La guardia

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SEGUNDA GUARDIA

—¿Por qué estás tan pálido?

—La cabeza, oficial Yerásimos. Me va a estallar. Siento unos pinchazos tremendos encima del ojo derecho.

—Eso es del calor. Yo también. Tómate una aspirina y se te pasará.

—Llevo tres desde esta tarde. Pero nada. Y eso no es todo: se me está cayendo el pelo. El peine se queda llenito de pelos al peinarme.

—¿Has visto al Marconi?

—Ahora acabo de pasar por la cabina, está trabajando. Si al menos supiera lo que tengo…

—Sea lo que sea, pronto vamos a tocar puerto. No se muere uno así por las buenas. Esta noche es un verdadero horno. No se mueve ni una brizna de aire. Mira, ahí está. Prepara dos cafés, Polijronis, con poco azúcar. ¿Cómo te ha ido la guardia?

—De pena, el receptor está lleno de parásitos. La cabina de radio es un infierno. Dondequiera que toques, está ardiendo. Y por si fuera poco, cortáis el agua. Peor, imposible… Hay un tifón más arriba. Te he mandado el aviso.

—No te preocupes, estamos muy abajo aún. Ni las ramificaciones nos alcanzan. Y, al paso que vamos, se van a formar muchos más, pero se disiparán. ¿Tienes miedo?

—¿De eso? Si me ahogara ahora mismo, me importaría un pimiento. A mí solo me dan miedo las enfermedades.

Diamandís se acercó un paso y aguzó el oído.

—Y las mujeres —añadió el radiotelegrafista.

El primer oficial respondió con malicia:

—Si no te has curado de la primera, no temas a la segunda.

—No me has entendido. Es la postración lo que me asusta. Enfermedades con las que se puede navegar, como la nuestra…

—Habla más bajo, el infeliz está con la oreja puesta. Decías algo de las mujeres.

—Sí, que me dan miedo.

—Quien más, quien menos, las teme. Y, sobre todo, a las de los puertos.

—Esas son las mejores. ¿Sabes de alguien que haya pillado una enfermedad en una «casa»? ¿Por qué te crees que las llaman las «pulcras»? Pues porque se lavan nada más terminar el trabajo. Recuerdo a una de esas, en una tarde en Las Vegas. Me quité la camisa, llevaba la camiseta hecha jirones. Atraje a la mujer hacia mí para acariciarla y me dijo: «Eh, no tengas tanta prisa».

»Me quitó a la fuerza la camiseta y se puso a remendarla. Cuando le pagué, se ruborizó como una colegiala y me dijo, con el dinero en la mano: “Si no tienes más, no importa. Quédatelo y, si vuelves, tráeme unas pasas de Corinto”.

»Me negué y le di un puñado de billetes. “Entonces, hazme el favor de comprarte una camiseta. Si te viera tu madre con esas pintas, se echaría a llorar”, me dijo.

»¿Te das cuenta? Las que me dan miedo son las otras, las honradas, las que no se acuestan por dinero; las que han recibido educación; esas con las que uno se casa.

—¿Tú no piensas casarte?

—No. Pobres marineros. He visto a las mujeres bajar al muelle antes de arribar el barco y esperar de pie a pleno sol o bajo la lluvia. Las he visto despedirlos cuando zarpaba, atormentadas, destrozadas por los abortos, con una caterva de niños tironeándoles de las faldas. Frustradas. Tú ya me entiendes. El marido está ausente, así que cuando se presenta un espabilado, caen a la primera. Y, mientras tanto, los cornudos se debaten con el mar y con los vientos. Conozco a un montón que han sido contagiados por sus mujeres. Ni me hables de ello.

—Eres injusto —gruñó Yerásimos entre dientes—. Eso son patrañas. Se cuentan por miles las honestas, las que respetan el pan que comen, las que paren, bautizan y entierran ellas solas a sus hijos. Pero, dime una cosa, si nos ausentamos durante cuatro o cinco años, ¿qué quieres que hagan? La carne es la carne…

El radiotelegrafista sorbió un trago de café y escupió en la palma de la mano.

—¿Te has encontrado algo? Espera, voy a encender…

—Es igual, deja, no malgastes cerillas. Con este calor no hay ni moscas ni cucarachas, y un escorpión, imposible, no cabría en la taza. Pues bien, mi madre tenía un tío capitán. Apuesto y rico: tenía cuatro barcos. Cuando ya era cuarentón, se casó con Safirió, una mocita de dieciocho años, huérfana, de una buena familia venida a menos, bastante guapa. Se trajo obreros de Patrás para restaurar la casa de sus padres y la dejó hecha un palacio: caoba y cristal por todas partes. Pasó un buen tiempo con ella y después se embarcó en su mejor caique, tras regalárselo y bautizarlo con su nombre. Iba y venía. Una madrugada zarpó para Savona. A medianoche, introdujo la llave en la cerradura y se la encontró a horcajadas con un tipo de Calamata, de pelo rizado y engominado como un mariquita, que recorría Cefalonia vendiendo cretona y peines. El susodicho trató de saltar por la ventana en pelotas, pero mi tío lo agarró por los pelos y se lo impidió. Safirió, atónita, se tapaba la cara con las manos. Entonces, su marido puso la mesa para los tres, encendió lámparas y candelabros, descorchó una botella de pommard, sirvió jamón y caviar, y los obligó a sentarse a la mesa.

»“Comed”, les dijo, “tenéis necesidad de reponer fuerzas”.

»La sirvienta apareció en camisón junto al quicio de la puerta.

»“Vete a la cama, rufiana, y ni una palabra de esto, porque te retuerzo el pescuezo.”

»Al servir el vino, se le derramó sobre el mantel de lino ruso, tiñéndolo de rojo. Mojó los dedos y se los pasó a ambos por la frente: “¡Suerte!”, exclamó. La mujer le dijo: “Constandís, mátame de una vez si quieres, pero no me atormentes así. Échame a la calle, haz que lo proclame el pregonero, pero deja que me vista”.

»En cuanto amaneció, echó de una patada al calamataniense, tras haberle cortado las patas del pantalón, se tomó el café y se fue al casino, donde tenía reservado su propio narguile. Esa noche se acostó con ella, y también al día siguiente. Se la estuvo tirando durante un mes, y, al amanecer, se iba a visitar sus fincas.

»“Constandís”, le dijo Safirió una tarde. “Todos los días te dejas dinero debajo de la almohada.”

»“No me lo dejo”, le respondió. “Siempre pago a las putas con las que me acuesto.”

»Un día, a la hora de comer, mi tía vomitó sangre en la mesa y murió poco después. El capitán no permitió que nadie entrara en la casa. La amortajó él solo y, a media noche (al día siguiente la enterraban), le levantó las faldas (nos lo contó algún tiempo después la criada, que estaba espiando) y le escupió en la entrepierna mascullando: “¡Zorra, más que zorra!”. Yo lo conocí ya muy viejo, centenario. Se pasaba el día sentado en un taburete a la puerta de su casa contemplando el mar. Así son las mujeres.

El primer oficial respondió bruscamente:

—Buen tipo tu difunto tío… ¡Todo un valiente! Si ella hubiera tenido una buena dote y parientes, seguro que habría sabido taparlo, pero, mira tú por dónde, fue a desahogarse con una huérfana. Podía haberla denunciado, o haberla matado, como haría un hombre. Estoy seguro de que tu tía está en el Cielo. En cuanto a él, harías bien en encenderle una vela de vez en cuando, porque debe de andar arrastrando el rabo por ahí. Y no un rabo de espantar moscas, sino de diablo…

El radiotelegrafista trató de encender una cerilla, una segunda, una tercera, una cuarta. El agregado se le acercó tímidamente, con el mechero en la mano:

—Maestro las… Tengo dolor de cabeza desde ayer… y se me cae el pelo. ¿Cree que será…?

—Gracias, Diamandís. Bonito mechero. A la primera. Hum, en el puerto se verá. Pero no debes tener miedo.

El agregado se retiró a la caseta del timón. No se oían más que los pistones del motor subir y bajar. Hubo un largo silencio. De repente, el radiotelegrafista comenzó a toser. Una tos seca e irritante. Sacó un pañuelo y se lo llevó a la boca.

—La tos del fumador —murmuró—. Hace años que la tengo. El tabaco se estropea con la humedad. Fumamos paja. Si estuviéramos ahora en el local de Sajaratos o en un café francés, o en una cervecería inglesa, podríamos volver a sentir el verdadero aroma del tabaco. El café que tomamos no tiene aroma, y lo mismo sucede con el té. De la comida, mejor no hablar. Se me llevan los demonios cuando atracamos en un puerto, y la gente viene de fuera a comerse, entre alabanzas, los famosos espaguetis de a bordo.

Dejó de toser e introdujo la mano en el bolsillo en busca de cigarrillos.

—¿Y por qué no lo dejas, si te hace daño? —dijo Yerásimos.

—Y a ti también te hace daño, y a todo el mundo. Pero no lo deja ni uno entre mil. Escucha una cosa, si alguna vez me encontrara en una isla desierta, sin tabaco y sin mujeres, y me dieran a elegir entre las dos cosas, elegiría el tabaco. El tabaco.

—Tonterías. Nadie sabe qué haría en semejante caso.

—Pues yo me he encontrado en un caso parecido y te diré que elegí el tabaco.

—Por lo que dices, veo que quieres mucho a las mujeres, más de lo necesario. Quizá te hayan hecho alguna jugarreta, por eso estás amargado y hablas así, pero ya se te pasará.

—Todo lo contrario. Es una bendición de Dios verlas desnudas. Pero siempre que les pagues o te paguen. Es lo mejor. ¿No estábamos juntos aquella noche, en Amberes? Habíamos reservado el Rigel. Nos quedamos solos con una docena de chicas que estaban bailando el cancán sobre las mesas. Al amanecer nos pusimos a hacer cuentas. Tanto las bebidas, tanto los platos rotos, tanto cada chica. Seis meses de paga. Estoy seguro de que no nos tacharon de tacaños cuando nos fuimos. Para mí, las mujeres de verdad son las que están encerradas en aquellas jaulas del Tardeo. O las de Yokohama, sentadas en banquetas en los escaparates; las de los burdeles populares de Fu-Chu y las de las mugrientas casas de Massawa. Recuerdo una choza de bambú, a catorce millas de Colombo. La cingalesa, que andaba desnuda a gatas, mostrando sus maravillosos dientes amarillos. Una esterilla en el suelo, un cántaro con agua, una astuta mangosta para las cobras, un basilisco con los ojos de colores para los mosquitos y unas hierbas que ardían constantemente para ahuyentar con el humo a los escorpiones. Tumbado boca arriba, destrozado por las guardias, la humedad, la bebida y el cuerpo de la mujer que dormía junto a mí, miraba el techo de caña. Había un escorpión abotargado, presto a caer entre mis ojos. Lo veía, pero no podía moverme. Me dormí. Siempre he aborrecido esas manidas palabras: «Déjame, no quiero… Dime primero que me quieres, que nunca me abandonarás». Y cuando has terminado, no poderte marchar enseguida, estar obligado a consolarla, como si le hubieras dado una paliza, como si la hubieras ofendido. Me dan náuseas.

 

»Las únicas lecciones que he recibido en mi vida me las han dado siempre las llamadas mujeres públicas. Cuando era un crío, iba a un burdel de mala muerte en Atenas, el de Sakula, en el Gasómetro. Me acostaba con una esmirnea fea a quien llamaban la Mora. Afable y compasiva, no dejaba irse a un mendigo sin limosna. Me guardaba caramelos y pasteles. Pon atención: una noche, un chófer me llevó a su casa pasada la media noche para fumar hachís de Brusa. “Verás a mi chica”, me dijo. Fuimos. La Mora estaba esperándonos. Solo le faltó lavarnos los pies. Me marché por la mañana. A los pocos días me pasé por el burdel de Sakula. En cuanto la Mora me vio, corrió hacia mí llevando a otra mujer de la mano. “Te presento a la cretense, es mucho mejor que yo”, me dijo.

»Me quedé extrañado, sin comprender. “Sí, Nicolasito”, me dijo. “Nosotros hemos comido del mismo plato y no debemos volver a acostarnos juntos. Que te vaya bien. Y ven con Mijalis a comer cuando quieras.”

»Fui su padrino de bodas, en una iglesia de las afueras de Atenas. Ella iba sin pintar, llevaba un traje antiguo reformado y no paró de llorar mientras el cura salmodiaba. Me la volví a encontrar una noche, durante la Ocupación, después del toque de queda, buscaba una farmacia de guardia para su hijo. Y otra cosa: en algunas ciudades cerca de la frontera, cuando muere un soldado, estas mujeres, las “malas”, piden permiso para amortajar al muerto y velarlo. Lo acompañan hasta la iglesia y se quedan fuera. Y le llevan trigo cocido a la tumba; durante un tiempo…

Dejó de hablar y encendió un cigarrillo.

—Se apagan, los cabrones —murmuró.

—Es la humedad. Dondequiera que te apoyes, te empapas —dijo el primer oficial—. ¿Has terminado? Una puta es una puta. La han educado así, es a lo que está acostumbrada. Puede que tengan buen corazón, no digo que no. Muchos se casan con ellas. Como queridas se portan de maravilla, pero como esposas ya es otra historia. Son tres los oficios que necesitan carné: el suyo, el de comediante y el nuestro. Palangana, tablas y puente. Toda la gente puede cambiar de trabajo como de camisa. Nosotros no.

La campana repicó tres veces; después, una sola. Un marinero pasó junto a ellos y descendió la escala.

El radiotelegrafista se metió la mano por la abertura de la camisa:

—Me está devorando la urticaria con este calor. Te pones polvos de talco y se convierten en barro. Desde pequeño eres terco como una mula, Yerásimos. Bueno, para terminar con esta historia. Estaba a bordo del Estrella Polar, que cubría la línea El Pireo - Salónica. Delante de la despensa, sentada sobre su baulito, estaba una de ellas. Más fea que Picio. No tardó en abordarla un marinero.

»“Vamos a tener mar gruesa, ¿quieres que te busque una litera?”

»“No.”

»Por la noche le llevó un plato de comida.

»“No quiero.”

»A media noche volvió a acercársele:

»“¿Un cigarrillo?”

»“¡Que no, sátiro! ¿No ves que estoy fumando? Y eso no te lo pienso dar, métetelo en la cabeza. He dejado Los Juncos y voy para El Vardar. Si te gusto, ven a verme allí. Pero aquí, nones. ¿Le has pedido alguna vez queso al tendero al encontrártelo un domingo por la calle? Anda, vete a entretener a una de las pasajeras de primera clase y déjame en paz.”

»Mientras tanto, en el camarote del capitán, una dama respetada por todo el mundo en su país, con cuatro hijos y un apuesto marido, tenía las piernas más levantadas que las orejas de una liebre. ¿Has pensado alguna vez lo que dan las prostitutas por cuatro perras? Se echan encima a lisiados, tuertos y jorobados, a tipos que huelen a muerto, con fístulas en el cuerpo, a los locos, a todo el que no encuentra una mujer que lo acaricie. Viven en los burdeles, y las llamamos “públicas”. A las otras, las que están fuera, ¿cómo deberíamos llamarlas? A ver si encuentras la palabra.

El primer oficial volvió la espalda y se metió en la caseta del timón.

Amanecía. Un viento cálido comenzó a soplar por la proa. De la camareta salió un marinero abrochándose el pantalón. Tras él, un maquinista.

TERCERA GUARDIA

Mar sosegada, olas grandes pero inofensivas penetraban por el estanque de proa y se batían un instante sobre la bodega para terminar sumiéndose por los imbornales. El Pytheas sumergía un instante la proa para volver a levantarla enseguida. Hacía veinte horas que duraba este juego.

Vanguelis, el contramaestre, de Farsa, se dirigía al primer oficial con su engolada voz:

—Todo como has dicho. Las cuñas están ajustadas. Dos trombas de agua habían arrastrado la balsa. La hemos asegurado. He llevado a la popa los refuerzos del timón. All right. Va más hundido de la cuenta, pero la hélice se sale del agua. Lo nunca visto. Y cada vez más forzado.

—Está bien, Vanguelis, ve a acostarte.

De vez en cuando relampagueaba por el este.

—¡Diamandís!

Se aproximó.

—Despierta a tu tío y dile que el tiempo se está avinagrando, que suba si quiere.

«¿Que suba a hacer qué?», pensó. «A hacer porquerías. ¿Será cerdo? ¡Mira que mear en el puente!»

Diamandís llegó jadeante.

—Oficial Yerásimos, me ha dicho que no puede. Se ha puesto una bolsa de agua caliente en los riñones. Que hagas lo que te parezca y que se lo mandes decir.

El primer oficial sopló el audífono del cuarto de máquinas y gritó:

—Reducid revoluciones a la mitad.

Enseguida el barco comenzó a estabilizarse. El cabeceo disminuyó, como si de pronto reinara la calma. El radiotelegrafista subió y se detuvo un momento para habituarse a la oscuridad.

—El boletín de Hong Kong, toma.

—¿Qué dice?

—Que el tifón ha cambiado de rumbo, de Palawan a Mindoro. Aquí, entre nosotros: está bastante lejos.

—Que se vaya al diablo —murmuró el primer oficial—. No nos faltaba más que eso. ¿Acaso tenemos barco para ir contra corriente? Claro que, a decir verdad, ni con un último modelo soporta terquedades el mar. Lo importante es coger velocidad para alejarse del festín. ¡Pero con esta chatarra! Cuarenta años lleva danzando. Ha tenido suerte, eso es todo. Toquemos madera. En Vizcaya, hace seis meses, acabábamos de doblar el cabo de Ouessant cuando el mar comenzó a cabalgar sobre el aire. Se hundieron cuatro barcos; dos de ellos, nuevos. En el mar Negro, hace dos años, la tempestad se calmó a tiempo. Nornordeste de través. Tuvo compasión de nosotros, de lo contrario no nos habríamos librado. En mayo del 46, nada más entrar en Sídney se desencadenó un tifón sobre Tasmania. O Dios se apiada de nosotros, o el diablo nos tiene olvidados. Pero estoy seguro de que un día nos vamos a pique.

—He venido a por la situación —le interrumpió el radiotelegrafista.

—Ah, sí. Vamos. ¿Has comprobado el goniómetro?

—Sí. Es un viejo sistema, pero hace su trabajo. Vamos.

Entraron en el charter room.

—Diamandís, ponte a la brújula, y ya te avisaré.

El muchacho levantó la tapa y la colocó en el suelo. Al agacharse, la brújula le iluminó la cara delgada y sin afeitar, la piel tersa.

—Medio cuarto a babor, cayendo.

—Medio cuarto a babor —dijo Diamandís.

—Otra cuarto, hasta llegar a nornordeste.

—Nornordeste —repitió el timonel.

—Ahora, recto.

—Recto —volvió a decir el timonel.

—Y ahora, Diamandís, baja y dile al cerdo de tu tío que hemos reducido velocidad y tomado la situación; y prepáranos dos solos casi sin azúcar.

Salieron de la caseta del timón y se dirigieron al puente de estribor. El radiotelegrafista sacó los cigarrillos.

—No lo enciendas, espera a que vengan los cafés. ¿Tienes idea de por dónde se sale el alma del ahogado?

Sonrió.

—Por detrás. Me lo dijo mi madre una vez que no paraba de darle la lata para que me dejase embarcar.

—Si es que le da tiempo a salir, porque cada marinero tiene su tiburón. Y si consigues escapar es mucho peor. Te esperan hospitales de tercera clase, pasillos que apestan a lejía, camas pegadas unas a otras y moscas montándose delante de los moribundos. Lo que yo temo es la tierra firme. El fondo del mar está limpio. Y si te atrapa un pez, es algo que conoces, que tú también te comes cuando estás vivo. Ya me entiendes…

El primer oficial bostezó.

—Vaya tema de conversación que has sacado. Un canto fúnebre. Habla de cosas más alegres, hombre. Si estuvieses casado y tuvieras hijos, harías lo imposible por volver a casa a disfrutar de los tuyos y a morir entre ellos. No dices la verdad. No crees en lo que dices. Simplemente, te gusta decirlo. ¿Nunca te has enamorado?

Tardó en contestar. Se acercó a la garita y escribió algo con la uña en el cristal cubierto de vaho.

—La verdad es pecado. Es la más grosera, la más inhumana de las mentiras. Solo debe decirse para salvar la cabeza de la horca, solo entonces.

—¿La has dicho alguna vez?

—Solo una y todavía estoy pagando por ella.

—¿Y salvaste alguna cabeza al decirla?

—Perdí la mía.

—Venga, cuenta.

—Tenía quince años… Estudiaba primero de bachillerato, del antiguo. Era mentiroso, putero y ladrón. Todas las tardes iba a Los Juncos. Vendía algún libro por aquí y por allá, le metía mano a la cartera de mi padre e iba tirando. Entonces abrieron una «casa», la de Atenea, cerca de la estación. A setenta dracmas. Siete veces más que en Los Juncos o en casa Arjondo. ¡Pero qué chicas! Una de Salónica, que acababa de empezar la carrera… Se me puso difícil la cosa. La calderilla no me daba ni para ir una vez por semana. Entonces me acordé de aquel anillo mala sombra que mi madre no se ponía nunca. De oro, con diamantitos pequeños. Lo había visto muchas veces en su armario, envuelto en un papel, separado de las otras joyas. Lo mangué con toda facilidad. Eran las fiestas y teníamos vacaciones. Salí a buscar a un primo mío mayor que yo, un genio de la estafa. Nada que hacer. Fui a buscar a un cambista, y me puso en la puerta. Otro me daba cien míseras dracmas. Lo mandé a tomar viento fresco y me largué. Qué importa, pensé, esta noche le daré salida. Al subir las escaleras de mi casa, oí a Cocó, el viejo papagayo, gritar una palabra habitual en él: «¡Ladrón…, ladrón!». No era la primera vez que se la oía, pero, no sé, en aquel momento me dio mala espina. Al entrar en el recibidor, comprendí que la había armado. Melí, una guapa sirvienta que teníamos, estaba de pie, llorosa, con el hatillo en la mano. A su lado, mi madre le decía fuera de sí: «Si me dices la verdad, no te pasará nada».

»Comprendí. Dudé unos instantes, pero ya había pasado esa edad en que todos los niños son unos malvados. Tenía una vieja cuenta pendiente con Melí. Se lo había pedido muchas veces, y ella siempre me había rechazado. Es más, había ido con el chivatazo a mi madre. ¡La de bofetadas que he recibido delante de ella! La odiaba. Pero, así, sollozando y enrojecida, estaba más guapa que nunca. “¿Qué pasa?”, pregunté. Mi madre me respondió: “Anda, pasa y siéntate a la mesa”. “No me muevo de aquí. Primero decidme lo que pasa. A lo mejor yo sé algo”, repliqué

»La cefalonia me miró de reojo y dijo: “Ha desaparecido un anillo. Esta mañana lo he visto con mis propios ojos. En mi habitación no ha entrado nadie más que ella, a barrer. Ahora vete a comer”. Metí la mano en el bolsillo de mi chaleco y lo saqué. Lo levanté en alto, sosteniéndolo con dos dedos: “Míralo…”.

»Los ojos de Melí, sus bonitos ojos llorosos, se abrieron de forma extraña. Los de mi madre se volvieron minúsculos como bolitas: “¿Dónde lo has encontrado?”. No olvidaré nunca su tono de voz. No estaba enfadada. Estaba desesperada. Le dije: “No lo he encontrado. Lo cogí esta mañana. Te lo robé para venderlo. Tómalo”.

 

»Me abalancé hacia el pasillo y tropecé con mi padre, que se acariciaba la barba sonriendo. Mi padre…, el contrabandista de Lao Yang, el tahúr de Tianjin, el tendero de Pasalimani, ya en las últimas, el hombre menos compasivo que he conocido, me perdonó en aquel mismo instante. Pero la cuenta con mi madre quedó abierta.

—¿Y Melí?

—Melí… Yo fui el que quedé humillado ante ella en el lavadero. Y aunque había sido mi madre quien la había llamado para que presenciase el castigo, en cuanto terminó conmigo la echó con cajas destempladas, como si hubiera venido por iniciativa propia. Unos días más tarde, un domingo en que todos estaban ausentes, se me acercó mientras yo estaba estudiando. Sentí que su aliento me acariciaba, me quemaba. Olía a perfume barato.

»“¿Estás estudiando?”

»“Sí.”

»“¿No vas a salir?”

»“No.”

»“¿Quieres que me quede contigo?”

»“No.”

»Me acarició la cabeza.

»“Si quieres, no salgo… Gracias por lo del otro día. Y lo que quieras de mí, ya sabes…”

»“Sí, cuando vuelvas cómprame el Eva en el quiosco del tío Yorgos.”

»“¿Eso es todo, señor?”

»“Nada más.”

»Se marchó.

—¿Y no has vuelto a robar después de eso?

—Sí, muchas veces. Cuando nos separamos en España, me embarqué de oficial agregado en un paquebote. Era responsable de una de las bodegas. La Nochevieja de 1929 desembarcamos a media noche en el Pireo. Los cargadores abrieron una caja de despertadores franceses. Cogimos uno cada uno y la volvimos a clavar, con sus cintas y todo. Me metí el mío en el guardapolvo azul, subí al puente y enfilé hacia mi camarote con la intención de ponerlo a buen recaudo. Llevaba unas chocolatinas en el bolsillo para regalárselas a Amersa, una amiga de Mitilene. Ante la puerta de la primera clase estaba el capitán charlando con Makrís, el contable. Me llamaron. Permanecí algo retirado. «¿Has despachado la caja número tres?». Respondí: «Sí. En estos momentos están cerrando las escotillas».

»Mi tío me dijo entonces: “Acércate más. ¿Habéis estibado bien las cajas de los relojes?”. “Sí, capitán Yorgos”, contesté. “Bueno, pues vístete y vete a ver a tu madre.”

»Respiré, y ya me disponía a partir cuando, bien porque me persigue el diablo, bien porque los cargadores le habían dado cuerda para gastarme una broma, un tremendo estruendo salió de mi guardapolvo. El despertador sonaba a todo meter. Antes de que tuvieran tiempo de darse cuenta, subí a cubierta y lo escondí.

»Nada más abrir la puerta de mi camarote, mi tío me espetó: “Bastardo de mierda, maldito ladrón. Da gracias a que es el día que es”.

Yerásimos se reía.

—Pues, créeme, aquel despertador sigue funcionando después de dieciocho años. ¿Tú has robado alguna vez?

—Yo también he metido mano en alguna de las cargas que recibía. Una vez forcé una caja de zapatos ingleses. Eran marrones, de piel de cerdo. Por la noche, llamé al bodeguero para repartírnoslos. Estaba orgulloso. Pero el otro, un ladrón de marca, les echó una mirada, meneó la cabeza y dijo: «Pedazo de bestia, bruto. Vaya una metedura de pata. Todos son del pie derecho». Yo le contesté: «Ya encontraremos la caja que tiene los del pie izquierdo».

»Pero qué va. El fletador conocía su oficio. En el siguiente viaje volvimos a cargar cajas de zapatos en el mismo puerto. Sacamos algunas para ver. Todos negros del pie izquierdo. El fletador, que era judío, los enviaba a través de dos o más compañías, mezclando las cajas.

—Vaya, hombre, ¿y qué hicisteis con ellas?

—Espera y verás. Se las vendimos a un tipo del Pireo de esos que hacen toda clase de trabajos. A los quince días vino a buscarnos al muelle: «Si tienes todavía de aquellos zapatos desparejados, te los compro», me dijo.

»Me quedé con la boca abierta. Él añadió: “No me mires como un idiota. No se me ha escapado ni un solo tipo con muleta. He visitado los lugares que frecuentan los tullidos, la sede de su asociación, he calzado a todos los mutilados, y han quedado la mar de agradecidos”.

El Pytheas se sumergía suavemente en mares taciturnos. El viento parecía ir perdiendo fuerza.

El oficial Yerásimos entró en la caseta del timón, encendió la luz y volvió a salir. Vino a sentarse junto al radiotelegrafista. Prendió un cigarrillo y comenzó a hablar:

—Te he preguntado antes si has amado alguna vez.

—No, no recuerdo. Iba siempre con prisas. Todo el tiempo con una maleta en la mano. Detrás de la puerta de mi casa había siempre un macuto de marinero preparado. No he tenido tiempo. ¿Y tú?

—¿Yo? Me dejé enredar una vez. Todavía me escuece. Estuvimos amarrados cuatro meses en Saigón. Desde el primer día, todos se echaron una querida. Unos se la llevaban al barco; otros iban a sus casas. Un capataz chino me sirvió de intermediario en la compra de una, como entonces era costumbre. Me llevó a uno de esos barrios bajos que apestan a ajo y huevos podridos. El cabeza de familia debía de tener siete hijas, eso sin contar los hijos.

»Me dijo:

»“Elige. Y, si quieres un chico, no tengas vergüenza, pero yo te aconsejo que te lleves a esta”, me dijo señalando a un retaco de trece años, sucia y despeinada. “No la veas así, en dos días estará hecha un pimpollo. ¡Tao!”, la llamó; la pequeña se acercó con la cabeza gacha. “¡Has visto qué ojos! Mira, toca, ¡como el caucho! Solo le falta comida.”

»Pagué quince dólares, y nos marchamos. La llevé a un local donde se encargaron de lavarla y vestirla. Al cabo de una hora estaba irreconocible. Tenía la cara reluciente. Mientras nos dirigíamos al puerto, iba agarrada de mi chaqueta y daba saltitos para alcanzarme. Entramos en una pastelería. Se comía los pasteles con las manos y reía. Había anochecido. En un puesto callejero regateé un brazalete de coral, pero ella escogió una pelota y una peonza y dejó el coral. Al subir al barco, nos vio el capitán Yannis, el de Spartia,2 que Dios tenga en su gloria. Nos hizo un gesto de desaprobación: “Pedazo de cabrones, me habéis convertido el barco en un parvulario. Vais a tener que pagar un chelín con noventa por su comida, tenedlo en cuenta”. Dirigiéndose al jefe de máquinas, añadió: “Hoy estos cerdos se han liquidado una lata de petróleo para despiojarlas”.

»Cuando nos tendimos en la litera, comprendí que era la primera vez que la pequeña se acostaba con un hombre. Dobló el brazo derecho para taparse la cara; le rechinaban los dientes (no sé si todas hacen lo mismo la primera vez, no me ha vuelto a pasar); con la otra mano jugueteaba nerviosa con la cruz que me colgaba del cuello.

»“¿Por qué lloras, Tao?”, le pregunté en mi tosco inglés.

»“No, no Sorr, go on... Please put on the light.”

»Se levantaba antes de que amaneciese, me hacía un té, me lustraba los zapatos y después arreglaba el camarote. No conocía ni la proa ni la popa. Hasta aprendió a cocinar. Con decir que el capitán Yannis, aquel animal, le traía caramelos y manzanas acarameladas… Las del resto de la tripulación eran vagas y guarras; se pasaban el día tumbadas en los camarotes o en la proa rascándose la entrepierna. Un día fletamos para Burdeos. De pronto, vio a sus compatriotas recoger sus atavíos y bajar la escala con el ceño fruncido. La noche anterior yo había comenzado a prevenirla. Estuvo llorando toda la noche. Tenía derecho a llevármela conmigo, puesto que la había comprado. Pero el capitán no quería ni oír hablar de ella. Y, además, ¿adónde podía llevarla? Acababa de obtener el diploma, y la cefalonia de mi madre no habría aceptado una cosa así. Hablé con el capo que había hecho de intermediario.

»“¿Y por eso te preocupas? Puedes venderla a un burdel en menos que canta un gallo”, me dijo el coolie3 con una sonrisa burlona, “y recuperar tu dinero”.

»Se me pusieron los pelos de punta. “Llévala a su casa… Aunque lo mejor es que la dejes en el muelle, y que decida ella sola.”

»Por la tarde le dije que se vistiera. Se puso ropa europea, un traje verde y unos zapatos de tacón, y emprendimos la cuesta arriba. El sudor le bañaba la frente. Los dientes no paraban de rechinarle, como la primera noche. El riksa4 se detuvo delante de su casa. De pronto, me tomó las manos y me las apretó con fuerza… Se quedó en el umbral de la puerta. Dirigió la mirada hacia la esquina de la sucia calleja. Entramos. El viejo nos miró con desconfianza. Rompimos el contrato. La vi jugar nerviosamente con los trozos de papel. Tenía que irme y, sin embargo, permanecía mudo; sentía las piernas pesadas como el plomo. Tao cayó de rodillas y se colgó de mi chaqueta… Solamente escuché, antes de doblar la esquina de la calle, una especie de acorde desafinado, como cuando el viento rasga los toldos. Eché a correr y no paré hasta unas dos millas más abajo. En la calle Catinat me detuve ante la tienda de juguetes y bisutería. Me apoyé en una columna y vomité. “Chólera…, chólera”, gritaron unos chinos y salieron corriendo.