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Un Trono para Las Hermanas

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CAPÍTULO CUATRO

En los sueños de Catalina, sus padres todavía estaban vivos y ella estaba feliz. Siempre que soñaba, parecía que estuvieran allí, aunque las caras no fueran tanto recuerdos como invenciones, con solo el medallón como guía. Catalina no era lo suficientemente mayor cuando todo cambió.

Estaba en una casa en algún lugar del campo, donde se disfrutaba de la vista de huertos de árboles frutales y campos desde las ventanas de vidrio emplomado. Catalina soñaba con el calor del sol sobre su piel, la suave brisa que movía en ondas las hojas allá fuera.

La siguiente parte nunca parecía tener sentido. No conocía lo suficiente los detalles, o no los recordaba bien. Intentaba forzar el sueño para que le diera la historia completa de lo que había sucedido, pero en cambio solo le daba fragmentos:

Una ventana abierta, con estrellas fuera. La mano de su hermana, la voz de Sofía en su cabeza, diciéndole que se escondiera. Buscando a sus padres a través del laberinto de la casa.

Escondiéndose por la casa a oscuras. Escuchando los ruidos de alguien que se movía por allí. Más allá había luz, aunque fuera era de noche. Sentía que estaba cerca, a punto de descubrir lo que finalmente les sucedió a sus padres aquella noche. La luz de la ventana empezó a brillar más, y más, y…

—Despierta —dijo Sofía, sacudiéndola—. Estás soñando, Catalina.

Catalina parpadeó hasta abrir los ojos con resentimiento. Los sueños siempre eran mucho mejor que el mundo en el que vivía.

Entrecerró los ojos por la luz. Increíblemente, había llegado la mañana. El primer día de su vida durmiendo una noche entera fuera del hedor y los gritos de las paredes del orfanato, la primera mañana de su vida que despertaba en otro, en cualquier otro, lugar. Incluso en un lugar frío y húmedo como este, estaba eufórica.

No solo notó la diferencia de la debilitada luz de la tarde; era el modo en que el río que tenían enfrente había cobrado vida con las barcazas y las barcas que se apresuraban por hacer toda la distancia que podían río arriba. Algunas se movían con pequeñas velas, otras con mástiles que las empujaban o caballos que las arrastraban desde el lado del río.

A su alrededor, Catalina oía que el resto de la ciudad despertaba. Las campanas del templo estaban tocando la hora, mientras entremedio, oía el parloteo de toda la ciudad en la que su gente se dirigía a trabajar o salía de viaje. Hoy era el Día Primero, un buen día para empezar cosas. Quizás eso también significaría buena suerte para ella y Sofía.

—Sigo teniendo el mismo sueño —dijo Catalina—. Continúo soñando con… con aquella noche.

Siempre parecían frenar en seco antes de llamarla más que eso. Era extraño que, cuando probablemente podían comunicarse más directamente que nadie más en la ciudad, ella y Sofía todavía dudaran al hablar de esta cosa.

El rostro de Sofía se ensombreció y Catalina inmediatamente se sintió culpable por ello.

—Yo a veces también sueño con esto —confesó Sofía con tristeza.

Catalina se giró hacia ella, con atención. Su hermana tenía que saberlo. Era mayor, debería haber visto más.

—Tú sí que sabes lo que sucedió, ¿verdad? —preguntó Catalina—. Tú sabes lo que sucedió con nuestros padres.

Era más una afirmación que una pregunta.

Catalina examinó la cara de su hermana en busca de respuestas y lo vio, tan solo un destello, algo que estaba escondiendo.

Sofía negó con la cabeza.

—Hay cosas en las que es mejor no pensar. Tenemos que concentrarnos en lo que suceda a continuación, no en el pasado.

No era exactamente una respuesta satisfactoria, pero era más de lo que Catalina esperaba. Sofía no hablaba de lo que sucedió la noche en que sus padres marcharon. Nunca quería hablar de ello, e incluso Catalina tenía que reconocer que tenía sentimientos de inquietud cada vez que pensaba en ello. Además, en la Casa de los Abandonados, no les gustaba que los huérfanos intentaran hablar del pasado. Decían que era ingrato y era simplemente una cosa más digna de castigo.

Catalina se sacó una rata del pie de una patada y se incorporó un poco más, mirando a su alrededor.

—No podemos quedarnos donde estamos —dijo.

Sofía asintió.

—Moriremos si nos quedamos aquí en las calles.

Ese era un pensamiento duro, pero probablemente también era cierto. Había muchas maneras de morir en las calles de esta ciudad. El frío y el hambre eran solo el principio de la lista. Con las bandas callejeras, la vigilancia, la enfermedad, y todos los otros peligros que había aquí, incluso el orfanato empezaba a parecer seguro.

Y no era que Catalina fuera a volver jamás. Antes lo quemaría por completo que volver a atravesar sus puertas. Tal vez algún día lo quemaría por completo de todos modos. Sonrió al pensar en ello.

Al sentir dolor por el hambre, Catalina sacó su último pastel y empezó a devorarlo. Entonces se acordó de su hermana. Arrancó la mitad y se la dio.

Sofía la miró con ilusión, pero con culpa.

—No pasa nada —mintió Catalina—. Tengo otro en mi vestido.

Sofía lo cogió a regañadientes. Catalina percibió que su hermana sabía que estaba mintiendo, pero tenía demasiada hambre para negarlo. Pero su conexión era tan cercana, que Catalina sentía el hambre de su hermana y Catalina nunca se permitiría ser feliz si no lo era su hermana.

Finalmente, las dos salieron lentamente de su escondite.

—Bueno, hermana mayor —preguntó Catalina—, ¿alguna idea?

Sofía suspiró con tristeza y negó con la cabeza.

—Bueno, estoy muerta de hambre —dijo Catalina—. Será mejor pensar con la barriga llena.

Sofía asintió para demostrar que estaba de acuerdo, y las dos se dirigieron hacia las calles principales.

Pronto encontraron un objetivo –otro panadero- y robaron el desayuno del mismo modo que habían robado su última comida. Mientras estaban escondidas en un callejón y se atiborraban, era tentador pensar que podrían vivir así el resto de sus vidas, usando el talento que compartían para coger lo que necesitaban cuando nadie las veía. Pero Catalina sabía que esto no podía funcionar así. Nada bueno duraba para siempre.

Catalina echó un vistazo al bullicio de la ciudad que había ante ella. Era abrumadora. Y parecía que sus calles no acababan nunca.

—Si no podemos quedarnos en la calle —dijo—, ¿qué hacemos? ¿A dónde vamos?

Sofía dudó por un momento, parecía estar tan insegura como lo estaba Catalina.

—No lo sé —confesó.

—Bueno, ¿y qué es lo que podemos hacer? —preguntó Catalina.

La lista no parecía ser tan larga como debería haber sido. Lo cierto era que los huérfanos, como eran ellas, no tenían opciones en sus vidas. Se preparaban para vidas en las que serían contratados como aprendices o sirvientas, soldados o algo peor. No existía una esperanza real de que alguna vez fueran libres, pues incluso aquellos que verdaderamente estuvieran buscando un aprendiz solo pagarían una miseria; ni tan solo lo suficiente para saldar su deuda.

Y la verdad es que Catalina tenía poca paciencia para coser y para cocinar, para la etiqueta y para la mercería.

—Podríamos encontrar algún comerciante e intentar aprender por nosotros mismas —sugirió Catalina.

Sofía negó con la cabeza.

—Incluso aunque encontráramos a uno dispuesto a hacerse cargo de nosotras, querrían saber de nuestras familias de antemano. Cuando no pudiéramos mostrar a un padre que nos avalara, sabrían lo que éramos.

Catalina tuvo que admitir que su hermana tenía razón.

—Bien, en ese caso, podríamos enrolarnos como tripulación en una barcaza y ver el resto del país.

Incluso mientras lo decía, sabía que probablemente era tan absurda como su primera idea. El capitán de una barcaza también haría preguntas y, probablemente, los perseguidores de huérfanos fugados vigilarían en las barcazas en busca de los que estuvieran intentando escapar. Definitivamente, no podían confiar en nadie más para que las ayudara, no después de lo que había sucedido en la biblioteca, con el único hombre de esta ciudad que ella había considerado un amigo.

Qué ingenua y estúpida había sido.

Sofía también parecía ver la magnitud de a lo que se enfrentaban. Apartó la vista con un gesto melancólico en la cara.

—Si pudieras hacer cualquier cosa —preguntó Sofía— si pudieras ir a cualquier sitio, ¿a dónde irías?

Catalina no había pensado en ello en esos términos.

—No lo sé —dijo—. Quiero decir, nunca pensé en más allá que pasar el día.

Sofía se quedó en silencio durante un buen rato. Catalina podía sentir que estaba pensando.

Finalmente, Sofía habló.

—Si intentamos hacer cualquier cosa normal, van a haber tantos obstáculos como si apuntamos a las cosas más grandes del mundo. Tal vez incluso más, pues la gente espera de nosotros que nos conformemos con menos. Así qué, ¿qué quieres, más que cualquier otra cosa?

Catalina pensó en ello.

—Quiero encontrar a nuestros padres —dijo Catalina, dándose cuenta de lo que había dicho mientras hablaba.

Sintió la ráfaga de dolor que recorrió a Sofía tras aquellas palabras.

—Nuestros padres están muertos —dijo Sofía. Parecía tan segura que Catalina deseaba preguntarle de nuevo qué había sucedido todos aquellos años atrás—. Lo siento, Catalina. No me refería a eso.

Catalina suspiró amargamente.

—Quiero que nadie vuelva a controlar lo que hago —dijo Catalina, escogiendo aquello que quería casi tanto como el regreso de sus padres—. Quiero ser libre, realmente libre.

 

—Yo también quiero eso —dijo Sofía—. Pero hay muy poca gente realmente libre en esta ciudad. En realidad, los únicos están…

Miró hacia el otro lado de la ciudad y, siguiéndole la mirada, Catalina vio que estaba mirando hacia el palacio, con su mármol reluciente y sus adornos dorados.

Catalina podía sentir lo que estaba pensando.

—No creo que ser una sirvienta en palacio te hiciera libre —dijo Catalina.

—No estaba pensando en ser una sirvienta —dijo bruscamente Sofía—. Y si… ¿y si simplemente pudiéramos entrar allí y ser uno de ellos? ¿Y si pudiéramos convencerlos de que lo éramos? ¿Y si pudiéramos casarnos con un hombre rico, tener contactos en la corte?

Catalina no rió, pero solo porque vio lo en serio que su hermana se tomaba aquella idea. Si pudiera tener cualquier cosa en el mundo, lo último que querría Catalina sería entrar en palacio y convertirse en una gran dama, para casarse con un hombre que le dijera lo que tenía que hacer.

—No quiero que mi libertad dependa de nadie más —dijo Catalina—. El mundo nos ha enseñado una cosa y solo una cosa: tenemos que depender de nosotras mismas. Solo de nosotras mismas. De ese modo, podemos controlar todo lo que nos suceda. Y no tenemos que confiar en nadie. Tenemos que aprender a cuidar de nosotras. A mantenernos. A vivir de la tierra. A aprender a cazar. A cultivar. Cualquier cosa en la que no tengamos que confiar en nadie más. Y tenemos que reunir grandes armas y convertirnos en grandes luchadoras, así si alguien viene a llevarse lo que es nuestro, podemos matarlo.

Y, de repente, Catalina se dio cuenta.

—Debemos marchar de esta ciudad —instó a su hermana—. Está llena de peligros para nosotras. Tenemos que vivir lejos de la ciudad, en el campo, donde vive poca gente y donde nadie podrá hacernos daño.

Cuanto más hablaba sobre ello, más se daba cuenta de que era lo correcto. Era su sueño. Ahora mismo, Catalina no quería otra cosa más que correr hacia las puertas de la ciudad, salir a los espacios que había detrás.

—Y cuando aprendamos a luchar —añadió Catalina—, cuando seamos más grandes y más fuertes y tengamos las mejores espadas, ballestas y puñales, volveremos aquí y mataremos a todos los que nos hicieron daño en el orfanato.

Sintió las manos de Sofía sobre su hombro.

—No puedes hablar así, Catalina. No puedes hablar de matar a gente como si no fuera nada.

—No es nada —soltó Catalina—. Es justo lo que merecen.

Sofía negó con la cabeza.

—Eso es primitivo —dijo Sofía—. Existen mejores maneras de sobrevivir. Y mejores maneras de vengarse. Además, yo no quiero simplemente sobrevivir, como un campesino en el bosque. ¿Cuál es el sentido de la vida entonces? Yo lo que quiero es vivir.

Catalina no estaba segura de ello, pero no dijo nada.

Continuaron caminando en silencio un poco más y Catalina imaginó que Sofía estaba tan atrapada en su sueño como lo estaba ella. Caminaban por calles llenas de personas que parecían saber lo que estaban haciendo con sus vidas, que parecían estar llenas de propósito y, para Catalina, era injusto que fuera tan sencillo para ellas. Aunque por otro lado, tal vez no lo era. Tal vez, tenían tan poca elección como ella y Sofía hubieran tenido si se hubiesen quedado en el orfanato.

Más adelante, la ciudad se extendía detrás de unas puertas que probablemente habían estado allí durante centenares de años. Ahora el espacio que había más allá estaba lleno de casas, oprimidas contra los muros de una forma que, probablemente, las hacía inútiles. Sin embargo, más allá había un amplio espacio abierto donde varios granjeros estaban llevando su ganado de camino al matadero, ovejas y gansos, patos e incluso unas cuantas vacas. También había carros con bienes, esperando a llegar a la ciudad.

Y más allá de eso, el horizonte estaba lleno de bosques. Bosques a los que Catalina ansiaba escapar.

Catalina vio el carruaje antes de que lo hiciera Sofía. Se abría camino a través de los carros que esperaban, sus ocupantes evidentemente daban por sentado que ellos tenían el derecho formal de ser los primeros en entrar a la ciudad. Tal vez era así. El carruaje estaba cubierto de oro y grabado, con un escudo familiar en el lateral que probablemente hubiera entendido si las monjas hubiesen pensado que valía la pena enseñar estas cosas. Las cortinas de seda estaban cerradas, pero Catalina vio que una se abría de una sacudida, dejando al descubierto a una mujer que miraba hacia fuera desde dentro bajo una elaborada máscara de cabeza de pájaro.

Catalina sentía que estaba llena de envidia y aversión. ¿Cómo podían vivir tan bien unos cuantos?

—Míralos —dijo Catalina—. Probablemente van camino de un baile o una mascarada. Seguramente, nunca en su vida han tenido que preocuparse por tener hambre.

—No, no lo han hecho —le dio la razón Sofía. Pero parecía pensativa, incluso llena de admiración.

Entonces Catalina se dio cuenta de lo que estaba pensando su hermana. Se dirigió a ella, horrorizada.

—No podemos seguirlos —dijo Catalina.

—¿Por qué no? —replicó su hermana—. ¿Por qué no intentar conseguir lo que queremos?

Catalina no tenía una respuesta para ella. No quería decirle a Sofía que no funcionaría. No podía funcionar. Que así no era como estaba montado el mundo. Tan solo con echarles una mirada, sabrían que eran huérfanas, sabrían que eran campesinas. ¿Cómo podían ni incluso tener esperanzas de integrarse en un mundo como ese?

Sofía era la hermana mayor; se suponía que ya sabía todo esto.

Además, en aquel instante, la mirada de Catalina se posó en algo que era igual de tentador para ella. Había unos hombres formando cerca del lateral de la plaza, que vestían los colores de una de las compañías mercenarias a las que les gustaba aventurarse en las guerras del otro lado del mar. Tenían armas, dispuestas en carretas, y caballos. Incluso unos cuantos estaban librando un torneo de esgrima improvisado con espadas de acero desafiladas.

Catalina observó las armas, y vio lo que necesitaba: montones de acero. Puñales, espadas, ballestas, trampas para cazar. Incluso con unas cuantas de estas cosas, podía aprender a cazar con trampas y a vivir de la tierra.

—No lo hagas —dijo Sofía, observando su mirada y poniéndole una mano sobre el brazo.

Catalina se la sacó de encima, aunque cuidadosamente.

—Ven conmigo —dijo Catalina, decidida.

Vio que su hermana negaba con la cabeza.

—Sabes que no puedo. Eso no es para mí. Yo no soy así. No es lo que quiero, Catalina.

E intentar mezclarse con un grupo de nobles no era lo que quería Catalina.

Podía sentir la seguridad de su hermana, podía sentir la suya propia, y tuvo una sensación repentina de a dónde llevaba esto. Al entenderlo, le escocieron los ojos. Rodeó con los brazos a su hermana, a la vez que su hermana la abrazaba.

—No quiero dejarte —dijo Catalina.

—Yo tampoco quiero dejarte —respondió Sofía— pero, tal vez, tenemos que intentar cada una nuestro propio camino, aunque sea por poco tiempo. Tú eres tan terca como yo, y cada una tenemos nuestro propio sueño. Yo estoy segura de que puedo conseguirlo y de que, después, puedo ayudarte.

Catalina sonrió.

—Y yo estoy convencida de que yo puedo conseguirlo y de que, después, puedo ayudarte.

Ahora Catalina vio que su hermana también tenía lágrimas en los ojos, pero más que eso, podía notar su tristeza a través de la conexión que compartían.

—Tienes razón —dijo Sofía—. Tú no encajarías en la corte y yo no me adaptaría a estar en la naturaleza, o aprendiendo a luchar. Así que, tal vez, debemos hacerlo por separado. Tal vez nuestras mejores oportunidades de supervivencia están en separarnos. Por lo menos, si atrapan a una de nosotras, la otra puede venir a rescatarla.

Catalina quería decirle a Sofía que se equivocaba, pero lo cierto era que todo lo que estaba diciendo tenía sentido.

—Después te encontraré —dijo Catalina—. Aprenderé a luchar y a vivir en el campo, y te encontraré. Ya lo verás, y te reunirás conmigo.

—Y yo te encontraré a ti cuando haya triunfado en la corte —replicó Sofía con una sonrisa—. Tú te reunirás conmigo en palacio, te casarás con un príncipe y gobernarás esta ciudad.

Las dos hicieron una gran sonrisa, mientras las lágrimas caían por sus mejillas.

«Pero nunca estarás sola» —añadió Sofía, mientras las palabras sonaban en la mente de Catalina—. «Yo siempre estaré tan cerca como el pensamiento».

Catalina ya no podía soportar más la tristeza y sabía que debía actuar antes de que cambiara de opinión.

Así que abrazó a su hermana por última vez, se soltó y fue corriendo en dirección a las armas.

Era el momento de arriesgarlo todo.

CAPÍTULO CINCO

Sofía notaba que la determinación ardía en su interior cuando puso rumbo hacia el otro lado de Ashton, en dirección a la zona amurallada donde yacía el palacio. Iba a toda prisa por las calles, esquivando caballos y, de vez en cuando, saltando a la parte de atrás de los carros cuando parecía que iban en la dirección correcta.

Incluso así, le llevó tiempo cruzar aquella expansión, moviéndose a través de las Vueltas, el Barrio Comerciante, la Colina Enredada y los otros distritos uno a uno. Eran tas extraños y estaban tan llenos de vida tras su tiempo en la Casa de los Abandonados, que Sofía deseaba tener más tiempo para explorarlos. Se quedó mirando un gran teatro circular desde fuera, deseando que hubiera el tiempo suficiente para entrar.

Pero no lo había, porque si esta noche se perdía el baile de máscaras, no estaba segura de cómo iba a encontrar el lugar que quería en la corte. También sabía que los bailes de máscaras no sucedían muy a menudo, y que le ofrecería la mejor oportunidad para colarse.

Mientras avanzaba, estaba preocupada por Catalina. El simple hecho de caminar en direcciones contrarias se hacía extraño, después de tanto tiempo. Pero lo cierto era que querían hacer cosas diferentes con sus vidas. Sofía la encontraría, cuando esto hubiera acabado. Cuando tuviera una vida establecida entre los nobles de Ashton, encontraría a Catalina y lo arreglaría todo.

Más adelante, estaban las puertas de la zona amurallada que guardaba el palacio. Como Sofía había imaginado, estaban abiertas de par en par para la noche y, tras ellas, se veían unos elegantes jardines dispuestos en pulcras hileras de setos y rosas. Había grandes extensiones de hierba, cortada más corta de lo que podría estar cualquier campo de granjero y que, en sí, parecía una señal de lujo cuando cualquiera de la ciudad que tuviera un trozo de tierra al lado de su casa tenía que usarlo para cultivar comida.

Había faroles colocados cada pocos pasos dentro de los jardines. Todavía no estaban encendidos, pero por la noche convertirían todo aquel lugar en una ola de luz brillante, permitiendo que la gente baile en los jardines con la misma facilidad que en una de las grandes salas de palacio.

Sofía veía que la gente se dirigía al interior, uno tras otro. Había un sirviente con un uniforme dorado de gala al lado de la puerta, junto a dos guardias vestidos del azul más brillante, con los mosquetones cargados al hombro para una demostración de desfile a pie de calle perfecta mientras los nobles y sus sirvientes les pasaban tranquilamente por delante.

Sofía fue a toda prisa hacia la puerta. Tenía la esperanza de poder perderse en medio de la multitud de los que entraban, pero para cuando llegó allí, estaba sola. Esto significaba que el sirviente que estaba allí pudo prestarle toda la atención. Era un hombre mayor con una peluca empolvada que se le rizaba en la nuca. Miró a Sofía con algo muy cercano al menosprecio.

—¿Y tú qué es lo que quieres? —preguntó, en un tono tan pícaro que podría haber sido el de un actor haciendo el papel de noble, más que el de su mero sirviente.

—Estoy aquí por el baile —dijo Sofía. Sabía que nunca podría pasar por noble, pero todavía había cosas que podía hacer—. Soy la sirvienta de…

—No te avergüences a ti misma —replicó el sirviente—. Sé perfectamente a quién debo dejar entrar y ninguno de ellos se molestaría en ir acompañado de una sirvienta como tú. No dejamos entrar a las prostitutas del muelle. No es una de esas fiestas.

—No sé de qué me habla —intentó Sofía, pero la cara enfurruñada que recibió le dijo que no estaba ni cerca de funcionar.

—Entonces permíteme que me explique —dijo el sirviente que estaba en la puerta. Parecía estar disfrutando—. Parece que tu vestido haya sido cortado del de una pescadera. Apestas como si acabaras de salir de una cloaca. En cuanto a tu voz, parece que no puedas ni escribir elocución y mucho menos utilizarla. Ahora, lárgate antes de que tenga que hacer que salgas corriendo y que te encierren durante la noche.

 

Sofía deseaba defenderse, pero la crueldad de sus palabras parecía haberle robado las de ella. Aún más, la habían dejado sin su sueño, con la misma facilidad que si el hombre hubiera alargado el brazo y lo hubiera arrancado del aire. Se dio la vuelta y se fue corriendo, y lo peor de todo fue la risa que la siguió por toda la calle.

Sofía se detuvo en un portal, profundamente humillada. No esperaba que esto fuera fácil, pero esperaba que alguien en la ciudad fuera amable. Había pensado que podría pasar por sirvienta aunque no pudiera pasar por noble.

Pero tal vez ese era su error. Si estaba intentando reinventarse, ¿no debería ir a por todas? Tal vez no era demasiado tarde. No podía pasar por el tipo de sirvienta que acompañaría a su señora a un baile, pero ¿por qué podría pasar? Podría ser lo que casi hubiera sido cuando se fue del orfanato. El tipo de sirvienta a quien darían el trabajo más bajo.

Eso podría funcionar.

La zona de alrededor de palacio era un lugar de mansiones nobles, pero también de todas las cosas que sus dueños podrían necesitar de la ciudad: modistas, joyeros, casas de baño y más cosas. Todas las cosas que Sofía no podía permitirse, pero todo eran cosas que podría conseguir de todas formas.

Empezó por una modista. Era la parte más grande y, quizás, una vez tuviera el vestido, el resto sería más fácil. Entró en la tienda que parecía estar más llena, respirando entrecortadamente como si estuviera a punto de desplomarse, confiando en que saliera bien.

—¿Qué estás haciendo tú aquí? —preguntó una mujer con el pelo color acero, que al alzar la vista, vio que tenía la boca llena de agujas.

—Perdóneme… —dijo Sofía—. Mi señora… me dará una paliza si su vestido tarda más… dijo que… viniera corriendo.

No podía pasar por una sirvienta que acompañaba a su señora, pero podía ser aquella sirviente contratada a quien mandan a hacer recados de última hora.

—¿Y cuál es el nombre de vuestra señora? —preguntó la modista.

«¿Realmente es este el tipo de sirvienta que Milady D’Angelica podría enviar? ¿Tal vez sea porque tienen la misma talla y desea saber si irá bien?»

El destello de talento de Sofía vino de forma voluntaria. Tuvo el suficiente juicio como para no dudar.

—Milady D’Angelica —dijo—. Discúlpeme, pero dijo que corría prisa. El baile…

—No empezará formalmente hasta dentro de una o dos horas, y dudo que tu señora quiera estar allí hasta el momento de hacer la entrada —respondió la modista. Su tono era un poco menos duro ahora, aunque Sofía sospechaba que era tan solo por quien estaba fingiendo servir. La mujer señaló con el dedo.

—Espera aquí.

Sofía esperó, aunque era lo que más le costaba hacer ahora mismo. Por lo menos, le permitió escuchar. El sirviente de palacio tenía razón: la gente hablaba de forma diferente lejos de las partes más pobres de la ciudad. Sus vocales eran más redondeadas, los finales de las palabras más refinados. Una de las mujeres que trabajaban allí parecía proceder de uno de los Estados Mercantes, marcando sus erres mientras charlaba con las demás.

No pasó mucho tiempo hasta que la primera modista apareció con un vestido, sujetándolo en alto para que Sofía lo inspeccionara. Era lo más bello que Sofía había visto jamás. Era de un color plata y azul brillantes, que parecían resplandecer al moverse. El cuerpo estaba trabajado con hilo de plata, e incluso las enaguas resplandecían en ondas, lo que parecía un desperdicio. ¿Quién las iba a ver?

—Milady D’Angelica y tú tenéis la misma talla, ¿verdad? —preguntó la modista.

—Sí, señora –respondió Sofía—. Por eso me envió.

—Entonces debería haberte enviado a ti desde un principio, en lugar de una lista de medidas.

—Me aseguraré de decírselo —dijo Sofía.

Eso hizo que la modista palideciera horrorizada, como si con tan solo pensarlo le pudiera dar un ataque al corazón.

—No será necesario. Ya casi está, solo tengo que modificar un par de cosas. ¿Estás realmente segura de que tienes su misma talla?

Sofía asintió.

—Al milímetro, señora. Me hace comer exactamente lo mismo que ella para que estemos igual.

Fue un detalle loco y ridículo que inventar, pero la modista pareció tragárselo. Tal vez era el tipo de extravagancia a la que ella creía que una mujer de la nobleza podría rebajarse. En cualquier caso, hizo los arreglos tan rápido que Sofía apenas podía creerlo, entregándole finalmente un paquete envuelto en papel estampado.

—¿La cuenta corre a cargo de Milady? —preguntó la modista. Había una nota de esperanza en ello, como si Sofía pudiera llevar el dinero encima, pero Sofía solo pudo asentir—. Por supuesto, por supuesto. Confío en que Milady D’Angelica estará encantada.

—Estoy segura de que así será —dijo Sofía. Fue prácticamente corriendo hacia la puerta.

En realidad, estaba segura de que la noble enfurecería, pero Sofía no tenía pensado estar por allí cuando eso sucediera.

Para empezar, debía ir a otros sitios y recoger otros “paquetes” de parte de su “señora”.

En una zapatería recogió unas botas de la mejor piel pálida, dispuestas con líneas grabadas que mostraban una escena de la vida de la Diosa Sin Nombre. En una perfumería adquirió un pequeño botellín que olía como si su creador, de algún modo, hubiera condensado la esencia de todo lo hermoso en una fragante combinación.

—¡Es mi mayor obra! —proclamó—. Espero que Lady Beaufort lo disfrute.

En cada parada, Sofía escogía el nombre de una nueva mujer noble de la que ser sirvienta. Era simplemente práctico: no podía asegurarse de que Milady D’Angelica hubiera estado en todas las tiendas de la ciudad. En algunas tiendas, escogía los nombres de los pensamientos de los propietarios. En otras, cuando su talento no venía, tenía que mantener la conversación dando vueltas hasta que hicieran sus suposiciones o, en un caso, hasta que pudo robar una mirada del revés a un cuaderno que había encima del mostrador de la tienda.

Cuanto más robaba, más fácil parecía ser. Cada pieza previa de su atuendo robado servía como una especie de credencial para la siguiente, pues evidentemente los otros comerciantes no hubieran entregado cosas a la persona equivocada. Para cuando llegó a la tienda donde vendían máscaras, el tendero estaba prácticamente apretando las mercancías contra sus manos antes de que atravesara las puertas. Era una media máscara de ébano grabado, escena tras escena de la Diosa Enmascarada buscando hospitalidad dispuesta con plumas por los bordes y puntitos de joyas alrededor de los ojos. Probablemente se diseñaron para hacer que pareciera que los ojos de quien la llevaba brillaran con luz reflejada.

Sofía sintió un pequeño destello de culpa al cogerla, añadiéndola al no despreciable montón de paquetes que llevaba en brazos. Estaba robando a mucha gente, llevándose cosas que habían estado trabajando para fabricar y por las que otros habían pagado. O pagarían, o no habían pagado del todo; Sofía todavía no lograba entender los modos en los que los nobles parecían comprar cosas sin pagarlas del todo.

Pero tan solo fue un breve destello de culpa, pues ellos tenían mucho comparado con los huérfanos de la Casa de los Abandonados. Solo las joyas de esta máscara hubieran cambiado sus vidas.

De momento, Sofía tenía que cambiarse, y no podía entrar a la fiesta sucia todavía de haber dormido junto al río. Deambuló por las casas de baños, a la espera de encontrar una que tuviera carruajes esperando a la puerta, y que anunciara baños separados para las señoras de alta alcurnia. No tenía monedas para pagar, pero se dirigió a las puertas de todos modos, ignorando la mirada que le lanzó el grande y musculoso dueño.