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Formas cambiantes de la familia «hindú»

Necesitamos reconocer que esta forma familiar nuclear, patriarcal y patrilineal, en la que la descendencia se transmite por línea masculina y la propiedad la heredan los varones, no es algo natural, ni tampoco que haya existido siempre en todas partes de India. En esta sección tomamos como caso ilustrativo la aparición de la familia «hindú» en su forma actual, que está basada en una noción de normalidad proveniente de las castas superiores de India del norte. Una característica clave de esta forma del matrimonio y la familia es la virilocalidad patrilineal, en virtud de la cual la mujer no tiene derechos en su casa natal (la casa en la que nació) y la abandona para siempre al casarse, momento en el que se muda a la casa de su marido con derechos limitados en tanto esposa4. Pero otras formas de la familia han existido hasta bien entrado el siglo XX. Por ejemplo, en la comunidad nair de Kerala de la que vengo yo, fuimos matrilineales hasta la generación de mi abuela. Un hogar normal (tharavaadu) para mi abuela implicaba hermanas y hermanos viviendo con los hijos e hijas de las hermanas, mientras que los padres de esos hijos seguían viviendo con sus hermanas. Hoy suena raro, pero era perfectamente «natural» para ellos. Esta forma familiar fue legalmente abolida a finales del siglo XIX por intervención de los británicos asociados con los varones de la élite nair (Arunima 2003; Kodoth 2001). Sin embargo, en la década de 1970 todavía quedaban algunos vestigios.

La cuestión es que la familia que hoy consideramos natural es solamente un tipo de familia. Incluso en el presente, en Megalaya, entre los khasis, existe una forma de matrilinealidad según la cual la hija menor es quien hereda la propiedad. Vive con sus padres para cuidarlos en la ancianidad, y su marido vive con ella en esa casa. Vi una vez un programa de televisión en el que una mujer khasi contaba esto y el público presente en el estudio, todos nativos de Delhi, estallaba en carcajadas burlonas. La mayoría de nosotros no tiene noción de que en esta masa de tierra que llamamos India hay prácticas muy heterogéneas, y de que hay muchas maneras en que las personas pueden quererse, convivir y estar juntas.

Ha habido muchas y muy variadas formas de familia entre las múltiples comunidades que terminaron llamándose «hindúes», pero gradualmente, desde el siglo XVIII en adelante, a través de una extraña alianza entre el colonialismo británico y los varones nacionalistas de la élite, las formas familiares y los arreglos de propiedad que no encajaban en las normas de «modernidad» de la sociedad victoriana y de las castas superiores hindúes fueron deslegitimándose.

El gobierno colonial, con la colaboración de autoproclamados líderes comunitarios, organizó una vasta heterogeneidad de estructuras familiares y arreglos de propiedad en cuatro leyes personales religiosas: la hindú, la musulmana, la cristiana y la parsi. Estas leyes personales que hoy defienden sedicentes líderes comunitarios en el nombre de la tradición y la libertad religiosa son construcciones coloniales que datan de los siglos XIX y XX. De hecho, las identidades hindú y musulmana no se consolidaron hasta el siglo XX. El concepto de «hindú» se definió en 1955 en el Hindu Code Bill (Código Legal Hindú) como aplicable a cualquier persona que no fuera musulmana, cristiana o parsi. Esa es la definición oficial de «hindú» en este país: si no eres esto, eso o lo otro, eres hindú, al margen de tus protestas (los jainistas y la Misión Ramakrishna, por ejemplo, han acudido a los tribunales a afirmar que no son hindúes, mientras los sijs exigen periódicamente no quedar bajo el paraguas de la ley hindú, todo ello en vano). Asimismo, la Ley de Aplicación de la Ley Personal Musulmana (Sharia) de 1937 fijó los límites de la comunidad «musulmana», codificando un campo de prácticas heterogéneas existentes entre comunidades que no necesariamente se consideraban «musulmanas» en el mismo sentido.

En general, se considera que el Código Legal Hindú aprobado entre 1955 y 1956 representa un desvío de la tradición y la ortodoxia, al permitir por primera vez a las mujeres hindúes elegir con quién casarse, la posibilidad de casarse fuera de sus castas y de divorciarse, y aumentar sustancialmente el derecho de la mujer sobre la propiedad de su marido o de su padre.

Pero antes que nada, ¿quiénes son las mujeres «hindúes»? El supuesto de que existió alguna vez algo así como una comunidad hindú homogénea es el primer problema. Bajo la etiqueta «hindú» se englobó a una serie de comunidades heterogéneas con prácticas muy diversas que vivían en esta masa de tierra que conocemos como India. Había comunidades con prácticas hereditarias matrilineales, comunidades en las que las que las mujeres tenían derecho a divorciarse y a volverse a casar, fueran divorciadas o viudas, e innumerables formas de ceremonias matrimoniales. Algunas feministas argumentan que uno de los objetivos del Código Legal Hindú fue, de hecho, uniformizar estas prácticas (codificarlas) como una medida de integración nacional, más que garantizar derechos a las mujeres (Parasher 1992). El supuesto de que la uniformidad en sí misma es una medida progresista es profundamente problemático. Porque lo que el Código Legal Hindú logró fue codificar las prácticas amplias y heterogéneas de las comunidades que no eran musulmanas, parsis ni cristianas, ajustándolas para encajar en lo que se consideró la normalidad «india» o «hindú», es decir, las prácticas de las castas superiores de la India del norte. Las prácticas que no entraban en esta norma se tacharon explícitamente de «no indias» durante los debates parlamentarios.

Los debates en el Parlamento en torno a la aprobación del Código Legal Hindú revelan el carácter profundamente patriarcal y corto de miras de la mayoría de los representantes electos del pueblo indio, casi todos los cuales eran efectivamente varones de las castas superiores de la India del norte (Kishwar 1994; Sinha 2007). De manera invariable, las prácticas que se distanciaban de la norma de las castas superiores de la India del norte o bien se ignoraron por completo o bien se rechazaron, al tiempo que se consagraba un solo tipo de práctica como verdaderamente india e hindú.

A título de ejemplo, léase esta conversación en el Parlamento durante el debate sobre los derechos de propiedad de las mujeres, incluyendo la devolución o el traspaso de los bienes de una mujer después de su muerte:

Mukut Behari Lal, argumentando en contra de los derechos de propiedad de las hijas, esgrimió como una de sus razones el hecho de que ningún padre o madre hindú querría heredar la propiedad de su hija fallecida. A esto, L. Krishnaswami Bharathi preguntó: «¿Por qué no? ¿Qué tiene eso de malo?».

Otro miembro del Parlamento, llamado Bhargava, dándole la razón a Lal, respondió: «Tal vez mi honorable amigo no viene de la India, sino de algún país extranjero».

Bharathi: «Soy del sur de la India».

Bhargava: «En India, ningún padre o madre pensaría jamás en heredar algo de su hija».

Bharathi: «Tal vez sea así en el Punyab».

Bhargava: «Es así en todo el norte de India, por lo tanto, todo el entramado de reglas de devolución está basado en ideales contrarios a lo hindú.»

Otro ejemplo de esta desconsideración por las prácticas del sur se aprecia en el comentario de S. P. Mookerji, que se oponía a facilitar el trámite del divorcio: «Alguien dijo […] que el sur de India era especialmente progresista y que muchas de las leyes que estamos considerando ya existen allí hoy. Pues yo digo, buena suerte a India del sur. Que India del sur vaya de progreso en progreso, de divorcio en divorcio… ¿Por qué forzar esto en poblaciones que no lo quieren?» (Kishwar 1994).

Madhu Kishwar también muestra que la Hindu Women’s Right to Property Act (Ley de Derechos de Propiedad de la Mujer Hindú) aprobada bajo el dominio británico en 1937, mediante la cual se garantizaba a las viudas hindúes derechos sobre la propiedad de sus esposos, al aplicarse de manera uniforme a todas las comunidades clasificadas como «hindúes», empoderó a las viudas brahmanes, pero despojó a las viudas jainistas de las garantías mucho mejores de las que habían gozado bajo el derecho consuetudinario. La «reforma», por ende, funcionó en detrimento de aquellas comunidades que habían sostenido prácticas hereditarias más justas para las mujeres que los brahmanes.

Esta ley también estableció el saptapadi (una ceremonia de matrimonio brahmánica) como la norma, deslegitimando así otras formas de matrimonio que estaban (y todavía están) ampliamente extendidas. La consecuencia es que, aunque la bigamia está prohibida, es imposible demostrar un segundo matrimonio en los tribunales si el bígamo en cuestión ha seguido alguna otra forma consuetudinaria de matrimonio, lo que lo libera de toda responsabilidad hacia las dos mujeres involucradas (Agnes 1999).

La Hindu Succession Act (Ley de Sucesión Hindú) eliminó la posición privilegiada de la que gozaban las hijas bajo las leyes matrilineales al declarar a los hijos herederos en igualdad de condiciones. Originalmente, las comunidades matrilineales habían quedado fuera del alcance del Código Legal Hindú, pero el Comité Selecto encabezado por Ambedkar, contradiciendo la posición del propio Ambedkar, eliminó esa exención. Al tiempo que empoderó a los varones en las sociedades matrilineales, la Ley de Sucesión Hindú les negó a las mujeres de las comunidades no matrilineales (la amplia mayoría de ellas) los derechos de copropiedad de herencia (una situación que no se corrigió hasta 2005). A la vez, las protecciones de las que las mujeres gozaban en el sistema tradicional de copropiedad de la herencia se eliminaron. La característica central de la propiedad familiar conjunta tradicional hindú había sido su inalienabilidad, es decir, que la propiedad no podía ser dividida y vendida. Sin embargo, mientras que el concepto inglés de alienación a través de la sucesión testamentaria (por medio de la redacción de un testamento) se incorporó, la protección que la ley británica garantiza a los miembros de la familia quedó fuera de la nueva legislación. Como resultado, los derechos previos que las mujeres mantenían del sistema ancestral de propiedad se perdieron y, al mismo tiempo, sus nuevos derechos a participar de los ingresos ganados por sus padres quedaron anulados por los flamantes derechos testamentarios adquiridos por estos, que podían redactar testamentos desheredándolas. Curiosamente, Flavia Agnes señala que, durante el debate parlamentario, estos mecanismos que arrebataban a las hijas de los derechos se citaron específicamente como aspectos positivos de la nueva legislación, ¡a fin de persuadir a los miembros que se oponían a los derechos de propiedad de las mujeres de que las nuevas cláusulas podían sortearse! (Agnes 1999).

 

Cuando se empezó a discutir en el Parlamento la posibilidad de la igualdad de los derechos de propiedad para las mujeres en el contexto de la aprobación del Código Legal Hindú, M. A. Ayyangar estalló invocando una imagen terrible: «¡Que Dios nos ampare de tener un ejército de hijas solteras!». Por supuesto, tenía razón: la única manera de salvaguardar los arreglos del patriarcado es manteniendo a las mujeres excluidas del acceso a la propiedad y en una situación de dependencia respecto de sus padres, hermanos y maridos. Al menos Ayyangar fue honesto, a diferencia de nuestros encantadores patriarcas del siglo XXI.

En mi opinión, las leyes personales de sucesión y de propiedad, como la Ley de Sucesión Hindú, representan un punto de conflicto entre los imperativos del Estado y los de la familia. El Estado moderno requiere legibilidad para poder movilizar recursos en pos de la industrialización capitalista, es decir: debe tener la posibilidad de «ver» y reconocer las formas de propiedad existentes. En vistas de este objetivo, el establecimiento de derechos individuales de propiedad es crucial. Todas las formas de propiedad tienen que devenir completamente alienables y transparentes para el Estado, ya que este proceso es esencial para la transformación capitalista de la economía. La familia, por otra parte, tiene sus propios imperativos de control de los apellidos, la descendencia y la herencia: un proyecto que desbaratan los derechos individuales de propiedad. A la luz de esto, es necesario que veamos el proceso de concesión gradual de derechos de propiedad a las mujeres en el derecho hindú como algo más que un simple triunfo de las demandas feministas: representa también el establecimiento para la comunidad hindú de un régimen de propiedad burgués, al menos en principio, que hace de la tierra un bien completamente alienable por cada uno de sus dueños individuales. En el clima político actual, caracterizado por una resistencia generalizada a la adquisición de tierras por parte del gobierno, este es un logro considerable para el Estado, porque siempre es más fácil presionar o tentar a propietarios individuales que a comunidades para que vendan terrenos.

En este contexto debemos entender las críticas de la jurista y activista feminista Nandita Haksar a algunas iniciativas feministas que demandan derechos individuales de propiedad para mujeres tribales en detrimento de los derechos comunitarios. Desde su punto de vista, estas iniciativas no comprenden el complejo entramado de prácticas que constituyen la cosmovisión tribal de la propiedad y su posesión. Haksar recalca la urgencia de que en el interior de las comunidades tribales se pelee por instaurar unas nuevas costumbres más igualitarias, en lugar de introducir a la fuerza, de arriba abajo, derechos individuales de propiedad (Haksar 1999).

El proceso de uniformizar la multiplicidad de prácticas que estaban presentes en las comunidades «hindúes» se justificó muchas veces alegando que representaba un paso necesario hacia un código civil uniforme para todas las comunidades. Sin embargo, entre las cuatro leyes aprobadas figuraba la Hindu Minority and Guardianship Act (Ley Hindú sobre la Minoría de Edad y la Tutela) de 1956, que representó un paso atrás respecto de la aplicación de la ley secular a todas las comunidades. Excluyó a los hindúes del alcance de la Guardians and Wards Act (Ley de Guardianes y Tutores) vigente desde 1890, que hasta entonces era aplicable a todas las comunidades. La novedad de esta ley es el establecimiento de un aspecto de los «shastra hindúes», «el padre como guardián natural», como ley aplicable a todos los hindúes, mientras que, bajo la legislación anterior, los guardianes designados por los tribunales prevalecían por encima de la idea «shástrica» del «padre como guardián natural» (Sinha 2007). Las tutelas decididas por los tribunales tendían a ratificar a los guardianes de hecho: en la mayoría de los casos, las madres (Kishwar 1994). Así, esta ley reforzó el peso de los «shastras» para los hindúes por encima de las leyes seculares al tiempo que desempoderó a las madres hindúes.

Más adelante se dio un nuevo caramelo a los varones hindúes: la única ley secular del matrimonio, la Special Marriage Act (Ley Especial del Matrimonio), fue enmendada para eximir a los varones hindúes de sus cláusulas de propiedad más igualitarias para ambos géneros y darles la protección de la Ley de Sucesión Hindú. (Los políticos de la derecha hindú acostumbran a decir que con acciones como esta «se apacigua a las minorías»; me parece a mí que a quienes se apacigua siempre es a los varones de todas las comunidades.)

Los últimos vestigios de la matrilinealidad nair, que había sido gradualmente deslegitimada, se acabaron de erosionar con la Ley de Sucesión Hindú de 1956. La historiadora Praveena Kodoth ha señalado que esta desposesión de derechos a las mujeres se produjo en el contexto de una narrativa de progreso histórico y el emergente discurso de los derechos individuales. Esto es, el fin de los derechos exclusivos de las mujeres nair a la propiedad natal bajo la matrilinealidad fue presentado de forma impecable en el lenguaje de los derechos, enfrentando los derechos de «la esposa» con aquellos de «la hermana» del varón nair; por supuesto, jamás se consideró la posibilidad de que el sujeto de los derechos fuera la propia mujer nair (Kodoth 2001).

Mi madre suele contar una historia sobre nuestro pasado matrilineal: a los ocho años, su hermano, mi tío materno, a principios de la década de 1940, estaba sentado estudiando su manual de inglés elemental, balanceándose hacia atrás y hacia delante mientras musitaba en voz alta «familia significa esposa e hijos, familia significa esposa e hijos». Su abuela, al oírlo, se indignó. Gritó por toda la casa: «¿Son estos los disparates occidentales que les enseñan a los niños en la escuela en esta época? Familia significa hermanas y sus hijos. No me extraña que los tharavadus estén cayendo uno detrás del otro…». Con tristeza, se enfrentaba a un mundo en que los hermanos abandonaban a sus familias, a sus hermanas, a sus sobrinas y sobrinos; un mundo en el que una mujer no tenía nada a menos que fuera la esposa de alguien. Para ella, el tharavadu era la institución natural; era la familia nuclear patriarcal lo que le parecía una excentricidad de Occidente.

A lo largo de un período de cerca de medio siglo, estos procesos a nivel nacional permitieron que la familia en su forma actual pareciera natural e inmutable. Las tres características interrelacionadas de esta familia «india» son el patriarcado (el poder se distribuye en jerarquías de género y edad, pero con los varones jóvenes en una posición predominante sobre las mujeres de más edad), la patrilinealidad (la propiedad y el apellido pasan de los padres a los hijos varones) y la virilocalidad (la mujer se muda a la casa de su marido).

En esta configuración es clave la virilocalidad patrilineal que, al aislar a las mujeres de todas sus redes de apoyo previas, las deja enteramente a merced de las familias de sus maridos.

En este contexto, nos encontramos con un acontecimiento significativo: recientemente se difundió que la Comisión para la Mujer del Estado del Punyab había publicado un folleto en punyabi recomendando a las mujeres que dejaran de utilizar teléfonos móviles para mantenerse en contacto con sus familias de origen si querían mantener intactos sus matrimonios. Ante las críticas, la persona al frente de la comisión clarificó: «Lo que descubrí es que casi el 40 por ciento de las mujeres consideran divorciarse porque a sus maridos y a sus familias políticas no les gusta que hablen por teléfono móvil». Al parecer, los maridos y sus familias sospechan que las mujeres hablan con otros varones por el móvil. Incluso si la mujer solo está llamando a sus padres, dijo la persona representante de la comisión, eso es un problema, porque estar en contacto constante con su familia natal entorpece la adaptación a su nuevo hogar (AFP 2011).

¡Está claro que los teléfonos móviles impiden el absolutamente necesario aislamiento de las novias recientes de sus familias de origen!

¡Qué hay en un nombre!

Otra característica de esta nueva forma de familia cada vez más ubicua es el fenómeno del cambio de apellido de la mujer tras contraer matrimonio. La misma presencia de apellidos es relativamente nueva en India; apareció durante el dominio británico, al tiempo que las prácticas previas de uso de los nombres fueron reestructuradas para adaptarse a los requisitos de legibilidad del nuevo Estado. Este fenómeno, por cierto, se da en todas las colonias británicas (Scott 1998). Junto con la aparición del apellido, se puede ver también la del «señora X», donde X es el apellido del marido y, a veces, su nombre si este no ha adoptado todavía el formato de apellido (como es el caso de muchos, por ejemplo, en el sur de India). La idea de que las mujeres no cambien su apellido al casarse, por consiguiente, no es tanto una idea «occidental y feminista», sino que para nosotras en la India podría ser vista como un regreso a la tradición. Una familia india solo tiene que remontarse una generación para recordar lo distintas que solían ser las prácticas de uso de los nombres y considerar las implicaciones que el cambio tuvo para las identidades de las mujeres. Los apellidos que emergieron bajo el régimen colonial son simplemente nombres de castas, por supuesto, y ahí podemos apreciar también la decisión de dejar de usar el apellido como un acto deliberadamente político, realizado tanto por dalits como por personas que no lo son.

Con frecuencia, en discusiones sobre feminismo con gente joven, el sabelotodo de turno (en general, un varón) me ha desafiado con la pregunta: «Si una mujer no se cambia el apellido al casarse, ¿cuál es el problema? Después de todo, su propio apellido no es más que el de su padre, el nombre de otro hombre». Lo que me parece notable de esta pregunta es que supone que el apellido de un varón es «suyo», no el de su padre; en cambio, el apellido de la mujer es siempre «de su padre». Después de todo, contesto, al no cambiar su apellido, la mujer simplemente elige el nombre de su propio padre en lugar del del padre de su marido. También me sorprende cuando esta pregunta viene ya no de patriarcas tradicionales sino de jóvenes universitarios, totalmente modernos, que han interiorizado las normas del patriarcado occidental como lo natural**.

Recientemente, en lo que podría parecer una decisión paradójica, la abogada feminista Flavia Agnes peleó por el derecho legal de una mujer divorciada a continuar usando su apellido de casada. La oficina de pasaportes se había negado a renovarle el pasaporte con su apellido de casada porque estaba divorciada, pero en toda su documentación figuraba ese apellido y un cambio en este único documento le comportaría muchos problemas burocráticos. Muchas mujeres divorciadas han sufrido por este proceder, alegó Agnes. La preocupación feminista en este sentido es que las mujeres no deberían soportar una carga adicional después del divorcio (la de volver a cambiar legalmente sus nombres). El Procurador General Adjunto Darius Khambata, en una opinión legal dirigida a la Oficina Regional de Pasaportes de Bombay, sostuvo que «La esposa tiene, de acuerdo con el derecho fundamental consagrado en el artículo 21 de la Constitución de la India (derecho a la vida), el derecho a usar cualquier nombre, incluyendo su nombre de casada, incluso si su matrimonio se ha disuelto», siempre y cuando su marido no tenga objeción (Deshpande 2011). Por supuesto, si un marido se opone a que su exmujer utilice «su» apellido, ella tiene que renunciar a él5.

 

Entonces, las mujeres que se divorcian deben abandonar los apellidos de sus maridos si los maridos insisten, pero ¿qué pasa con las mujeres que no se cambian el apellido al casarse? No existe ninguna disposición legal que obligue a las mujeres a adoptar los apellidos de sus maridos, pero, aunque no existan regulaciones específicas, muchos funcionarios estatales de bajo rango, como por ejemplo los empleados de gestión de pasaportes, tienden a reforzar normas familiares implícitas. Así, ha habido muchos casos de mujeres casadas que habían conservado sus apellidos de solteras y a quienes las autoridades de gestión de pasaportes les obligaron a cambiárselos por los de sus maridos o a agregarlos a su propio apellido. No se les da ninguna posibilidad de elegir (Sharma y Arora 2011).

En consecuencia, nos encontramos con dos problemas: la universalización del «apellido» como parte de las prácticas homogeneizadoras del Estado moderno colonial y la adopción del apellido del marido por parte de la esposa entendida como una parte natural e incuestionable del matrimonio. Lo que vemos en la intersección es la naturalización gradual de dos patriarcados dominantes: el de las castas superiores de India del norte y el del dominio colonial británico.