La niña en la ventana

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Capítulo III

Cruzó de vereda. No le gustaba pasar por esa cuadra. Hacía años que no andaba por ese camino. Miró hacia atrás como esperando que la chica hubiese salido corriendo tras él. Sonrió de sentirse tan ingenuo. Ella lo hacía sentir de trece años, infantil e inexperto. Las mariposas en la panza lo hacían verse cursi, pero había aprendido en carne propia el verdadero significado de esas palabras.

Mientras retornaba hacia su casa, donde su madre lo esperaba seguramente con mate, recordó que no transitaba por ese barrio desde hacía años. «¡Cuánto hace que no venía por acá! Ja, esto solo lo logra una chica», pensó. Apuró el paso porque no le gustaban esas casas, sobre todo, una en particular. Le había quedado esa sensación desde hacía tiempo, cuando con sus amigos salían a andar en bicicleta y saltaban las barandas que cercaban los jardines. Se creyó observado, como le ocurría seis años atrás. Casi corrió hasta la esquina y dobló. Recién en ese momento, se sintió a salvo. No sabía muy bien de qué, pero ahora estaba más tranquilo.

Se dio cuenta de que, por unos minutos, había dejado de pensar en la chica, pero otra vez la tenía en su cabeza. Lamentaba no saber su nombre. Calculaba que tendría quince o dieciséis años por el grupo que compartía en la clase de natación, pero no lo sabía realmente. Solo contaba con el dato de dónde vivía, porque la había seguido una tarde en el auto de su amigo Lucho. Siempre llegaba al club acompañada de alguno de sus padres y se iba de la misma manera. Durante las clases, la profesora no se apartaba de su lado y, en el vestuario, una mujer corpulenta hacía guardia para que ningún muchacho atrevido ingresara al sector de damas.

Llegó a su casa. Tal como suponía, su madre tomaba mate con bizcochitos mientras miraba el celular. Se la notaba nerviosa. Ni siquiera se dignó a girar la cabeza para mirarlo al entrar.

—¿Qué hacés, vieja?

—Vieja tu abuela —respondió la mujer mientras continuaba tecleando la pantalla del móvil.

—No insistas. No te va a contestar. ¿Podés dejarlo en paz?

—¿Por qué habría de hacerlo? Estoy preocupada. Hace semanas que no tenemos noticias de él. Se le murió un hermano, pero a mí, un ex, y a vos, un padre. ¿Acaso no le importamos?

—Dame un mate. ¿Fuiste a trabajar hoy?

—No, llamé para decir que me dolía la cabeza y que no iría.

—Te van a echar si seguís poniendo excusas falsas.

—¿Y vos quién sos para decirme lo que tengo que hacer?

—Menos mal que te quiero, mamá. Pero ¡qué ganas de mandarme a mudar cuando decís esas estupideces!

Lautaro sorbió el mate, lo apoyó en la mesa con un golpe innecesario y se refugió en su habitación para encontrar la paz ansiada y poder seguir pensando en “ella”.

Andrea hizo caso omiso de las palabras de su hijo y prosiguió enviando mensajes a Iván, alternando con llamadas que dejaba sonar hasta que el mismo sistema las cortaba.

Estaba obsesionada con ese hombre. Lo amaba más que a nada en el mundo, incluso más que a su propio hijo. Estaba segura de que él la seguía queriendo y no entendía por qué la castigaba ignorándola. Y desde que se había enterado de la muerte del padre de Lautaro, lo sabía débil y quería reconquistarlo. Pero, por el momento, no lo estaba logrando. Él no le daba lugar. No obstante, ella persistiría en sus intenciones.

* * *

Se despertó sobresaltado de una pesadilla. Ni las imágenes más tétricas de muertos y torturados le producía tanto miedo y dolor como hablar sobre aquel tema. Había logrado alejarlo bastante tiempo, hasta que Iván se lo trajo de nuevo al presente. Sabía que con Nadia no podía hablar. La miró a su lado, durmiendo de manera tranquila. Trató de levantarse sin moverse demasiado para no despertarla. A veces, se hacía difícil seguir adelante, pero la amaba e iba a hacer todo para fuera feliz.

Fue al baño. Se mojó la cara con agua bien fría. Se quedó unos segundos mirando en el espejo cómo el líquido transparente caía por su rostro. En realidad, estaba mirando la nada, o se estaba mirando a él mismo en lo más profundo de su ser. El grifo continuaba abierto y el agua corría sin tregua. No podía despegarse de su imagen reflejada. Tuvo ganas de romper el vidrio, destrozar todo lo que tuviera cerca. El nudo en el pecho se le hizo insoportable y largó un quejido ruidoso, un lamento contenido desde hacía muchos meses. Las lágrimas comenzaron a salpicar de sal todo su rostro, mezclándose con el agua que aún caía desde su frente. El cuerpo se le arqueó y tuvo que agacharse para contener el dolor del alma que se le metía por todos lados. Lloró lo que nunca había llorado. Hacerse el fuerte frente a su mujer le estaba saliendo caro.

Cuando estuvo más repuesto, salió del toilette y pensó en recostarse, pero no pudo. Él sabía que iba a dar vueltas sin conciliar el sueño y quizás molestara a su mujer. Decidió ir a ver a su hijo. Entró al cuarto, que siempre tenía la puerta abierta, y lo observó dormir. Le acarició el pelo ondulado, castaño claro y tuvo ganas de alzarlo, pero eso lo despertaría. Se sintió mal por ser tan egoísta. Solo quería abrazarlo al punto de no importarle interrumpir su sueño, aunque luego le costara volver a dormirlo. Se contuvo. Una fuerza superior lo hizo desistir de ese deseo y respetar a su hijo. Su único hijo.

Allí se quedó, mirándolo. Acercó un sillón que estaba en la esquina del cuarto y se sentó para disfrutar de la visión de ese niño regordete que siempre lograba sacarle sonrisas. Se parecía a él, había que admitirlo. La misma tez oscura, las orejas un poco sobresalidas de la cabeza, los ojos redondos. La nariz quizás era lo que había sacado de su madre. Lo amaba con el alma. Con su casi año y medio, les había regalado felicidad y había alejado la tristeza que opacaba esa casa. Su hijo era todo para ellos. Mientras pensaba en todo el dolor que lo carcomía a pesar de tener a su hijo sano y en casa, se quedó dormido sin darse cuenta.

* * *

—¡Tío! ¡Al fin! —atendió contento Lautaro al ver en la pantalla del celular que quien llamaba era Iván.

—¿Cómo estás, Lauti?

—Yo bien. ¿Cómo estás vos? No podés desaparecer así sin dar señales. Menos mal que Jacinto me tenía al tanto.

—Perdoname. Es muy difícil esto. Juro que intento superarlo, pero no puedo. Fui yo, ¿entendés? Yo le llevé... —No pudo seguir, porque se le anudó la voz.

—No jodas más con eso. Por favor —rogó Lautaro, cansado de escuchar que su tío se culpaba por la muerte de su padre—, necesito verte para contarte algo y pedirte un consejo.

—No soy la mejor compañía últimamente.

—Ya me di cuenta, no te preocupes, pero sos la persona que más quiero y tenés que ser el primero en enterarte.

—¿Tenés novia? —arriesgó Iván.

—Aún no, pero va por ese lado. Sos capo, eh.

—¡Ese es mi pollo! Dale, me alegraste el día. ¿Dónde nos vemos?

—Vamos a tomar unas birras esta noche. ¿Te va?

—Dale, al lugar de siempre.

—Hecho.

Se despidieron. Iván se quedó mirando el móvil. Por unos segundos, se había sentido dichoso por su sobrino y se había olvidado de sus penurias. Pero todo volvía sin darle tregua. Le venía una sensación de ahogo y de ahí, sin filtro hasta desesperarse, la angustia arremetía. Soledad, impotencia, bronca, injusticia subían en intensidad como una montaña rusa, llevándolo de la euforia a la depresión. Debía volver a su eje.

Decidió presentarse en su oficina. Se había tomado tres semanas de vacaciones que tenía pendientes. En realidad, lo invitaron a tomárselas, dado el estado en el que se encontraba. Le habían venido bien. Pudo hacer el duelo, aunque aún seguía culpándose y eso no le daba paz.

Llegó al edificio e ingresó por la puerta del costado para no toparse con tanta gente. No tenía ganas de saludar a nadie ni de que le dieran sus condolencias. Subió por un ascensor de servicio y llegó al sector donde lo esperaba su escritorio tal como lo había dejado semanas antes. Nadie lo había tocado. El polvo estaba posado sobre cada papel, cada carpeta, caja manija de los cajones. Casi infantilmente, sopló sobre él, provocando que las partículas se expandieran por todo el ambiente. Al aspirarlas, le produjeron varios estornudos. Con el movimiento involuntario del cuerpo ante esa reacción, chocó con una carpeta que resbaló, y los papeles que contenía se desparramaron por el piso. Se quedó mirando hacia el suelo. No tenía idea de qué se trataba ese expediente. Se inclinó para juntarlo en el momento en el que su jefe ingresaba por la puerta.

—Veo que se ha dignado a aparecer por estos lares.

—Mis vacaciones fueron autorizadas —se excusó Iván.

—Era un chiste, Pollastrelli. ¿Cómo se encuentra? —consultó el fiscal con verdadero interés.

—Lo voy llevando. Mal, pero lo llevo.

—Venir a trabajar le va a hacer bien. Veo que tiene en sus manos el nuevo caso —dijo el hombre, señalando los papeles que Iván terminaba de recoger.

—¿De qué se trata?

—Es un tema raro. Ya hubo varias denuncias, pero nada concreto. Una sociedad, o mejor dicho varias, están estafando a familias con la promesa de un seguro. Les hacen pagar un anticipo de un valor estipulado según los integrantes, luego se abonan las cuotas, hasta que un día los sistemas de pagos no cobran más los talones que la gente lleva. Cuando llaman a la empresa para pedir un nuevo talón o código para pagar, se enteran de que la empresa no existe más y que se llevaron lo que pagaron hasta el momento.

—La típica. Eso era muy común con planes de ahorro de automóviles, pero nunca lo escuché para seguros. ¿Qué clase de seguros?

—Eso es lo interesante. La gente no quiere especificar de qué se trata. Le da vergüenza o algo así.

 

—¡Pero es la prueba principal si pretenden hacer una denuncia!

—Exacto. Por lo tanto, hasta ahora todo fue desestimado. Lo curioso, y lo que necesito que investiguen, es que ya hubo más de cincuenta testimonios. No podemos hacer de cuenta que acá no pasa nada.

—Es cierto —fue lo único que contestó Iván, sorprendido por el compromiso del hombre que tenía enfrente. Lo vio tan distinto a su antigua jefa que, por unos momentos, tuvo la esperanza de que se podía ser mejor, de que existía gente de bien y de que no todo estaba podrido. Recordar a Victoria del Campo le provocó náuseas.

—Por lo pronto, quiero que, con Pantuso, vuelvan a visitar a algunas de estas personas y traten de sacarle más información: cómo se enteraban del seguro y por qué medio, a quién veían, qué los convencía de aceptar, y otros temas relacionados.

—Ok. ¿En esta carpeta están los datos?

—Sí, algunos.

—Ok. No bien lo vea a Jacinto, lo pongo al tanto y comenzamos.

—Pantuso ya sabe todo. Pero dijo que, sin su olfato, no se podía empezar, así que prefirió aguardarlo, dado que no es un caso tan urgente. Espero que esté en lo cierto.

—Así será.

* * *

Cuando comprobó que él se había ido, cerrando y dejando la puerta trabada, corrió a extraer el trozo de ladrillo. Posó un ojo en el pequeño orificio y trató de divisar a aquellos que solían pasar por allí.

Se veía un poco hacia abajo, pero no divisó a nadie. Sintió ese olor familiar a cuando caía ese líquido desde arriba. Se quedó quieta esperando quién sabe qué. Ni ella sabía. Quería ver cosas moverse. La quietud del lugar la ponía nerviosa.

Cansada de estar en esa posición, volvió a poner la piedra en su lugar y tapó su única visión de lo exterior. Estaba en esa habitación desde hacía casi dieciséis años, pero ella no sabía de tiempo. No conocía otra vida que esa. Pero algo en su interior le decía que allí afuera había otros como ella y no solo el hombre que la visitaba o la mujer que le daba de tomar líquidos que no le gustaban.

No tenía nada a su alrededor. Dormía en un colchón en el suelo, con sábanas lisas y una frazada áspera. Pero para ella eso era todo su mundo y lo amaba. Cuando se sentía extraña se envolvía con la manta y de esa manera encontraba algo de tranquilidad.

Vestía una prenda holgada en la parte inferior y una remera de mangas largas, siempre. Las alpargatas se las iban cambiando solo cuando las que usaba le quedaban chicas. Todo era del mismo tono, su ropa y la de donde dormía.

La habitación poseía una ventana, pero estaba cerrada siempre y, cuando había intentado abrirla, no tuvo éxito. Al día siguiente, una madera más fue clavada para que jamás pudiera volver a hacer otro intento.

Ese día se sentía particularmente con energía. Tenía ganas de andar y de estar en movimiento. Se puso a correr alrededor de la sala y cuando llegaba al sector donde estaba el colchón, aprovechaba y hacía un salto largo. Esa era su rutina de ejercicio, la que hacía cuando sospechaba que no había nadie en la casa.

Estaba oscureciendo y ya no se sentía cómoda haciendo ejercicio. La única luz que había en el lugar estaba en el alto techo y se encendía solo cuando el hombre ingresaba.

Los movimientos y ruidos que provocaron sus corridas alertó a los otros que ingresaron para ver qué pasaba. Ella se detuvo de manera brusca al verlos, estaba tan entusiasmada ejercitándose, que no escuchó que habían llegado. Temió que la reprendieran. Sin embargo, la mujer se acercó, la abrazó cálidamente y la hizo ir hacia el sector donde debía limpiarse. Ella no sabía que eso era un baño.

Como siempre, debió mirarse al espejo. La mujer sacó un elemento de su cartera y comenzó a cortarle el cabello. Lo dejó muy corto. La joven se miró y observó el cambio. No le gustaba. Quiso quejarse, pero desestimó esa idea, porque ya conocía las consecuencias de querer rebelarse.

Cuando terminó con esa tarea, junto con el hombre, que observaba la situación desde afuera del baño, la hicieron ir despacio hasta el colchón, porque era la hora de dormir. Los vio alejarse, dejándola sola nuevamente, en la oscuridad de la noche.

Se tocó la cabeza. Extrañó la suavidad que sentía su mano al acariciarla. Ahora lo notaba feo, pinchaba. Le cayeron lágrimas por sus mejillas e intentó gritar, pero no se animó, la escucharían si seguían allí. No podían oírla jamás. Las consecuencias nunca eran buenas. Siseó sonidos muy, muy bajos. «Assss. Mmmmmmsssss. Oooossss.» Eso la hacía sentir mejor. Era su grito personal, aunque no fuera oído por nadie.

Sin darse cuenta se quedó dormida. Tuvo pesadillas. Pero ella no sabía que eso se llamaba así.

Capítulo IV

Mendoza, junio de 2017.

Maribel se hallaba sentada en la sala de espera de la clínica junto a su hermana Macarena de tres años. La más pequeña se había quedado dormida en su regazo y ella le acariciaba el cabello cobrizo, suave y ondulado. Las habían dejado solas. Su padre estaba presenciando el parto de una nueva hermana. Ya estaba por llegar y todos se encontraban muy ansiosos. Había notado que sus padres estaban preocupados por cómo nacería la beba. Incluso los escuchó cuando programaban estudios para las pocas horas de nacida y se quejaban porque el obstetra les había sugerido esperar para alguno de ellos. Les aseguraba que estaba en perfectas condiciones, pero ellos insistían en que se le hicieran los exámenes no bien naciera.

Ella sabía de qué se trataba eso. No recordaba mes en el que no le hayan hecho un electrocardiograma y cada seis meses una ecografía, análisis de sangre y orina, tomografías, resonancias magnéticas y varios estudios complementarios. Ya estaba acostumbrada, incluso se había hecho amiga de los médicos que, al tratarla durante tanto tiempo, la apreciaban como a una hija.

Macarena aún era muy pequeña y no se habituaba a tantos exámenes. La hacían tomar medicación preventiva y realizar un deporte adecuado para cuidar su salud. Pero se quejaba y lloraba cada vez que se acercaba una nueva exposición a esos aparatos con los que luego soñaba noche tras noche.

Cada fiebre o resfrío de las niñas significaba convertir la casa en una burbuja. Ningún extraño podía visitarlas, y solo su padre salía para ir a trabajar. Bea se quedaba con ellas y las sometía a baños cada dos horas, usaban toallas limpias cada vez que se secaban y comían en momentos distintos para no contagiarse entre ellas.

La joven se sobresaltó al escuchar unas puertas vaivén que se abrían. Un hombre salió corriendo, lloraba. Gritó el nombre de una persona que debía ser del señor que estaba sentado y que se paró de inmediato al verlo. Se abrazaron, y el primer hombre lloró de manera desconsolada. No podía quitar los ojos de esa escena. Maribel sintió un nudo en el estómago. Ese piso era de partos y neonatología, por lo que, si había malas noticias, tenían que tener relación con algún recién nacido o con la madre que había tenido un bebé. Se preocupó por su mamá, pero desestimó complicaciones, porque ese hombre no tenía nada que ver con ellos.

Logró escuchar algo de la conversación de esos extraños. El que lloraba mencionaba “se murió”, mientras que el otro lo miraba compungido y le preguntaba por “el otro”.

La pequeña despertó, y Maribel salió de sus cavilaciones, donde trataba de armar un rompecabezas imposible. Agradeció la interrupción de su hermanita, porque se estaba sumiendo en una angustia muy grande, la cual sería mayor si seguía observando la triste escena que se desarrollaba cerca de ellas.

Volvió a escuchar las puertas de la zona restringida, y se hizo presente su padre con la cara de felicidad más grande que le había visto en años. Ambas corrieron hacia él y se abrazaron. Osvaldo las besó en la cabeza y sonriente les dijo: «Ha nacido la hermosa Morena». Los tres volvieron a juntarse, pero Maribel no pudo dejar de observar de reojo a los hombres del costado. Ahora, los dos lloraban.

* * *

San Rafael, Mendoza. Actualidad.

—¡Tío! ¡Estás hecho mierda! —saludó Lautaro.

—Hola, Lauti. ¡Qué recibimiento! —ironizó Iván.

Se sentaron en una mesa bien al fondo del salón de la cervecería. En aquel sector, la música sonaba más atenuada, por lo que se podía conversar. La camarera se acercó para tomar el pedido. Se notaba que le coqueteaba al mayor de los hombres. Pidieron una cerveza artesanal, y la chica se alejó meneando las caderas.

—Hasta demacrado sos winner —bromeó su sobrino.

—Jajaja. En estos días, no conquisto ni el desierto.

—Al fin saliste de tu casa. ¿Fuiste a laburar?

—Sí. Estaba todo tal cual lo dejé, salvo por el polvo que cubría los papeles.

—¡Ja! En esa fiscalía solo cuidan lo que se ve. Mucho mármol y ascensores lujosos, pero las oficinas son de cuarta.

—Veo que las conocés bastante.

—El tío Jacinto me dejó acompañarlo los días en los que el jefe no iba. Decía que se sentía solo sin vos.

—Es un marica.

—No más que vos —volvió a bromear, lo que le hizo recibir una palmada un tanto fuerte en su brazo.

—Bueno, no vinimos para hablar de mí ni del trabajo. ¿Qué querías contarme? —lo apuró Iván, mientras observaba lo buen mozo que era su sobrino. La piel morena, como bronceada, la había heredado de su familia. En cambio, los rasgos eran más parecidos a su madre. Tenía una cabeza perfecta, armoniosa. Si lo mirabas de atrás, el cuerpo formaba un rombo perfecto, ensanchándose a la altura de los hombros y la espalda, afinándose cuando se bajaba hacia las piernas largas y musculosas como las de un deportista. Los ojos verdes completaban la belleza exótica de ese muchacho y los hoyuelos al sonreír le conferían un aspecto admirable. Y él estaba orgulloso de su sobrino al que quería como a un hijo.

—Bueno. Vamos al grano. Me enamoré.

—¡Apa! Así, sin anestesia. Tené consideración de este tío que aún te recuerda de pequeño.

—¡No seas cursi!

—¿Quién es? ¿La conozco? ¿Qué edad tiene? ¿Es linda? ¿Te da bola? —tuvo que dejar de preguntar cuando Lautaro lo interrumpió.

—¡Pará! Jajaja —lo frenó el muchacho.

—Dale. Cantá. Quiero saber todo.

—Es que no hay nada para contar.

—What? No me vengas con eso. Bueno, vamos desde el principio. Te escucho y no pregunto más.

—Es una chica que conocí en el club. Asiste a clases de natación dos veces por semana. Creo que es un poco chica. Tendrá entre quince o dieciséis años. Eso lo supongo, porque pregunté qué categoría eran los que entrenaba una profesora en particular. Así que son suposiciones.

—Es un poco chica, ¿no?

—No sé. Yo tengo dieciocho. No es tanta la diferencia.

—En un mes, cumplís diecinueve.

—Igual, ese no es el punto.

—¿Y cuál sería?

—No sé cómo se llama, y jamás está sola.

—¿Cómo es eso? Explicate un poco más —insistió Iván más interesado de lo que él mismo se imaginaba. Sabía que le gustaba que su sobrino le contara sobre su vida, pero lograr esa intimidad le llenó el alma.

—Claro. Siempre llega con alguno de sus padres. A veces, la esperan, y otras, la dejan, pero luego la pasan a buscar y se va con ellos. Durante la clase está siempre custodiada por la profesora como si tuviera orden de no dejarla sola.

—Mmm, medio complicado encararla, ¿no?

—¡Muy!

—¿Y? ¿Qué pensás hacer? ¿Ella gusta de vos también? ¿Sabe que vos gustás de ella?

—¡Tío! ¡Qué antiguo sos! ¿De dónde sacás esos términos? Jajaja. Además, dijiste que no ibas a hacer más preguntas —se tentó de risa Lautaro.

—Perdón, perdón. Debo controlarme. Y no soy antiguo. ¿Cómo se dice ahora? Tanto no pudo haber cambiado.

—Bueno, no importa. La cuestión es que no encuentro oportunidad de hablarle, de preguntar su nombre, decirle hola... nada.

—¿Alguna vez te miró? ¿Notaste interés en...? ¡No sé cómo hablar sin hacer preguntas!

—No hay drama. No sé qué hacer. El otro día la seguí en el auto de un amigo. Sé donde vive.

—Ah, no te quedás en el molde, ehhh.

—¿En dónde?

—Quiero decir que no te quedás cruzado de brazos. Está muy bien. Si querés mucho algo, tenés que luchar para obtenerlo. Nada en esta vida es fácil —se puso melancólico Iván.

—Sí. Ayer llegué caminando hasta su casa. Y me quedé parado como un boludo. Justo ella salía. No supe qué decir ni qué hacer. Cuando apareció la madre salí corriendo.

 

—¡Ah! ¡Qué pedazo de cagón!

—No seas malo...

—¿Y qué pensás hacer?

—No sé. Pero no puedo dejar de pensar en ella. No sabés lo hermosa que es cuando sonríe. Es muy flaquita y blanca, pero creo que la natación le está haciendo tener algo de curvas. Creo que tiene unas pecas sobre el puente de la nariz, pero nunca pude apreciarlas de cerca. El otro día cuando la vi en la puerta de su casa, el sol le dio de lleno, y fue cuando descubrí esas manchitas marrones que, con esa luz, parecían fluorescentes.

—Mierda. Estás enamorado en serio.

—Sí. No es joda.

—No sé qué decirte. Si es difícil hablar con ella, no te va a quedar otra que pedirles permiso a sus padres. Sé que suena descabellado, pero si no hacés nada, te vas a quedar siempre con la sensación de que no lo intentaste.

—Tenés razón. Sabía que hablar con vos me haría bien.

Pidieron otra ronda de cervezas y charlaron de otros temas. Lautaro le contó lo que había hecho en esas ocasiones en las que asistió a la fiscalía con Jacinto. Era evidente que ya mostraba signos de que le gustaba la investigación. Ambos evitaron hablar de Vicente Pollastrelli, el hermano de uno y el padre del otro, porque sabían que caerían en la melancolía y sería difícil salir de ese terreno.

Una hora más tarde, Lautaro anunció que se tenía que ir, porque al día siguiente debía acompañar a su madre al médico a una hora muy temprana. Se despidieron, pero antes de marcharse el muchacho recordó algo que quería comentarle a su tío.

—Me había olvidado de contarte. El otro día, cuando fui hasta la casa de la chica, me topé con aquel barrio.

—¿Cuál? —contestó desorientado Iván.

—Aquellas calles en las que andaba en bicicleta cuando era más chico.

—Sí, me acuerdo, pero no sé a qué te referís en particular.

—Tenés razón. ¿Te acordás que te contaba que había una cuadra que nos daba miedo y con los chicos pasábamos rápido?

—Mmm, algo me suena. ¿Era esa en la que había una casa que decían que estaba embrujada?

—¡Sí, esa!

—¿Y qué pasa con eso?

—Cuando salí corriendo como un cobarde porque vi a la madre, no me di cuenta de que estaba pasando por aquella cuadra. Habíamos jurado con los chicos que nunca más pasaríamos por allí. Y así lo hice. Siempre la evité, pero esta vez me agarró desprevenido y concentrado en “ella”.

—¿Y entonces?

—Otra vez la misma sensación... de que alguien me observaba —tuvo que aclarar ante la mirada de desconcierto de su tío.

—Ahí me acordé. Ustedes decían que había alguien al otro lado de esa ventana, pero se suponía que nadie vivía allí.

—Sí, esa misma. Está todo igual. Todo cerrado, todo quieto, el pasto crecido. Sin embargo, yo sentí que alguien me miraba desde esa ventana. Y salí corriendo y, hasta que no doblé en la esquina, no me sentí seguro.

—Yo creo que fue el recuerdo de lo que les parecía en el pasado. Hacía mucho que no ibas por allí. Es normal que al regresar, después de tanto tiempo, se te venga a la mente lo último que sentiste en ese lugar.

—Puede ser. Bueno, te lo quería contar. Me tengo que ir.

—Dale. No te preocupes. No pases por allí y todo vuelve a la normalidad.

—No lo creo —Lautaro se despidió con esa última expresión, incrédulo de que si algo sucedía realmente en esa casa, pudiera simplemente dejarse pasar. Ya se perfilaba su hambre por convertirse en un investigador como su tío, el hombre al que más admiraba.