Una Promesa de Hermanos

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Godfrey tuvo una idea. Era ahora o nunca.

“¡MOVEOS!” gritó a sus amigos.

Godfrey se dio la vuelta y se puso en acción, salió corriendo por la parte de atrás del séquito, ante las miradas perplejas de los esclavos encadenados. Los otros, observó con alivio, siguieron sus pasos.

Godfrey corrió, jadeando, con el bulto de los pesados sacos de oro en su cintura, al igual que los demás, tintineando mientras avanzaban. Más adelante divisó a los cinco Finianos girando en un estrecho callejón; corrió directo hacia ellos y solo rezaba para que pudieran girar la esquina sin ser vistos por los ojos del Imperio.

Godfrey, con el corazón retumbándole en los oídos, giró la esquina y vio a los Finianos delante de él y, sin pensarlo, saltó al aire y se abalanzó sobre el grupo por detrás.

Consiguió echar al suelo a tres de ellos, se hizo daño en las costillas al golpear la piedra y se revolcó con ellos. Miró hacia arriba y vio que Merek, siguiendo su iniciativa, derribó a otro, Akorth saltó y acorraló a uno de ellos y observó cómo Fulton saltaba sobre el último, el más pequeño del grupo. Godfrey se enojó al ver que Fulton fallaba, se quejaba y tropezaba hasta caer al suelo.

Godfrey dejó inconsciente a uno de ellos en el suelo y retenía a otro, pero observó con pánico al más pequeño todavía corriendo, libre, a punto de doblar la esquina. Echó un vistazo por el rabillo del ojo y vio que Ario caminaba hacia delante con calma, se agachaba a coger una piedra, la examinaba, se echaba hacia atrás y la lanzaba.

Un tiro perfecto, le dio al Finiano en la sien mientras estaba doblando la esquina y lo hizo caer inconsciente al suelo. Ario corrió hacia él, le quitó su túnica y empezó a ponérsela, entendiendo las intenciones de Godfrey.

Godfrey, que todavía estaba luchando con el otro Finiano, finalmente le dio un codazo en la cara y lo dejó inconsciente. Merek estranguló al suyo durante el tiempo suficiente hasta hacerle perder la consciencia y Godfrey echó un vistazo y vio a Merek rodando sobre el último Finiano y sujetando un puñal contra su cuello.

Godfrey estaba a punto de gritar a Merek que se detuviera cuando una voz irrumpió en el aire, adelantándosele:

“¡No!” ordenó la áspera voz.

Godfrey miró hacia arriba y vio a Ario de pie junto a Merek, mirándolo con el ceño fruncido.

“¡No lo mates!” ordenó Ario.

Merek lo miró enfurruñado.

“Los hombres muertos no hablan”, dijo Merek. “Si lo dejo ir, todos nosotros moriremos”.

“No me importa”, dijo Ario, “él no te ha hecho nada. No lo matarás”.

Merek, desfiante, se puso lentamente de pie y se encaró a Ario. Se fijó en su cara.

“Mides la mitad que yo”, repondió Ario con calma, “y yo tengo el puñal. No me tientes”.

“Puede que mida la mitad que tú”, respondió Ario con calma, “pero soy dos veces más rápido. Ven hacia mí y te arrebataré el puñal y te cortaré el cuello antes de que dejes de balancearte”.

Godfrey estaba sorprendido por el diálogo, sobre todo porque Ario era muy tranquilo. Era surreal. No parpadeaba ni movía un músculo y hablaba como si estuviera manteniendo la conversación más tranquila del mundo. Esto hacía sus palabras todavía más convincentes.

Merek también debió pensar lo mismo, pues no hizo ningún movimiento. Godfrey sabía que tenía que acabar con aquello, y rápidamente.

“El enemigo no está aquí”, dijo Godfrey, corriendo hacia delante y bajando la muñeca de Merek. “Está allá fuera. Si luchamos entre nosotros, no tenemos ninguna posiblidad”.

Afortunadamente, Merek dejó que le bajaran la muñeca y enfundó el puñal.

“Ahora daos prisa”, añadió Godfrey. “Todos vosotros. Quitadles la ropa y ponéosla. Ahora somos Finianos”.

Todos ellos desnudaron a los Finianos y se vistieron con sus brillantes túnicas y capuchas rojas.

“Esto es ridículo”, dijo Akorth.

Godfrey lo examinó y vio que su barriga era demasiado grande y él era demasiado alto; la túnica le iba corta, dejando sus tobillos al descubierto.

Merek rió con disimulo.

“Deberías haber tomado alguna pinta menos”, dijo.

“¡Yo no voy a llevar esto puesto!”, dijo Akorth.

“No es un espectáculo de moda”, dijo Godfrey. “¿Prefieres que te descubran?”

Akorth cedió a regañadientes.

Godfrey estaba mirando a los cinco, allí, llevando las túnicas rojas, en esta ciudad hostil, rodeados por el enemigo. Sabía que sus posibilidades eran remotas, en el mejor de los casos.

“¿Y ahora qué?” preguntó Akorth.

Godfrey se giró y miró hacia el final del callejón, que llevaba a la ciudad. Sabía que había llegado el momento.

“Vamos a ver qué se cuece en Volusia”.

CAPÍTULO CINCO

Thor se encontraba en la proa de su pequeña embarcación, Reece, Selese, Elden, Indra, Matus y O’Connor sentados detrás de él, ninguno de ellos remaba, los misteriosos viento y corriente hacían que cualquier esfuerzo fuera en vano. Thor se dio cuenta de que los llevarían hacia donde quisieran y que, por mucho que remaran o navegaran, nada cambiaría. Thor echó un vistazo por encima del hombro, observó los enormes acantilados negros que marcaban la entrada a la Tierra de los Muertos desvanecerse más y más en la distancia y se sintió aliviado. Era momento de mirar hacia delante, de encontrar a Guwayne, de comenzar un nuevo capítulo de su vida.

Thor echó un vistazo hacia atrás y vio a Selese sentada en la barca, al lado de Reece, cogiéndole la mano y debía admitir que la visión era desconcertante. Thor estaba emocionado de verla de nuevo en la tierra de los vivos y emocionado de ver a su mejor amigo tan feliz. Sin embargo, debía admitir que esto también le causaba una sensación inquietante. Aquí estaba Selese, una vez muerta y ahora devuelta a la vida. Sentía como si de alguna manera hubieran cambiado el orden natural de las cosas. Al observarla, percibió que tenía una naturaleza translúcida y etérea y, aunque estuviera allí en persona, no podía evitar verla como una muerta. Por mucho que le pesara, no podía evitar preguntarse si realmente había vuelto para siempre, cuánto tiempo estaría aquí antes de volver.

Sin emabrgo, Reece, por otro lado, evidentemente no lo veía así. Él estaba totalmente enamorado de ella, el amigo de Thor, jubiloso por primera vez desde que él podía recordar. Thor lo podía comprender: después de todo, ¿quién no querría la oportunidad de arreglar lo que está mal, de redimir los errores del pasado, de ver a alguien a quien uno estaba seguro que no volvería a ver jamás? Reece le apretó la mano, la miró fijamente a los ojos, le acarició la cara y la besó.

Thor percibió que los demás parecían perdidos, como si hubieran estado en las profundidades del infierno, en un sitio que no podía quitarse fácilmente de la cabeza. Las telarañas permanecían pesadas y Thor sentía también cómo se sacudía los recuerdos de la mente. Había un halo de tristeza, ya que todos ellos lamentaban la pérdida de Conven. Thor, en especial, reflexionaba una y otra vez sobre si podía haber hecho algo para detenerlo. Thor miró hacia el mar, estudiando el horizonte gris, el océano sin límites y se preguntaba cómo Conven podía haber tomado la decisión que había tomado. Entendía el profundo dolor por su hermano; sin embargo, Thor nunca hubiera tomado la misma decisión. Thor vio que tenía una sensación de dolor por la pérdida de Conven, cuya presencia siempre se había hecho sentir, que siempre parecía estar a su lado, incluso desde sus primeros días en la Legión. Thor recordó cuando lo visitó en prisión, cuando lo convenció de darle una segunda oportunidad a la vida, de todos sus intentos por animarlo, por levantarle el ánimo, por revivirlo.

Sin emabrgo, Thor se dio cuenta de que no importana lo que hubiera hecho, nunca podría traer de vuelta a Conven. La mejor parte de Conven estaba siempre con su hermano. Thor recordaba la cara de Conven cuando se había quedado atrás y los otros habían partido. No era una mirada de arrepentimiento; era una mirada de auténtica alegría. Thor sintió que él estaba feliz. Y sabía que no podía sentir mucho arrepentimiento. Conven había tomado su propia decisión y esto era más de lo que la mayoría de personas conseguían en este mundo. Y después de todo, Thor sabía que se volverían a encontrar. De hecho, quizás sería Conven el que estaría aguardando para recibirle cuando muriera. Thor sabía que la muerte les llegaría a todos. Quizás no hoy, ni mañana. Pero algún día.

Thor intentó sacudirse los sombríos pensamientos; miró a lo lejos y se obligó a sí mismo a concentrarse en el océano, rastreando las aguas en todas direcciones, buscando cualquier señal de Guwayne. Sabía que era bastante inútil buscarlo, en el mar abierto. Aún así, Thor se sentía mobilizado, lleno de un optimismo renovado. Al menos, ahora sabía que Guwayne estaba vivo y esto era lo único que necesitaba escuchar. Nada lo detendría de encontrarlo de nuevo.

“¿Dónde se supone que nos está llevando esta corriente?” preguntó O’Connor, acercándose al borde de la barca y rozando el agua con las yemas de sus dedos.

Thor se acercó y tocó las cálidas aguas también; iban muy deprisa, como si el océano no pudiera llevarlos hasta donde fuera que los estuviera llevando lo suficientemente rápido.

“Mientras sea lejos de aquí, no me importa”, dijo Elden, echando un vistazo, temeroso, por encima del hombro a los acantilados.

Thor escuchó un chillido en lo alto, miró hacia arriba y se emocionó al ver a su vieja amiga, Estopheles, volando en círculos allá arriba.  Descendía en amplios círculos alrededor de ellos y después ascendía de nuevo. Thor sentía que los estaba guiando, animándolos a seguirla.

“Estopheles, amiga mía”, suspiró Thor hacia el cielo. “Sé nuestros ojos. Guíanos hasta Guwayne”.

Estopheles volvió a chillar, como si le contestara, y desplegó completamente sus alas. Se dio la vuelta y voló hacia el horizonte, en la misma dirección en que los estaba llevando la corriente, y Thor tuvo la certeza de que se estaban acercando.

 

Thor se dio la vuelta y oyó un ligero sonido metálico a su lado, miró hacia abajo y vio la Espada de la Muerte colgando de su cintura y se sorprendió al verla allí. Esto hacía que su viaje a la tierra de los muertos pareciera más real que nunca. Thor acarició su empuñadura de mármol, una combinación de calaveras y huesos, y la agarró con fuerza, sintiendo su energía. Su hoja tenía pequeños diamantes negros incrustados y, al levantarla para mirarla detenidamente, vio que brillaban a la luz.

Al sujetarla, se sentía muy bien teniéndola en su mano. No se había sentido así con un arma desde que había empuñado la Espada del Destino. Este arma significaba para él más de lo que podía expresar; después de todo, había conseguido escapar de aquel mundo, al igual que aquel arma y sentía que ambos eran supervivientes de una horrible guerra. Habían pasado por ello juntos. Entrar a la Tierra de los Muertos y regresar había sido como andar a través de una telaraña gigante y salir de ella. Thor sabía que se había acabado y, sin embargo, de alguna manera todavía sentía que seguía pegado a él. Al menos tenía este arma para demostrarlo.

Thor reflexionaba sobre su salida, sobre el precio que había pagado, sobre los demonios que inconscientemente había soltado en el mundo. Sintió un dolor en el estómago, tenía la sensación que había soltado una oscura fuerza en el mundo, una que no se podía contener tan fácilmente. Sentía que había mandado algo, como un bumerán, que algún día, de algún modo, volvería a él. Quizás más pronto de lo que pensaba.

Thor agarró la empuñadura, preparado. Fuera lo que fuera, se enfrentaría a él en la batalla sin miedo, mataría cualquier cosa que se encontrara por el camino.

Pero lo que de verdad lo atemorizaba eran las cosas que no podía ver, la devastación invisible que los demonios podían infligir. Lo que más temía eran los espíritus desconocidos, los espíritus que luchaban con sigilo.

Thor oyó pasos, sintió que la pequeña barca se balanceaba, se giró y vio a Matus andando hasta su lado. Matus estaba allí de pie triste, mirando al horizonte con él. Era un día oscuro y triste y, al observarlo, era difícil decir si era por la mañana o por la tarde, el cielo entero era uniforme, como si esta parte del mundo entera estuviera de luto.

Thor pensó en lo rápido que Matus se había convertido en un buen amigo para él. Especialmente ahora, con Reece obsesionado con Selese, Thor sentía que había perdido en parte a un amigo y que había ganado otro. Thor recordaba cómo Matus lo había salvado más de una vez allá abajo y sentía ya una lealtad hacia él, como si siempre hubiera sido uno de sus propios hermanos.

“Esta embarcación”, dijo Matus en voz baja, “no se hizo para el mar abierto. Una buena tormenta y todos moriremos. Solo es un bote salvavidas del barco de Gwendolyn, que no está pensado para cruzar los mares. Debemos encontrar una barca más grande”.

“Y tierra”, dijo O’Connor metiéndose en la conversación, acercándose a Thor por el otro lado, “y provisiones”.

“Y un mapa”, interrumpió Elden.

“¿Dónde esta nuestro destino, en cualquier caso?” preguntó Indra. “¿Hacia dónde nos dirigimos? ¿Tienes alguna idea de dónde puede estar tu hijo?”

Thor examinó el horizonte, como había hecho miles de veces, y reflexionó sobre todas sus preguntas. Sabía que todos tenían razón y él había estado pensando en las mismas cosas. Un vasto océano se desplegaba ante ellos y ellos estaban en una pequeña embarcación, sin provisiones. Estaban vivos y él estaba agradecido por ello, pero su situación era precaria.

Thor negó con la cabeza. Mientras estaba allí de pie, inmerso en sus pensamientos, empezó a divisar algo en el horizonte. Mientras se acercaban más navegando, empezó a distinguirse con más claridad y él tuvo la certeza de que no eran solo sus ojos jugándole una mala pasada. Su corazón se aceleró por la emoción.

El sol se abrió caminó entre las nubes y un rayo de sol cayó como la lluvia en el horizonte e iluminó una pequeña isla. Era una pequeña masa de tierra, en medio del vasto océano, sin nada más por allí cerca.

Thor parpadeó, preguntándose si era real.

“¿Qué es esto?” Matus hizo la pregunta que estaba en mente de todos al verla todos, allí de pie mirándola fijamente.

Mientras se acercaban, Thor vio que una neblina, que brillaba a la luz, rodeaba la isla y percibió una energía mágica en aquel lugar. Miró hacia arriba y vio que era un lugar inhóspito, los acantilados se levantaban en el aire, a unos cien metros, una isla estrecha, inclinada, cruel, las olas rompían en los peñascos que la rodeaban, emergiendo del agua como bestias prehistóricas. Thor sentía, en cada ápice de su ser, que allí era donde debían ir.

“Es una subida muy empinada”, dijo O’Connor. “Eso si conseguimos subirla”.

“Y no sabemos qué hay en la cima”, añadió Elden. “Podría ser hostil. No tenemos ninguna de nuestras armas, a excepción de tu espada. No podemos permitirnos una batalla aquí”.

Pero Thor miró el sitio y se quedó maravillado, percibiendo que allí había algo fuerte. Miró hacia arriba y vio a Estopheles volando en círculos sobre ella y se sintió incluso más seguro de que este era el lugar.

“No debemos dejar ni una piedra por remover en nuestra búsqueda de Guwayne”, dijo Thor. “Ningún lugar es lo suficientemente remoto. Esta isla será nuestra primera parada”, dijo. Agarró con fuerza su espada:

“Sea hostil o no”.

CAPÍTULO SEIS

Alistair se encontraba en un extraño paisaje que no reconocía. Era una especie de desierto y, cuando miraba hacia abajo, el suelo del desierto pasaba de negro a rojo, secándose, resquebrajándose a sus pies. Alzó la vista y en la distancia divisó a Gwendolyn de pie delante de un ejército dispar y desharrapado, de unas pocas docenas de hombres, miembros de los Plateados que Alistair conoció en una ocasión, los rostros de todos ellos estaban ensangrentados, sus armaduras agrietadas. En los brazos de Gwendolyn había un bebé y Alistair sintió que era su sobrino, Guwayne.

“¡Gwendolyn!” exclamó Alistair, aliviada al verla. “¡Hermana mía!”

Pero mientras Alistair observaba, se oyó, de repente, un horrible sonido, el sonido del batir de un millón de alas, cada vez más fuerte, seguido de un gran graznido. El horizonte se ennegreció y el cielo apareció repleto de cuervos, volando hacia ella.

Alistair observó horrorizada cómo los cuervos llegaron en una enorme bandada, un muro negro, que bajó en picado y arrancó a Guwayne de los brazos de Gwendolyn. Chillando, lo elevaron hasta el cielo.

“¡NO!” chilló Gwendolyn, dirigiéndose hacia el cielo mientras le tiraban del pelo.

Alistair observaba, indefensa, que no podía hacer nada excepto ver cómo se llevaban al bebé, que estaba chillando. El suelo del desierto se agrietó y secó todavía más y empezó a partirse hasta que, uno a uno, todos los hombres de Gwen se desplomaron hacia su interior.

Solo quedó Gwendolyn, allí de pie, mirándola fijamente, con los ojos poseídos por una mirada que Alistair hubiera deseado no ver nunca.

Alistair parpadeó y se encontró a sí misma en un gran barco en medio de un océano, con las olas rompiendo a su alrededor. Miró a su alrededor y vio que era la única persona en el barco, miró hacia delante y vio otro barco delante de ella. Erec estaba en la proa, de cara a ella y lo acompañaban centenares de soldados de las Islas del Sur. Se desesperó al verlo en otro barco y navegando lejos de ella.

“¡Erec!” exclamó.

Él la miró fijamente, dirigiéndose hacia ella.

“¡Alistair!” gritó él en respuesta. “¡Vuelve conmigo!”

Alistair observó horrorizada cómo los barcos iban mucho más lejos, a la deriva y el barco de Erec era absorbido lejos de ella por las mareas. El barco de él empezó a dar vueltas lentamente sobre sí mismo en el agua y daba vueltas más y más rápido. Erec extendía el brazo hacia ella, Alistair, indefensa, no podía hacer nada sino observar cómo el barco era engullido por un remolino, más y más adentro, hasta que desapareció de la vista.

“¡EREC!” gritó Alistair.

Entonces otro lamento se unió al suyo y Alistair miró hacia abajo y vio que estaba sujetando a un bebé, el hijo de Erec. Era un niño y su lloro se elevaba hasta el cielo, ahogando el ruido del viento y de la lluvia y el griterío de los hombres.

Alistair despertó chillando. Se incorporó y miró a su alrededor, preguntándose dónde estaba, qué había pasado. Respiraba con dificultad, poco a poco se serenó, tardó unos instantes en darse cuenta de que solo era un sueño.

Se puso de pie y miró hacia abajo a las tarimas chirriantes de la cubierta y se dio cuenta de que todavía estaba en el barco. Todo le vino como una riada: su partida de las Islas del Sur, su misión para liberar a Gwendolyn.

“¿Mi señora?” dijo una voz suave.

Alistair echó un vistazo y vio a Erec de pie a su lado, mirándola preocupado. Ella se sintió aliviada al verlo.

“¿Otra pesadilla?” preguntó él.

Ella asintió, apartando la vista, cohibida.

“Los sueños son más reales en el mar”, dijo otra voz.

Alistair se dio la vuelta y vio al hermano de Erec, Strom, por allí cerca. Miró más lejos y vio a centenares de habitantes de las Islas del Sur a bordo del barco y le vino todo a la memoria. Recordó su partida, dejando atrás a una afligida Dauphine, que se quedaba a cargo de las Islas del Sur junto a su madre. Desde que recibieron aquel mensaje, todos ellos sintieron que no les quedaba otra elección que partir hacia el Imperio, en busca de Gwendolyn y todos los demás habitantes del Anillo, se sentían obligados a salvarlos. Sabían que sería una misión imposible, sin embargo a ninguno de ellos les importaba. Era su deber.

Alistair se frotaba los ojos e intentaba borrar las pesadillas de su mente. No sabía cuántos días habían pasado ya en este mar interminable y mientras lo observaba ahora, estudiando el horizonte, no podía ver mucho. Todo estaba oculto por la niebla.

“La niebla nos ha seguido desde las Islas del Sur”, dijo Erec, siguiendo su mirada.

“Esperemos que no sea un augurio”, añadió Strom.

Alistair se masajeó suavemente la barriga, para asegurarse de que estaba bien, de que su bebé estaba bien. Su sueño había sido muy real. Lo hizo rápido y discretamente, no quería que Erec lo supiera. Todavía no se lo había contado. Una parte de ella quería hacerlo, pero otra parte de ella quería esperar al momento perfecto, cuando fuera adecuado.

Tomó a Erec de la mano, aliviada al ver que estaba vivo.

“Estoy contenta de que estés bien”, dijo ella.

Él le sonrió, la acercó hacia él y la besó.

“¿Y por qué no debería estarlo?” preguntó él. “Tus sueños son solo fantasías de la noche. Por cada pesadilla, existe también un hombre que está a salvo. Yo estoy seguro aquí, contigo y con mi fiel hermano y mis hombres, tanto como jamás pueda esperar estarlo”.

“Al menos hasta que lleguemos al Imperio”, añadió Strom con una sonrisa. “Entonces estaremos todo lo a salvo que se puede estar con una pequeña flota contra diez mil barcos”.

Strom sonreía mientras hablaba, parecía que se deleitara en que llegara la lucha.

Erec se encogió de hombros, serio.

“Con los Dioses detrás de nuestra causa”, dijo, “no podemos perder. Sean cuales sean las probabilidades”.

Alistair se echó hacia atrás y frunció el ceño, intentando ver el sentido de todo aquello.

“Vi cómo tú y tu barco erais engullidos hacia el fondo del mar. Te vi a bordo de él”, dijo ella. Quería añadir algo más acerca del bebé, pero se contuvo.

“Los sueños no siempre son lo que aparentan ser”, dijo él. Aunque en lo profundo de sus ojos, ella vio un destello de preocupación.  Él sabía que ella veía cosas y respetaba sus visiones.

Alistair respiró profundamente, miró hacia abajo al agua y supo que él tenía razón. Todos ellos estaban aquí, vivos después de todo. Sin embargo, había parecido muy real.

Mientras estaba allí, Alistair volvió a sentir la tentación de acercar la mano hacia su barriga, de acariciarse la barriga, para tranquilizarse a ella misma y al niño que crecía en su interior. Sin embargo, con Erec y Strom allí, no quería que se decubriera.

Un cuerno bajo y suave sonó en el aire, sonando intermitentemente cada pocos segundos, alertando a los otros barcos de su flota de la presencia de la niebla.

“Aquel cuerno podría delatarnos”, le dijo Strom a Erec.

“¿Ante quién?” preguntó Erec.

“No sabemos qué nos acecha tras la niebla”, dijo Strom.

Erec negó con la cabeza.

“Quizás”, respondió. “Pero el mayor peligro por ahora no es el enemigo, sino nosotros mismos. Si chocamos entre nosotros, podemos hundir la flota entera. Debemos hacer sonar los cuernos hasta que la niebla se levante. Toda nuestra flota entera podemos comunicarnos de esta manera y, igual de importante, no alejarnos mucho los unos de los otros”. En la niebla, el cuerno de otro de los barcos de la flota de Erec resonó, confirmando su posición.

 

Alistair miraba hacia la niebla y reflexionaba. Sabía que les quedaba mucho por recorrer, que estaban en la otra parte del mundo respecto al Imperio y se preguntaba cómo llegarían alguna vez a tiempo hasta Gwendolyn y su hermano. Se preguntaba cuánto tiempo habían tardado los halcones con el mensaje y se preguntaban si todavía estaban vivos. Se preguntaba qué había sucedido con su querido Anillo. Qué manera tan horrible de morir para todos ellos, pensó, en una orilla extranjera, lejos de su tierra.

“El Imperio está al otro lado del mundo, mi señor”, le dijo Alistair a Erec. “Será un viaje largo. ¿Por qué estás despierto aquí en cubierta? ¿Por qué no vas abajo, a la bodega, y duermes? Hace días que no duermes”, dijo ella, viendo las bolsas oscuras bajo sus ojos.

El negó con la cabeza.

“Un comandante nunca duerme”, dijo él. “Y además, casi hemos llegado a nuestro destino”.

“¿Nuestro destino?” preguntó ella, perpleja.

Erec asintió y miró hacia la niebla.

Ella le siguió la mirada pero no vio nada.

“La Isla del Peñasco”, dijo él. “Nuestra primera parada”.

“¿Pero por qué?” preguntó ella. “¿Por qué paramos antes de llegar al Imperio?”

“Necesitamos una flota más grande”, se entrometió Strom, respondiendo por él. “No podemos enfrentarnos al Imperio con unas cuantas docenas de barcos”.

“¿Y encontraréis esta flota en la Isla del Peñasco?” preguntó Alistair.

Erec asintió.

“Podría ser”, dijo Erec. “Los hombres del Peñasco tienen barcos y hombres. Más de los que nosotros tenemos. Y han servido a mi padre en el pasado”.

“¿Pero por qué deberían ayudarte ahora?” preguntó ella desconcertada. “¿Quiénes son estos hombres?”

“Mercenarios”, interrumpió Strom. “Hombres duros forjados por una isla agreste en mares revueltos. La lucha por el mejor postor”.

“Piratas”, dijo Alistair con menosprecio, al entenderlo.

“No exactamente”, respondió Strom. “Los piratas luchan por el botín. Los hombres del Peñasco viven para matar”.

Alistair observó a Erec, y pudo ver en su cara que era cierto.

“¿Es noble luchar con piratas por una causa verdadera y justa? ¿Con mercenarios?”

“Es noble ganar una guerra”, respondió Erec, “y luchar por una causa justa como la nuestra. Los medios para librar una guerra así no son siempre tan nobles como nos gustaría”.

“No es noble morir”, añadió Strom. “Y el juicio sobre la nobleza lo deciden los vencedores, no los perdedores”.

Alistair frunció el ceño y Erec se dirigió a ella.

“No todo el mundo es tan noble como tú, mi señora”, dijo él. “O como yo. Así no es cómo funciona el mundo. Esta no es la manera cómo se ganan las guerras”.

“¿Y te puedes fiar de unos hombres así?” le preguntó ella finalmente.

Erec suspiró y se giró para mirar al horizonte, con las manos en las caderas, mirando fijamente como si se preguntara lo mismo.

“Nuestro padre confió en ellos”, dijo finalmente. “Y su padre antes que él. Nunca le fallaron”.

“¿Y significa esto que no os fallarán a vosotros ahora?” preguntó ella.

Erec examinó el horizonte y, al hacerlo, de repente la niebla se levantó y el sol se abrió camino. La panorámica cambió radicalmente, de repente ganaron visibilidad y, en la distancia, el corazón de Alistair dio un vuelco al ver tierra. Allá, en el horizonte, se elevaba una isla hecha de sólidos acantilados, levantándose directo hacia el cielo. Parecía que no hubiera lugar para la tierra, la playa, una entrada. Hasta que Alistair miró más arriba y vio un arco, una puerta tallada en la misma montaña, contra ella salpicaba el océano. Era una entrada grande e imponente, guardada por una compuerta de rejas de hierro, una pared de roca sólida con una puerta tallada en la mitad. No se parecía a nada que jamás hubiera visto.

Erec miró fijamente al horizonte, examinándolo, la luz del sol caía sobre la puerta como si iluminara la entrada a otro mundo.

“La confianza, mi señora”, contestó él finalmente, “nace de la necesidad, no del deseo. Y es algo muy frágil”.