cabeza.

¿Había sido citado? se preguntaba Ceres, no muy contenta de que la hubieran dejado sin instrucciones.

Un soldado del Imperio se acercó al centro de la arena y enumeró en qué orden pelearían los miembros de la realeza, Lucio contra Argo en primer lugar.

“¡Por fin!” dijo Lucio.

Arrojó la botella al suelo, haciéndola añicos, y su armero le ofreció una espada. Él se la arrancó de las manos y con un entusiasmo forzado, pensó Ceres, fue dando largos pasos hacia la arena de prácticas, donde Argo estaba esperando.

El soldado del Imperio señaló el inicio del combate y los miembros de la realeza empezaron a pelear. El primer ataque de Lucio terminó con su espada golpeando el suelo, algunos espectadores riendo disimuladamente, otros poniendo los ojos en blanco. Ceres veía que Lucio usaba sus energías de forma imprudente, sus golpes y estocadas eran negligentes, con demasiado esfuerzo.

Los contendientes volvieron a sus sitios, espada contra espada, pero tan solo unos segundos después de empezar y de unos pocos golpes, Argo le había quitado la espada de la mano a Lucio de un golpe y apuntaba con la suya al pecho de Lucio.

Tan pronto como el soldado del Imperio nombró a Argo ganador, Argo bajó su espada y marchó corriendo de la arena de prácticas.

“Venga, primo. ¡Dame otra oportunidad!” exclamó Lucio tras él. “¡Ni siquiera lo he intentado!”

Cuando Lucio vio que Argo no consideraba la idea, se dirigió a su propio armero.

“Xavier, pelea conmigo”, dijo Lucio.

“S…señor” dijo Xavier con un nervioso tartamudeo. “Lo haría, mi señor, pero no tengo ninguna habilidad”.

Furioso, Lucio fue disparado hacia su mesa de armas, cogió un puñal y se lo clavó a Xavier en el abdomen.

Ceres se tapó la boca con la mano y dio un grito ahogado como los demás mientras el armero chillaba y caía al suelo, rodeando su cintura con los brazos.

“¡Llevaos a esta piltrafa de mi vista!” exclamó Lucio.

En unos segundos, los soldados del Imperio montaron al armero entre quejas a una camilla y se lo llevaron.

“Lo que no comprendo”, dijo Lucio, dirigiéndose hacia la mesa de Georgio, “es cómo siempre me quedo estancado con la incompetencia. Georgio, amigo, préstame a tu chico”.

Georgio se puso entre su armero y Lucio.

“Lucio, sabes que te tengo en alta estima. Pero esto es una locura. Vete a casa”, dijo Georgio con una risita, poniendo la mano en el hombro de Lucio.

“¡Sácame tus manos de niño bonito de encima!” exclamó Lucio, apartando de un golpe el brazo de Georgio.

Soltando groserías, Lucio se dirigió hacia otro armero para pedirle que peleara con él, pero su amo también lo rechazó.

“¿Nadie luchará conmigo?” exclamó Lucio, girando lentamente en círculo mientras sus ojos examinaban a los espectadores. “¿No sois más que patéticas boñigas de gallina?”

Con rencor en sus fríos ojos, continuó escudriñando a los espectadores, pero la mayoría apartaban la mirada.

Entonces vio a Ceres.

Se le formó un nudo en el estómago mientras él iba pisando fuerte hacia ella, señalándola.

“¡Tú!” exclamó. “¡Tú lucharás conmigo!”

Ceres sentía que ganaría un combate contra él, sin embargo era reacia a aceptar porque temía que podía herirlo o hacerlo quedar como el guerrero incompetente que era delante de sus compañeros. Y si lo hacía quedar como un incompetente, temía que Lucio se aseguraría de que perdiera su puesto en palacio.

“No pretendo ser irrespetuosa, pero no puedo luchar con usted”, dijo ella.

“¡Lo harás!” dijo Lucio. “De hecho, te ordeno que pelees conmigo”.

Ella echó un vistazo a los demás, algunos negaban con la cabeza, otros apartaban la vista, Estefanía sonreía con malicia. ¿Podía rechazarlo? ¿Y qué pasaría si lo hacía? ¿La despediría Lucio? La razón le decía que probablemente lo haría.

“Entonces debo aceptar la orden”, dijo ella, pensando que sería mejor aceptar que rechazarlo.

A Lucio se le iluminó la cara.

“Pero primero, ¿puedo ir a buscar mi espada a la cabaña del herrero?” preguntó Ceres, pensando en la espada de su padre.

“Date prisa, pequeña rata”, dijo Lucio.

Su comentario la exasperaba, pero no iba a dejar que las palabras ofensivas de un borracho la afectaran.

Emocionada como un día de primavera por poder usar por fin su espada en un combate real de uno a uno, Ceres corrió hacia la cabaña del herrero y encontró su espada en el altillo donde la había dejado. Fue corriendo de nuevo a la arena de prácticas y ocupó su lugar más allá de Lucio, que estaba preparado con su propia espada.

Lucio echó una mirada a la espada de Ceres y se quedó boquiabierto.

“¿De dónde ha sacado una rata como tú una arma así?” preguntó con ojos avariciosos.

“Me la dio mi padre”.

“Qué estúpido ha sido entonces”, dijo Lucio.

“¿Y eso por qué?” preguntó Ceres.

“Hoy te ganaré y, cuando lo haga, tu arma será mía”.

Lucio se abalanzó sobre Ceres, sus espadas chocaron. Aunque a Lucio le faltaba bastante musculatura, era incluso desgarbado, era fuerte. Después de parar unos cuantos golpes, ella empezó a tener dudas de si podría ganarle o no.

Él atacó de nuevo pero ella resisitió y, espada contra espada, se encerraron en un círculo mientras se miraban fijamente a los ojos. Ella podía ver su odio hacia ella en aquellos iris color avellana y se preguntaba qué había hecho para merecer esto.

La empujó con fuerza, así que tuvo que moverse varios pasos para no caerse y entonces él la atacó desde arriba, mientras ella paraba los golpes desde abajo.

Un débil ruido de emoción corrió entre el público.

Mientras se lanzaba sobre ella, ella atacaba, pero él se apartaba y se tambaleaba un poco, con la frente empañada por el sudor y los hombros en tensión.

Pero entonces los ojos de Lucio oscurecieron y blandió la espada hacia ella, precipitadamente. Ella saltó por encima de su espada y, justo cuando tocó el suelo, le dio una patada a él en el abdomen haciéndolo caer de espaldas.

No se movió durante un instante y Ceres se preguntaba si estaba inconsciente. Pero un repentino chillido salió de sus labios y se incorporó. Apoyándose en su espada, logró ponerse de pie mientras murmuraba algo en voz baja.

“Eres mejor de lo que pensaba, lo reconozco”, dijo Lucio. “Pero te lo he puesto fácil. Ahora ya no juego a ningún juego y tú, pequeña rata, debes morir”.

El sudor le escocía en los ojos a Ceres y levantó la espada mientras exhalaba varias veces con contundencia. Podía sentir la mirada de furia de Estefanía en su nuca y esto hacía que deseara ganar todavía más.

Yendo hacia ella, Lucio atacaba con todas sus fuerzas. Hizo ver que se encontraría con él de cara, pero en el último momento cambió de dirección y le pegó una patada entre las piernas y él se tambaleó y cayó sobre su estómago.

Su espada se deslizó por el suelo, deteniéndose a pocos metros y entonces se hizo un profundo silencio.

Lucio dio la vuelta para ponerse sobre su espalda. Ceres estaba encima suyo, sujetando la punta de su espalda contra la garganta de él, esperando a que el soldado del Imperio proclamara al ganador.

Pero el soldado permanecía en silencio.

Alzó la vista y el soldado todavía no decía nada, tenía una expresión imperturbable en la cara.

Con una mirada amenazadora, Lucio consiguió ponerse de pie y escupió en el suelo al lado de los pies de Ceres.

“Me niego a reconocer la victoria de una chica”, dijo.

Ceres dio un paso adelante.

“Gané de manera clara y honesta”, dijo ella.

Lucio levantó la mano y le dio una bofetada en la mejilla, el desmoralizador ataque provocó que a varios espectadores se les escapara un grito ahogado. Sin pensárselo dos veces, llevada solo por la rabia y el impulso, Ceres le devolvió la bofetada.

Justo cuando su mano impactó contra su cara, supo que era un error enorme; pero no había nada que pudiera hacer para retractarse. Todos lo habían visto y, aunque no estaba muy segura de cuál era el castigo por pegar a un miembro de la realeza, sabía que sería duro.

Sujetándose la mejilla, Lucio a miró con los ojos completamente abiertos por la sorpresa durante unos instantes y parecía que el tiempo se había congelado.

“¡Arrestadla!” exclamó él señalándola.

Ceres se tambaleó unos cuantos pasos hacia atrás, el tiempo pasaba como en una pesadilla. Pero su mente parecía no querer funcionar y, antes de que pudiera incluso pensar qué hacer o qué decir, dos soldados del Imperio la agarraron por los brazos.

Un instante después, la estaban arrastrando lejos de allí y lejos de la vida que casi había conseguido.

CAPÍTULO CATORCE

“¡Rexo!”

Rexo se dio la vuelta y vio a Nesos que venía corriendo frenético hacia él y su corazón se llenó de terror. Habían enviado a Nesos a una misión importante y Rexo sabía que no era bueno que estuviera aquí.

Nesos derrapó hasta detenerse justo delante de Rexo, el polvo se arremolinó en el aire y descansó las manos sobre las rodillas mientras hablaba jadeando.

“Acabo de llegar…del norte de Delos y…los soldados del Imperio están por todas partes…diciendo que se han aprobado nuevas leyes, se están llevando a los hombres primogénitos, asesinando…a todo aquel que se niega”, dijo Nesos, todavía sin aliento, con el sudor cayéndole por la cara.

A Rexo se le cortó la sangre. Se puso esnseguida de pie y salió corriendo a toda prisa hacia la principal entrada al castillo. Debía avisar a los demás.

“A continuación atacarán el este de Delos, después el oeste…y finalmente el sur”, dijo Nesos, siguiéndole.

Rexo tuvo una idea.

“Llévate a algunos hombres contigo y envía todas las palomas que tengamos para advertir a nuestros adeptos”, dijo.

Pídeles que se reúnan en la Plaza del Norte lo más pronto posible y con tantas armas como puedan llevar. Liberaremos a aquellos primogénitos para que puedan unirse a la rebelión. Yo reuniré aquí a los adeptos y saldremos de inmediato”.

“Ahora mismo”, dijo Nesos.

Aquí empieza, pensó Rexo mientras corría hacia los demás. Hoy defenderían su causa y matarían en nombre de la libertad.

En unos instantes Rexo tenía unos cien hombres y cincuenta mujeres reunidos delante de la abundante cascada, preparados sobre los caballos, armas en mano. Mientras él explicaba el plan a los revolucionarios, veía el miedo en sus ojos. Él sabía que un guerrero atemorizado no ganaría ninguna batalla. Y por eso se puso delante de ellos para hablar.

“Veo en cada uno de vuestros ojos el terror a la muerte”, dijo Rexo.

“¿Tú no le temes a la muerte?” exclamó un hombre entre la multitud.

“Sí, por supuesto. Yo no deseo morir. Pero más que temerle a la muerte, mi miedo más profundo es vivir el resto de mi vida de rodillas”, dijo Rexo. “Más que temerle a la muerte, temo no conocer nunca la libertad. Y estos hombres primogénitos pueden ayudarnos a lograrlo”.

“¡Pero nosotros tenemos hijos!” exclamó una mujer. “¡Los castigarán a ellos por nuestra rebelión!”

“Yo no tengo hijos, pero conozco el miedo de perder a alguien querido. Si ganamos, nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos no conocerán nunca la opresión del modo que nosotros la conocemos. ¿Y no preferís que vuestros hijos sigan vuestro ejemplo de coraje antes que vuestro ejemplo de miedo?” dijo él.

Los milicianos se quedaron en un silencio fantasmal y no se oía más que el rugido de la cascada y el relinchar esporádico de un caballo.

“No seáis tan estúpidos de pensar que el Imperio os dará la libertad”, dijo Rexo.

“Yo y muchos de los que estamos aquí estamos contigo, amigo”, gritó un hombre. “¿Pero realmente crees que tenemos una posibilidad real de ganar esta guerra?”

“La guerra no se ganará hoy”, continuó Rexo. “Ni incluso mañana. Pero, al final, ganaremos. Un pueblo que pide la libertad la acaba reclamando”.

Las cabezas asintieron y algunos levantaron las armas en el aire.

“Somos pocos. Ellos son muchos”, dijo otro hombre.

“Nosotros, los oprimidos, pasamos en número a los opresores de cien a uno y, tan pronto como tengamos suficientes adeptos, ¡triunfaremos!” dijo Rexo.

 

“Nunca nos permitirán que les usurpemos el trono”, dijo una mujer.

“¿Permitirnos?” dijo Rexo. “No necesitáis el permiso de ningún rey, reina o miembro de la realeza para libraros de las ataduras de la opresión. Hoy, y cada día a partir de ahora, ¡daos el permiso de luchar para recuperar vuestra libertad!”

Uno a uno, los rebeldes levantaron las armas en el aire, pronto el ruido de sus gritos era más poderoso que la cascada.

Rexo sabía que había llegado el momento.

*

Mientras cabalgaba hacia Delos, seguido por sus hombres, con el ruido de los caballos galopando en sus oídos, sus pensamientos se desviaron hacia Ceres. Parecía muy delgada y vulnerable la última vez que la vio y su corazón explotaba por el nerviosismo. Como todas las veces anteriores, había sido un estúpido, solo la había besado brevemente cuando lo que quería era tomarla entre sus brazos para que se quedara allí para siempre.

Desde arriba de su caballo, veía el palacio en la distancia y le obsesionaba pensar en ella sola en medio de un mar de corrupción, en medio de los mismos lobos contra los que luchaba, poniendo su vida en peligro con cada movimiento. Deseaba correr como el viento y salvar a Ceres de un lugar así.

Desde que podía recordar, había querido casarse con Ceres; de hecho, una gran parte de su motivación para unirse a la rebelión era que sus futuros hijos pudieran vivir en libertad. Sin embargo, cada vez que la veía, se le hacían mil nudos en la lengua y nunca había conseguido decirle a ella aquellas palabras. Era un estúpido.

Cabalgando hacia un destino incierto, de repente se dio cuenta de que no era cierto lo que les había dicho a los rebeldes hacía unos minutos. Su miedo más profundo no era vivir el resto de su vida de rodillas. Su miedo más profundo era que Ceres tuviera que hacerlo y que nunca tuvieran la oportunidad de estar juntos.

*

Rexo llegó a la Plaza del Norte con sus tropas, la pesada niebla era una cortina a su alrededor, la ciudad de Delos respiraba como un pueblo fantasma. El viaje había sido más espantoso de lo que él podría haber imaginado jamás –cuerpos de cara al suelo, retorcidos de una forma no natural, madres sujetando a sus hijos muertos, llorando, casas saqueadas y desvalijadas, sangre derramada por las calles adoquinadas.

Y él sabía que esto era solo el principio.

El centinela que había mandado les informó de que había cerca de mil soldados del Imperio en la plaza –aunque era difícil ver con claridad con aquel tiempo. En este momento, los soldados se estaban preparando para comer, por lo que sería el momento perfecto para atacar.

Rexo echó una mirada atrás a las nobles claras y a los queridos amigos. Ni uno solo tenía la armadura adecuada como tenían los soldados del Imperio, aunque la mayoría habían entrenado lo suficiente para la batalla. No había manera en que este pequeño ejército de apenas doscientos pudiera vencer a mil soldados del Imperio. ¿Había llevado a estos hombres y mujeres valientes a una misión suicida? se preguntaba.

Él sabía que si las palomas habían llegado a sus destinos, unos cuantos hombres y mujeres más estarían de camino, añadiendo quizás cien más a la milicia, pero esto todavía no era ni de cerca suficiente para derrotar a mil.

“Pero cientos y cientos de hombres –primogénitos- están encerrados en carros en el centro de la plaza”, dijo el centinela a Rexo.

“¿Cientos, dices?” preguntó Rexo, mientras su corazón se llenaba de esperanza.

El centinela asintió.

Rexo nombró a treinta hombres, incluido él, cuyo principal objetivo sería romper los cerrojos de lo carros e invitar a los primogénitos a luchar con ellos, para incrementar las cifras de la rebelión. Los otros hombres y mujeres ahuyentarían a los soldados del Imperio, distrayéndolos para que no se dieran cuenta de que les estaban robando sus nuevos reclutas.

Cuando Rexo había consolidado el plan, más de un centenar adicional de revolucionarios habían llegado, dispuestos a luchar con ellos.

Rexo ordenó a Nesos, al centinela, y a la mitad de la milicia que atacaran desde el norte y entonces esperó con paciencia nerviosa hasta que el centinela regresó y dijo que los rebeldes habían llegado seguros al otro lado de la Plaza del Norte.

Aquel era un momento importante, pensó. Durante siglos, la opresión había sido una maldición para la tierra, una cadena alrededor de cientos de miles de personas.

Temblando, pero con decisión, Rexo levantó su espada.

“¡Por la libertad!” exclamó mientras dirigía a los revolucionarios hacia la batalla.

Mientras cabalgaban hacia la plaza, las pezuñas de los caballos golpeando las piedras que tenían debajo, todos los rebeldes contenían la respiración por el miedo, pero también con esperanza, percibía Rexo.

Debo ser fuerte por ellos, pensó, a pesar de la flaqueza que contamina mi corazón.

Y por eso deseaba que su caballo avanzara aunque temía que la muerte se lo llevara si no se detenía.

Rexo fue con su caballo lo más lejos que pudo hasta el campo de batalla, hacia los carros llenos de primogénitos, hasta que la congestión de combatientes le impedía avanzar más. Soltó un gran grito de batalla y se lanzó a la lucha.

Rexo levantó la espada y apuñaló a un soldado en el corazón, le cortó el cuello a otro y atravesó el abdomen con una espada a un tercero, a su alrededor se escuchaban los gritos de los hombres heridos.

Un soldado del Imperio empujó a Rexo haciéndolo caer de su caballo y se acercó a él con su espada, pero Rexo se agachó y le dio una patada al soldado en la rodilla, con un repugnante chasquido del hueso.

El siguiente soldado del Imperio –un monstruo de hombre- tiró la espada de la mano de Rexo con un golpe. Desarmado, Rexo se abalanzó sobre el soldado y le clavó los pulgares en los ojos al hombre.

El gigante chilló y pegó un puñetazo a Rexo en el estómago que lo hizo caer al suelo. Se acercó otro soldado a Rexo, y otro más.

Pronto estuvo rodeado, tres contra uno.

Vio que su espada estaba a tan solo unos metros y se escapó sobre sus manos y rodillas a por ella, pero un soldado se interpuso en su camino. Rexo sacó el puñal de su bota y la lanzó al cuello del soldado antes de agarrar su espada y ponerse de pie de un salto.

El gigante, ahora con una lanza en las manos, saltó hacia Rexo. Rexo dio un salto hacia atrás, tiró la lanza al suelo, la pisó y la rompió. Con todas sus fuerzas, le dio una patada al bruto en el abdomen. No pasó nada. A cambio, Rexo apuñaló a su oponente en el pie, pero él lo castigó con un puñetazo en el lateral de su cabeza y él impactó contra el suelo, tenía zumbidos en el oído.

Se puso de pie tambaleándose, todo le daba vueltas y, de repente, sintió un dolor agudo en el brazo, la sangre caliente se desparramaba por la herida que le acababan de hacer. Gritó.

Tras un instante pudo ver con claridad y clavó su espada en la parte baja del abdomen del gigante. El soldado del Imperio cayó de rodillas y Rexo se apartó hacia un lado mientras el soldado caía de cara hacia delante.

Unos gritos llamaron su atención y al alzar la vista vio los carros abarrotados con los hombres primogénitos apenas a unos seis metros de distancia. Corrió hacia ellos, rajando a más soldados del Imperio en el camino y cortó el cerrojo de la primera puerta.

“¡Luchad con nosotros!” exclamó mientras los jóvenes salían a raudales. “¡Ganaos vuestra libertad!”

Rexo corrió hacia el siguiente vagón y después hacia el siguiente, golpeando los cerrojos hasta abrirlos, liberando a todos los primogénitos que estaban aprisionados, pidiéndoles que lucharan. La mayoría cogieron las espadas de los soldados caídos y se unieron a la batalla.

Cuando la niebla se aclaró, Rexo se entristeció al ver que varios de sus hombres yacían caídos sobre los adoquines, sus aliados en la eternidad, ya no sus amigos. Pero para su gran alegría, muchos más de los soldados del Imperio yacían sin vida también.

“¡Retirada!” gritó Rexo, viendo que había cumplido con su misión.

Un cuerno resonó en la niebla, resonando por las calles y su gente huyó de la batalla, esparciéndose por los callejones, desapareciendo por los principales caminos, levantando las manos al aire, mientras sus gritos de victoria resonaban por las calles.

Miró a la cara a los que vivían –ahora amigos de por vida- y pudo ver una llamita encendida en los ojos de cada uno de ellos. Era el espíritu de la revolución. Y pronto aquel destello se convertiría en un ardiente infierno que destruiría el Imperio entero.