Suelo y cambio climático

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Asimismo, Lefèvre, et al. (2017) ratifican la importancia del suelo en la biodiversidad, la protección ambiental y los servicios ecosistémicos, en tanto que las concepciones de Cheng et al. (2015) y McBratney et al. (2014), con énfasis en las funciones ecosistémicas del recurso, resaltan y reconocen a este como sumidero de carbono, por lo que se exhorta a un mejor manejo unido al concepto de seguridad alimentaria. Por esto, el 2015 fue declarado por la FAO como el Año Internacional del Suelo, resultado de un informe entregado por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y elaborado por más de 200 expertos en el tema donde se planteó que la degradación del suelo (debida a sequía, erosión, salinización, agotamiento de los nutrientes, pérdida de carbono orgánico, sellado y otras amenazas) seguía teniendo lugar de forma creciente e insostenible. Al mismo tiempo, dicho reporte advirtió que incorporar prácticas de manejo sostenible y uso de tecnologías apropiadas podría revertir esta tendencia. De esta manera, el objetivo de la FAO fue liderar y facilitar la comunicación y la cooperación y fortalecer las relaciones entre los Gobiernos en pro de la incorporación de estas alternativas, lo cual permitiría un manejo más sostenible del recurso.

Por su parte, la European Soil Organic Matter Network (EuroSOMNET), patrocinada por el programa ENRICH, ha generado modelos en los que esclarece las condiciones del llamado cambio climático y su incidencia en la biota a partir de análisis de materia orgánica de los suelos, sus variaciones cuantitativas globales y los ritmos de los procesos metabólicos condicionados (FAO, 2015), con escenarios no muy alentadores. En este mismo sentido, Steffen et al. (2015) retomaron el concepto de límites planetarios de Röckstrom, con el cual se plantea que la actividad antrópica tiene consecuencias desastrosas para el planeta y la humanidad y es necesaria su reconversión.

Los anteriores avances llevaron a priorizar el estudio del ciclo del nitrógeno y el carbono y su influencia en cambio climático, así como en las alteraciones y la pérdida de biodiversidad, entre otros. Así, según lo indican los primeros resultados, los límites operativos están más allá de la seguridad. Es decir, el impacto humano en el reservorio natural de la biodiversidad y en la tasa de ciclos de nitrógeno y carbono en los suelos es significativo debido a la aplicación excesiva de nutrientes en algunas regiones. Esto lleva a considerar las consecuencias de esta influencia antrópica en los sistemas atmosféricos e hidrológicos y en otros contextos y supone la necesidad de resolver el déficit de nutrientes en regiones como el África subsahariana (Steffen et al., 2015), en pro de la seguridad alimentaria de comunidades altamente vulnerables.

Trabajos como el de Demko (2018) sugieren que los suelos tienen gran potencial para filtrar y amortiguar contaminantes, y degradar y atenuar efectos negativos. Sin embargo, esta capacidad es finita y se ve reducida por nuevos factores que antes no habían sido identificados. Asimismo, los avances en el desarrollo tecnológico conducen a la liberación de distintos contaminantes al medio ambiente que causan un mayor impacto en el sistema. Por esta razón, en la Asamblea de la ONU del año 2016 se generó un plan de acción para abordar el cambio climático y la contaminación del suelo e identificar sus causas y consecuencias, priorizando la prevención y la mitigación de este impacto en el recurso.

Por su parte, la FAO y la Alianza Mundial por el Suelo (AMS), en su propósito de promover la importancia de mantener la salud del recurso y su interacción con el ecosistema, adelantaron una campaña en el año 2018 con el fin de generar conciencia sobre la contaminación del suelo, particularmente sobre la afectación y determinación de trazas contaminantes en alimentos, el agua y el aire y la posibilidad de intoxicación crónica. Además, la conclusión del primer informe global de la Plataforma Intergubernamental sobre Biodiversidad y Servicios de los Ecosistemas (IPBES), un documento que se elaboró durante tres años por un centenar de expertos voluntarios de 45 países a partir de miles de investigaciones científicas y que se publicó en marzo de 2018 en Medellín, Colombia, advierte que la situación ha llegado a “niveles críticos” y que en varias partes del mundo se aumentó la degradación de los suelos. Al respecto, el científico sudafricano Robert Scholes declaró: “La degradación de la superficie de la Tierra a causa de las actividades humanas está empujando al planeta hacia una sexta extinción masiva de especies” (Semana Sostenible, 2018), panorama no muy alentador ya que las zonas más afectadas serán Centroamérica, Sudamérica, África y Asia, áreas que tienen la mayor cantidad de tierra para la agricultura, situación que pondrá en riesgo la seguridad alimentaria mundial.

El 2020 será recordado como el año del COVID-19, una época de confinamiento que, si bien fue de pocos días, le dio un respiro al planeta toda vez que se cambiaron algunos hábitos de consumo y muchas especies silvestres tuvieron la posibilidad de reproducirse. Sin embargo, muy pronto se volvió al modelo económico tradicional donde el eje central es satisfacer el consumo de la especie humana, de manera que los informes de contaminación ambiental siguen escalando, esta vez anunciando restos de materiales utilizados para los tapabocas y guantes desechados. Tal como lo declaró Silvia Gómez, directora de la ONG Greenpeace en Colombia: “estamos en sobregiro medioambiental” (Mendoza, 2020).

Ante esta perspectiva, los cambios globales en materia de población, clima y uso del suelo deben repensarse. Es preciso transformar el pensamiento y el razonamiento entre el avance científico y la conservación de la vida, y esto tiene que ser una sinergia constante y acorde con el desarrollo cultural que representa un reto para nuestra evolución. Posiblemente, es hora de hacer un salto para que, como educadores, no solo publiquemos análisis de datos, sino también la concepción entrañable de la visión y experiencia de la vida para fomentar la preservación del recurso y la vida.

Funciones

El conocimiento nos provee información y es parte esencial para la evolución del pensamiento. Muchos de los conocimientos no son académicos o formales, sino que provienen de la experiencia y se encuentran diseminados en la cotidianidad de la vida. Si se asocian a los avances que la ciencia nos provee, tendremos libertad de discernir y razonar hacia dónde vamos.

El suelo es un recurso dinámico que evoluciona. Según el conocimiento y la relación que se tenga con él, puede llamar o no la atención, pero en cualquier caso es claro que dependemos de él para sobrevivir. De hecho, la palabra “suelo” proviene del latín solum, término que se refiere a la parte inferior de ciertos objetos o cosas, de manera que puede decirse en este contexto que el suelo es la superficie de la Tierra, la parte exterior de la corteza del planeta donde se anclan y desarrollan los vegetales y numerosas especies, y en la que además se desarrollan numerosos ecosistemas y actividades agrícolas, con la finalidad de obtener alimento.

Inicialmente, el recurso fue considerado como un cuerpo natural sólido (minerales y materia orgánica). Años más tarde, se acuñó una definición más amplia, que incluye horizontes compuestos por minerales meteorizados, materia orgánica, aire y agua. Esta concepción reconoce al suelo como producto de la influencia de los materiales parentales a través de la acción del tiempo, el clima, la topografía y los organismos, constituido por tres fases (líquida, sólida y gaseosa), que da soporte mecánico a múltiples actividades con complejas relaciones (Soil Survey Staff, 1998, 1999, 2006).

No obstante, con el avance de áreas como la microbiología se pudo conocer más acerca del suelo, lo que ha llevado a considerarlo como un sistema dinámico, que emerge de un equilibrio único entre sus componentes biológicos, químicos y físicos (Doran, 2002; Doran et al., 1999). A partir del año 1990, diversas aproximaciones plantearon que la calidad del suelo radica en la capacidad para funcionar e integrar la productividad biológica, la calidad ambiental y la salud. De acuerdo con Karlen et al. (1997), este concepto debe equilibrar el uso del recurso (producción agrícola, remediación, amortiguación, desarrollo urbano y recreación, entre otros) con los objetivos de sostenibilidad ambiental con miras a priorizar su conservación.

Lo anterior abrió paso a conceptos como servicio ecosistémico y capital natural, con los cuales se argumenta que el impacto de la modificación del ecosistema puede ser evaluado e incorporado en las decisiones que afectan a la sociedad. En este sentido, Brauman et al. (2007) plantean el término “servicios ecosistémicos” para describir y comprender los procesos de los ecosistemas de bienestar humano. Según esta concepción, el suelo edifica la red trófica y sostiene varios ciclos biogeoquímicos (Dale y Polasky, 2007; Zhang et al., 2007).

Siguiendo el razonamiento planteado, se manifiesta que todas las propiedades del suelo son fundamentales y se entrelazan para mantener la biósfera. Sin embargo, resulta necesario un enfoque holístico que reúna las partes de disyunción entre la productividad y los aspectos ambientales y socioculturales, indicadores que se han identificado y que, al ser medibles y sensibles a los cambios, facilitan el diseño de políticas para la conservación y el mejoramiento de la calidad del recurso, así como la proposición de acciones que consideren la funcionalidad del sistema.

En este contexto, entre los indicadores físicos de la calidad del suelo se reportan la textura, la porosidad, la densidad aparente, la profundidad y la infiltración. Por otro lado, los indicadores químicos señalan aquellas propiedades que inciden en la reacción del suelo con la planta: el pH, la conductividad eléctrica (CE), el contenido de materia orgánica (MO), la capacidad de intercambio catiónico (CIC) y la concentración y disponibilidad de algunos elementos (nitrógeno, fósforo, potasio, calcio, aluminio y magnesio). Finalmente, las propiedades biológicas se han relacionado con descomposición de la MO, la abundancia y biodiversidad de organismos (bacterias, hongos, nematodos, lombrices, anélidos y artrópodos, entre otros), la actividad enzimática (estimación de las enzimas implicadas en los ciclos del carbono, el nitrógeno y el fósforo que permiten el cálculo de la diversidad funcional de las comunidades microbianas en el suelo) y factores biológicos y bioquímicos (respiración del suelo, biomasa microbiana, microorganismos).

 

Los anteriores constituyen parámetros valiosos en la interpretación de la dinámica del recurso y en el proceso de transformación de los residuos orgánicos, que mantienen el flujo de energía y la transferencia de nutrientes de los ecosistemas terrestres, regulando ciclos biogeoquímicos. Por esta razón, son indicativos del cambio en el ecosistema (Cruz et al., 2004; Fernández et al., 2018). Sin embargo, es necesario considerar que el uso de las propiedades del suelo como indicador de calidad refleja una alta variabilidad estacional, por lo que se requiere llevar a cabo estudios por sitio y establecer monitoreo constante, lo que puede revelar mejores evidencias.

El concepto de función tiene su origen en el término latino functĭo o funciōnis, que significa ejecución o ejercicio. Es entendido como la capacidad para desempeñar una tarea, con el propósito de uso o rol, que se le asigna a un elemento. Partiendo de estas consideraciones, algunos estudiosos plantean que el suelo es un cuerpo natural y que no tiene funciones; así, aquellas que se le asignan son el resultado de la visión antropogénica y utilitarista.

No obstante, Schlichting (1972) planteó el concepto relacionado de funciones ecológicas, resaltando la multifuncionalidad del recurso. Posteriormente, Niemann (1977) identificó funciones de producción forestal, meteorológicas, hidrológicas, éticas, higiénicas, estéticas y de infraestructura para el suelo. Después, Brümmer (1978) y Larson y Pierce (1994) plantearon las funciones de seguridad alimentaria y amortiguadora de contaminantes. Luego, otros autores propondrían que la discusión sobre la función del suelo debería girar en torno al eje de reactor ambiental (Bautista et al., 1995; Blum y Santelises, 1994) y, finalmente, Blum y Santelises (1994) describirían la función de reserva genética considerando la biota contenida en él (Gallegos et al., 2014).

No obstante, la concepción más sobresaliente y multidimensional sobre la función del suelo es la establecida por Blum (1993) y Blum y Santelises (1994), la cual integra y redefine seis funciones principales: tres de naturaleza ecológica (figura 1) y otras tres ligadas a la actividad humana (figura 2) que, según esta propuesta, no son necesariamente complementarias:

•Funciones ecológicas: La producción de biomasa y la generación de alimento, fibra y energía están en este grupo, pero la principal función. ecológica está relacionada al suelo como reactor, filtrador, regulador y transformador de la materia orgánica. Este supuesto se vincula con la amortiguación, regulación y protección del ambiente (agua, cadena alimentaria) ante contaminantes, manteniendo el hábitat biológico y protegiéndolo de la extinción.

Figura 1. Funciones del suelo básicas o ecológicas


Fuente: elaboración propia.

•Funciones ligadas a las actividades humanas: En primer lugar, el suelo es el principal medio físico que soporta estructuras industriales y las actividades socioeconómicas como vivienda, infraestructura vial, transporte, recreación, localización de residuos, entre otras. En segunda instancia, el recurso se toma como fuente de materias primas para la producción: agua, arcilla, arena, grava, carbón, esmeraldas, oro y el resto de minerales que son extraídos de la tierra. Asimismo, se plantea que en el suelo se resguarda nuestra herencia cultural, pues contiene restos paleontológicos y arqueológicos importantes para la reconstrucción de la historia de la Tierra y la humanidad.

Esta clasificación fue analizada en Europa desde diferentes enfoques metodológicos y se concluyó que es prioridad proteger el suelo para mitigar el daño ambiental. De esta forma, en 2006 la Unión Europea formalizó y reconoció siete funciones del recurso y, a partir de la Declaración de Viena sobre el Suelo (2015), se resaltó su importancia para los seres humanos y los ecosistemas del planeta, por lo que la FAO esquematizó, en últimas, 11 funciones del suelo: (a) suministro de alimentos fibras y combustibles; (b) retención o sumidero de carbono; (c) purificación del agua y retención de contaminantes; (d) regulación climática; (e) ciclo de nutrientes; (f) hábitat de organismos; (g) regulación de inundaciones; (h) fuente de productos farmacéuticos y recursos genéticos; (i) base para la infraestructura humana; (j) suministro de materias para la construcción, y (k) herencia cultural (figura 2).

Figura 2. Funciones del suelo ligadas a la actividad humana


Fuente: elaboración propia.

Tras esta declaración, queda claro que la conservación del recurso es esencial para el mantenimiento y la biósfera, así como para los servicios ecosistémicos de regulación (clima, calidad del agua, control de erosión) y el soporte de las actividades culturales y de producción primaria. Con esta premisa, Baveye et al. (2016) plantearon que el valor de los servicios de regulación del suelo puede ser bastante superior al valor de producción de alimento o materia prima o al de los servicios de abastecimiento.

De esta manera, el enfoque en los servicios del suelo resulta de interés general. Por ejemplo, es preciso considerar que el almacenamiento y la filtración del agua que pueda brindar un suelo son proporcionales a su porosidad (textura) y a su contenido de materia orgánica, factores fundamentales para sostener la producción de alimentos y mejorar la resiliencia ante eventos climáticos (inundaciones y sequías). Por esta razón, inhabilitar la capacidad del recurso para retener agua reduce la infiltración y disminuye la cobertura vegetal, la transpiración y la evapotranspiración, lo que afecta directamente el ciclo hidrológico, contrae el abastecimiento de las fuentes subterráneas, altera la productividad y aumenta la degradación del recurso y del ecosistema (figura 3).

La evaluación de las funciones del suelo resultó eficaz a partir de los esquemas de evaluación de los modelos denominados TUSEC (técnicas para la evaluación de los suelos y categorización para suelos naturales y antropogénicos). Estos son una recopilación de la experiencia de investigaciones que han sido aplicadas con éxito en diversos estudios para predecir acontecimientos (Gallegos et al., 2014).

Por otro lado, las técnicas interpretativas de suelos orientadas a objetivos ambientales han sido lideradas por trabajos como el de Klingebiel y Montgomery (1961), Sánchez et al. (1982; 1983), Ortiz-Solorio y Gutiérrez-Castorena (2005) y Chabay et al. (2015), entre otros. No obstante, cabe anotar que solo algunas de estas aproximaciones están contempladas en software especializado, y en ciertos casos incluso presentan desventajas por la falta de información, lo que evidencia la necesidad de más investigación y datos respecto al recurso (Cheng et al., 2015; Gallegos et al., 2014).

Figura 3. Suelo y cambio climático


Fuente: elaboración propia.

Degradación del recurso

La degradación del suelo es un proceso que reduce la capacidad actual o futura del sistema para producir bienes o prestar servicios en pro del equilibrio del sistema. La FAO (2008) la define como un cambio en la salud del recurso que se refleja en una rebaja de la capacidad del ecosistema para prestar servicios. Ante este problema se han generado distintos esfuerzos, como por ejemplo la evaluación del LADA, una iniciativa internacional de la Convención de las Naciones Unidas de Lucha contra la Desertificación (CNULD) y la FAO que determina las causas y el impacto del fenómeno, prestando especial atención a las tierras secas. Esto se hace con el propósito de fomentar alternativas de desarrollo sostenible y mitigar cualquier forma de degradación (erosión, compactación, degradación biológica, contaminación y desertificación) a escalas local, nacional y global (Sivakumar, 2007).

Un aspecto relacionado con la degradación del recurso es la erosión, entendida como la pérdida de suelo por un agente que lo moviliza de su origen a otro lugar. Si la movilización es generada por el agua, se denomina erosión hídrica; si se debe al viento, se denomina erosión eólica, y si la causa son las actividades humanas, se denota como erosión antrópica. En este sentido, es necesario reconocer que en territorios con altas pendientes (montañosos) el proceso es natural, lo que algunos estudiosos denominan erosión geológica, que se acentúa y se incrementa por la actividad antrópica. Es una degradación física del recurso (meteorización) que ha sido acelerada en el tiempo, altera la porosidad e incide en la circulación del agua y del aire, lo cual causa sellamiento y compactación e impide la recarga de acuíferos.

Por su parte, la degradación química del suelo es consecuencia de la acumulación de sustancias tóxicas en concentraciones que superan la amortiguación del recurso y que modifican sus propiedades y generan acidificación, salinización, mineralización de la materia orgánica y contaminación. Las principales vías de contaminación difusa del suelo son la deposición atmosférica, la agricultura e inundaciones que arrastran y acumulan los elementos. Ahora bien, tal como establecen Beltrán-Pineda y Gómez-Rodríguez (2016), el exceso de algunos elementos en particular, entre ellos metales pesados (arsénico, cadmio, plomo y mercurio), afecta el metabolismo de plantas y restringe la producción, pero este tipo de degradación representa riesgos para la salud cuando se afecta la cadena alimenticia. Ante esta situación, es perentorio evaluar y monitorear el territorio y considerar técnicas de descontaminación en pro de mantener la funcionalidad del sistema (FAO, 2018).

Un ejemplo de lo anterior es la aplicación indiscriminada de fertilizantes nitrogenados, susceptibles de volatilizarse o de lixiviarse hacia aguas subterráneas, lo cual repercute negativamente en muchas especies, entre estas los humanos (FAO y Ongley, 1997). En este sentido, la Organización Mundial de la Salud (OMS, 1993) informó que cuatro millones de niños mueren al año como consecuencia de enfermedades transmitidas por la gestión inadecuada del agua, lo cual es consecuencia de la intensificación de la agricultura sobre los ecosistemas.

Finalmente, la desertización, entendida como la acción y el efecto de desertizar, o la conversión de un territorio en desierto, es un fenómeno que encierra procesos complejos que evolucionan por diversos factores y que transforman las características biofísicas de una región (Bermúdez, 2016). La CNULD, principal referente internacional en materia de lucha contra este proceso, ha visibilizado el problema y el impacto sobre la naturaleza y las poblaciones. Asimismo, resulta importante resaltar el papel de la Convención de Cambio Climático y del Convenio de Diversidad Biológica, agremiación que, a través de procesos investigativos propone alternativas para enfrentar el fenómeno. Por todo lo anterior, la degradación de los suelos (figura 4) constituye un problema global con relación directa sobre necesidades primarias insatisfechas, la pérdida secuencial del suelo, la pérdida de la cobertura vegetal y la escasez de flujos hídricos superficiales, entre otras.

Según el informe El estado mundial del suelo (FAO e ITPS, 2015), la degradación del recurso entraña pérdidas de entre 10 % y 17 % del producto interno bruto (PIB) mundial, problema que forzará la migración en la próxima década de unos 50 millones de personas. Las cifras demuestran que, en 2011, por ejemplo, se perdieron 24 millones de toneladas de suelo fértil, lo que equivale a 3,4 toneladas por cada habitante del planeta. Así, si diéramos valor económico, cada persona estaría pagando USD 69,5 al año y, si continuásemos a este ritmo, para el 2050 la superficie de suelo fértil se verá reducida a menos de la mitad (Rekik et al., 2017).

 

Figura 4. Degradación del suelo


Fuente: elaboración propia.

De la misma forma, la FAO (2015) argumenta que se requiere de 1000 años o más para formar solo 1 cm de suelo, y sin embargo se pierden toneladas en pocos minutos, por degradación y erosión. Dicho organismo afirma además que los suelos son un recurso natural limitado y que su papel en la seguridad alimentaria es crucial. También destaca el rol del recurso en el secuestro de dióxido de carbono, lo que minimiza el cambio climático, y el almacenamiento y la filtración de agua, mejorando la resiliencia de un territorio ante inundaciones y sequías. Ante esta perspectiva, en 2013, en plenaria de la FAO se conformó la AMS, que plantea entre sus objetivos:

•Desarrollar pautas de manejo sustentable del recurso edáfico para los diferentes suelos considerando sus potenciales y limitaciones.

•Fomentar el acceso a la información sobre suelos y defender la necesidad de estudios de suelos, así como la recopilación de datos, para promover la inversión y la cooperación técnica y conservar el recurso en las diferentes regiones.

•Promover la necesaria conciencia pública y gubernamental sobre los suelos mediante el reconocimiento de un Día Mundial del Suelo y la celebración de un Año Internacional de los Suelos.

Como resultado, se estructuró el documento Estado de los recursos del suelo en el mundo (FAO, 2015), donde se plantean las principales amenazas del suelo a nivel global (figura 5) que ponen en peligro las funciones, los bienes y los servicios de los ecosistemas. Así, en el capítulo 12, “Evaluación regional de cambios de suelos en América Latina y el Caribe”, se hace un análisis del estado del suelo en América Latina y el Caribe (ALC) con énfasis en los cambios inducidos por el hombre. Esta región es una de las más ricas del mundo, considerada una despensa agrícola, con 46 % del bosque tropical del mundo y 31 % del agua dulce del planeta, pero ha experimentado cambios acelerados del uso del suelo, especialmente en la selva tropical mediante la tala indiscriminada y la expansión de monocultivos con uso excesivo de agroquímicos, causa de daños ambientales severos (Grau y Aide, 2008; Viglizzo y Jobbagy, 2010). Otra característica importante de esta zona es que la agricultura se inició en la montaña, lo cual aumenta el riesgo de erosión, y la explotación de las tierras más planas comenzó recientemente con la agricultura intensiva, en producción de cereales, leguminosas y otros cultivos, y ya se reportan procesos de degradación.

Lo anterior ha inducido a la pérdida de carbono del suelo (CS), algo que ocurre principalmente después de la deforestación y el cambio del uso de la tierra. En zonas semiáridas y áridas donde se aplica riego, la salinidad y la sodicidad son amenazas importantes. Entretanto, en áreas con uso de la tierra más intenso y el empleo de maquinaria agrícola pesada, se producen compactación, sellamiento, desequilibrio de nutrientes, acidificación, contaminación, pérdida de biodiversidad y contaminación del recurso debido al uso indiscriminado de agroquímicos.

Figura 5. Amenazas del recurso suelo


Fuente: elaboración propia con base en FAO (2015).

En síntesis, los servicios ecosistémicos más importantes afectados en ALC son: (1) la regulación climática a través de los ciclos del carbono y del nitrógeno, especialmente debido a la inmensa tasa de deforestación, sobre todo en la cuenca del Amazonas; (2) regulación del agua, mediante cambios en la cantidad y calidad del líquido, y (3) pérdida de biodiversidad, amenazada por la deforestación y cambio en el uso y la cobertura del suelo (Pennock et al., 2015).

Conviene tener presente que conforme la biodiversidad de climas y geoformas aumenta, los procesos de degradación de hacen más complejos. Esto, unido al cambio de uso del suelo y la deforestación, aumenta la susceptibilidad a erosión, acidificación y salinización, fenómenos que en Colombia se acentúan en los valles interandinos y en la región del Caribe. En el departamento del Magdalena, en particular, es evidente la importancia de identificar alternativas para el manejo sostenible del recurso que resguarden la seguridad alimentaria y ambiental de la zona, pues esta, por su localización y características climáticas (influencia de los vientos alisios, altas temperaturas, entre otras), es altamente vulnerable ante el cambio climático.

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