El combate

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3. El millonario

Resulta que nuestro sabio tenía un vicio. Escribía acerca de sí mismo. No solo describía los acontecimientos que observaba, sino también el pequeño efecto de su persona sobre los acontecimientos. Esto irritaba a los críticos. Hablaban de exaltación del propio orgullo y de las desagradables dimensiones de su narcisismo. Tales críticas no hacían demasiado daño. Ya había mantenido consigo mismo unas relaciones amorosas que habían agotado buena parte de su amor. Ya no se mostraba tan complacido como antes de su presencia. Sus reacciones cotidianas le producían aburrimiento. Se estaban pareciendo cada vez más a las de cualquier otra persona. Observó que su mente estaba empezando a girar sobre sí misma y que a veces parecía repetirse por la simple esclavitud de intentar defender unas costumbres mediocres. Si se preguntaba el nombre que debería utilizar para su escrito acerca del combate, ello no se debía en modo alguno a ningún exceso de orgullo literario, sino que arrancaba más bien de una preocupación por la atención del lector. Difícilmente se podría seguir una larga composición en prosa en la que el narrador se presentara únicamente como una abstracción: El Escritor, El Viajero, El Entrevistador. Resultaría tan poco agradable como el hecho de tener que convivir durante muchos años con una mujer a la que se considerara La Esposa.

A pesar de lo cual, Norman se sentía humilde a su regreso a Nueva York y pensaba que tal vez fuera conveniente utilizar su nombre propio… tal como hacía todo el mundo en el ambiente pugilístico. En realidad, tenía la cabeza tan decididamente vacía que la única alternativa en la que podía pensar era escribir una obra sin utilizar ningún nombre. Su sabiduría jamás se le había antojado más invisible, lo cual constituye la condición más adecuada para adquirir una voz anónima.

Sin embargo, de vuelta en Kinshasa un mes más tarde, observó que se habían producido muchos cambios. Ahora disponía de una buena habitación en el Inter-Continental, al igual que todas las personalidades del grupo de Foreman: el campeón, el apoderado, los sparrings, los parientes, los amigos, los hábiles entrenadores —estamos hablando nada menos que de Archie Moore y de Sandy Saddler—, todos los componentes del séquito estaban allí. En el hotel se alojaban algunos miembros del equipo de Alí, muy especialmente Bundini, que más adelante se enzarzaría en guerras verbales con la gente de Foreman en el vestíbulo. ¡Y menudas guerras! Tendremos ocasión de describirlas más adelante. También se alojaban en el Inter-Continental los promotores del combate, John Daly, Don King y Hank Schwartz, así como Big Black, el gran tambor de conga del equipo de Alí. Entrevistado por un periodista británico que le preguntó cómo se llamaba el tambor, él repuso que conga. El periodista escribió Congo. El censor zaireño lo cambió por Zaire. Y ahora Big Black podía declarar en las entrevistas que tocaba los zaires.

Sí, reinaba una atmósfera distinta. La comida era mejor en el Inter-Continental, y las bebidas también. En el vestíbulo se observaba una enorme actividad de blancos y negros. Músicos que habían actuado en un festival celebrado cuatro semanas antes y que habían quedado rezagados, agentes a punto de ser ascendidos, expertos en boxeo, cantamañanas y hasta algunos turistas se mezclaban con burócratas africanos y empresarios europeos de paso. Los empleados y empleadas de los casinos acudían a echar un vistazo y se mezclaban con los muchachos del Cuerpo de la Paz y los ejecutivos de empresa. Por el vestíbulo cruzaban dashikis, chaquetas guerreras y trajes de espiga. Los relaciones públicas se apresuraron a hablar del «salón de Kinshasa». Resultaba un vestíbulo curiosamente agradable a pesar de que el castaño y el anaranjado pastel de las alfombras, sillones de mimbre, paredes, lámparas, y sofás no se diferenciaran gran cosa del color del Hilton de Indianápolis o el Sheraton de Albuquerque. En África daba resultado. En Kinshasa, la menor comodidad daba mucho de sí. ¡Los rápidos ascensores parecían aviones! ¡La comida frita consistía en huevos! Los taxis acudían velozmente. No obstante, la dicha estaba en función de la corriente que se registraba en el vestíbulo y no ya de la situación social de las personas allí reunidas. Los árbitros sociales de los campeonatos de los pesos pesados hubieran acabado ciegos en su esfuerzo por descubrir algún rostro lo suficientemente importante como para ser ignorado. Aunque la víspera de la pelea llegaron finalmente algunos nombres famosos —Jim Brown, Joe Frazier y David Frost—, las viejas glorias del boxeo estuvieron ausentes. El cuadro de mando de la pelea más George Plimpton, Hunter Thompson, Bud Schulberg y el que esto escribe constituían el grupo de notables. Había que rechazar cualquier noción de anonimato.

Porque resultaba que Norman estaba siendo acogido por los negros. Si Alí lo presentó como «un sabio» —Alí, que lo había visto en una docena de circunstancias a lo largo de los años y que jamás había recordado bien su nombre—, Foreman dijo a su vez: «Sí, he oído hablar de usted. Es el campeón de los escritores.» Don King lo presentó como «una gran mente, un genio». Bundini, mintiendo descaradamente, les aseguró a todos: «No’min es incluso más listo que yo.» Archie Moore, a quien No’min llevaba reverenciando mucho tiempo, decidió finalmente mostrarse cordial. Un sparring le pidió un autógrafo.

¡Qué fiesta! Al verse acogido tan calurosamente a su regreso a África, se sintió liberado del malestar que le había producido su anterior bajón. Las huellas finales de la miserable fiebre que lo había retenido en cama una semana al regresar a Nueva York desaparecieron por completo. Se alegraba de encontrarse de nuevo en África. Menuda sorpresa. Puesto que en aquel ambiente no era tan leído como elogiado y puesto que la comunidad norteamericana negra, con su curioso consenso de opinión, estaba extendiendo, a modo de ondas psíquicas, conceptos favorables a él sin ningún motivo aparente —no había publicado recientemente ninguna obra y no había mantenido ninguna relación extraliteraria con los negros desde los libros y artículos que había publicado diez o quince años antes—, comprendió al final todas las dimensiones de la ironía. Hacía algunos meses, los periódicos habían publicado una noticia referente a un libro que estaba escribiendo. Los editores iban a pagarle un millón de dólares por el libro. Si en el transcurso de los últimos años sus velas se habían consumido más bien despacio en la catedral literaria, la noticia contribuiría a acelerar su extinción. Sabía que la tan cacareada novela (de la que le faltaban todavía por escribir nueve décimas partes) tendría que ser ahora doblemente buena con el fin de poder superar semejante noticia económica. Los buenos literatos no andan recogiendo sumas. No era cosa de que se pusiera a protestar en todas las periferias literarias afirmando que su editor de Boston no había enloquecido a causa de una enfermedad degenerativa de la corteza cerebral, sino que el millón se le iría pagando a medida que fuera escribiendo de quinientas a setecientas mil palabras, es decir, el equivalente a cinco novelas. Puesto que solo cobraría contra entrega del trabajo y había contraído deudas y ya se había gastado un considerable anticipo y tenía que mantener a cinco esposas y siete hijos, encontrándose actualmente en unas dificultades económicas más grandes que la copa de un pino, la suma no era tan elevada como parecía, afirmaba él. «El millón es nominal, ¿comprende?»

El mundo literario estaba construido sobre un mal reparto de obligaciones. Y era lógico. Si nadie se apresuraba a perdonarlo, a no ser que su novela resultara extraordinaria, tal vez ello lo obligara a crear una obra lo más cercana posible a dicho objetivo. Era posible que, al final, pudiera disponer de tiempo para, al menos, analizarlo.

Aquí en África, sin embargo, las cosas eran distintas. Tan pronto como la noticia del millón se difundió a través de los servicios informativos, su nombre empezó a subrayarse en toda la comunidad negra. No’min Millón era un hombre capaz de ganarlo utilizando la cabeza. ¡Un respeto! No tenía que dejarse aporrear la cabeza y no tenía tampoco que aporrear la de los demás con la suya. Ese hombre tenía que ser el campeón literario. Ganar un millón sin correr ningún riesgo…, ¡para quitarse el sombrero! Firmar por una suma que ningún campeón de los pesos pesados había conseguido alcanzar hasta la llegada de Muhammad Alí… Los elementos más optimistas de la comunidad negra que andaban a la caza de cualquier nuevo horizonte comercial en Norteamérica empezaron a considerar las posibilidades de la literatura. La consigna fue la de arrimarse a aquel hombre. ¡Era posible que se les pegara algo!

En otros tiempos se hubiera entristecido ante el hecho de prosperar según tales valores. Pero sucedía que sus relaciones amorosas con el alma negra, una orgía sentimental de la peor especie, habían sufrido una azotaina durante los años del Black Power. Ahora ya no sabía si amaba a los negros o si les odiaba en secreto, circunstancia esta que constituiría el más sucio secreto de su vida norteamericana. Parte de la angustia de su primer viaje a África, parte del aborrecimiento irracionalmente intenso que le inspiraba Mobutu —y hasta incluso el hecho de que una simple fotografía del presidente con sus mofletudas mejillas y sus gafas de montura de concha le indujera a soltar unas ardientes invectivas análogas a las que hubiera podido lanzar un profesor de Harvard contemplando un icono de Nixon—, todo ello debía ser una tapadera de la cólera que sentía hacia los negros, hacia todos los negros. Paseando por las calles de Kinshasa en el transcurso de su primer viaje, mientras las muchedumbres negras se movían a su alrededor con tal indiferencia hacia su persona que consiguió ponerlo negro de rabia, comprendió lo que era ser mirado por los demás como si uno fuera invisible. Se estaba acercando, si bien con no demasiada cautela, a la animosidad declarada de cualquier jubilado. ¿Cómo hacer amainar su odio mediante una excusa justificable? Cuando, al final, la pura evidencia de África superó dicho fanatismo (cuando un recorrido a lo largo de varios kilómetros de autopista le mostró a miles de enjutos y probablemente hambrientos zaireños corriendo en su calidad de nuevos habitantes de los barrios bajos para no perder un abarrotado autobús en una absoluta afirmación estética, en una especie de imprimátur de la sagrada y definitiva aseveración de la línea del cuerpo humano, mostrando en sus oscuras y delgadas figuras una incorruptible soledad, una muda dignidad, una especie de dignidad africana que jamás había observado ni en los latinoamericanos ni en los europeos ni en los asiáticos, una especie de trágico sentido magnético del propio yo, como si cada uno de ellos y todos juntos llevaran consigo el continente como un nimbo de dolor que rodeara sus cabezas), entonces le resultó imposible no percibir la insólita vida de África —aunque Kinshasa fuera al bosque tropical lo que Hoboken a Big Sur—; sí, imposible no percibir lo que todo el mundo llevaba cien años intentando decir acerca de África, en primer lugar nuestros abuelos: ¡aquel lugar era malditamente sensible! Ningún horror dejaba de repercutir a miles de kilómetros de distancia, ningún estornudo era ajeno a la hoja que caía al otro lado de la colina. Entonces ya no pudo odiar a los zaireños y tampoco estar seguro de la condena que había emitido contra sus opresores negros; entonces su animosidad cambió de continente y se dirigió a los negros norteamericanos con su arrogancia, su jactancia, sus disfraces étnicos, sus maullidos anímicos, sus despectivos modales tócate los huevos y sus nuevos y vomitivos egos negros que constituían la peor de todas las escorias de los alienados sumideros norteamericanos; entonces comprendió que había acudido allí no solo para informar acerca de un combate, sino también para analizar un poco sus exagerados sentimientos de amor y —¿será posible?— de puro odio en relación con la existencia de los negros sobre la tierra.

 

No, no le sorprendió lo más mínimo que su enfermedad se recrudeciera de nuevo a su regreso a los Estados Unidos y que después se pasara un par de semanas aborreciéndose a sí mismo, sumido en una fiebre sin delirios, en una enfermedad sin terror, porque tenía la impresión de que su alma había expirado o, peor todavía, de que se le había escapado. La advertencia fue suficiente para que captara el mensaje. Se levantó de la cama firmemente decidido a averiguar algo acerca de África antes de su regreso allí, saludable impulso que le trajo muy buena suerte (aunque, ¿acaso no jugamos con la idea no admitida de que un regreso de la buena suerte significa el regreso de la salud?). Tras realizar diversas pesquisas, acudió a la Librería Universitaria, de Nueva York —definición práctica de la palabra conejera—, en el octavo o noveno piso de un viejo edificio comercial de la Calle Catorce —con olor de catacumbas en sus piedras—, tropezando a la salida del ascensor con un montón de libros, cajas de cartón y polvo, entre los que el único empleado, un tipo rubio de elevada estatura y desiguales patillas, le aseguró al nuevo cliente que sin duda podría permitirse el lujo de adquirir todos aquellos libros que le ofrecía porque, al fin y al cabo, le habían pagado un millón, ¿no es cierto?, digresión no merecedora de ser descrita de no ser por el hecho de que el dependiente empezó a elegir libros, todos ellos con títulos extraños. ¿Habría algún párrafo sobre el tema en medio de aquel cieno geográfico, político e histórico? Intervino la suerte; no un párrafo, sino todo un libro: La filosofía bantú del padre Tempels, un misionero holandés que había vivido en el Congo Belga, extrayendo aquella filosofía del lenguaje de las tribus entre las que había vivido.

Dadas algunas de sus ideas, Norman experimentó una gran emoción al leer La filosofía bantú. Porque descubrió que la filosofía instintiva de las tribus africanas resultaba muy cercana a la suya propia. Pronto averiguó que la filosofía bantú veía a las personas como fuerzas y no como seres. Sin expresarlo con palabras, él siempre lo había creído así. Según esta lógica, los hombres y las mujeres eran algo más que las distintas partes de sí mismos, lo cual equivale a decir que eran algo más que el resultado de su herencia y experiencia. Un hombre no era solamente lo que contenía, no solo sus deseos, su memoria y su personalidad, sino también las fuerzas que lo habitaban en todo momento, procedentes de todas las cosas vivas y muertas. Por consiguiente, un hombre no era solo sí mismo, sino también el karma de todas las generaciones pasadas que todavía habitaban en él; no solo un ser humano con su propia mente, sino una parte de la resonancia, favorable o desfavorable, de todas las raíces y cosas (y brujerías) que le concernieran. Y hallaría el equilibrio, su tembloroso lugar, en el campo en que se dieran cita todas las fuerzas de los vivos y los muertos. Por consiguiente, jamás resultaba difícil averiguar el significado de la propia vida. Uno tenía que procurar que la atracción de dichas fuerzas fuera tal que contribuyera a aumentar la suya propia. Idealmente, ello tenía que lograrse en armonía con el juego de todas las fuerzas; sin embargo, el principio de la sabiduría consistía en enriquecerse, en enriquecer el muntu, que era la cantidad de vida que uno poseía, la cantidad de ser humano que hubiera en uno. Curioso. Volvemos al calvinismo de los elegidos, en el que se elige al hombre con mayores posesiones, al hombre de fuerza y riqueza. Nos encontramos ciertamente en el gueto en el que no hay que invadir el patio de los demás. Estamos aliados con todo el orgullo de la propiedad y el autoenriquecimiento. ¡Volvemos a las antiguas fibras del capitalismo! La filosofía bantú, sin embargo, no es tan primitiva. Es posible que nos ofrezca una visión siniestra, pero tal vez resulte más noble. Porque, si somos nuestra propia fuerza, somos también los siervos de las fuerzas de los muertos. Por consiguiente, tenemos que ser lo suficientemente audaces como para vivir con todas las mágicas fuerzas que actúan entre los vivos y los muertos. Lo cual no está exento de temores. Hace falta mucho valor para vivir con la belleza o la riqueza en caso de que consideremos tal existencia relacionada con los mensajes, las maldiciones y las fidelidades de los muertos.

En presencia de una mujer elegantemente vestida, es posible que un africano haga algo más que saludar el aumento de poder que le reporta a la mujer el bonito atuendo. A sus ojos, la mujer habría adquirido también la fuerza que habita en el vestido propiamente dicho, es decir, el kuntu del vestido. Que posee existencia propia. Y es también una fuerza en el universo de las fuerzas. El vestido es análogo al incremento de poder que experimenta un actor cuando encarna un papel, cuando percibe la existencia aparte del papel aproximándosele, como si este hubiera estado allí fuera, aguardándole en la oscuridad. En tal caso es como si se apropiara de parte de la médula de las olvidadas cavernas. A ello se debe el que algunos actores tengan que actuar o bien enloquecer porque no pueden vivir sin la claridad de aquel momento en el que regresa el papel.

He aquí un fragmento de El bebedor de vino de palma, de Amos Tutuola:

Conocimos personalmente a «Risa» aquella noche porque, mientras que todos ellos dejaron de reírse de nosotros, «Risa» no lo hizo por espacio de dos horas. Mientras «Risa» se reía de noso-tros aquella noche, mi mujer y yo olvidamos nuestros dolores y nos reímos con él porque se reía con unas voces muy curiosas que jamás en la vida habíamos escuchado… Por consiguiente, si alguien siguiera riéndose con «Risa», acabaría cayéndose o des-mayándose de tanto reír, porque su profesión era la risa.

Si la risa posee semejante poder, ¿qué pensar de la actitud africana en relación con la concupiscencia, que es el inevitable kuntu del coito? Sí, todas las palabras están relacionadas con los elementos primigenios del universo. «La palabra —dice un sabio dogón llamado Ogotemmêli— es agua y calor. La fuerza que transporta la palabra procede de la boca en un vapor acuoso que es al mismo tiempo agua y palabra.» Nommo es a un tiempo el nombre de la palabra y del espíritu del agua. De ahí que Nommo viva en todas partes: en el vapor del aire y en los poros de la tierra. Dado que la palabra es lo mismo que el agua, todas las cosas están influidas por Nommo, la palabra. Hasta la oreja se convierte en un órgano sexual cuando entra Nommo: «La buena palabra, tan pronto como es recibida por el oído, se traslada directamente al órgano sexual, donde penetra hasta el útero…»

¡Qué gozada! El pequeño librito de La filosofía bantú y un volumen de mayor extensión, rebosante de golosinas intelectuales, titulado El muntu, la nueva cultura africana, de Janheinz Jahn, iluminan sus últimas horas en Nueva York, su vuelo —¡un día y una noche!— y sus segundas impresiones de Kinshasa. Le han devuelto su antiguo amor hacia los negros… como si las más profundas ideas de su imaginación se hubieran debido precisamente a la existencia de los negros. Y le han devuelto también el antiguo temor. El genio misterioso de estos groseros, perniciosos y —¡abajo con ellos!— totalmente indigestos negros. ¡Qué barullo siguen armando en los restos de su mente literaria, qué alaridos, qué gritos y chillidos; cuántas promesas de olvido en un santiamén!

¡Cómo se liberaron sus prejuicios! Todo el resentimiento que le habían inspirado el estilo negro, el esnobismo negro, la retórica negra, los macarras negros, los más guays y toda esa chulería de virtuoso. ¡Cuánto se enorgullecían los negros de su habilidad como chuloputas! Ahora estaba furioso por el mal gobierno de su propia existencia sensual y lamentaba que la generosidad de su mente pareciera decidida a reducirse a medida que envejecía. No conseguía aplaudir la aparición de un pueblo poderoso en el centro de la vida norteamericana: estaba celoso. Habían tenido la suerte de nacer negros. Y experimentaba como una especie de cólera particular ante la profesional complacencia de la autoconmiseración de los negros, rabia ante el rítmico poder de aquellas voces amenazantes, un resentimiento, en fin, con sus valores, ante aquella eterna manía del centralismo: «Soy el verdadero gallo del barrio, el jefe más terrible, el puño más fuerte. Soy el puto amo. Y será mejor que os vayáis enterando, hijos de puta.»

Y, sin embargo, a pesar de verse arrastrado por la envidia, experimentaba también como una especie de curioso alivio. Porque había acabado reconociendo algo muy provechoso. Cuando el negro norteamericano fue arrancado de África, se vio despojado también de toda su filosofía. Por consiguiente, su violencia y su arrogancia podían constituir una vez más un justo motivo de comprensión. Bastaba con pensar en la tortura. Toda la filosofía africana giraba en torno a las raíces y esta filosofía había sido arrancada de raíz. ¡Qué trasplante tan brusco y exagerado el del negro norteamericano! Su concepto de la vida arrancaba no solo de sus sombrías experiencias en América, sino también de los fragmentos de sus perdidas creencias africanas. Por consiguiente, se sentía alienado, no de una cultura, sino de dos. ¿Qué idea podía, por tanto, conservar un afro-norteamericano de su herencia como no fuera la de que cada hombre anda en busca del máximo de fuerza para sí mismo? Dado que vivía en un campo de fuerzas humanas en perenne y dramática mutación, porque las personas que conocía eran asesinadas o detenidas o arrojadas a la basura, no tenía más remedio que buscar su afirmación. ¿De qué otro modo podía hallar la vida? La pérdida de fuerza vital era una pérdida absoluta, análoga a menos orgullo, menos posición social, menos capacidad de adquisición de la belleza disponible. En comparación con un negro norteamericano, un judeo-cristiano blanco podía superar la pérdida de fuerza vital y sentirse moral, generoso y hasta incluso santo, mientras que un africano podía sentirse en equilibrio entre las fuerzas tradicionales. Un africano podía soportar el peso de su obligación hacia su padre porque su padre se encontraba un eslabón más cerca de Dios en aquella cadena ininterrumpida de vidas que se remontaban al origen de la creación. En cambio, el negro norteamericano era sociológicamente célebre por haber perdido a su padre.

¡No era de extrañar que con sus voces intentaran llamar la atención sobre sí mismos! Hablaban de una (tensa) fuerza vital. Un hombre pobre e inculto no era nada sin esta fuerza. En la medida en la que esta habitaba en su interior, se sentía lleno de capital, lleno de capital de orgullo, que era lo único que poseía. Era el capitalismo de los negros norteamericanos pobres que se esforzaban por acumular más y más de la única riqueza que podían hallar, el respeto de sus vecinos, el respeto de los aduladores locales hacia el poder de su alma. ¡Qué capitalismo tan áspero, minucioso, urgente y competitivo! ¡Menudos dividendos! El establishment contrarrestaba estas masivas fiebres de orgullo mediante unas masivas medidas de represión. No es de extrañar que la vida tribal en Norteamérica empezara a desarrollarse entre muros de piedra y drogas. Las drogas acrecentaban la impresión de que en el interior de uno seguía albergándose una poderosa fuerza y la prisión restauraba la antigua idea según la cual el hombre era una fuerza en un campo de fuerzas. Si el contrato social de la represión africana había sido la tradición, el negro norteamericano con ideal político se vio obligado en su lugar a vivir según una disciplina revolucionaria. Viviendo entre muros de piedra, todo ello se convirtió para él en una disciplina tan pulverizadora para el alma como la búsqueda de la buena forma física por parte de un boxeador.

 

La filosofía bantú resultó ser un regalo, pero de los que tal vez no le hagan falta a un escritor. Para comprender el combate no era necesario. El nuevo bagaje intelectual era ahora lo suficientemente pesado como para perder el tren. Norman traería consigo únicamente una parte del mismo, con la esperanza de no mostrarse excesivamente codicioso. Porque el boxeo de los pesos pesados era casi todo negro, tan negro como el bantú. El boxeo se había convertido, por tanto, en una clave más de la emoción negra, de la psicología negra, del amor negro; una clave más de las revelaciones acerca de los negros. Tal vez el boxeo de los pesos pesados condujera también hacia la estancia del sótano del mundo en la que se hallaban instalados todos los reyes negros: ¿qué era la emoción negra, la psicología negra, el amor negro? Como es lógico, intentar averiguarlo a través de los boxeadores constituiría la quintaesencia de la comicidad. Los boxeadores eran unos embusteros. Los campeones eran unos grandes embusteros. No tenían más remedio que serlo. Una vez supieras lo que pensaban, podrías atacar su punto débil. De ahí que sus personalidades se convirtieran en unas obras maestras de la ocultación. Lo que se pudiera averiguar acerca de Alí y Foreman por medio de la filosofía tendría también sus límites. No obstante, se sentía satisfecho de aquella pista. Las personas no eran seres, sino fuerzas. Intentaría analizarlas desde este punto de vista.