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Cuando la tierra era niña

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Sería historia demasiado triste contaros cómo Midas, ahora que ya tenía todo lo que había deseado, empezó a retorcerse las manos y a maldecirse a sí mismo. Y como no podía ni mirar a Clavellina ni apartar los ojos de ella, excepto cuando los tenía fijos en la estatua, no podía creer que se había convertido en oro. Pero, volviendo a mirar, veía la preciosa figurita con una lágrima amarilla en sus mejillas de oro, y con una mirada tan compasiva y tan cariñosa, que parecía que la misma expresión tuviese que ablandar el oro y convertirlo en carne otra vez. Eso, desde luego, no podía ser. Así es que Midas volvió a retorcerse las manos y a desear ser el hombre más pobre del mundo, si la pérdida de todas sus riquezas pudiera volver al rostro de la niña el desvanecido color de rosa.

Cuando estaba en lo más tremendo de la desesperación, de pronto vió a un desconocido que estaba en pie junto a la puerta. Midas inclinó la cabeza, sin pronunciar palabra, porque reconoció la misma figura que se le había aparecido el día antes en el subterráneo y le había otorgado la desastrosa facultad del Toque de Oro. El rostro del desconocido aún tenía la misma sonrisa, que parecía derramar amarillo lustre sobre la habitación y centelleaba sobre la imagen de Clavellina y sobre los demás objetos que habían sido transformados por el tacto de Midas.

–¡Eh!, amigo Midas—dijo el desconocido—: ¿qué tal te va con el Toque de Oro?

Midas movió la cabeza.

–Soy muy desgraciado—dijo.

–¿Muy desgraciado, de veras?—exclamó el desconocido—. ¿Y cómo es eso? ¿No he cumplido fielmente la promesa que te hice? ¿No has tenido todo lo que deseaba tu corazón?

–El oro no es todo en este mundo—respondió Midas—, y he perdido lo que mi corazón realmente quería más que nada.

–¡Ah! ¿De modo que de ayer a hoy has hecho un descubrimiento?—observó el desconocido—. A ver, a ver. ¿Cuál de estas dos cosas te parece que vale más: el don del Toque de Oro o una copa de agua clara?

–¡Oh, bendita agua!—exclamó Midas—. ¡Ya nunca volverás a humedecer mi seca garganta!

–¿El Toque de Oro—continuó el desconocido—o un pedazo de pan?

–Un pedazo de pan—respondió Midas—vale por todo el oro del mundo.

–¿El Toque de Oro—preguntó el desconocido—o tu hijita palpitante, viva, suave y cariñosa como hace una hora?

–¡Oh! ¡Mi hijita, mi hijita!—exclamó el pobre Midas retorciéndose las manos—. ¡No hubiera dado yo el hoyito que tenía en la barba por el poder de convertir toda la tierra en una inmensa bola de oro!

–Eres más cuerdo que eras, rey Midas—dijo el desconocido—. Ya veo que tu corazón no se ha convertido totalmente de carne en oro. Si así fuera, tu caso hubiese sido desesperado. Pero aún pareces capaz de comprender que las cosas sencillas, las que están al alcance de todo el mundo, valen mucho más que las riquezas por las cuales tantos mortales se afanan y luchan. Dime ahora sinceramente: ¿deseas verte libre del Toque de Oro?

–¡Le odio!—respondió Midas.

Una mosca se le posó en la nariz, pero inmediatamente cayó al suelo; también ella se había convertido en oro. Midas se estremeció.

–Entonces—dijo el desconocido—, ve y báñate en el río que pasa por detrás de tu jardín. Toma un cántaro del agua misma y ve rociando con ella cada uno de los objetos que puedas desear que vuelvan a su antigua substancia. Si haces esto con buen deseo y sinceridad, puede que repares el daño que has causado con tu avaricia.

El rey Midas se inclinó profundamente, y cuando levantó la cabeza, el reluciente desconocido ya no estaba allí.

Comprenderéis fácilmente que Midas no perdió el tiempo, y fué a buscar un gran cántaro de barro; pero, ¡ay de mí!, en cuanto le tocó dejó de ser barro. Corrió, sin embargo, hasta la orilla del río. Según iba corriendo a través del huerto, que estaba plantado de grosellas y frambuesas, era maravilloso ver cómo el follaje se ponía amarillo, como si hubiese pasado por allí el otoño. Al llegar al río se tiró de cabeza, sin esperar siquiera a quitarse los zapatos.—¡Puf, puf, puf!—resopló el rey Midas al sacar la cabeza del agua—. Está bien. Éste es un baño refrescante, y supongo que me habrá lavado por completo del Toque de Oro. Ahora, a llenar el cántaro.

Al meter el cántaro en el agua alegrósele el corazón al verle convertirse, de oro que era, en el mismo honrado cántaro de barro que fué antes de que le hubiese tocado él. También notaba un cambio dentro de sí mismo. Parecía que se le había quitado del pecho un peso grande, duro y frío. Sin duda su corazón había ido perdiendo poco a poco su humana substancia y transmutándose en metal insensible; pero ahora iba ablandándose en carne de nuevo. Viendo una violeta que crecía a la orilla del río, Midas la tocó, y no cabía en sí de gozo al ver que la delicada flor conservaba su color característico, en vez de tomar un brillante amarillo. La maldición del Toque de Oro, por lo tanto, se había apartado de él.

El rey Midas se apresuró a volver a palacio, y supongo que algunos criados no sabían lo que les pasaba al ver a su real dueño llevando tan cuidadosamente un cántaro de agua. Pero aquel agua que iba a deshacer todo el daño que había causado su locura, era más preciosa para Midas que pudiera haberlo sido un océano de oro líquido. Lo primero que hizo, como apenas necesito deciros, fué echar agua a manos llenas sobre la dorada figura de su hija.

Apenas cayó el agua sobre ella, os hubieseis reído al ver cómo volvió el color de rosa a sus mejillas. ¡Y cómo empezó a estornudar y a sacudirse! Y qué asombrada se quedó al encontrarse toda mojada y ver a su padre que seguía echándole agua encima.

–¡Basta, papá; por favor, ya no más!—exclamó—. Mira lo que has hecho con mi vestido tan bonito. ¡Y que le estreno hoy!

Clavellina no sabía que había sido un rato estatua de oro; no podía acordarse de lo que había sucedido desde el momento en que corrió con los brazos abiertos a consolar al pobre rey Midas, su padre.

No creyó éste necesario contar a su querida hija cuán loco había sido, pero se decidió a demostrar lo mucho más cuerdo que ahora era. Para esto llevó a Clavellina al jardín, donde echó el agua que quedaba sobre los rosales, y con tan buena suerte, que más de cinco mil rosas recobraron su hermoso color. Hubo dos circunstancias, sin embargo, que mientras vivió conservaron para el rey Midas el recuerdo del Toque de Oro. Una fué que las arenas del río



brillaban como el oro, y la otra que el cabello de Clavellina tenía ahora un reflejo dorado que nunca había observado en él antes de que se hubiese transformado por efecto de su beso. Este cambio era, en realidad, una mejora, y el cabello de Clavellina era mucho más bonito que antes.

Cuando el rey Midas se hizo ya muy viejo y tenía a los hijos de Clavellina sobre sus rodillas jugando con ellos a los caballitos, le gustaba contarles este cuento maravilloso, casi como ahora os le cuento yo. Y cuando acariciaba sus sortijillas de seda, les decía que su cabello también tenía un bonito reflejo de oro, que habían heredado de su madre.

–Y para deciros la verdad, queridos niños míos—comentaba el rey Midas, haciendo cabalgar a toda prisa a sus nietecitos—, desde aquella mañana he aborrecido la vista del oro, no siendo en el cabello de vuestra madre.

–Ea, niños—preguntó Eustaquio, que era muy aficionado a saber la opinión definida de sus oyentes—, ¿habéis oído en toda vuestra vida cuento mejor que este del Toque de Oro?

–La historia del rey Midas—dijo la burlona Primavera—era famosa miles de años antes de que el señor Eustaquio Bright viniese a este mundo, y continuará siéndolo después que él lo abandone. Pero algunas personas tienen lo que pudiéramos llamar «toque de plomo», y convierten en pesado y seco todo lo que tocan sus manos.

–Eres una niña muy lista, para no haber cumplido aún los quince—dijo Eustaquio, desconcertado por lo agudo de la crítica—. Pero bien convencida estás, dentro de tu malvado corazoncillo, de que he bruñido el oro viejo de la historia de Midas y le he puesto más brillante que nunca. ¿Y la figura de Clavellina? ¿No está maravillosamente dibujada? Y la moraleja, ¿no es profunda, clara y bien traída? ¿Qué decís, Amapola, Romero, Trébol, Margarita? Alguno de vosotros, después de haber oído este cuento, ¿desearíais poseer la facultad de convertir las cosas en oro?

–A mí me gustaría—dijo Margarita, chiquilla de diez años—tener el poder de convertirlo todo en oro con el dedo índice de la mano derecha, pero con tal de tener en el de la mano izquierda el poder de volverlo a su estado primero, si el cambio no había resultado a mi gusto. ¡Ay, si lo tuviera, ya sé lo que haría esta misma tarde!

–¿Qué harías?—dijo Eustaquio.

–Tocaría—respondió Margarita—cada una de las hojas de estos árboles con el dedo índice de la mano izquierda, y las pondría verdes otra vez; así es que volveríamos a empezar el verano, sin tener que pasar por el feo invierno.

–¡Oh, Margarita!—exclamó Eustaquio Bright—; estás en un error, y harías una cosa muy mal hecha. Si yo fuera Midas, no haría más que días de oro, como este de hoy, durante todo el año. Las mejores ideas siempre se me ocurren un poco tarde. ¿Por qué no os habré dicho cómo el viejo rey Midas vino a América y cambió el sombrío otoño que hay en otros países en la deslumbrante belleza con que aquí se viste? Doró todas las hojas del gran libro de la Naturaleza.

–Primo Eustaquio—dijo Girasol, chiquillo bueno, que siempre estaba haciendo preguntas sobre la altura exacta de los gigantes y la pequeñez de las hadas—, ¿qué altura justa tenía Clavellina, y cuánto pesaría después de haberse convertido en oro?

–Era casi tan alta como tú—replicó Eustaquio—, y como el oro es muy pesado, pesaría lo menos dos mil libras, y si se hubiera hecho moneda con ella, se hubieran sacado de treinta a cuarenta mil duros en oro. ¡Ojalá Primavera valiese tanto! Vamos, hijitos, salgamos de la cañada, subiendo a lo alto del peñón, y echemos una mirada en derredor.

 

Así lo hicieron. El sol había ya andado dos horas más de la mitad de su camino, y llenaba el gran hueco del valle con su radiación occidental, de modo que parecía estar lleno hasta el borde de luz suave que se desbordaba sobre las colinas, como vino dorado en una copa. Era un día tan maravillosamente lleno de luz de oro, que se hubiera podido decir de él: ¡Nunca ha existido día semejante, aunque ayer tal vez fué, y mañana será, tan luminosamente radiante! ¡Ah! Pero hay pocos de esos en el círculo de doce meses. Es peculiaridad notable de estos días de Octubre que cada uno de ellos parece ocupar muchísimo espacio, aunque el sol se levanta más bien tarde en esta estación del año, y se va a la cama, como debieran irse los niños, a las tempranas seis de la tarde o un poco antes. No podemos, por lo tanto, llamar a estos días largos; pero parecen, de un modo o de otro, compensar su brevedad con su amplitud, y cuando llega la noche fresca, tenemos conciencia de haber gozado un inmenso brazado de vida desde por la mañana.

–¡Venid, niños, venid!—exclamó Eustaquio—. ¡Más nueces, más nueces, más nueces! ¡Llenad todos los cestos, y cuando venga Navidad, las partiré para vosotros y os contaré magnificas historias!

Y así se fueron, todos contentísimos, excepto el pequeño Romero, que, siento decíroslo, se había sentado sobre un erizo de castaña y se había convertido en acerico de sus pinchos. ¡Dios mío, qué incómodo debía ir el pobre!

EL PARAÍSO DE LOS NIÑOS


EN EL CUARTO DE JUEGO DE TANGLEWOOD

Pasaron los días de oro de Octubre, como tantos otros Octubres han pasado, y pasó el obscuro Noviembre y la mayor parte del frío Diciembre también. Por fin llegó la alegre Navidad, y Eustaquio Bright llegó con ella, haciéndola aún más alegre con su presencia. Y al día siguiente de haber llegado él, cayó una gran nevada. Hasta entonces el invierno parecía haberse retrasado, y nos había dado muchos días tibios, que eran como sonrisas en su rostro arrugado. La hierba se había conservado verde en los sitios resguardados, tales como los escondrijos de las vertientes que miraban al Sur y a lo largo de las cercas de piedra que no dejaban pasar el viento frío. Aún no hacía un par de semanas que los niños habían encontrado un amargón en flor, en la margen del Arroyo Umbrío, precisamente a la salida de la cañada.

Pero ya no había ni hierba ni flores. ¡Qué nevada! Veinte millas de tierra cubierta de nieve hubieran podido verse entre las ventanas de Tanglewood y la alta montaña, si la vista alcanzase tan lejos, entre los remolinos de copos que blanqueaban toda la atmósfera. Parecía como si las colinas fuesen gigantes, que se estuviesen entreteniendo en tirarse unos a otros monstruosos puñados de nieve. Tan espesos caían los copos, que hasta los árboles que estaban a mitad del camino, valle abajo, quedaban ocultos por ellos la mayor parte del tiempo. Algunas veces, es verdad, los pequeños prisioneros de Tanglewood podían divisar el confuso contorno de la gran montaña y la lisa blancura del lago helado al pie de ella, y las manchas negras o grises de los bosques en la parte más cercana del paisaje. Pero esto eran, sencillamente, claras en la tormenta.

Sin embargo, los niños se regocijaban con la nevada. Ya habían trabado conocimiento con la nieve, dando saltos bajo ella cuando caía más espesa, y tirándosela unos a otros a puñados, precisamente como ahora mismo nos figurábamos que hacían las montañas. Y ahora habían vuelto al espacioso cuarto de juego, que era tan grande como el gran salón, y estaba lleno de toda clase de juguetes, grandes y pequeños. El mayor de todos era un caballo de movimiento, que parecía un jaco de verdad, y había una familia entera de muñecas de madera, de cera, de cartón y de china, además de unos cuantos bebés de trapo; y tarugos de construcción, innumerables, y bolos, y pelotas, y peones, y aros, y volantes, y combas, y muchísimos más objetos valiosos de los que yo pudiera enumerar en una página. Pero los niños preferían la nevada a todos los juguetes. ¡Prometía para mañana tantas animadas diversiones, y para todo el resto del invierno! Los trineos, los resbalones desde la colina hasta el valle, las estatuas de nieve que había que esculpir, las fortalezas de nieve que había que edificar, y la batalla de bolas de nieve que había que ganar.

Así los chiquillos bendecían la nevada, y se alegraban de ver que caía cada vez más espesa, y miraban con esperanza el montón que se estaba formando en la avenida, y que ya era más alto que el más alto de ellos.

–¡Vamos a estar bloqueados hasta la primavera!—exclamaron con el mayor entusiasmo—. ¡Qué lástima que la casa sea demasiado alta y que no pueda cubrirla la nieve! La casita encarnada de allá abajo va a quedar enterrada hasta el tejado.

–Pero, chiquillos locos, ¿todavía deseáis más nieve?—preguntó Eustaquio, que cansado de alguna novela que estaba leyendo, había entrado en el cuarto de juego—. Ya ha hecho bastante daño, echando a perder la mejor partida de patines que hubiera yo podido disfrutar en todo el invierno. ¡No volveremos a ver el lago hasta el mes de Abril, y hoy iba a ser el primer día que yo pasase patinando sobre él! ¿No me compadeces, Primavera?

–¡Claro que sí!—respondió Primavera, riendo—. Pero, para que te consueles, escucharemos uno de tus cuentos rancios, de los que nos contabas en el Pórtico o en Arroyo Umbrío. Puede que ahora que no tengo nada que hacer, me gusten más que cuando había nueces que buscar o buen tiempo que disfrutar.

Inmediatamente, Margarita, Trébol, Amapola y todos los chiquillos que aún estaban en Tanglewood, se reunieron en torno de Eustaquio, pidiéndole con afán que contase un cuento. El estudiante bostezó, se desperezó, y después, con gran admiración de la gente menuda, dió tres saltos hacia adelante y tres hacia atrás por encima del respaldo de una silla, con el fin, según les explicó, de poner en movimiento su inteligencia.

–Bueno, bueno, chiquillos—dijo después de estos preliminares—, puesto que insistís, y puesto que Primavera se empeña, veremos si puedo complaceros. Y para que sepáis qué días tan felices existieron antes de que estuviesen de moda las nevadas, os contaré una historia del más viejo de todos los tiempos, cuando el mundo era tan nuevo como el peón nuevo de Capuchina. Entonces no existía en la Tierra más que una estación: el delicioso verano, y una sola edad para los mortales: la infancia.

–Nunca he oído hablar de eso—dijo Primavera.

–Claro que no—respondió Eustaquio—. Será un cuento que nadie ha soñado antes que yo, un Paraíso de los niños que se desvaneció por culpa de una chiquilla tan mala como Primavera.

Y Eustaquio Bright se sentó en la silla sobre la cual había estado saltando, sentó a Capuchina sobre sus rodillas, mandó callar al auditorio, y empezó el cuento sobre la niña mala, cuyo nombre era Pandora, y sobre su compañero de juegos, que se llamaba Epimeteo. Podéis leerle palabra por palabra, porque empieza en la página siguiente.



EL PARAÍSO DE LOS NIÑOS

Hace mucho, mucho tiempo, cuando el mundo estaba en su tierna infancia, hubo un niño, llamado Epimeteo, que no había tenido ni padre ni madre, y para que no estuviese tan solo, le enviaron desde un país lejano una niña, también sin padre y sin madre, que viviese con él y fuese su compañera de juegos y su ayuda. Llamábase la niña Pandora.

Lo primero que vió Pandora, cuando entró en la casita donde vivía Epimeteo, fué una caja grande. Y casi lo primero que le preguntó en cuanto pasó el umbral, fué esto:

–Epimeteo, ¿qué tienes guardado en esa caja?

–Querida Pandora—respondió Epimeteo—, es un secreto y debes tener la bondad de no preguntarme nada respecto de él. Han dejado aquí la caja para que esté bien guardada, y yo mismo no sé lo que tiene dentro.

–Pero, ¿quién te la ha dado a guardar?—preguntó Pandora—. ¿Y de dónde ha venido?

–También eso es un secreto—respondió Epimeteo.

–¡Qué fastidio!—exclamó Pandora haciendo una mueca—. ¡Me gustaría que la dichosa caja estuviese a cien leguas de aquí!

–¡No pienses más en eso!—exclamó Epimeteo—. Vamos fuera, a jugar con los demás niños.

Hace miles de años que vivieron Pandora y Epimeteo. Y el mundo ahora es muy diferente de lo que era en su tiempo. Entonces todo el mundo era niño. No hacían falta padres ni madres para cuidar de las criaturas, porque no había peligros ni males de ninguna clase, no había ropa que coser, y siempre se encontraba de comer y beber en abundancia. Siempre que un niño necesitaba alimento, lo encontraba colgado de algún árbol. Y si miraba al árbol por la mañana, veía en flor la comida que se le estaba preparando para la noche, y al anochecer veía el tierno capullo de su almuerzo del día siguiente. Era una vida muy agradable. No había tareas que hacer ni lecciones que estudiar; no había más que juegos y danzas, y dulces voces de niños que hablaban o cantaban como pájaros, o saltaban como fuentes de alegre risa durante todo el largo día.

Y lo mejor de todo es que los niños no disputaban, ni tomaban rabietas, ni se recordaba, desde que empezó el tiempo, que ninguno se hubiese ido a un rincón refunfuñando.

¡Qué tiempo más bueno para vivir en él! La verdad es que esos horribles y diminutos monstruos con alas que se llaman Molestias, y que ahora abundan tanto como los mosquitos, no se habían visto nunca en la tierra. Y es posible que la mayor inquietud que hubiese experimentado un niño nunca, fuese la mortificación de Pandora por no poder descubrir el secreto de la caja misteriosa.

Esto fué en un principio la ligera sombra de una molestia; pero cada día se hizo más y más real, hasta que, pasado algún tiempo, la casita de Epimeteo fué menos alegre que la de los demás niños.

–¿De dónde puede haber venido esa caja?—decía a todas horas Pandora—. ¿Y qué tendrá dentro?

–¡Siempre hablando de la dichosa caja!—dijo, por fin, Epimeteo, porque había llegado a cansarse de oir siempre lo mismo—. Me gustaría, querida Pandora, que hablásemos de otro asunto. Anda, vamos a coger unos cuantos higos bien maduros, y a comérnoslos debajo de un árbol, porque ya es hora de merendar. Y también sé dónde está una viña que tiene las uvas más dulces que has probado nunca.

–¡Siempre hablando de uvas y de higos!—dijo Pandora con malhumor.

–Bueno, entonces—dijo Epimeteo, que era muchacho de muy buen genio, como muchísimos niños de aquellos tiempos—, vamos a correr y a jugar con nuestros compañeros.

–Estoy cansada de tanto juego y no jugaré más—respondió Pandora—. No tengo humor para juegos. ¡Esa caja tan fea! No puedo dejar de pensar en ella. Me tienes que decir, por fuerza, lo que hay dentro.

–Ya te he dicho cincuenta veces que no lo sé—respondió Epimeteo, ya un poco molesto—. ¿Cómo quieres que te diga lo que hay dentro, si no lo he visto?

–Puedes abrirla—dijo Pandora, mirando de reojo a Epimeteo—, y así lo vemos.

–Pandora, ¿en qué estás pensando?—exclamó Epimeteo.

Y su rostro expresó tal horror ante la idea de abrir la caja que se le había confiado con condición de no abrirla nunca, que Pandora comprendió que más valía no insistir. Pero no podía menos de seguir pensando en la caja y hablando de ella.




—Por lo menos—dijo—, bien puedes decirme cómo ha venido aquí.

–La dejó en la puerta—respondió Epimeteo—, un momento antes de que llegases tú, una persona muy sonriente y muy inteligente, al parecer, y cuando la dejó en el suelo, apenas podía contener la risa. Estaba envuelto en una capa muy extraña, y llevaba un gorrito que parecía estar hecho, en parte, de plumas; tanto, que yo llegué a creer que tenía alas.

–¿Y qué bastón llevaba?—preguntó Pandora.

–El más curioso que he visto en mi vida—exclamó Epimeteo—. Era como dos serpientes retorcidas alrededor de una vara, y estaba tan bien tallado, que al principio creí que las serpientes estaban vivas.

–Le conozco—respondió Pandora, quedándose pensativa—. ¡Sólo él tiene un bastón como ese: es Azogue, y él es quien me trajo aquí, como la caja! ¡Sin duda la trajo para mí, y probablemente contiene trajes bonitos para que yo me los ponga, o juguetes para que juguemos tú y yo, o alguna golosina muy rica!

 

–Puede que sí—respondió Epimeteo, dando media vuelta—; pero hasta que Azogue vuelva y nos lo diga, ni tú ni yo levantaremos la tapa.

–¡Que chico más estúpido!—murmuró Pandora cuando Epimeteo salió de la casita—. Me gustaría que fuese un poco más atrevido, que tuviese un poco más de valor.

Por primera vez desde que había llegado Pandora, Epimeteo se marchó sin pedirle que le acompañase. Se fué solo, a coger higos y uvas, y a divertirse luego como pudo en compañía de los otros niños. Estaba harto de oir hablar de la caja y deseaba con todo su corazón que Azogue, o como se llamase el mensajero que la trajo, la hubiese dejado en la casita de cualquier otro niño, donde Pandora nunca la hubiese visto. ¡La caja, la caja, siempre la caja! Parecía como si la caja estuviese embrujada, y como si la casa no fuese lo bastante grande para contenerla, sin que Pandora a todas horas estuviese tropezando en ella, y haciendo que Epimeteo tropezase también.

Sí que era triste para el pobre niño tener una caja en los oídos de la mañana a la noche; sobre todo, porque como los niños en aquel tiempo no estaban acostumbrados a tener preocupaciones, no sabían cómo arreglarse para soportarlas. Así es que una pequeña les daba entonces mucho más que hacer de lo que en nuestros tiempos nos da una muy grande.

Cuando Epimeteo se marchó, Pandora se quedó mirando la caja. La había llamado fea lo menos cien veces; pero, a pesar de cuanto había dicho contra ella, era realmente un mueble muy bonito, y hubiese adornado perfectamente cualquier habitación en que se hubiese colocado. Estaba hecha de una hermosa clase de madera, con vetas obscuras y brillantes, y la superficie era tan brillante, que Pandora podía verse la cara en ella. Como la niña no tenía otro espejo, no comprendo cómo no le gustaba más, sólo por ese motivo.

Los ángulos de la caja estaban esculpidos maravillosamente. Alrededor de la tapa había graciosas figuras de hombres y de mujeres y los niños más lindos que se han visto jamás, echados o jugando entre profusión de flores y follaje; y esos varios objetos estaban tan exquisitamente representados y agrupados con tal armonía, que flores, follaje y seres humanos parecían combinarse en una guirnalda de belleza única. Pero aquí y allí, asomando tras el esculpido follaje, a Pandora, una ó dos veces, se le antojó que veía una cara no tan amable, y alguna otra desagradable del todo, que deslucían por completo la belleza del conjunto. Sin embargo, mirando más de cerca, y tocando con la punta del dedo, no encontraba nada. Sin duda es que al mirar de lado alguna cara verdaderamente bonita, le había parecido fea.

La más bella de todas estaba esculpida en lo que se llama altorrelieve, en el centro de la tapa. No había más en toda ella; la madera bien pulida y obscura, y en el centro aquella cara, con una guirnalda de flores en la frente. Pandora había mirado aquella cara muchísimas veces y se le antojaba que podía sonreir o ponerse seria, lo mismo que si estuviera viva. Las facciones, en realidad, tenían una expresión viva y casi maliciosa, y parecía que en algunos momentos quisiera hablar, y como si los esculpidos labios fuesen a romper en palabras.

Si la boca hubiese hablado, probablemente hubiese dicho algo muy parecido a esto:

–¡No temas, Pandora! ¿Qué mal puede haber en que abras la caja? ¡No hagas caso a ese infeliz Epimeteo! Tú sabes mucho más que él y tienes cien veces más talento que él. ¡Abre la caja, y ya verás qué cosas más bonitas encuentras dentro!

La caja, he olvidado decíroslo, estaba cerrada, no con cerradura, ni cosa parecida, sino con un nudo intrincadísimo de cuerda de oro. Parecía un nudo sin principio ni fin. Nunca se ha visto nudo más ingeniosamente enredado, ni con tantas lazadas y vueltas, que parecía desafiar maliciosamente a que le desatasen a los dedos más hábiles. Y cuanta más dificultad parecía haber en él, más tentación le entraba a Pandora de examinarle, sólo para ver cómo estaba hecho. Dos o tres veces ya se había detenido junto a la caja, cogiendo el nudo entre el índice y el pulgar, pero sin intentar positivamente desatarle.

–Creo—se dijo a sí misma—que empiezo a comprender cómo está hecho. Me parece que si lo deshago podré volverlo a hacer igual que estaba. En eso sí que no habrá mal ninguno. Ni a Epimeteo se le ocurriría regañarme por eso. No quiero abrir la caja y no lo haré nunca, si ese terco de chico no consiente, aunque desate el nudo.

Más hubiera valido que Pandora hubiese tenido algo que hacer o algo en qué pensar, para no haber tenido siempre el pensamiento en el mismo asunto. Pero los niños llevaban tan buena vida antes de que las penas apareciesen en el mundo, que en realidad les quedaba muchísimo tiempo de sobra. No siempre podían estar jugando al escondite entre las zarzas floridas, o a la gallina ciega con guirnaldas de flores sobre los ojos, o a otros juegos que ya se habían inventado cuando la madre Tierra estaba en la infancia. Cuando la vida es todo juego, el trabajo es el juego en realidad. No había absolutamente nada que hacer. Barrer un poco y quitar el polvo a la casita, supongo, y cortar flores frescas (que abundaban por todas partes), y arreglarlas en los floreros, y ya estaba hecho todo el trabajo del día de la pobre Pandora, y para todo el resto del tiempo ¡allí estaba la caja!

Y después de todo, no estoy seguro de que en este sentido la caja no fuese para ella una bendición. ¡Porque le suministraba tal variedad de ideas en qué pensar y sobre qué hablar, en cuanto encontraba alguien que la escuchase! Cuando estaba de buen humor, podía divertirse admirando el brillante lustre de sus caras y la rica orla de hermosos rostros y follaje que la rodeaba. O si estaba de mal humor, por casualidad, podía darle un empujón o un puntapié. Y muchos recibió la caja (era una caja malévola, como hemos de ver, y bien los merecía). Pero, después de todo, si no hubiese sido por ella, Pandora, que tenía una inteligencia tan viva, no hubiese sabido en qué pasar el tiempo.

Porque era, realmente, ocupación sin fin calcular qué habría dentro de la caja. ¿Qué podría ser? Figuraos, queridos niños, qué ocupado tendríais el entendimiento si en vuestra casa hubiese una caja muy grande, que tuvieseis motivo para suponer que estaba llena de una porción de cosas bonitas, que habían de daros como regalo el día de vuestro cumpleaños. ¿Creéis que hubieseis sido menos curiosos que Pandora? ¿Si os hubiesen dejado solos con la caja, no hubieseis sentido siquiera una tentación chiquitita de levantar la tapa? ¡Ay, no, no! ¡Qué cosa tan fea! Pero si pensabais que había juguetes dentro, ya os hubiese costado trabajo perder la ocasión de echar una miradita. En realidad, no sé si Pandora esperaba encontrar juguetes, porque aún no se había empezado a hacer ninguno en aquellos días, en que el mundo mismo era un juguete grande para los niños que vivían en él. Pero Pandora estaba convencida de que en la caja había algo muy bueno y muy bonito. Y por lo tanto, estaba tan impaciente por verlo, como lo estaría cualquiera de las niñas que me rodean. Y hasta puede que un poco más, pero de eso no estoy completamente seguro.

Aquel día de que estamos hablando, su curiosidad aumentó tanto, tanto, que por fin se acercó a la caja. Casi estaba decidida a abrirla, si podía. ¡Ay, Pandora curiosa!

Primero intentó levantarla. Pesaba mucho para las pocas fuerzas de una niña como Pandora. Levantó uno de los lados unas cuantas pulgadas del suelo, y la dejó caer de nuevo: la caja dió un buen golpe. Un momento después se le figuró que había oído algo dentro de la caja. Acercó el oído lo más que pudo, y escuchó. ¡Sí, sí: dentro había una especie de murmullo! ¿Sería sólo el ruido de los oídos de Pandora o el latido de su corazón? La niña no pudo convencerse de si había oído algo o no, pero su curiosidad era más fuerte que nunca.

Cuando volvió la cabeza, cayó su vista sobre el nudo de cuerda de oro.

–Si que debe ser persona habilidosa la que ha hecho este nudo—pensó—. Pero creo que, a pesar de todo, yo soy capaz de desatarlo. Por lo menos, quiero encontrar los dos cabos de la cuerda.

Tomó el nudo de oro entre las manos, y se puso a mirarle lo más atentamente que pudo. Casi sin intentarlo se encontró con que estaba empezando a desatarse. Entretanto, el sol entraba por la ventana abierta, y con él las voces de los niños que jugaban lejos, y acaso entre ellas la voz de Epimeteo. Pandora se detuvo para escuchar. ¡Qué hermoso día! ¿No sería mejor dejar en paz aquel nudo molesto, no volver a pensar en la caja, e ir a reunirse con sus compañeros, y jugar y ser feliz?