La guardia

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»Zarpamos al día siguiente. He vuelto muchas veces a Saigón. El capataz había muerto. En el barrio donde se encontraba su casa habían hecho un parque y levantado unas escuelas francesas. La busqué por todos los burdeles, cabarés, clubs y fumaderos de opio que encontré, pero nada. Solo su llanto me sigue visitando por las noches.

—¡Está escorando a la derecha! ¡Me cago en sus muertos! Vuelve a retomar el rumbo.

El audífono del cuarto de máquinas silbó.

—Sí, mantened la marcha. Si amaina al amanecer, le daremos caña.

Cerró la tapadera y se dio la vuelta.

—¿Dónde está Diamandís? ¿Dónde anda ese bastardo? Hace una hora que se ha esfumado. ¿Dónde coños está el imaginaria? —Sacó el silbato y pitó.

El radiotelegrafista echó el aliento sobre el cristal de la garita y escribió algo con la uña. El imaginaria subió por la escalera de babor y se introdujo a hurtadillas en la caseta del timón. Lo mismo hizo Diamandís por la de estribor. El cabreo del primer oficial se había apaciguado.

—¿Por qué te escondes, hombre?

Ninguno respondió.

El radiotelegrafista llamó al agregado. Hablaron en voz baja.

—¿Estás seguro?

—Sí.

—¿Desde cuándo?

—Ayer lo vi por primera vez.

—¿Por qué no lo has dicho antes?

—Se lo dije ayer…

—En cuanto termines la guardia, ven a mi camarote.

—Yo también iré —dijo el primer oficial—. ¿Invitas?

—No tengo gran cosa, pero os espero.

Yerásimos permaneció un instante inmóvil mirando al frente. Después se acercó a la garita, encendió una cerilla y empañó el cristal con su aliento. Pegó los ojos al cristal para ver mejor.

—El muy cabrón… —murmuró—. El muy hijo de puta…

Limpió el cristal con la manga y se volvió hacia el timonel.

—Todo a estribor. Atento al verde que se nos cruza. A estribor, mantén el rumbo que pase el de la luz verde.

El camarote del radiotelegrafista. Bajo de techo, alargado y angosto. Una litera deshecha. Un lavabo sucio, con un cubo de agua turbia debajo. Arrimada a la mampara, una mesa llena de libros, papelotes viejos, cajas de cerillas, una cartera vieja, una tabaquera china y cigarrillos esparcidos. Un cenicero repleto de colillas. Más cigarrillos sueltos sobre la cama, en el suelo y encima de la silla. La repisa del lavabo está llena de medicamentos. Opobyl, sales de Karlsbad, sales de fruta y yodo. De una cuerda que atraviesa el camarote de un extremo a otro, cuelgan unos calzoncillos mal lavados, una camiseta y un par de calcetines. En el suelo hay un cartón de Craven A abierto; un poco más allá, una caja medio vacía con manzanas y naranjas desprende un ligero olor a moho. Las paredes están cubiertas de reproducciones en color de la revista Life.

El radiotelegrafista, desnudo de la cintura para arriba, se estaba empolvando los granos que le cubrían la espalda y el pecho. El primer oficial apareció en la puerta.

—Siéntate —le dijo el otro—, ya he terminado.

—Pero ¿es que hay sitio? Esto está hasta arriba de porquería. ¿Cada cuánto te hace la limpieza el camarero?

—El pobre viene siempre cuando estoy durmiendo. Pero mejor así. Cada vez que me lo limpia, me trastoca el orden del cuarto. Las peleas con mi madre surgían siempre porque me había tocado algún libro o algún papel… Coge un cigarrillo. ¿Te pelo una manzana?

—No.

—¿Quieres piña tropical?

—¿Con qué agua, con la del cubo en que te lavas los pies, o con la de esa botella que no la limpia ni la sosa cáustica? Dame un cigarrillo, anda. Pero, bueno, ¿qué pasa con todos estos cigarrillos desparramados por todas partes? Y siempre lo mismo. Te he observado muchas veces. Cuando te encuentras con alguien, paquete va y paquete viene. ¿Los has robado, o es que te los regalan? No entiendo tanto derroche, ¿a cuento de qué?

El radiotelegrafista lanzó los polvos de talco sobre una estantería y se sentó en el taburete. El oficial se había tumbado en la cama y había doblado la almohada para apoyar la cabeza.

—¡Qué cosas preguntas! Si fuera otro, le contestaría: pues porque me da la gana. Ya conoces los problemas del tabaco, unas veces no tienes, otras…

—Los conocí en la cárcel.

—Pues es peor cuando estás fuera. Durante la guerra de Albania, llevaba dos días perdido de mi unidad. Empapado, en ayunas y sin tabaco. Había amanecido. Un día espléndido, el de San Nicolás. Los rayos del sol se desparramaban sobre la hierba mojada. Caminaba tirando de una mula hambrienta. De repente, apareció un soldado en mi camino.

»“¿Cómo es que vas en ese estado?”, me preguntó.

»“¿Cómo quieres que vaya? ¿No habrás visto el tercer batallón de camilleros?”, pregunté a mi vez.

»“Sí, acampa a tres horas de aquí, en el monasterio de Pépelis. Según vas, todo recto.”

»Hice ademán de seguir, pero él me dijo: “Espera”. Abrió el macuto y me dio un pedazo de pan. Entonces fue él quien hizo amago de irse, pero se dio la vuelta, abrió un paquete de tabaco negro y me dio un cigarrillo. Me lo puse en la palma de la mano y me quedé mirándolo. Me dejó otro al lado y se marchó sin más. “¿Cómo te llamas?”, le grité. “Espera, hombre, ¿cómo te llamas?” Me contestó haciendo bocina con las manos: “Soldado, me llamo. Date prisa, no se te haga de noche. Se van a ir de allí”.

»Me quedé mirándolo hasta perderlo de vista. Metí el pan en el macuto y me tumbé debajo de un árbol. Encendí el cigarrillo…

—Ven, Diamandís. All right. Ahora agacha la cabeza. Un poco más.

Bajo los rubios cabellos del muchacho, que empezaban a clarear, había como una película blanca.

—También el mar hace que se caiga el pelo, Diamandís. ¿No lo habías oído nunca? Bueno, de una vez por todas, no veo nada que te pueda inquietar. ¿Cómo va el chancro?

—Igual. De vez en cuando, sangra.

—Eso es porque está cicatrizando. Sabes muy bien por dónde estamos navegando, por qué climas de mierda. ¿Qué otra cosa podías esperar? En el puerto se te pasarán los temores. Iré contigo al médico. Después me invitarás a una copa. Ahora vete a dormir. Y si aparece alguna chica en tus sueños, échala para que te encuentres como nuevo al llegar al puerto.

—¿Y el dolor de cabeza? —preguntó el muchacho mientras se vestía.

—Todos estamos igual. Anda, vete.

Pronto se perdieron sus pasos sobre la chapa del puente.

—¡Nuestra condecoración! Te lo dije desde el principio. Y va empeorando. ¿Tienes penicilina?

—Sí.

El radiotelegrafista comenzó a rascarse la cabeza con nerviosismo:

—Pero es mejor no darle nada. También tengo una caja de bismuto, pero no es bueno. ¿Y si no es esa la enfermedad? ¿Acaso soy médico? A la primera inyección responderá negativamente, si es que la tiene. Nos podemos meter en un lío, ¿comprendes? Sin embargo, esa marca… Di Castel la llaman. Está más claro que el agua. ¡Está muerto de miedo!… Yo también lo estaba al principio. Creía que se me iba a caer la nariz.

—Y yo, que me quedaría ciego. Por mucho que me meta con él, le tengo cariño al cabrón. Hace bien en tener miedo. ¿Conociste a su padre?

—No, solo de oídas.

—Se volvió loco en el puente. Ya se habrá enterado. En pueblos como el nuestro es imposible ocultar esas cosas. La gente tiene la delicadeza de susurrártelas al oído. Así, para hacerte un favor. ¿Te gusta Cefalonia?

—Sí, como lugar, sí. Pero les encanta tomarla con los locos y con los tullidos. Es algo que no me cabe en la cabeza.

—Tonterías… En todos los pueblos del mundo se ríen de los locos.

—No, en el nuestro los vuelven locos para tener de qué reírse.

—Exageras. Eres más terco que una mula. ¿Qué estábamos diciendo del tabaco?

Yerásimos bostezó y se frotó los ojos:

—Déjalo para mañana, así tendremos algo que contarnos. A ver si dormimos un par de horitas.

El primer oficial se levantó y se sacudió la ceniza del pantalón.

—Voy a echar un vistazo arriba. Ya sabes, el viejo se distrae algunas veces sobre la batayola.

—¿Se duerme?

—No exactamente. Cómo decirte… Se embota.

—El pobre. ¿Cuántos años tiene?

—Ya tiene más de sesenta y cinco. ¡Cómo pasa el tiempo! La tira de años de capitán, y antes fue marinero, Yemitsís…

—Buenos días, me voy a imitar a los muertos.

Al marcharse el oficial, corrió la desteñida cortina carmesí.

CUARTA GUARDIA

Qué, si el Cardiff se hunde,

y qué, si el Buenos Aires arde,

pero al pobre Skipper Straad

¡que Dios lo guarde!

Llevaba lloviendo desde por la mañana. El primer oficial hacía la guardia en la puerta del puente cubierto, con un chubasquero. De vez en cuando, cogía los prismáticos, pero los volvía a colocar inmediatamente en la caja.

—Imaginaria…

—Soy yo, oficial Yerásimos, Polijronis.

—Anda abajo a apagar las luces del salón. Molestan delante. Después, pásate por donde el radiotelegrafista y dile, si no tiene nada que hacer, que suba. Y no tardes.

—All right, oficial Yerásimos. Voy.

—Diamandís, echa un vistazo a las luces de situación y, luego mira al frente con atención. Si vas a orinar, ven a decírmelo. ¿Por qué no llevas chubasquero?

—Tengo calor.

El primer oficial levantó el cristal de la cabina y lo limpió por las dos caras. Se quitó el chubasquero, lo colgó de un clavo, y se quedó inmóvil mirando al frente. Recordó las lluvias de su pueblo. Dos, tres, cuatro días. Era en la época en que se abrían los odres, y fermentaba el queso, la del aceite nuevo y el vino rosado con olor a barril. El colegio estaba a una hora de camino. Él se quedaba en casa leyendo un Robinson de hojas desgastadas. Olía a buenos guisos. Esperaban carta y dinero desde Marsella, Argentina o Canadá. Uno de esos días llegó la noticia de que su padre se había ahogado en las inmediaciones del Bósforo. También con lluvia salió él una mañana, a los dieciséis años, a hacer su primera travesía.

 

—Esta lluvia está cargada de enfermedad —murmuró.

Polijronis subió armando un gran alboroto.

—No las he apagao, porque el oficial está leyendo. He corrío las cortinas. Si te molestan, dice que las apaga. El Marconi no deja de aporrear el martinete. Menudo follón tie organizao. No hay quien pare. Me paíce a mí que este se va a volver tarumba. Como el otro chalao. He estao un buen rato oyéndole hablar solo. Agarra un periódico, lo abre y después lo tira. Y esas tías en cueros que ha puesto en las paredes de ese establo que tie por camarote… Está de atar. Este se nos tira un día por la borda, que te lo digo yo…

—¿Le has dicho que venga?

—No, cuando me acerqué, me hizo una señal de que me fuera. ¿Es paisano nuestro?

—Sí, de Erissos. Pero nació en estos parajes a donde ahora vamos.

—Entonces… ¿sus padres eran chinos?

—No, hombre, no, cefalonios.

—¿Has visto qué pinta lleva? En la bragueta no le quea ni un botón de muestra. Y eso que dice que ha estao años en barcos de pasajeros. ¿Así se paseaba a bordo?

Se volvió de pronto y vio al radiotelegrafista a su lado.

—¡Cómo le va a su señoría! Acabo de llegar, pero como no parabas de hablar…

—Anda, prepáranos dos cafés. Coge de mi camarote el bote que tiene el bueno. Y no le pongas mucho azúcar —dijo el primer oficial.

—¿Hago pa mí también?

—Sí, pesado, pero, ¡ojo!, que a ti te gusta hecho jarabe.

—¿Qué hora tienes? —preguntó el oficial.

—Las dos y cinco. A medianoche, cuando me disponía a subir, ha venido la fiera5 a la cabina. «¿Puedes sintonizar con el Pireo?», me dice. «Lo intentaré.» «¿Y con Londres?» «Algo mejor.» Me ha dado dos ciempiés6 para la compañía. Una algarabía que no hay quien la descifre. Ahora acabo de terminar. Y anda que no había interferencias ni nada… La antena está que echa chispas. ¡No ha encontrado mejor momento! Se me ha puesto la cabeza como un bombo. ¿Qué te decía Polijronis?

—¿Qué me va a decir, el pobre?… Es un animal. Está como una cabra. A los doce años estaba de grumete en un caique de Farsa y se cayó del mástil. Además, su mujer lo abandonó tres días después de la boda, eso lo terminó de rematar. Y es bastante joven. Treintañero. Me pregunto por qué la casarían con él, siendo como era guapa y habiendo terminado el bachillerato en el Argostoli. Él regresó después de la Ocupación; había trabajado como un burro, estaba forrado de libras de oro, ropa y provisiones. La familia de la chica, muerta de hambre. Así, se lo explica uno. Lo curioso del caso es que ella también lo quería… ¡Bah! ¡Mujeres! No había pasado ni una semana, y ya había vuelto a su casa.

—Bueno, pero ¿no explicó el motivo?

—No sé, dice que la tenía grande.

—¿Qué dices? Razón de más para no marcharse. Estás bromeando…

—También dijeron… Chisst, que viene.

Polijronis subió trayendo en una bandeja que pendía de un asa central el cacillo y las dos tazas. Colocó las tazas sobre el parapeto y las llenó.

—¿Y el tuyo? —preguntó el primer oficial.

—He dejao un poco de fondo; me lo beberé en el cacillo.

—¿Cuántas cucarachas nos tocan a cada uno? —volvió a preguntarle.

—No me ha dao tiempo a contarlas al caer.

Comenzó a beber dando ruidosos sorbos.

—Oye, Polijronis, ¿por qué no te casas? —le soltó a bocajarro el radiotelegrafista.

Polijronis permaneció inmóvil con el cacillo delante de los labios. Intentó distinguir en la oscuridad los ojos del que le había hablado. A continuación, sorbió los posos del café y respondió:

—¡Bah! Ya me he casao una vez, paisano, pero no hubo suerte. Nos divorciamos.

—Vuelve a casarte. No será por falta de mujeres…

Yerásimos le dio un codazo, pero él se apartó y continuó hablando.

—¿No quieres tener hijos, abandonar la mar…?

—Maestro, me dan miedo las mujeres: las escotillas y las mujeres. Son igual de resbaladizas, y puedes romperte la crisma con ellas. Dos veces es demasiao.

—¿Y cómo es que te separaste? ¿Así porque sí?

—¡Uff!… Qué quieres que te diga. ¿Crees que en tres noches me dio tiempo a saber qué demonios le rondaban por la cabeza?

—Quizá la primera noche…

El primer oficial carraspeó dos o tres veces:

—Escucha, Polijronis…

—Discúlpame, oficial Yerásimos, ya me voy. Pero, como ves, no es culpa mía; aquí mi paisano me está preguntando…

—Deja al hombre en paz, Yerásimos. Ahora no tiene nada que hacer. Nosotros que sabemos más tal vez podamos encontrar una explicación.

—El que se pica… No he dicho nada. Yo simplemente estoy aquí dejándome los ojos de tanto mirar al frente. Ni siquiera pongo atención a lo que habláis. No me tengáis en cuenta.

El primer oficial se alejó un poco.

A Polijronis le vino como anillo al dedo; se acercó al radiotelegrafista y comenzó a hablar rápida y atropelladamente, mirando de vez en cuando al primero de soslayo:

—Bueno, maestro, ya que estamos, te diré lo que pasó dende el prencipio. Por mis muertos que no se lo he contao ni a mi mare, que ha hecho to lo posible pa sonsacarme. Ni siquiera al cura. Pero no se te vaya a escapar palabra, porque esta panda de chulos está a la que salta.

—Que no somos niños, Polijronis. Si tienes miedo, no me lo digas y en paz.

—Bueno, el caso es que después de haber comío y habernos bebío un tonel de Robola, me agarra mi madre aparte y me dice: «No la fuerces, te lo digo por tu bien, las cosas con tiento».

»Nos fuimos a casa. Cuando entramos en la habitación, ella se sentó en la cama, y yo cerré la puerta con llave y la dejé encima de la cómoda. De repente, se levanta y me dice:

»“Abre la puerta, Polijronis, si no, me marcho ahora mismo.”

»Me quedé de piedra...

»“Pero, ¿por qué?”, le pregunto.

»“Tengo miedo, te digo. Abre la puerta.”

»“¿Que tienes miedo de mí, Marioleni?”

»“No sé, abre la puerta y apaga la luz.”

»Hice lo que ordenó. Yo, dende pequeño, dende que fui por primera vez a Los Juncos y, luego después, cuando me largué al extranjero, fuera ande fuese y estuviera con la mujer que estuviese, cerraba la puerta con llave y dejaba la luz encendía. Bueno, pa no cansarte, na. Pasó una hora, dos… Empezó a amanecer. Na de na. La primera vez que me pasaba una cosa así. Con la luz del alba pude verle la cara. Más amarilla que el azufre de Catania. Hasta que en algún momento, no sé bien cómo, me rozó con la planta del pie, así como quien no quie la cosa…

—Polijronis, las millas —rugió el primer oficial.

—Un momento, que termine, oficial Simos, y voy.

—Largo de aquí…, las millas… Me cago en tu maldito orgullo… ¡Cernícalo!

Polijronis se precipitó escaleras abajo. Durante cinco minutos tan solo se oyó el vaivén del motor y el reborboteo del agua en el casco del buque.

—Setenta y cinco y media.

—Bien —respondió con suavidad el primer oficial.

—Como te iba diciendo… —continuó Polijronis.

—Polijronis —volvió a interrumpirlo—, acércate a mi camarote y tráeme el libro rojo que tiene un ancla en la tapa. Échate un trago de ron y ven luego a coger un rato el timón, que Dionisio pueda ir a orinar.

—¡Bah! No quiere. Ya se lo he preguntao y no quiere.

—Haz lo que te digo, no te vaya a…

Polijronis se detuvo un momento, indeciso, y se marchó volviendo varias veces la cabeza y murmurando:

—Pero, bueno, ¿a este le ha dao un telele o qué? Es la primera vez…

Hacía tiempo que había parado de llover. Tan solo relampagueaba. Nicolas se había sentado en el arcón de los salvavidas. Recordaba aquel mediodía en Burdeos, en que fue con la joven vendedora de cigarrillos al Oceania Bar. Ella tenía prisa, pues había dejado la tienda sola. Llevaba un chal rojo sobre los hombros. Fue en una habitación justo detrás de la barra.

«Gauloises bleues s’il vous plait.» Se le escapó. Desde entonces no puede fumar cigarrillos franceses, ni Gitanes ni…

Yerásimos está vuelto de espaldas mirando a su interior y al frente. El San Paoli… Aquella muchachita rubia… que no tenía…, se seca el sudor con el pañuelo empapado… sexo.

La mano del radiotelegrafista se posó con suavidad sobre su hombro.

—Date la vuelta, Yerásimos. Échate un cigarrillo.

—Un momento… Espera.

—¿Qué tienes? ¿Quieres que me vaya?

—No, quédate, que ahora vendrá el chiflado ese a que le hurgues en la herida. He estado admirando tus artes todo el rato…

—Te equivocas. Era mi propia herida la que hurgaba, con la horquilla de Polijronis.

—Tus asuntos no los tocas porque te escuecen. Un pozo profundo eres tú.

—Entonces, ¿crees que le he preguntado por curiosidad o para reírme de él?

—A todos nos encantan estas cosas, pero no lo confesamos. ¡Y cómo ha mordido el anzuelo! Sin cebo alguno. Eres un maestro.

—Te equivocas. Le habría hablado a cualquiera que le hubiera preguntado en ese momento.

—Ya… Le ha preguntado un montón de gente, y solo tú has ido a encontrar el momento oportuno.

—Dime una cosa: ¿Marioleni se ha vuelto a casar?

—No.

—Pero ¿se han divorciado?

—No se lo he preguntado.

—Estoy seguro de que si Marioleni se casa por segunda vez, al cabo de menos de una semana, el marido la dejará por la misma razón que ella dejó a Polijronis.

—Cuentos. El calor te ha afectado a la cabeza.

—Escucha: le voy a hacer que se siente a escribirle una carta.

—No sabe escribir.

—Entonces se la escribiré yo. Te apuesto cincuenta rupias a que le telegrafía. «Vas a ver».

—¡Vaya cabeza que tienes! ¿No sabes que las cefalonias son más tercas que una mula?

—¿Y qué quiere decir cefalonia, casiota, quiota…? Una mujer es una mujer. Toma un cigarrillo.

—Acabo de apagarlo. Tú los desperdicias, los tiras a medio fumar…

—A medio, sí… ¿Has llegado a fumar colillas? Colillas ajenas, de otros, quiero decir. Eso sí que es miseria.

Se acercó al oído del primer oficial.

—Te voy a confesar una cosa, pero no te rías: de vez en cuando, por la noche, tiro un paquete entero al mar. Es mi deuda.

—¿Con el soldado?

—Y con la mujer…, con una mujer. Fue en aquella época en que bajaron tanto los fletes, durante la gran crisis… ¿No te estaré aburriendo? Si quieres, me voy.

—Que no, hombre. ¿Qué quieres, hacerte de rogar? Venga, cuenta.

—Me quedé en tierra, en Amberes. El primer mes fui tirando como pude. Después llegó un invierno bastante riguroso. Trabajé dos semanas como remachador en un barco quiota. Me moría de frío sobre el andamiaje. Tan solo me levantaba la moral la idea de que embarcaría con ellos. Pero me la dieron con queso y me quedé en el muelle viéndolos virar rumbo a la Argentina. Comía en la fonda de nuestro paisano. ¿Te acuerdas de él? Un día ya no tenía para pagarle. Le dije: «Apúntalo, y en cuanto embarque, arreglaremos». Me contestó: «Ya lo sé, pero, como ves, la caja la lleva Gladys. Yo aquí no pinto nada».

»Su mujer era una golfa de mucho cuidado, un hipopótamo que le zurraba y todo. Empecé a vender mis cosas: el reloj de oro, los gemelos… Vamos, que me quedé a dos velas. Justo en el peor momento di con un tipo de Ítaca que resultó ser un lince en el juego: “Me ayudarás a desplumarlos”.

»¿Qué podía hacer? Acepté. No tuvo que esforzarse demasiado en enseñarme. Íbamos a establecimientos que tenían buena pinta. Él se sentaba a una mesa, y yo a otra. Por allí se dejaban caer algunos griegos comerciantes de tabaco, representantes y estudiantes. “Necesitamos un cuarto. ¡Eh, tú, niño bonito! ¿Sabes jugar a las cartas?” “Un poco.” “Vamos a jugarnos la calderilla, anda.”

»Yo me hacía el remolón. “Para pasar el rato, venga, hombre”, me decía él.

»Antes de que se dieran cuenta, los habíamos desplumado. Una buena pasta. Pero me estafaba en el reparto. Calderilla. Pero ¿qué podía hacer? Fue entonces cuando encontré alojamiento en el Skipper Straad. ¡Dónde si no! Allí, entre los burdeles, los cabarés de baja estofa y las fondas. Un cuartucho en una buhardilla, nada caro. No podías ir a dormir antes de las ocho de la tarde. A las siete de la mañana comenzaba a sonar una campanilla sobre tu cabeza y no paraba hasta que te largabas. Todo el hotel retumbaba. A las siete y diez debías estar en la puerta. Y, entonces, otro tipo de gente comenzaba a subir las escaleras. Ya sabes, los trabajadores nocturnos que venían a dormir. Vigilantes, camareros, putas, cocottes, cabareteras… Al salir, veías rostros carbonizados, congelados, caras a las que se le había corrido la pintura para ir a quedarse en otras mejillas arrugadas y cuarteadas por el viento y la sal. Venían a dormir a nuestras camas, deshechas y aún calientes, tal y como las habíamos dejado. Desde el primer día comprendí que compartía la cama con una chica de la noche. Unas medias colgadas de un clavo, un par de zapatos de tacón deformados, con unos lacitos desgastados, unas bragas debajo de la almohada, horquillas desparramadas y unas peinetas rotas, aderezadas con falsa pedrería. Pero, sobre todo, el olor de su cuerpo. Yo apoyaba la cabeza en la funda de la almohada, siempre con la marca de la suya e impregnada de la grasa de su cabello, que debía de ser negro y largo. Comprendí que me sería imposible conocerla. Y, sin embargo, lo deseaba. Era una antigua norma del local que el cliente nocturno no conociese al diurno. Así que comencé a buscarla, a tratar de encontrarla.

 

Yerásimos lo interrumpió con su tos:

—Si no la conocías, ¿cómo la ibas a encontrar? Es como buscar una aguja en un pajar… Has podido pasar por delante de ella e incluso haberle hablado sin darte cuenta.

—Imposible. No me la encontré en ningún sitio. Aunque hubiera pasado a diez metros de mí, la hubiera reconocido.

—¿Y cómo coños?

—Escucha. Dos facultades he adquirido en mi vida. Una, ya la he perdido, era que podía identificar, por el tambaleo de un borracho, la bebida que lo había embriagado. Y también por el aliento. Me podías mezclar en un vaso cuantas bebidas quisieras, y te las nombraba una tras otra. Ahora, desde que dejé la bebida, ya no puedo. La otra… me acompaña aún. Su pérdida supondrá para mí la muerte.

Se detuvo un momento.

—¿Y bien?

—Tápame los ojos o méteme de noche en una habitación oscura, haz pasar por mi lado a cinco, diez, cien…, a cuantas mujeres quieras…, y te adivino la nacionalidad de cada una.

—Ya, un poco más y me dices también la edad… ¿A ti te ha examinado algún médico últimamente?

—Simplemente, por el olor del cuerpo, por su apariencia.

—Termina con lo de Amberes.

—Pues bien, por aquellos días había reñido definitivamente con el tipo de Ítaca. En el reparto me embolsé un buen dinero y empecé a administrarme. Partía los cigarrillos en dos y vivía a base de pan y queso. Tenía que pasar el invierno bajo techo, y no bajo un puente. Una noche en que me iba a dormir sin un cigarrillo en el bolsillo, me encontré un cenicero lleno de colillas, manchadas de lápiz de labios de color rojo fuego. Son para tirar, me dije, les quité el papel y metí el tabaco en la pipa. Otro día encontré encima de la mesa dos o tres cigarrillos arrugados pero intactos, estaban un poco deslucidos, como si unos dedos nerviosos los hubieran manoseado o se hubieran quedado sueltos en el fondo de un bolsillo. Me quedé bastante rato mirándolos, pero no me atreví a cogerlos. No he conocido mayor tormento. Nada más despertarme, alargué el brazo… ¿Y si me meto en un lío?, pensé. Salí pitando. A la noche siguiente me los encontré en el mismo sitio, y en el extremo de un papel, con letra retorcida, ponía: «Can to smoke… For you». Y, desde entonces, cada noche me encontraba algo distinto: un bocadillo, una manzana mordisqueada, una botella con una mezcla de restos de bebidas y cigarrillos. Los calcetines, lavados y remendados; los pañuelos, planchados. Sentía que alguien me ayudaba, que estaba de mi parte. Así llegamos al mes de febrero de aquel terrible invierno. Entonces vino el Argonauta a descargar mineral, con mi tío al mando. Al ver en qué lamentable estado me encontraba, me dijo: «Te llevaré conmigo, pero a ver si sientas la cabeza de una vez».

»Me lancé como un desesperado a los espaguetis. Le conté que estaba hasta el cuello de deudas y que debía pagarlas. Me dio un anticipo. Entonces fui a la mejor floristería de Amberes, cerca de Longue rue des images, y compré las flores más caras que había: dalias. Después, una gran caja de bombones, y me puse en camino hacia el Skipper Straad. Iría a mi cuarto…, a nuestro cuarto…, las depositaría sobre la mesa, en el mismo lugar donde había encontrado los cigarrillos. No, las flores mejor sobre la mugrienta cabecera… Me sentía un poco ridículo con todo aquello en la mano. Cien metros antes de llegar, en uno de aquellos callejones, una gorda, con un cigarrillo en la boca y una flor artificial en el pelo, me cortó el paso:

»“¿A quién se las llevas, Bob? ¿A tu novia?”, me dijo entre carcajadas.

»“Déjame pasar”, y la aparté con suavidad.

»“Anda, invítame a tomar algo.”

»“Luego, ahora tengo prisa.”

»“Un minuto nada más. No te voy a entretener.”

»Volví a negarme. Me empujó y, de repente, me encontré dentro de un tugurio.

»Una copa… y otra… y otra más. Todavía tengo tiempo. Aún es de día…

»No recuerdo cuántas tomé. Solo recuerdo que la policía me recogió al amanecer de entre el barro. A mi lado había unas flores pisoteadas. Alguien había robado los bombones. A mediodía, partimos para Hull. ¿Has dicho algo?

—No… Bueno, sí… ¿Qué perfume llevaba aquella mujer?

—¿La del tugurio?

—No, la del hotel.

—Styx, de Coty.

—Mal rayo te parta, desgraciado. Te mereces un tiro, pero con una pistola cargada de mierda…

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