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Cuando la tierra era niña

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–¿Pesa mucho el cielo?—preguntó.

–¡Bah! No gran cosa, al principio—respondió el gigante encogiendo los hombros—; pero al cabo de un millar de años, se hace un poquito pesado.

–¿Y cuánto tiempo tardarás—preguntó el héroe—en traerme las manzanas de oro?

–¡Oh! Eso es cosa de un momento—exclamó Atlas—; salvaré doce o quince leguas de cada paso, e iré y volveré antes de que empiecen a dolerte los hombros.

–Entonces, bueno—respondió Hércules—. Subiré a la montaña que hay detrás de ti y te libraré de tu carga.

La verdad es que Hércules era muy compasivo de suyo, y consideró que haría un gran favor al gigante proporcionándole aquella oportunidad de hacer una escapatoria. Además, pensó que si lograba sostener el cielo, alcanzaría más gloria que realizando hazaña tan corriente como vencer a un dragón de cien cabezas. En consecuencia, sin decir más palabra, Hércules levantó el cielo de las espaldas de Atlas y lo puso sobre las suyas.

Cuando quedó ultimado el trueque sin novedad, lo primero que hizo el gigante fué desperezarse, y os podéis figurar qué prodigioso espectáculo sería. Primero, con mucho cuidadito, sacó un pie de la selva que había crecido alrededor; luego, el otro. Después, de pronto, comenzó a brincar y a saltar y a bailar de alegría por verse libre. Se lanzaba al aire, nadie sabe hasta qué altura, y al dar de nuevo en el suelo, era tan grande el golpe, que toda la Tierra temblaba. Después se echó a reir con tal estruendo, que su carcajada repercutió de montaña en montaña, cerca y lejos, como si el gigante y ellas fueran otros tantos hermanos regocijados. Cuando se calmó un poco su alegría, echó a andar por el mar; diez leguas avanzó del primer paso, llegándole el agua a media pierna; diez leguas del segundo, con el agua justamente a las rodillas, y otras diez leguas del tercero, con lo cual iba sumergido hasta cerca de la cintura.

Hércules miraba cómo iba avanzando el gigante. Realmente, era maravilloso ver aquella inmensa forma humana a más de treinta leguas, medio sumergida en el Océano, pero con su mitad superior tan alta, brumosa y azulada como una montaña lejana. Al cabo, la forma gigantesca se perdió enteramente de vista, y entonces fué cuando se puso Hércules a considerar qué haría en el caso de que Atlas se ahogara en el mar o fuera muerto a dentelladas por el dragón de las cien cabezas que guardaba las manzanas de oro del jardín de las Hespérides. Si ocurría tal desgracia, ¿cómo podría llegar a desembarazarse del cielo? Porque, entre paréntesis, ya comenzaba su peso a ser un poquito molesto para su cabeza y sus hombros.

–Compadezco al pobre gigante—pensó Hércules—. Si el cielo me pesa tanto en diez minutos, ¡cuánto no le habrá pesado a él en mil años!

¡Oh, hijitos!… No tenéis idea de lo que pesaba ese cielo azul que tan aéreo y tenue parece sobre nuestras cabezas. Y hay que tener en cuenta, además, el viento impetuoso y las frías y húmedas nubes, y el sol abrasador, todo lo cual contribuía a que Hércules se encontrara incómodo. Comenzó a temer que el gigante no volviera nunca. Miró atentamente el mundo que tenía debajo, y reconoció que se era mucho más feliz siendo pastor al pie de una montaña, que estando en su cumbre vertiginosa sosteniendo el firmamento con cuerpo y alma. Porque, según comprenderéis, desde luego tenía Hércules tan inmensa responsabilidad sobre su conciencia como peso sobre la cabeza y los hombros; porque, si no mantenía perfectamente firme al cielo, y no le conservaba inmóvil, podría ocurrir que el sol se desquiciase, o que, después de anochecer, se salieran muchas estrellas de su sitio y cayeran como lluvia de fuego sobre la cabeza de las gentes. Y ¡qué vergüenza para el héroe si, por no aguantar firme el peso, crujía el cielo y se rajaba de punta a punta!

No sé cuánto tiempo hubo de pasar antes de que, con alegría indecible, viera de nuevo la inmensa forma del gigante, como una nube, en el remoto límite del mar. Cuando se acercó, alzó Atlas la mano, y Hércules pudo distinguir tres magníficas manzanas de oro, grandes como calabazas, pendientes todas de una rama.

–Me alegro de volverte a ver—gritó Hércules, cuando el gigante estuvo suficientemente cerca para oirle—. ¿De modo que traes las manzanas de oro?

–Claro, claro—respondió Atlas—. ¡Y qué hermosas son! He cogido las mejores que había en el árbol; puedes creerme, sí, y el dragón de las cien cabezas es cosa digna de verse. Después de todo, mejor sería que hubieras ido tú mismo a buscarlas.

–No importa—replicó Hércules—. Has hecho una excursión agradable y arreglado el asunto tan bien como hubiera podido hacerlo yo mismo. Te doy las gracias muy de veras por tu molestia. Y ahora, como he de ir lejos y tengo prisa, porque el rey, mi primo, está impaciente por recibir las manzanas de oro, ¿tendrás la amabilidad de volver a coger el cielo y quitarle de encima de mis hombros?

–En eso—dijo el gigante tirando al aire las manzanas a veinte leguas de altura o cosa así, y cogiéndolas cuando caían—, en eso me parece, mi buen amigo, que eres poco razonable. ¿No podría llevar yo las manzanas de oro al rey, tu primo, mucho más de prisa que tú? Ya que Su Majestad tiene tanto afán por recibirlas, yo te prometo dar las zancadas más largas que pueda. Y además, que no tengo humor de cargar ahora mismo con el cielo otra vez.

Al oir esto se impacientó Hércules, e hizo un gran movimiento de hombros. Era durante el crepúsculo, y hubierais podido ver caer de su sitio dos o tres estrellas. Todo el mundo, en la Tierra, miró hacia arriba asustado, pensando si el cielo se caería inmediatamente después.

–¿Qué es eso?—gritó el gigante Atlas riendo estrepitosamente—. En los últimos cinco siglos no he dejado yo caer tantas estrellas. Cuando lleves ahí tanto tiempo como he estado yo, aprenderás a tener calma.

–¡Cómo!—gritó Hércules muy rabioso—. ¿Te propones hacerme sostener esta carga toda la vida?

–Eso lo veremos un día de éstos—respondió el gigante—. Y, en todo caso, no debes quejarte si tienes que aguantarla cien años o mil. Mucho más tiempo la he sostenido yo, a pesar del dolor de espaldas. Si al cabo de mil años me da la humorada, muy bien puede suceder que venga a relevarte. Eres hombre muy fuerte, y nunca tendrás mejor ocasión de demostrarlo. La posteridad hablará de ti, te lo aseguro.

–¡Me importa un rábano que hable o no hable!—exclamó Hércules con otra sacudida de hombros—. Sostén el cielo un instante con la cabeza, ¿quieres? Voy a hacerme una almohadilla con mi piel de león, para apoyar el peso encima. Realmente me está despellejando, y me causaría una molestia innecesaria en tantos siglos como he de estar aquí.

–Eso sí lo haré—dijo el gigante, que no quería mal a Hércules, y si se portaba de tal manera lo hacía sólo por buscar, con demasiado egoísmo, su propia conveniencia—. Consiento en sostener otra vez el cielo, cinco minutos justos; pero cinco minutos nada más, acuérdate bien. No tengo ganas de pasar otros mil años como estos últimos. La variedad es la sal de la vida.

¡Ah, y qué torpe era aquel gigante! Echó a rodar las áureas manzanas, y recibió otra vez el cielo de la cabeza y las espaldas de Hércules sobre las suyas, que eran las que debían sostenerle. Hércules recogió las tres manzanas de oro, grandes como calabazas, o más, y se fué derechito hacia su casa, sin prestar la más pequeña atención a las desaforadas voces que le daba el gigante, gritándole que volviera. Alrededor de sus pies creció una nueva selva, y se hizo vieja allí, y otra vez pudieron verse robles de cinco o seis siglos, que se habían hecho añosos entre sus enormes dedos.

Y allí está el gigante aún, o por lo menos allí hay una montaña tan alta como él y que lleva su nombre. Y cuando el trueno retumba en la cima, podemos figurarnos que es la voz del gigante Atlas, que en vano llama a Hércules.


AL AMOR DE LA LUMBRE

Primo Eustaquio—preguntó Trébol, que durante todo el cuento había estado sentado a los pies del narrador con la boca abierta—, ¿qué altura exacta tenía el gigante?

–¡Oh, Trébol, Trébol!—exclamó el estudiante—. ¿Te figuras que estaba yo allí con la vara en la mano para medirle? En fin, si quieres saberlo, poco más o menos, supongo que debía tener de tres a quince millas de alto.

–¡Dios mío—dijo el niño con un gruñido de satisfacción—, eso es ser gigante de veras! ¿Y qué largo tenía el dedo meñique?

–Desde esta casa al lago—dijo Eustaquio.

–¡Eso es ser gigante de veras!—repitió Trébol, en éxtasis ante la precisión de las medidas—. ¿Y qué anchura tendrían los hombros de Hércules?

–Eso no lo he podido averiguar nunca—respondió el estudiante—. Pero me figuro que debían ser un poco más anchos que los míos o que los de tu padre, y en general un poco más que los de cualquier hombre de los de ahora.

–Quisiera—murmuró Trébol, acercando sus labios al oído del estudiante—que me dijeras qué tamaño tenían las encinas que brotaron entre los dedos del gigante.

–Eran más grandes—dijo Eustaquio—que el castaño que hay delante de la casa del capitán Smith.

–Eustaquio—observó el señor Pringle, después de un momento de meditación—, me es imposible expresar respecto de este cuento una opinión que halague tu amor propio de autor. Te aconsejo que no vuelvas a meterte con los mitos clásicos. Tu imaginación es completamente gótica, e inevitablemente dará un carácter gótico a todo lo que toques. Lo cual es de tan mal efecto como embadurnar con pintura una estatua de mármol. ¡Ese gigante! ¿Cómo te has atrevido a intercalar esa masa inmensa y desproporcionada entre los correctos perfiles de la fábula griega, cuya tendencia es reducir a límite hasta lo extravagante, a fuerza de dominadora elegancia?

 

–He descrito al gigante como me ha parecido—respondió Eustaquio un poco molesto—. Y si usted, señor, quiere tomarse el trabajo de poner su entendimiento en relación con esas fábulas, como es de necesidad si ha de modelarlas usted de nuevo, verá usted, sin duda, que un griego antiguo no tenía más derecho sobre ellas que un yanqui moderno. Son propiedad común del mundo, y en todos los tiempos. Los antiguos poetas las amoldaron a su gusto, y ellas cedieron entre sus manos con su plasticidad maravillosa. ¿Por qué no han de ceder también entre las mías?

El señor Pringle no pudo contener una sonrisa.

–Y además—continuó Eustaquio—, en el momento en que pone usted en un molde clásico algo que sea calor de corazón, pasión o afecto, moralidad divina o humana, lo convierte usted en algo completamente distinto de lo que fué antes. Mi opinión es que los griegos, al tomar posesión de estas leyendas, que fueron patrimonio inmemorial de la Humanidad, y ponerlas en forma de belleza, indestructible, es cierto, pero fría y sin corazón, han hecho a todos los siglos subsiguientes un daño irreparable.

–Que tú, sin duda, has nacido para remediar—dijo el señor Pringle, echándose a reir—. Está bien; sigue, sigue, pero sigue también mi consejo, y no imprimas nunca ninguna de tus historias vestidas de máscara. Y para tu próximo esfuerzo, ¿por qué no intentas renovar alguna de las leyendas de Apolo?

–¡Ah, señor mío! Me lo propone usted como si fuera un imposible—observó el estudiante después de un momento de reflexión—. Y a decir verdad, a primera vista, la idea de un Apolo gótico parece un tanto descabellada; pero aprovecharé la indicación, y no desespero de hacer algo que valga la pena.

Durante la discusión precedente, los niños, que no entendieron palabra de ella, se habían ido quedando dormidos, y ahora los mandaron a la cama. Se oían sus vocecillas soñolientas, mientras iban subiendo la escalera, y un viento Noroeste rugía ásperamente entre las copas de los árboles y cantaba antífonas en torno a la casa. Eustaquio Bright se volvió al despacho, y de nuevo intentó forjar unos cuantos versos, pero se quedó dormido entre dos rimas.


EL CÁNTARO MILAGROSO


EN LA VERTIENTE DE LA COLINA

¿Dónde y cómo piensan ustedes que volvemos a encontrar a los niños? No ya en invierno, sino en el alegre mes de Mayo. No ya en el cuarto de juegos de Tanglewood, ni junto a la lumbre, sino a media vertiente de una monstruosa colina o más bien montaña, porque acaso montaña nos podamos atrever a llamarla. Habían subido de casa con el valeroso propósito de subir esta alta colina hasta la misma pelada cumbre. Claro que no era tan alta como el Chimborazo o el Mont-Blanc. Pero, de todos modos, era más alta que miles de collados o que millones de toperas. Y medida en relación de los pasos cortos de los niños pequeños, se la podía considerar como montaña verdaderamente respetable.

¿Iba con ellos el primo Eustaquio? De eso pueden ustedes estar seguros; porque, a no ser así, ¿cómo iba el libro a adelantar un solo paso? Estaba ahora en sus vacaciones de primavera, tenía próximante el mismo aspecto que cuando le vimos hace cuatro o cinco meses, excepto que si se le miraba muy de cerca, se podía advertir sobre el labio superior un asomo de bigote sumamente cómico. Dejando aparte esta señal de madura virilidad, pueden ustedes seguir considerando a Eustaquio tan chiquillo como cuando le conocieron por vez primera. Seguía tan alegre, tan divertido, tan de buen humor, tan ligero de pies y de ingenio, y continuaba siendo el favorito de los pequeñuelos, como lo había sido siempre. Esta expedición a la montaña era por completo idea suya. Y durante todo el camino cuesta arriba, había ido animando a los mayores con su alegre voz; y cuando los pequeños se cansaban, los llevaba a cuestas por turno. De este modo habían pasado ya los huertos y los pastos de la parte baja de la colina, y habían llegado al bosque que trepa hacia la cumbre pelada.

El mes de Mayo se había portado esta vez mejor que de costumbre, y era el día más agradable que pudiera desear un corazón de hombre o de niño. Monte arriba, la gente menuda iba encontrando infinidad de violetas, azules, y blancas, y algunas tan doradas como si las hubiese tocado el mismo Midas. Las margaritas blancas cubrían las praderas. En el linde del bosque había columbinas rojo pálido, tan modestas que a toda costa querían esconderse del sol, y geranios silvestres, y las mil flores blancas del fresal silvestre…

Pero no malgastemos nuestras valiosas páginas en hablar tontamente de la primavera y de sus flores. Hay algo, me parece, más interesante de que tratar. Si miráis al grupo de niños, veréis que están todos reunidos en torno de Eustaquio, el cual, sentado en el tronco de un árbol caído, parece estar a punto de empezar un cuento. El caso es que los más jóvenes de la tropa han encontrado que hacen falta demasiados pasos para medir la altura de la colina, y por lo tanto, el primo Eustaquio ha decidido dejarles en este mismo sitio, a mitad de camino, esperando a que el grupo de mayores termine la ascensión y vuelva a buscarles. Y como se quejan un poco, porque no les gusta que les dejen atrás, les reparte unas cuantas manzanas que saca del bolsillo, y les propone contarles un cuento muy bonito. Con lo cual vuelven a alegrarse, y cambian sus miradas ofendidas en la más radiante de las sonrisas.

En cuanto al cuento, yo, que estaba escondido detrás de unas matas, le pude oir, y os le contaré en las páginas siguientes.



EL CÁNTARO MILAGROSO

Una tarde, hace mucho tiempo, el anciano Filemón y su mujer, Baucis, también anciana, estaban sentados a la puerta de su cabaña, disfrutando la tranquila y hermosa puesta de sol. Ya habían cenado frugalmente, y querían pasar una o dos horas tranquilas antes de acostarse. Hablaban de su huerto, de su vaca, de sus abejas y de su parra, que trepaba por la pared de la choza, y cuyos racimos empezaban ya a ponerse color púrpura. Pero del pueblo próximo llegaban hasta ellos gritos de chiquillos y ladridos de perros, que cada vez iban siendo más fuertes; tanto, que Filemón y Baucis apenas podían entenderse.

–Mujer—dijo Filemón—, temo que algún pobre viajero venga buscando hospitalidad, y que nuestros vecinos, en vez de darle alimento y posada, hayan soltado contra él los perros, como acostumbran.

–Sí—respondió Baucis—. Ya podían nuestros vecinos tener un poco más de bondad con sus semejantes, y no educar a sus hijos en tan malos sentimientos, animándoles a tirar piedras a los forasteros.

–Estos niños nunca harán nada bueno—dijo Filemón moviendo la cabeza ya blanca—. A decir verdad, esposa mía, no me sorprenderá que el día menos pensado suceda algo terrible a todas las gentes del pueblo, si es que no se enmiendan. Pero tú y yo, mientras la Providencia nos dé un pedazo de pan, estaremos dispuestos a repartirlo con cualquier pobre forastero que lo necesite.

–Es verdad—dijo Baucis—. Así lo haremos.

Estos dos viejos eran muy pobres y tenían que trabajar mucho para vivir. Filemón cultivaba cuidadosamente su huerto, mientras Baucis estaba siempre hilando en su rueca o haciendo un poco de manteca y de queso con la leche de su vaca, o arreglando la casa. Su alimento consistía casi siempre en pan, leche y verduras, y algunas veces un poco de miel de su colmena o un racimo de uvas de la parra. Pero eran dos personas de las mejores del mundo, y con alegría se hubiesen quedado alguna vez sin comer, con tal de no negar un pedazo de su pan moreno, una taza de leche recién ordeñada y una cucharada de miel, al caminante cansado que pasase por su puerta. Les parecía que tales huéspedes tenían una especie de santidad, y que, por lo tanto, estaban obligados a tratarles mejor que a sí mismos.

La cabaña estaba en una altura a alguna distancia del pueblo, que yacía en un hondo valle de una media milla de ancho. Aquel valle, en tiempos pasados, cuando el mundo era nuevo, probablemente había sido el lecho de un lago. Allí habían vivido peces, y en las orillas habían crecido juncos, y los árboles y las colinas habían visto reflejada su imagen en el ancho y pacífico espejo. Pero cuando las aguas disminuyeron, los hombres cultivaron el suelo y edificaron casas sobre él; de modo que a la sazón era un terreno fértil y no quedaban más huellas del antiguo lago que un arroyo que iba haciendo curvas por en medio del pueblo y surtía de agua a los habitantes… Tanto tiempo hacía que el valle era terreno seco, que habían nacido en él árboles, habían crecido robustos, se habían muerto de viejos y habían sido sustituídos por otros que ya eran tan altos y majestuosos como los primeros. Nunca ha habido valle más hermoso ni más fértil. Sólo la vista de la abundancia que les rodeaba hubiera debido hacer a sus habitantes buenos y compasivos, dispuestos a demostrar su gratitud a la Providencia, haciendo bien a sus semejantes.

Pero, triste es decirlo, los moradores de aquel hermoso valle no eran dignos de vivir en lugar sobre el cual había sonreído el cielo con tal benevolencia. Eran egoístas y duros de corazón, no tenían lástima de los pobres ni simpatía hacia los desvalidos. Si alguien les hubiese dicho que todo ser humano tiene una deuda de amor para con los demás hombres, porque ese es el único modo de pagar el amor que a todos nos tiene la Providencia, se hubiesen echado a reir. Trabajo os costará creer lo que voy a contaros. Aquellas gentes malvadas enseñaban a sus hijos a ser peores que ellos, y aplaudían para animarlos, viendo a los niños y a las niñas correr detrás de algún forastero pobre, dando gritos y tirándole piedras. Criaban perros grandes y feroces, y cuando un viajero se atrevía a pasar por las calles del pueblo, aquellos animales le seguían, ladrando y enseñando los dientes. Luego, si podían, le mordían una pierna o la ropa, y si andrajoso estaba el infeliz antes de entrar en el pueblo, cuando salía de él era una pura lástima. Cosa terrible para los pobres caminantes, como podréis suponer, especialmente cuando acertaban a estar enfermos




o débiles, o eran cojos o viejos. Estos infelices (si sabían ya de antes el modo de portarse que tenían aquellos niños y aquellos perros) eran capaces de rodear leguas enteras por no volver a pasar por el pueblo.

Y lo peor de todo era que cuando acertaba a pasar por allí algún viajero que llevase coche con buenos caballos, y sirvientes con ricas libreas acompañándole, no había gentes más amables y obsequiosas que los habitantes de aquel pueblo. Se quitaban todos el sombrero y hacían profundas reverencias. Y si los niños chillaban por costumbre, de seguro se ganaban un buen pellizco; y si un solo perro se atrevía a ladrar, su amo le daba una paliza y le ataba sin darle de cenar; todo lo cual hubiera estado muy bien, a no ser porque demostraba que los aldeanos se preocupaban mucho del dinero que los forasteros pudieran llevar en el bolsillo, y nada del alma humana, que lo mismo vive en el mendigo que en el príncipe.

Ahora podéis comprender por qué el anciano Filemón y su mujer, Baucis, hablaban con tanta tristeza al oir los gritos y ladridos que les llegaban desde el extremo de la calle del pueblo.

–Nunca he oído a los perros ladrar tan fuerte—observó el buen anciano.

–Ni a los chiquillos gritar tanto—respondió su mujer.

Se miraban cabeceando, y el ruido se acercaba cada vez más, hasta que al pie mismo de la altura sobre la cual estaba edificada su casita, vieron a dos caminantes que se acercaban. Los perros les seguían de cerca, ladrando. Un poco detrás venía corriendo multitud de chiquillos que chillaban y tiraban piedras a los dos forasteros. Una o dos veces, el más joven de los dos (era delgado y de aspecto muy vivo) se volvió y golpeó a los perros con un bastón que llevaba en la mano. Su compañero, que era muy alto, andaba despacio, como si no se dignase reparar en los chiquillos ni en los perros.

Los dos viajeros iban pobremente vestidos, y parecía que no tuviesen dinero bastante en el bolsillo para pagar el alojamiento de una noche. Por eso, sin duda, los del pueblo habían consentido a sus hijos y a sus perros que les tratasen tan mal.

 

–Vamos, mujer—dijo Filemón—, salgamos al encuentro de esas pobres gentes. Sin duda les falta valor para subir hasta aquí.

–Anda tú—dijo la mujer—, mientras yo voy dentro y veo si encuentro algo que darles de comer. Una buena taza de sopas de leche me parece que les sentaría admirablemente.

Diciendo esto, entró en la casa. Filemón, por su parte, se adelantó y alargó la mano con aire tan hospitalario, que no era menester decir lo que, sin embargo, dijo con el tono más amable que podáis figuraros.

–¡Bien venidos, señores forasteros, bien venidos!

–Gracias—respondió el más joven con tono jovial, a pesar de su cansancio y su molestia—. Éste es un recibimiento muy distinto del que hemos encontrado en el pueblo. ¿Cómo vives en tan mala vecindad?

–¡Ah!—observó Filemón con tranquila y bondadosa sonrisa—, creo que la Providencia me ha puesto aquí, entre otras razones, para que pueda desagraviaros por la falta de hospitalidad de mis vecinos.

–¡Bien dicho, viejo!—exclamó el viajero echándose a reir—. Y a decir verdad, desagravios necesitamos mi compañero y yo. Esos chiquillos, ¡grandísimos tunantes!, nos han puesto perdidos de barro, y uno de los perros me ha rasgado la capa, que ya estaba la pobre bastante andrajosa. Pero le he dado en el hocico con el bastón. Me figuro que le habréis oído aullar desde aquí.

Filemón se alegró al verle tan contento. En realidad, nadie hubiese dicho, por su risueño aspecto y sus modales, que venía cansado por todo un largo día de viaje, ni que estaba descorazonado por el mal trato que encontró para fin de jornada. Iba vestido de modo más bien extraño, y llevaba una especie de gorro, cuyas alas sobresalían a los lados. Aunque era tarde de verano, llevaba capa y se envolvía estrechamente en ella, acaso porque la ropa que llevaba debajo estaba demasiado rota. A Filemón le sorprendió también la forma extraña de sus zapatos; pero estaba anocheciendo, y como el anciano tenía ya la vista cansada, no pudo darse cuenta exacta de en qué consistía la rareza. Una cosa le intrigaba sobre todo: el viajero era tan extraordinariamente ligero y activo, que parecía como si los pies se le levantasen del suelo por sí mismos y tuviese que sujetarlos a la fuerza.

–En mi juventud tenía yo también los pies ligeros—dijo Filemón al caminante—, pero recuerdo que al llegar la noche solía tenerlos un poco cansados.

–No hay nada como un buen bastón para aligerar el camino—respondió el forastero—, y el mío es excelente, como puedes ver.

El bastón, en efecto, era el más extraño que Filemón había visto en su vida. Estaba hecho de madera de olivo y tenía en el puño como un par de alitas. Dos serpientes, talladas en la madera, se retorcían en derredor del palo, y estaban tan bien esculpidas, que al anciano Filemón (cuyos ojos, como ya he dicho, estaban un poco torpes) casi le parecieron vivas.

–Curioso trabajo, en verdad—dijo—. ¡Un bastón con alas! No haría mal caballito de palo para un niño.

Filemón y sus huéspedes habían ya llegado a la puerta de la casa.

–Amigos—dijo el viejo—, sentaos y descansad en este banco. Mi mujer, Baucis, ha ido a ver qué puede daros de comer. Somos pobres, pero vuestro es todo lo que haya en la alacena.

El más joven de los viajeros se tendió descuidadamente en el banco y dejó caer el bastón. Y sucedió una cosa maravillosa. El bastón pareció levantarse del suelo con movimiento propio, y extendiendo su par de diminutas alas fué medio volando, medio saltando, a apoyarse en la pared. Allí se estuvo quieto, pero las serpientes se retorcían. Esto vió Filemón; pero, a mi parecer, los ojos cansados le hacían ver visiones.

Antes de que pudiesen preguntar nada, el viajero de más edad distrajo su atención del bastón, diciéndole:

–¿No había aquí, en tiempos muy antiguos, un lago que cubría el lugar donde ahora está la aldea?

La voz del forastero era extraordinariamente grave.

–No en mis días, amigo—respondió Filemón—, y eso que, como ves, soy ya viejo. Siempre hubo, como ahora, los mismos campos y las mismas praderas, y los árboles viejos, y el arroyo que murmura en medio del valle. Ni mi padre ni el padre de mi padre vieron cosa distinta, y sin duda todo estará lo mismo cuando el viejo Filemón esté ya muerto y olvidado.

–Eso ya no se puede asegurar—observó el forastero, y en su voz había severidad extraordinaria. Movió la cabeza, sacudiendo con el movimiento su cabello negro y rizado—. Puesto que los habitantes de este valle han olvidado los afectos y simpatías de su naturaleza, más valdría que el lago cayese de nuevo sobre sus moradas.

El viajero parecía tan serio, que Filemón casi se asustó; tanto más, cuanto que al fruncir él el ceño, el crepúsculo pareció obscurecerse de pronto, y cuando movió la cabeza sonó un trueno en el aire.

Pero, un momento después, el rostro del viajero volvió a ser tan amable y bondadoso, que el anciano olvidó su terror casi por completo. Sin embargo, no pudo menos de pensar que aquel caminante no era un ser vulgar, aunque iba vestido tan modestamente y viajaba a pie. No es que Filemón le tomase por algún príncipe disfrazado o cosa por el estilo; más bien creyó que sería algún hombre muy sabio, que andaba por el mundo en tan pobre atavío despreciando la riqueza y los bienes terrenos, y buscando por todas partes algo que pudiese aumentar su sabiduría. Esta idea parecía más probable, porque cuando Filemón alzó los ojos hasta el rostro del viajero, le pareció ver más pensamiento en una sola mirada de las suyas, que todo el que hubiese podido dar una vida entera consagrada al estudio.

Mientras Baucis estaba preparando la comida, los viajeros empezaron a charlar con Filemón muy amablemente. El más joven era extraordinariamente locuaz, y hacía observaciones tan agudas e ingeniosas, que el buen hombre no podía menos de echarse a reir, y pensaba que nunca había tropezado con persona más divertida.

–Amigo—le preguntó, cuando ya fué tomando más confianza—, ¿cómo te llamas?

–Soy bastante vivo, como ves—respondió el viajero—; así es que puedes llamarme Azogue; creo que el nombre no me estará mal.

–¿Azogue?—repitió Filemón, mirando cara a cara al viajero, por ver si se estaba burlando de él—. Sí que es nombre raro. Y tu compañero, ¿también tiene uno por el estilo?

–Pregunta al trueno y te lo dirá—respondió Mercurio misteriosamente—. No hay voz bastante fuerte para pronunciarle.

Esta observación, fuese en serio o en broma, hubiese asustado un tanto a Filemón, si al mirar al forastero de más edad no hubiese reparado en la expresión extraordinariamente bondadosa de su rostro. Sin duda era la figura más grandiosa que había visto nunca.

Cuando hablaba, lo hacía con gravedad y de tal modo, que Filemón se sentía irresistiblemente impulsado a decirle todo lo que tenía en el corazón. Esto es lo que las gentes sienten siempre cuando se encuentran con una persona lo suficientemente sabia y prudente para comprender todo el bien y el mal, y no despreciar ni lo uno ni lo otro.

Pero Filemón, hombre sencillo y bondadoso, no tenía muchos secretos que descubrir. Habló, sí, gárrulamente, de los acontecimientos de su vida pasada, en cuyo transcurso nunca se alejara unas cuantas leguas de aquel lugar. Su mujer, Baucis, y él, habían vivido desde su juventud en aquella casita, ganando el pan con su trabajo honrado, siempre pobres, pero siempre contentos. Dijo cuán excelentes eran el queso y la manteca que hacía Baucis, y cuán sabrosas las verduras que cultivaba él en el huerto. También dijo que por lo mucho que se querían, su único deseo era que la muerte no les separase, y que anhelaban morir juntos, como habían vivido. Cuando oyó esto el forastero, una sonrisa iluminó su rostro, y su expresión se hizo tan suave como grandiosa.

–Eres un buen viejo—dijo a Filemón—y tienes una excelente mujer por compañera. Justo es que se logre vuestro deseo.

Y parecióle a Filemón, precisamente entonces, como si las nubes de la puesta del sol se encendiesen repentinamente hacia Poniente, iluminando en fugitiva llama todo el cielo.

Baucis había preparado ya la comida, y saliendo a la puerta comenzó a disculparse por la pobreza de los manjares que podía ofrecer a sus huéspedes.

–Si hubiéramos sabido que veníais—dijo—, mi marido y yo no hubiésemos probado bocado, para que pudieseis encontrar mejor cena. Pero he gastado casi toda la leche en hacer queso, y el último pan casi nos le hemos comido. ¡Ay de mí: nunca siento ser pobre, más que cuando un necesitado llama a mi puerta!