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Cuando la tierra era niña

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EL TOQUE DE ORO

ARROYO UMBRÍO

A mediodía, nuestra partida juvenil se reunió en una cañada, a través de cuya profundidad corría un arroyuelo. La cañada era angosta, y sus vertientes escarpadas desde la margen del arroyo arriba estaban cubiertas con espesura de árboles, principalmente nogales y castaños, entre los cuales crecían también unas cuantas encinas y unos cuantos arces. En el verano, la sombra de tantas ramas juntas, que se encontraban y se enredaban sobre el arroyo, bastaba para producir un crepúsculo en pleno mediodía. De ahí venía el nombre de Arroyo Umbrío. Pero ahora, desde que el otoño había llegado a aquel lugar oculto, todo el obscuro verdor se había cambiado en oro; así es que el ramaje incendiaba la cañada, en vez de darle sombra. Las brillantes hojas amarillas, aunque el día hubiese estado nublado, hubieran parecido conservar entre ellas la luz del sol; y tantas se habían caído, que todo el cauce y la margen del arroyo estaban sembrados de luz de sol también. Así el rincón umbrío, donde el verano se había refrescado, ahora era el sitio más lleno de sol que pudiera encontrarse.

El arroyuelo corría, siguiendo su camino de oro, deteniéndose aquí para formar un remanso, en el cual pasaban como flechas los pececillos, nadando de un lado a otro; apresurándose luego cuesta abajo, como si tuviese mucha prisa por llegar al lago; olvidándose de mirar por donde iba, tropezaba con la raíz de un árbol, que se le atravesaba en la corriente. Os hubiera hecho reir oirle hacer ruido y echar espuma contra el inesperado obstáculo. Y aun después de haberle salvado, seguía el agua hablándose a sí misma, como si estuviera perpleja. Supongo que estaba maravilladísima al ver su cañada umbría tan iluminada, y al oir la charla y la alegría de tantos chiquillos. Así es que corría lo más aprisa que le era posible, y marchaba a esconderse en el lago.

En la cañada de Arroyo Umbrío, Eustaquio Bright y sus amiguitos se habían detenido para comer. Habían traído muchas cosas ricas de Tanglewood, dentro de sus cestillos, y las habían servido sobre troncos caídos, cubiertos de musgo, y con buenos manjares y mucha alegría habían hecho, en verdad, una comida deliciosa. Cuando terminó, ninguno quería moverse.

–Aquí descansaremos—dijeron algunos de los niños—, mientras el primo Eustaquio nos cuenta otro de sus cuentos bonitos.

El primo Eustaquio tenía tanto derecho a estar cansado como cualquiera de los chiquillos, porque había llevado a cabo grandes hazañas en aquella mañana memorable. Trébol, Romero, Capuchina y Girasol estaban casi convencidos de que tenía zapatillas con alas, como las que las Ninfas dieron a Perseo; tantas veces le habían visto en lo alto de la copa de un nogal, casi en el mismo instante en que acababan de verle en pie en el suelo. ¡Y entonces, qué chaparrones de nueces había hecho llover sobre sus cabezas, para que las atareadas manecitas las recogiesen en los cestitos! En una palabra: se había mostrado tan ligero como una ardilla o un mono, y ahora, tumbado sobre las hojas amarillas, parecía dispuesto a descansar un poco.

Pero los niños no tienen piedad ni consideración para el cansancio ajeno, y si no os quedase más que un solo aliento, os pedirían que le gastaseis en contarles un cuento.

–Primo Eustaquio—dijo Capuchina—, ¡qué cuento tan bonito el de la cabeza de la Gorgona! ¿Crees que serías capaz de contarnos otro tan bonito como ese?

–Sí, hija mía—dijo Eustaquio, tapándose los ojos con la visera de la gorra, como si se preparase a echar una siesta—. Podría contaros una docena, tan bonitos o más, si me diese la gana.

–¡Oh, Primavera y Margarita!, ¿oís lo que dice?—exclamó Capuchina, bailando de contenta—. ¡El primo Eustaquio nos va a contar una docena de cuentos, más bonitos que la cabeza de la Gorgona!

–No he prometido contar ni uno. Capuchina loca—dijo Eustaquio, casi con malhumor—. Y sin embargo, temo que no haya más remedio. ¡Ésta es la consecuencia de haber logrado una reputación! ¿Por qué no seré un poco más tonto de lo que soy, o por qué habré demostrado nunca las brillantes cualidades con que me ha dotado la Naturaleza? Así hubiera podido dormir la siesta en paz y en gracia de Dios.

Pero el primo Eustaquio, como creo haberlo indicado antes, era tan aficionado a contar cuentos como los chiquillos a oirlos. Su entendimiento libre y feliz se deleitaba en su propia actividad, y apenas requería impulso exterior para ponerse en movimiento.

¡Cuán diferente este espontáneo juego de la inteligencia, de la educada diligencia de los años maduros, cuando la tarea se ha hecho fácil a fuerza de costumbre, y el trabajo del día es indispensable para la felicidad del día, aunque todo lo demás se haya desvanecido como burbuja de jabón! Pero esta observación no hace falta que la oigan los niños.

Sin hacerse rogar más, Eustaquio Bright empezó a contar el cuento siguiente, realmente espléndido. Se le había ocurrido mientras estaba tumbado en el suelo, mirando hacia arriba a la copa de un árbol, observando cómo el toque del otoño había convertido cada una de sus hojas verdes en lo que parecía oro finísimo. Y ese cambio, que todos hemos presenciado, es tan maravilloso como cualquiera de los prodigios que Eustaquio relató al contar la historia de Midas.



EL TOQUE DE ORO

Vivió hace mucho tiempo un hombre muy rico, que además era rey. Se llamaba Midas. Tenía una hijita, de la cual nadie más que yo ha oído hablar nunca, y cuyo nombre nunca he sabido, o por mejor decir, he olvidado. Así es que, como me gustan los nombres extraños para las niñas, me parece bien llamarla Clavellina.

El rey Midas era aficionadísimo al oro. Apreciaba su corona real, principalmente porque estaba compuesta de tan precioso metal. Poseer oro, mucho oro, era la ambición más grande del rey Midas. Si algo había en la Tierra a que quisiese más que al oro, era a la preciosa niñita, su hija, que jugaba alegremente junto a su trono. Pero cuanto más la quería, más ansia le entraba de adquirir, buscar y amontonar riquezas. Pensaba, tontamente, que lo mejor que podía hacer por aquella niña, a quien quería tanto, era amontonar para ella inmensas cantidades de monedas amarillas y brillantes. Así es que jamás pensaba en otra cosa. Si por casualidad miraba por un momento las nubes doradas que se forman al ponerse el sol, sólo deseaba que fuesen oro de veras, para poder guardarlas en su caja fuerte. Cuando venía Clavellina, saltando y riendo, a buscarle con un ramo en la mano de flores amarillas del campo, lo único que le decía era:—¡Bah! ¡Bah, hijita! Si esas flores fueran de oro, como parecen, entonces sí que valdría la pena de recogerlas.

Y sin embargo, el rey Midas, cuando era joven y no estaba completamente dominado por el deseo desordenado de riquezas, había sido muy aficionado a las flores. Había plantado un jardín, en el cual crecían las rosas más grandes y más hermosas que haya visto u olido ningún mortal.

Las rosas seguían creciendo en el jardín, tan bellas, tan grandes y tan fragantes como cuando Midas acostumbraba a pasarse horas enteras mirándolas y gozando con su perfume. Pero ahora, si las miraba, era sólo para calcular cuánto más valdría el jardín si cada uno de los innumerables pétalos de las dichas rosas fuese una chapita de oro fino. Y aunque también en



otros tiempos fué muy aficionado a la música (a pesar de la historia que cuenta que sus orejas se parecían a las de los burros), la única música agradable para el pobre rey Midas era el tintín de una moneda al chocar contra otra.

Por fin (porque la gente se vuelve cada día más tonta, a no ser que tenga buen cuidado de hacerse cada día más y más cuerda), el rey Midas llegó a ser tan poco razonable, que no podía ver ni tocar cosa que no fuese de oro. Y tomó por costumbre pasar gran parte del día en una habitación obscura y subterránea en los sótanos de su palacio. Allí es donde guardaba sus riquezas. En aquel agujero feísimo, que apenas podía servir de calabozo, se encerraba el rey Midas cuando quería ser completamente feliz.

Allí, después de cerrar cuidadosamente la puerta, cogía un saco lleno de monedas de oro, o una copa de oro, grande como una palangana; o una barra de oro pesadísima, o un celemín lleno de polvo de oro, y los llevaba desde los rincones obscuros del cuarto hasta el único sitio donde caía un rayo de sol, brillante y estrecho, desde un tragaluz. Le gustaba mucho aquel rayo de sol, únicamente porque sin su ayuda no podía ver brillar su tesoro. Luego removía con las manos las monedas del saco, o tiraba la barra a lo alto y la recogía al caer, o hacía que se deslizara entre sus dedos el polvo de oro, o miraba la imagen extraña de su cara reflejada en la bruñida circunferencia de la copa, y se decía a sí mismo:—¡Oh, Midas, riquísimo rey Midas, qué hombre tan feliz eres!—. Pero era muy gracioso ver cómo la imagen de su rostro le hacía muecas desde la pulida superficie de la copa. Parecía como si aquella imagen comprendiese lo necio de su conducta y se burlase de él.

Midas se llamaba hombre feliz, pero dentro de sí mismo sentía que no lo era del todo. No podría llegar a la felicidad completa, a no ser que el mundo entero se convirtiese en un inmenso guardatesoros y estuviese lleno de amarillo metal, que fuese todo suyo.

No necesito recordar, a niños tan instruídos como vosotros, que allá en los tiempos antiguos, muy antiguos, cuando vivía el rey Midas, pasaban cosas que en nuestros tiempos y en nuestro país se nos antojarían maravillosas. Por otra parte, muchísimas cosas suceden ahora que no sólo nos parecen maravillosas a nosotros, sino que a las gentes de los tiempos antiguos les hubiesen dejado ciegas de asombro. Yo, por mi parte, creo que nuestros tiempos son mucho más extraños que los antiguos; pero, sea de esto lo que quiera, sigamos el cuento.

 

Un día estaba Midas gozando con la vista de sus tesoros en el obscuro subterráneo, cuando vió que una sombra caía sobre los montones de oro, y mirando de repente hacia arriba, vió la figura de un desconocido, que estaba en pie precisamente en el brillante y estrecho rayo de sol. Era un joven con cara alegre y rubicunda. No sé si porque la imaginación del rey Midas ponía un tinte amarillo sobre todas las cosas, o por cualquier otro motivo, no pudo menos de pensar que la sonrisa con que el desconocido le miraba tenía una especie de radiación dorada. Lo que sí era seguro es que, aunque la figura interceptaba el rayo de sol, los tesoros amontonados brillaban más que nunca. Hasta los más remotos rincones del cuarto participaban del resplandor misterioso y parecían iluminados cuando el desconocido sonreía, como si hubiese en ellos llamas o chispas.

Como Midas sabía que había cerrado cuidadosamente la puerta con llave, y que no había mortal capaz de penetrar en el cuarto donde guardaba sus tesoros, sacó en consecuencia que el visitante era algo más que un mortal. No hace falta deciros su nombre. En aquellos días, cuando la Tierra era relativamente nueva, se suponía que debían venir a visitarla de cuando en cuando seres dotados de poder sobrenatural, que tenían la costumbre de interesarse por las alegrías y las penas de los hombres, las mujeres y los niños, medio en broma y medio en serio. Midas había tropezado ya antes con seres de esa índole, y no le disgustaba encontrarse con ellos. El aspecto del forastero era tan regocijado, tan amable, ya que no demasiado bondadoso, que hubiese sido poco razonable sospechar que venía a hacer daño. Era más que probable que viniese a hacer un favor al rey Midas. ¡Y qué favor podría ser, sino aumentar sus montones de tesoros!

El desconocido miró por todo el cuarto. Y cuando su brillante sonrisa hubo centelleado sobre todos los objetos de oro que allí había, se volvió hacia Midas.

–Eres un hombre rico, amigo Midas—observó—. Me parece que no habrá en la Tierra otras cuatro paredes que contengan tanto oro como el que tú has conseguido amontonar en esta habitación.

–He hecho lo que he podido… lo que he podido…—respondió Midas en tono descontento—. Pero, después de todo, esto no es nada si se considera que he gastado la vida entera para reunirlo. Si pudiera uno vivir mil años, tendría tiempo para llegar a ser rico de veras.

–¡Cómo!—exclamó el desconocido—. ¿Todavía no estás satisfecho?

Midas movió la cabeza.

–¿Y con qué te contentarías?—preguntó el forastero—. Sólo por curiosidad me gustaría saberlo.

Midas se puso a meditar. Tuvo el presentimiento de que aquel desconocido, con su lustre dorado en la cara y su sonrisa de buen humor, había venido allí con poder y con intención de satisfacer sus mayores deseos. Por consiguiente, había llegado el feliz momento, y no tenía más que hablar para obtener todo lo posible, o al parecer imposible, que se le ocurriese pedir. Así es que pensó, y pensó, y pensó, y amontonó en su imaginación montaña sobre montaña de oro, sin llegar a figurarse una lo bastante grande para satisfacerle por completo.

Por último, se le ocurrió una idea luminosa. Parecía, en realidad, tan brillante como el esplendoroso metal que tanto amaba.

Levantando la cabeza, miró al desconocido cara a cara.

–Ea, Midas—observó el visitante—, veo que por fin has pensado cosa que pueda satisfacerte por completo. Dime lo que deseas.

–Sólo esto—respondió Midas—. Estoy cansado de que me cueste tanto trabajo reunir mis tesoros y de ver que después de tanto cansarme aumentan tan despacio. ¡Deseo que todo lo que yo toque se convierta en oro!

La sonrisa del desconocido se hizo tan amplia, que pareció llenar la habitación, como el sol que centellease en un sombrío y hondo valle, donde las amarillas hojas del otoño (porque esto parecían los pedazos de oro) estuviesen esparcidas por el suelo y brillasen a la luz.

–¡El Toque de Oro!—exclamó—. En verdad, amigo Midas, te digo que eres hombre de imaginación. Pero, ¿estás completamente seguro de que con eso te quedarás satisfecho?

–¡Completamente!…—dijo Midas.

–¿Y que nunca te arrepentirás de poseer ese don?

–¿Por qué había de arrepentirme?—preguntó Midas—. Es lo único que pido para ser completamente feliz.

–Entonces, hágase como deseas—respondió el forastero, moviendo la mano en señal de despedida—. Mañana, al salir el sol, te encontrarás dotado con el Toque de Oro.

El rostro del desconocido, se puso entonces extraordinariamente brillante, y Midas, a pesar suyo, tuvo que cerrar los ojos. Al abrirlos de nuevo, no vió más que el único rayo de sol en el subterráneo, y alrededor suyo el centelleo del precioso metal que había empleado toda la vida en reunir.

La historia no dice si Midas durmió aquella noche como de costumbre. Dormido o despierto, su espíritu estaba probablemente en el mismo estado que el de un niño a quien se ha prometido por la mañana un juguete nuevo. Y apenas el día acababa de asomar por encima de los montes, ya el rey estaba completamente despierto, y extendiendo los brazos fuera de la cama, empezó a tocar cuanto se encontraba a su alcance. Estaba impaciente por probar si realmente le había llegado el Toque de Oro, según la promesa del desconocido. Para convencerse pasó el dedo por la silla que estaba a la cabecera de la cama y sobre otros varios objetos; pero tuvo una triste desilusión al ver que continuaban siendo de la misma substancia que antes. Entonces temió que la visita del reluciente desconocido hubiese sido un sueño, o que, aunque hubiese venido de veras a visitarle, hubiese sido únicamente para burlarse de él. ¡Qué cosa tan triste, si después de tantas esperanzas el rey Midas hubiese tenido que contentarse con el poco oro que pudiese juntar por medios ordinarios, en lugar de crearlo con sólo tocar!

Mientras pensaba esto, aún estaba la mañana gris, con un solo rayo brillante a lo largo de una nube, que Midas no alcanzaba a ver. Se volvió a echar en la cama, muy desconsolado por la caída de sus esperanzas, y se fué poniendo cada vez más triste, hasta que el primer rayo de sol pasó a través de la ventana y vino a dorar el techo sobre su cabeza. Parecióle a Midas que aquel brillante y amarillo rayo de sol se reflejaba de modo extraño sobre la colcha blanca de su cama. Mirando más de cerca, ¡cuál no sería su asombro y su alegría al ver que el tejido de hilo se había transformado en otro que parecía ser del oro más puro y más brillante! ¡El Toque de Oro le había llegado con el primer rayo de sol!

Midas se incorporó en una especie de frenesí gozoso, y echó a correr por la habitación, tocando cuanto encontraba al paso. Tocó uno de los barrotes de la cama, e inmediatamente se convirtió en estriado lingote de oro. Descorrió una cortina para ver mejor todas las maravillas que estaba realizando, y la borla se le convirtió entre las manos en un montón de oro. Tomó un libro de encima de la mesa. Al primer contacto se convirtió en el volumen más ricamente encuadernado y dorado que se haya visto nunca; pero al pasar los dedos sobre las hojas, ¡ay!, se convirtieron éstas en un montón de delgadas placas de oro, en las cuales todas las sabias letras del libro quedaron ilegibles. Se apresuró a vestirse, y se quedó encantado al verse con magnífico traje de tela de oro, que conservaba su flexibilidad y su suavidad, aunque le pesaba un poco más que de costumbre. Sacó el pañuelo que su hijita había hecho a vainica para regalárselo. También se hizo de oro, convirtiéndose las puntadas primorosas que había hecho la niña con tanto cuidado, también en hilo de oro.

A pesar de todo, esta última transformación no dejó satisfecho por completo al rey Midas. Hubiese preferido que el regalo de su hija se hubiese conservado siempre como cuando la niña se subió en sus rodillas, besándole para entregárselo.

Pero no era cosa de afligirse por una pequeñez. Midas sacó sus lentes del bolsillo y se los puso en la nariz para ver mejor cuanto le rodeaba. En aquellos tiempos aún no se habían inventado los lentes para el común de los mortales, pero los reyes, sin duda, ya los gastaban; porque si no, ¿de dónde iba a haberlos sacado Midas? Con gran asombro suyo, notó que aunque los cristales eran excelentes, no veía nada a través de ellos. Era la cosa más natural del mundo, porque al tocarlos, los transparentes cristales se habían convertido en discos de amarillo metal, y por lo tanto eran inútiles como lentes, aunque como oro valiesen bastante.

Molestóle a Midas pensar que, con toda su riqueza, ya nunca podría conseguir un par de lentes que le sirviesen de algo.

–Pero, después de todo, importa poco—se dijo a sí mismo con mucha filosofía—. No podemos tener un gran bien que no venga acompañado de algún ligero inconveniente. El Toque de Oro bien vale el sacrificio de un par de lentes por lo menos, ya que no de los ojos. Los míos me servirán para los usos ordinarios de la vida, y mi hijita Clavellina pronto será una personita formal y podrá leerme todos los libros que yo necesite.

El sabio rey Midas estaba tan contento con su buena suerte, que el palacio le parecía pequeño para contenerla. Por consiguiente, bajó las escaleras y sonreía al observar cómo la balaustrada y el pasamanos se iban convirtiendo en oro bruñido, según los tocaba. Levantó el picaporte de la puerta—era de bronce un momento antes, pero fué de oro en cuanto sus dedos le hubieron tocado—y salió al jardín. Encontró en él, como de costumbre, muchísimas rosas: unas completamente abiertas, otras en capullo. Deliciosa era su fragancia en el aire de la mañana. Su color delicado era una de las más lindas cosas que se pudieran ver; tan amables, tan modestas, tan llenas de tranquilidad parecían aquellas flores.

Pero Midas sabía el modo de hacerlas mucho más preciosas, según su modo de pensar, que ninguna otra rosa que hubiese en el mundo. Para conseguirlo se tomó el trabajo de ir de rosal en rosal, y ejercitó su Toque de Oro infatigablemente, hasta que todas las flores y todos los capullos, y hasta los gusanillos que había en el corazón de algunas de ellas, se convirtieron en oro. Cuando estaba terminando esta faena, llamaron al rey Midas a desayunar, y como el aire de la mañana le había despertado el apetito, se apresuró a volver a palacio.

En qué consistía generalmente el desayuno de un rey en los tiempos de Midas, es cosa que no sé, y ni puedo ahora detenerme a investigarlo. Supongo, sin embargo, que aquella mañana el desayuno consistía en panecillos calientes, una hermosa trucha, patatas asadas, huevos frescos, pasados por agua, y café para el rey Midas, y un tazón de sopas de leche para su hija Clavellina. Creo que este desayuno basta para un rey, y a mí me parece que fuese éste o no fuese el que el rey Midas acostumbraba a tomar, era ciertamente exquisito.

Clavellina no había llegado todavía. Su padre mandó que la llamasen, y sentándose a la mesa esperó que la niña llegara para empezar a desayunar. Para hacer justicia al rey Midas, hay que decir que quería muy de veras a su hijita, y mucho más aquella mañana, que estaba tan contento por la buena suerte que había caído sobre él. Pasó un momento y la oyó llegar; pero Clavellina venía llorando amargamente. Esta circunstancia le sorprendió mucho, porque era su hijita una de las niñas más alegres que se hayan visto nunca en un día de verano, y con las lágrimas que acostumbraba a llorar en doce meses no se hubiese podido llenar un dedal.

Cuando Midas oyó sus sollozos, decidió consolarla dándole una sorpresa agradable, e inclinándose sobre la mesa, tocó el tazón de su hija (que era de porcelana con figuritas muy lindas) y le cambió en oro reluciente.

Clavellina, muy desconsolada, abrió la puerta y se presentó delante de su padre, limpiándose las lágrimas con el delantal, y sollozando como si se le rompiese el corazón.

–¿Qué es eso, hija mía?—exclamó Midas—. ¿Qué te pasa, hoy que hace una mañana tan hermosa?

Clavellina, sin quitarse el delantal de los ojos, alargó una mano, en la cual estaba una de las rosas que su padre acababa de transformar.

–¡Muy bonita!—exclamó su padre—. ¿Qué hay en esa magnífica rosa que pueda hacerte llorar?

–Papá—respondió la chiquilla llorando a más y mejor—, no es bonita: es la flor más fea del mundo. En cuanto me he vestido, he bajado al jardín a cortar rosas para ti, porque sé que te gustan, y que te gustan más cuando te las corta tu hijita. Pero, ¿a que no sabes lo que ha sucedido? Una desgracia muy grande, muy grande. ¡Todas las rosas tan bonitas, que olían tan bien y tenían tantos colores, se han echado a perder! Se han puesto amarillas como ésta, y no huelen a nada. ¿Qué les habrá pasado?

 

–Bueno, hijita, no llores por eso—dijo Midas, a quien le dió vergüenza confesar que él mismo había producido el cambio que tanto afligía a la niña—. Siéntate y toma tus sopas de leche. Ya verás qué fácil es cambiar una rosa de oro como esa, que dura por lo menos cientos de años, por una vulgar, que se deshoja en un día.

–No quiero rosas como ésta—dijo Clavellina tirándola despectivamente—. No huele a nada, y con estos pétalos tan duros me araña la nariz.

La niña se sentó a la mesa; pero estaba tan preocupada con su pena por las rosas marchitas, que no reparó en la transformación maravillosa del tazón de China. Y más valió así. Porque Clavellina estaba acostumbrada a divertirse mirando las figurillas raras y las casas y los árboles tan extraños que estaban pintados en la superficie del tazón, y todos aquellos adornos habían desaparecido en el tono amarillo del metal.

Midas, entretanto, se había servido una taza de café, y, naturalmente, la cafetera, que no sé de qué metal era cuando la cogió, estaba convertida en oro cuando volvió a dejarla sobre la mesa. Pensó un momento que era demasiado lujo para un rey de costumbres modestas como las suyas tener servicio de oro para el desayuno, y empezó a pensar en el mucho trabajo que iba a costarle guardar y conservar en salvo todos sus tesoros. El aparador y la cocina no le parecían sitios bastante seguros para guardar cosa de tanto valor como tazones y cafeteras de oro.

Con estos pensamientos se llevó a los labios una cucharada de café, y al sorberla se quedó atónito, al notar que en el instante en que sus labios tocaron el líquido se convirtió en oro derretido, y un instante después se solidificó, formando un terrón dorado.

–¡Ah!—exclamó Midas casi con horror.

–¿Qué te pasa, papá?—preguntó Clavellina mirándole, aún con lágrimas en los ojos.

–¡Nada, niña, nada!—dijo Midas—. Toma la leche antes de que se enfríe por completo.

Se sirvió una de las truchas, y por vía de experimento tocó la cola con el dedo. Con gran espanto suyo vió que se convertía de trucha admirablemente frita en un pez dorado, pero no como esos que se suelen ver en las peceras y bonitos estanques. No, porque era un pez de metal verdad, y parecía que le hubiese hecho con todo primor el mejor joyero del mundo. Las espinas eran ahora alambritos de oro; las aletas y la cola eran delgadísimas placas de oro, y quedaban en él hasta las señales del tenedor, y toda la apariencia delicada y ligera de un pez bien frito, exactamente imitado en oro. Cosa muy bonita, como podéis figuraros; pero el rey Midas en aquel momento hubiese preferido mejor tener en el plato una trucha de veras, que tener aquella primorosa y valiosa imitación.

–No comprendo—se dijo a sí mismo—cómo voy a arreglármelas para desayunar.

Cogió uno de los panecillos calientes, y apenas lo partió cuando, con gran mortificación suya, se puso amarillo (aunque era de la harina de trigo más blanca), mucho más amarillo que si hubiese sido pan de maíz. A decir verdad, si hubiese sido pan de maíz, le hubiese gustado a Midas mucho más que entonces, cuando el brillo y el peso le hicieron comprender, sin género de duda, que era de oro. Casi desesperado, se sirvió un huevo pasado por agua, que inmediatamente sufrió un cambio análogo a los de la trucha y el panecillo. Verdaderamente, el huevo pudiera haberse tomado por uno de aquellos que la gallina de oro de la fábula tenía costumbre de poner.

–¡Pues, señor, estoy divertido!—pensó recostándose en el respaldo del sillón y mirando casi con envidia a su hijita, que ya estaba tomando sus sopas de leche con gran satisfacción—. ¡Un desayuno tan rico sobre la mesa y no poder probar ni un bocado!

Esperando que a fuerza de darse prisa podría evitar el grave inconveniente, el rey Midas se echó sobre una patata caliente e intentó tragársela a toda prisa sin tocarla con la boca. Pero el Toque de Oro era más listo que él. Y se encontró con la boca llena, no por una patata harinosa, sino por un pedazo de metal sólido, que le quemó la lengua de un modo tan horroroso, que empezó a dar alaridos y a saltar y patalear por todo el cuarto; tanto le quemaba y dolía.

–¡Papá! ¡Papá!—exclamó Clavellina, que era una niña muy cariñosa—. ¿Qué te pasa, papá? ¿Te has quemado la lengua?

–¡Ay, hija mía!—murmuró Midas tristemente—. ¡No sé qué va a ser de tu pobre padre!

Y, verdaderamente, ¿habéis oído caso más lastimoso en toda vuestra vida? Aquí está literalmente el desayuno más rico que pueda servirse en mesa de rey, y su misma riqueza le hace absolutamente inservible. El labrador más pobre, sentado delante de un pedazo de pan y un vaso de agua, está realmente mucho mejor servido que el rey Midas, cuyos delicados manjares valían en realidad tanto oro como pesaban. ¿Y qué iba a hacer? Ya a la hora del desayuno; Midas tenía muchísimo apetito. ¿Iba a tener menos a la hora de comer? Y figuraos qué hambre de lobo tendría a la hora de la cena, que consistiría, sin duda, en manjares tan indigestos como los que entonces tenía delante. ¿Cuántos días pensáis que podría sobrevivir a un régimen tan substancioso?

Estas reflexiones conturbaron de tal manera al atribulado rey Midas, que empezó a poner en duda si, después de todo, las riquezas eran lo único deseable de este mundo o siquiera lo más deseable de todo. Pero esto no fué más que un pensamiento pasajero. Tan fascinado estaba Midas con el brillo del amarillo metal, que no hubiese querido renunciar al Toque de Oro por consideración tan mezquina como la de un desayuno. ¡Qué precio por unos cuantos comestibles! ¡Y además, perder tantos millones! ¡Es decir, pagarlos por una trucha frita y un huevo, una patata, un panecillo caliente y una taza de café!

–¡Sería demasiado caro!—pensó Midas.

Sin embargo, tales eran su hambre y la perplejidad de la situación, que volvió a quejarse en alta voz y muy tristemente. Nuestra lindísima Clavellina no pudo soportarlo más. Se quedó aún un momento sentada, mirando a su padre e intentando con todo el poder de su entendimiento comprender qué le pasaba. Luego sintió un deseo suave y triste de consolarle, saltó de su silla y corriendo hacia el rey, su padre, le rodeó las piernas con los brazos. El se inclinó a dar un beso a la niña. Y entonces comprendió que el amor de su hija valía mil veces más que todo lo que había ganado con el Toque de Oro.

–¡Clavellina, hijita, preciosa mía!—exclamó.

Pero Clavellina no respondió.

¡Ay, qué había hecho! ¡Cuán fatal era el don que el desconocido le había otorgado! En el momento en que los labios de Midas tocaron la frente de su hija, se operó en ella terrible cambio. Su suave y sonrosado rostro, tan lleno de cariño, se puso amarillento, y lágrimas amarillas también quedaron fijas en sus mejillas. Sus hermosos rizos obscuros tomaron el mismo color. Todas sus tiernas y blandas formas quedaron duras e inflexibles entre los brazos de su padre, que la rodeaban. ¡Oh, terrible desdicha! Víctima de su insaciable deseo de riqueza, había convertido a su propia hija en una estatua de oro…

Sí: una estatua era ya aquella bellísima niña, y su última e interrogadora mirada de cariño, de pena y de lástima, endurecida y como tallada en su rostro, era la cosa más bonita y más triste que ojos mortales han visto nunca. Todas las facciones y todos los detalles y peculiares gracias de Clavellina estaban en su estatua; hasta un encantador hoyito que tenía en la barba, y agraciaba delicadamente sus rasgos fisonómicos. Pero cuanto más perfecto era el parecido, mayores eran la agonía y desesperación del rey Midas, contemplando aquella imagen de oro, que era todo lo que quedaba de su hijita. Siempre que Midas acariciaba a su hijita, acostumbraba a decirla:—¡Vales más oro que pesas!—. La frase, desgraciadamente, era ahora literalmente cierta, y el dolorido monarca comprendía, aunque demasiado tarde, cuán infinitamente más vale un corazón amante y compasivo, que le tenga a uno cariño, que todas las riquezas que amontonarse puedan entre el cielo y la tierra.