El arte de la mediación

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2. EL ARTE DE LA MEDIACIÓN

El modelo de zona de contacto tal y como se ha desarrollado en el capítulo anterior implica admitir que el arte no es solamente aquello que es mediado por un agente externo, sino que el arte actúa también por sí mismo en tanto que agente de mediación. Esto es, las proposiciones artísticas no esperan pasivas a entrar en acción por medio de la actividad de un agente externo, sino que el arte es también un agente que tiene capacidad para desarrollar su propia actividad, condicionar el despliegue de redes de su entorno, e incluso incidir en la formación de asociaciones entre agentes humanos y no-humanos.

Raimundas Malasauskas lo apunta con ingenio cuando dice: “Quizás, las obras de arte son los únicos comisarios a tiempo completo que conozco”; es decir, “las obras de arte comisarían también”48. Ahora bien, si tomamos esta aseveración en serio vemos que conlleva un cambio epistemológico de notable magnitud, que ni siquiera Anselm Frankle supo afrontar satisfactoriamente con la que fue su influyente exposición Animism (Extra City y M HKA, Amberes, 2010). En las primeras páginas del correspondiente catálogo, el mismo comisario admite que, si bien se puede hacer una exposición sobre animismo, no se podría hacer una exposición animista, pues la tecnología del museo no tiene otra misión que la de “des-animar las entidades animadas”49. Como dispositivo engendrado por una modernidad de corte naturalista, el museo niega un principio básico del animismo como es que los objetos dispongan de un ánima que los dota de intencionalidad.

Por lo tanto, vamos a preguntarnos: ¿realmente comisarían o no comisarían las obras de arte? ¿Median estas por sí mismas o tan solo pueden estar mediadas? ¿Tienen una actividad animada o precisamente esta se desvanece cuando el museo acecha en el umbral?

EL HECHIZO DE LA MÍMESIS

En su What Do Pictures Want?, W.J.T. Mitchell recoge un curioso ejercicio que atribuye a su colega Tom Cummings y que califica de pedagógico: cuando en la clase de arte precolombino los estudiantes se mostraban escépticos al respecto del poder que su profesor atribuía a las imágenes, e incluso se burlaban de la influencia que estas pueden llegar a ejercer sobre los humanos y otras formas de vida para afectarlas, alterarlas e incluso transformarlas para siempre, Cummings les invitaba a comparecer a la parte delantera de la clase, tomar una fotografía de sus respectivas madres y, a continuación, recortar la imagen vaciando la zona de los ojos.

Un enunciado así parece que era lo bastante estremecedor como para disuadir de inmediato a los estudiantes. Sin embargo, si la proposición de Cummings conseguía tal efecto, no era porque estos pertenecieran en masa al Candomblé, sino que lo que permitía reconocer era la pesadumbre que las imágenes causan a los sujetos –y especialmente a los que las manipulan y a los que aparecen en ellas representados–. Es así como Mitchell llega a la conclusión de que “las actitudes mágicas hacia las imágenes son tan poderosas en el mundo moderno como lo fueron durante la Edad Media [...]. No es algo de lo que nos desprendamos cuando crecemos, cuando devenimos modernos o cuando adquirimos consciencia crítica”50.

La aseveración que hemos recogido de Anselm Frankle respecto al languidecer moderno del animismo puede ser rebatida si atendemos a otro pasaje que pone en juego la estructura de un museo: en el Museo de l’Almodí de Xàtiva cuelga hoy en día bocabajo el retrato con que en 1719 se personó el monarca Felipe V en el salón de la Casa de la Ciudad. La estrategia de consolidar el poder de un gobernante sobre el territorio gobernado por medio de la diseminación de su propia imagen se remonta al Imperio Persa, donde el grabado de la efigie de los sátrapas en las monedas recordaba a los recaudadores de impuestos a quiénes debían su lealtad. Asimismo, tal y como recoge Ignasi Prat en su proyecto Inventario del Retrato Político Oficial (desde 2013), en todo el Estado Español todavía sigue vigente el Real Decreto que regula disponer una imagen del jefe de Estado “en un lugar preferente” de los salones de plenos de todos los ayuntamientos. De este modo, la presencia del retrato de Felipe VI es lo que inviste actualmente de autoridad a estos espacios para el ejercicio del poder en cada plaza51.

Ahora bien, no por extendida y prolongada en el tiempo esta estrategia es infalible, sino que, contrariamente, el poder de las imágenes nunca es soberano. Aunque se trate de la imagen del rey, ya se ha visto que el poder de las imágenes tiene que ver con una cuestión de agencia. Por lo que, tal y como demuestra el caso de Xàtiva, el mismo retrato colgado del revés sirve para articular el mensaje contrario, tratándose en este caso de prácticamente un conjuro antimonárquico: cuando en 1956 el retrato ingresó en el Museo de l’Almodí, el entonces párroco de la ciudad convenció al director de la institución para colgar el cuadro de este modo y dejarlo así hasta que los Borbones se disculparan por lo menos tres veces por la orden que dio su antecesor de devastar la ciudad durante la Guerra de Sucesión. A día de hoy, mientras que la pintura se ha convertido en una de las mayores atracciones turísticas de la ciudad, Xàtiva no ha recibido aún ninguna disculpa por parte de los monarcas. Sin embargo, desde que la imagen se dispuso a la inversa, también se dice que nadie de la familia de los Borbón ha vuelto a poner los pies allí. Por lo que se puede otorgar al montaje una cierta función antropopaica: la imagen así dispuesta tal vez estaría protegiendo a los setabenses de la monarquía española mientras no se haga efectivo su arrepentimiento.

En todo caso, lo que quiero subrayar con este retrato real, así como con los retratos maternos y con el ejemplo de Cummings, es el papel central que en todos se confiere a la mímesis: si las imágenes adquieren agencia para consolidar el poder real, es porque los retratos remiten al aspecto físico de los gobernantes. Así también, en tanto que las figuras que aparecen en las fotos remiten a las madres, con su manipulación se puede ejercer una cierta influencia sobre estas y, asimismo, sobre el lazo filial.

Tal y como lo ha desarrollado Alfred Gell, la mímesis es lo que confiere a los signos la posibilidad de absorber su referente. Es decir, mediante la estrategia de la mímesis, los signos dejan de ser meras abstracciones para pasar a funcionar como indicios, indicadores de cualidades que son inherentes a lo representado. La relación que la imagen guarda con su referente no tiene nada que ver con la relación que la palabra “mesa” establece con una mesa. Sino que, frente a las imágenes, los humanos tenemos por hábito comportarnos según una relación indicial, tal y como la que tiene el humo en relación con el fuego –ejemplo clásico de indicio donde los haya–. Si vemos humo, pensamos que hay fuego; del mismo modo que si vemos la imagen de nuestras madres con los ojos recortados pensamos que nada bueno querrá de ellas quien lo haya ejecutado.

Gell propone el encantamiento vudú como un ejemplo paradigmático para comprender el funcionamiento de la mímesis: debido a la relación indicial, la copia no se puede a llegar a desvincular del todo de su referente, por lo que los muñecos que remiten a un sujeto determinado se pueden usar para conseguir ejercer una cierta influencia sobre este. Algunas teorías desarrolladas en torno al arte occidental también han comprendido la mímesis según este modo de proceder. La llamada “mímesis invertida” es, de hecho, un aspecto clave de la teoría de la performatividad de John Austin, así como de la teoría de la narratividad de Paul Ricoeur. Encontramos un ejemplo exacerbado en Oscar Wilde cuando, en la cúspide del idealismo estético, el escritor profirió que “la vida imita al arte mucho más que el arte imita a la vida”. Wilde se refería con sus palabras a la mímesis tal y como la había visto practicar a William Turner, a quien –como veremos en el siguiente capítulo– le fueron suficientes un manojo de pinceles y la distribución estratégica de las telas para dejar cubierto de niebla el Londres victoriano.

La sospecha de que la vida imite al arte, y no al revés, fue lo que definitivamente desalentó a los estudiantes de Cummings para recortar los ojos de las imágenes. Y, por alguna razón similar, plataformas de todo el mundo recomiendan en la actualidad prudencia a los progenitores a la hora de colgar fotografías de sus bebés en las redes sociales. Una vez más se trata, aquí, de prevenirnos de la vulnerabilidad que reporta la distribución masiva de la imagen para los sujetos que aparecen representados. Si la imagen confiere poder –tal y como ya imaginaron los sátrapas hace algunos milenios–, esto siempre es a cambio de que las imágenes insertan a los sujetos en unas redes que, al fin y al cabo, también los mantienen atados. Por tanto, en la imagen mimética se encuentra un poder específico a la vez que también es portadora de vulnerabilidad.

La eficacia del hechizo vudú no es algo que, sin embargo, tenga que ver con la trascendencia religiosa ni con alguna creencia supersticiosa determinada. Contrariamente, tal y como lo explica Gell, la psicología que sostiene este hechizo tiene que ver con la misma consciencia social que es inherente a los sujetos humanos: “Nosotros sufrimos, en tanto que receptores, las formas de agencia que están mediadas por nuestra propia imagen”, dice el antropólogo; lo cual se debe a que nos pensamos en tanto que “personas distribuidas”. Como seres sociales, “no estamos presentes solo en nuestros cuerpos en singular, sino también en todo aquello que nos rodea y que parece soportar el testimonio de nuestra existencia, nuestros atributos y nuestra propia agencia”. Así, el sujeto, una vez aparece representado, piensa: “Soy la causa de la forma que toma mi representación”52, por lo que se forma un vínculo íntimo entre el yo y la representación que lleva a cuidar de la propia imagen como si se tratara del cuidado de uno mismo.

 

LAS TRAMPAS DEL ORNAMENTO

Alfred Gell encuentra en los motivos ornamentales un segundo procedimiento de agencia artística. A diferencia de la mímesis, la agencia no se debe en este caso a la remisión de los motivos a alguna referencia externa. Al contrario, con el ornamento, la efectividad del arte guarda relación con una cierta tendencia hacia la autorreferencialidad. Esto es lo que posibilita que los ornamentos se resistan a ser descodificados en tanto que signos. Los ornamentos consiguen mantener en tensión la mente de los humanos pues la obstaculizan en términos cognitivos. Según el antropólogo, las superficies de un objeto se animan cuando los motivos decorativos proceden a articular “una intrincada danza a la que nuestros ojos se muestran dispuestos a abandonarse”53, resolviéndose aquí la agencia por vía de la relación interna que se establece entre los motivos que se disponen en la superficie de un objeto.

El arte ornamental funciona, de esta manera, como una tecnología que también es capaz de capturar a los humanos, así como de generar lazos entre estos con objetos y “los proyectos sociales que las cosas entrañan”. Efectivamente, ya se trate de patrones simples o más complicados, los ornamentos no tienen otra razón de ser que la de captar la atención, algo que los vincula también a comportamientos sociales. En su texto “Technology of Enchantment and the Enchantment of Technology” (1992), la condición ornamental sirvió a Gell para plantear una hipótesis del arte como agente de mediación: “La obra de arte es inherentemente social en un sentido que no se remite meramente a la belleza o misterio del objeto: el arte es una entidad física que tiene como facultad mediar entre dos seres, por lo que crea una relación social entre ellos, la cual a su vez provee un canal para el desarrollo de otras relaciones sociales e influencias”54.

De esta manera, “cuando se trata de ofrecer protección y confort al niño durante el sueño, unas sábanas no decoradas en un lecho infantil serán probablemente menos funcionales que otras decoradas, porque el niño se sentirá menos inclinado a dormir en ellas, y serán menos funcionales socialmente, pues es objetivo primordial de los padres es que sus hijos duerman protegidos y cómodos”55. Claude Lévi-Strauss recogió, en este sentido, que con los motivos ornamentales se articula una relación primigenia entre los cuerpos, las imágenes y la sociabilidad. Según este antropólogo, en el hecho de pintarse la cara o bien cubrirla con una máscara es donde se encuentran los primeros indicios históricos de que el cuerpo se ha convertido en un medio social56.

Otro ejemplo que aporta Gell son las alfombras con motivos orientales, de las cuales el placer de poseerlas se encuentra en la misma imposibilidad de estar uno nunca seguro de haber comprendido del todo cómo se ha formado su patrón. Aunque las relaciones que se establecen entre los distintos motivos de una alfombra pueden ser comprendidas racional o matemáticamente (simetrías entre motivos, rotaciones de un motivo, etcétera), las composiciones resultantes consiguen desafiar una y otra vez el desciframiento visual. De este modo, “el poseedor de una alfombra oriental de intrincado diseño […] ve en su trenzado una imagen de su propia existencia inconclusa”57, lo cual tendría según el antropólogo un cierto valor tecnológico, ya que el “intrincado diseño” incidiría directamente sobre la articulación de relaciones sociales de temporalidad duradera.

Aun así, por lo que a la ornamentación se refiere, algunos de los ejemplos más brillantes están relacionados con la decoración de armas. No es anodino que estos instrumentos hayan sido tan propensos a acogerla. Thomas Golsenne sostiene que “la ornamentación aumenta la eficacia de un arma”. Lo explica a partir de la consideración de Gilles Deleuze del ornamento en tanto que estética de la diferencia: según este filósofo, el ornamento constituye “un proceso dinámico de crecimiento [de un motivo] constituido por zonas de intensidad variable”. Golsenne entiende así que el ornamento no es parte del “embellecimiento externo y accesorio de un cuerpo o de un soporte, sino que es la expresión de una fuerza interior de diferenciación”. El ornamento constituye “la vitalidad misma de la cosa a la que confiere su potencia”58.

Por todas estas razones pienso que se debe otorgar parte de razón a Adolf Loos cuando, en los albores del siglo XX, reparó en su polémico Ornamento y delito (1908) en que el ornamento es una epidemia que tiene a los humanos esclavizados. Ciertamente, el ornamento funciona como una trampa para los humanos. Sin embargo, lo que resulta inaceptable de su ensayo es que el arquitecto vienés de fachadas austeras condenara el ornamento en tanto que “signo de degeneración estética y moral”, como un artilugio engendrado por delincuentes y como, en definitiva, “un delito, puesto que perjudica enormemente a los hombres atentando contra la salud, el patrimonio nacional y, por ello, la evolución cultural”59.

Loos, uno de los críticos de su tiempo que más se empecinó contra la voluptuosidad del Art Nouveau, con su práctica arquitectónica empezó un concienzudo proceso de depuración formal que resultó decisivo para la definición de los parámetros del arte y la arquitectura modernos: “La evolución cultural equivale a la eliminación del ornamento”, pensaba Loos. Y así, refiriéndose a la modernidad, añadió: “Lo que constituye la grandeza de nuestra época es que esta es incapaz de realizar un ornamento nuevo”60.

Ahora bien ¿se puede considerar la modernidad como un momento de la humanidad realmente carente de ornamentos? El Diktat de la funcionalidad, que aconteció como el mantra de la modernidad, ¿remite realmente a la esencia de las cosas? ¿O bien este consistió, sencillamente, en la producción de otro tipo de ornamentos?

Loos definitivamente erró en este punto: aunque es cierto que el ornamento nos tiene atrapados, vamos a considerar también que no hay manera de eludir el apego hacia las cosas. No hay emancipación posible de las mediaciones con que los objetos capturan la consciencia humana y proceden a generar relaciones sociales por su cuenta. Inversamente, acertaremos si consideramos la apariencia ornamental como un aspecto más esencial de la relación entre los humanos y los objetos, y no como el inaudito impulso antidecorativista moderno que llevó a su depuración. Una vez que nos desenganchamos de la droga del discurso emancipatorio de la modernidad, tal impulso antidecorativista no comparece sino como un ornamento más.

LA FISURA DE LA INMEDIACIÓN

La mediación fue el gran invento que el Idealismo alemán afianzó durante los primeros decenios del siglo XIX. Sin embargo, la mediación apareció como tal justo en el momento en que sus artífices habían salido a la búsqueda de su contrario exacto: lo no-mediado. Lo que desde Johann Fichte se ha llamado la inmediación.

Un requerimiento de la ideología moderna fue que el arte se separase de la contingencia del mundo para constituirse como tal. Es decir, que deviniera autónomo –auto / nomous, del griego, literalmente “gobernado según la propia ley”–. En lo sucesivo ya no iba a ser posible aceptar el arte en tanto que agente que toma parte activa en el trenzado de las redes de actividad que conforman el mundo, tal y como se ha sugerido aquí con el análisis de la mímesis y del ornamento. El arte, para funcionar en tanto que arte –y no hacerlo ni como artefacto ni como fetiche, ni siquiera como artes aplicadas– debería dejar de dar forma al mundo para proceder a dársela tan solo a sí mismo. Así se requirió que el arte dejara de mediar, al mismo tiempo que dejara de ser mediado.

En efecto, el corte que el ideal de autonomía practicó en el arte al quererlo no-mediado, sirvió a los románticos para tomar conciencia de la mediación. Sin embargo, a diferencia del resplandor que estos confirieron al arte, la mediación fue interpretada desde el comienzo como un resto escindido de considerable ambigüedad. La mediación se juzgó por consiguiente como un residuo a eliminar –y así se tendieron a posicionar filósofos como Johann Fichte y Friedrich Schelling–, o bien como una suerte de reverso negativo del arte; esto es, el otro del arte, lo cual puede ser amenazante pero a la vez es constitutivo de la presencia inmediata que este adopta –y así se posicionan George Hegel o Friedrich Schlegel–. En los albores de la modernidad, por lo tanto, se atisbó por vez primera la mediación, aunque esto propiciara que a continuación fuera abandonada por un largo periodo en una zona de penumbra61.

Hasta aquel momento la mediación había sido reconocida como poco más que una cuestión relativa a los sentidos y a la percepción. Friedrich Kittler sostiene que desde la Antigüedad se le había negado a la mediación disponer de su propia ontología, habiéndose descrito como un fenómeno meramente relativo a la percepción. Aristóteles fue quien abordó por vez primera la cuestión del “medio” –tò metaxú–, que identificó con el agua y con el aire. Es decir, el filósofo dedujo que, entre las entidades que conforman el mundo se abren unos “entornos” invisibles, que funcionan como medios puesto que mantienen las entidades separadas a la vez que las ponen en relación.

El aire es lo que, según Aristóteles, relaciona el ojo con el objeto visto, y lleva también el sonido hasta las orejas. Por lo que, emplazado en este espacio intersticial, el medio se reconoció como un efecto de la percepción, si bien no se le atribuyó ninguna entidad que se le reconociera como propia. Por paradójico que parezca, el medio se descubrió solo indirectamente, como una suerte de no-ser que se abre paso entre los seres; a la vez que la mediación se dedujo como nada más que un missing link. Unos siglos después, un discípulo anónimo de Tomás de Aquino fue quien vinculó la noción aristotélica del tò metaxú con el término latín medium, cuando en el seno de la Escolástica se manifestó: “Omnis actio fit per contactum, quo fit ut nihil agit in distans nisi per aliquid medium”. Es decir: “Toda acción sucede por contacto, por lo que no hay nada que pueda actuar a distancia si no es por algún medio”62.

En 1829 se recogió por primera vez el término mediación en un diccionario, el Allgemeines Handwörterbuch der philosophischen Wissenschaften (Diccionario general de ciencias filosóficas). Wilhelm Krug expone en él como primer significado de vermittlung –mediación, en alemán– el arbitraje de dos partes en conflicto63. Habiendo sido estudiante de la Universidad de Jena y sucesor de Immanuel Kant en la cátedra de lógica de la Universidad de Königsberg, Krug entendió la mediación no solamente como una conexión –un contacto en la interpretación de la Escolástica–, sino sobre todo como un modo de evitar las posiciones extremas. Por lo que, con el Idealismo alemán, la mediación pasó a ser explicada ya no solo como aquel antiguo y pobre missing link desprovisto de ontología, sino que se identificó con la posibilidad de alcanzarse el momento de la síntesis en el seno de un proceso dialéctico. Es decir, la mediación, relacional por definición, encontró con el Romanticismo la posibilidad de abandonar su invisibilidad atávica y de ser reconocida como punto medio con una cierta consistencia.

En todo caso, moviéndose los filósofos del círculo de Jena entre la apreciación de la mediación y el deseo de negarla, no deja de ser significativo que le faltara tiempo a Fichte para acuñar el término inmediación a principios de la década de 1790: con su pensamiento, Fichte prefiguró la posibilidad de un Yo Absoluto en tanto que identidad autónoma y no determinada, el cual tendría la capacidad de obtener un conocimiento inmediato de la realidad por el mero ejercicio de la consciencia. El no-Yo (la naturaleza) es, de hecho, una proyección del Yo, por lo que, según Fichte, el conocimiento no pasaría tanto por la mediación que efectúan los sentidos entre la realidad y la capacidad cognoscitiva del Yo, sino por un reconocimiento de la absolutidad del Yo. Algo a lo que, a su vez, se llega por intuición intelectual –la consciencia inmediata– y nunca por medio de lo que sería el engañoso conocimiento mediado por los sentidos.

Fichte pone como ejemplo la relación entre la luz y la oscuridad. El crepúsculo aparece entre ambos como el tránsito de una entidad a la otra y, por lo tanto, como una suerte de “síntesis de la mediación”. Ahora bien, según el filósofo esta mediación es falsa puesto que “la luz y la oscuridad no son realmente opuestos […]. La oscuridad es simplemente la ausencia de luz”64. De esta manera, una vez superado el trampantojo de la mediación como crepúsculo, la inmediación es lo que permite a Fichte explicar la relación entre la luz y la oscuridad como partes del mismo fenómeno. Del mismo modo que la relación entre el Yo y el no-Yo son las partes constituyentes de un Yo Absoluto de acuerdo con su filosofía.

 

La “síntesis de la mediación” a la que Fichte se refería eran las categorías del conocimiento tal y como las había establecido Immanuel Kant con su Crítica a la razón pura durante la década anterior65. Fichte y los demás Idealistas coincidieron en poner en tela de juicio el límite que el filósofo de Königsberg había interpuesto entre aquello cognoscible y la Cosa-en-sí (Das Ding as sich). Tal y como es conocido, Kant supuso un trasfondo de realidad que no es perceptible directamente (el llamado noumenon), el cual existe por detrás de los fenómenos que los humanos aprehendemos por medio del entendimiento. Por lo que, según Kant, si el conocimiento de la realidad es posible, esto siempre va a ser gracias a la mediación que ejercen las categorías del conocimiento, las cuales permiten organizar el material en bruto obtenido con las impresiones en representaciones mentales.

Ahora bien, también es significativo el papel que Kant atribuyó al arte al respecto de todo esto y, más específicamente, a la noción de lo sublime. Kant definió lo sublime como un registro superior de la experiencia estética, el cual es a la vez placentero y abrumador en tanto que apunta hacia magnitudes infinitas, que superan los límites de la intuición sensible. Lo sublime es una experiencia de desborde, algo que “sobrepasa todo patrón de medida de los sentidos”66, tal y como este filósofo pensó que puede producirse estando frente a las pirámides de Egipto, bajo la cúpula de la basílica de San Pedro o bien en presencia de una tempestad. En casos como estos las mediaciones que los humanos interponemos para la comprensión de la realidad se ven rebosadas y abatidas. Y, aunque lo sublime no llega, ni siquiera así, a facilitar un acceso inmediato a la Cosa-en-sí, sí que confiere, en cambio, un “presentimiento de la verdadera dimensión de la Cosa”67; esto es, una intuición que permite pensar (aunque no percibir) la estructura nouménica que recorre por debajo el mundo de los fenómenos sensibles.

Es conocida la asimilación que el arte de vanguardia del siglo XX hizo de la categoría de sublime. Jean-François Lyotard ha reconocido lo sublime como la misma condición del arte de vanguardia, el cual tiene como correlato el efecto de shock que este arte habría perseguido producir frente a los modos consensuados de aprehender la realidad68. Esta equiparación del shock de la vanguardia con lo sublime kantiano quedó nítidamente manifiesta con los pintores del Expresionismo norteamericano de la década de 1940, quienes atribuyeron a la pintura abstracta la posibilidad de desbordar los límites del mundo fenoménico y de “reconsiderar el deseo natural humano por lo elevado, por nuestra preocupación de relacionarnos con las emociones absolutas”. Así, el artista Barnett Newmann se preguntaba en 1948: “Si rechazamos vivir en la abstracción, ¿cómo podremos crear entonces un arte sublime?”69.

En correspondencia, cuando el arte persigue lo sublime, se presume también un decrecimiento notable de la mediación, tanto a nivel cognitivo como –por analogía– a nivel institucional. Por un lado, el efecto de shock producido por el arte moderno implica que, con este, se lograría echar a perder las mediaciones cognoscitivas tal y como las efectúa habitualmente el espectador. Mientras que, por el lado de la institución museística, el mismo dispositivo de exposición ya se ha visto que procedió a acompañar tal expectativa ofreciendo lo que tal vez ha sido la mejor puesta en escena de la inmediación: el museo de arte moderno consiguió anticipar el efecto de lo sublime por medio del white cube, articulando un entorno inmersivo y depurado de cualquier traza de la mediación. Por medio del cubo blanco, el arte se presenta como una pura intuición de la Cosa-en-sí. Con su aparente suspensión de la mediación, el cubo blanco se debe reconocer como una de las más grandes piruetas de la mediación del siglo XX.

Toda la estética de Kant se encuentra, de hecho, atravesada por un decrecimiento de la mediación. La suspensión de la mediación no solamente se atribuye a lo sublime, sino que la misma posibilidad de realizar un juicio estético requiere de la interrupción de las formas ordinarias de la experiencia sensible. Para que se produzca el juicio estético, la obra de arte debe aparecer frente al espectador como una “finalidad sin fin” y, por lo tanto, como algo incondicionado y orgánico, algo que es producto de una “necesidad interna”, como si fuera la obra de arte un fruto de la naturaleza. Ese desinterés es lo que facilita al arte posicionarse como un activador del “libre juego de las facultades” e incentivar para sí una relación meramente contemplativa. Por esta razón, el arte deviene un principio de disrupción superior, siempre que consiga situarse al margen de las mediaciones con que el mundo aparece articulado. De esta forma, en Kant encontramos una primera formulación del arte en tanto que agente autónomo y, asimismo, se fragua una primera asociación entre la autonomía del arte, la disrupción frente a lo establecido y el decrecimiento de la mediación.

Los textos de corte más filosófico que Clement Greenberg escribió a principios de 1970 aún se hacen eco del planteamiento de Kant. Este crítico describió la estética como “una intuición” que, siendo “reflexiva e intransitiva”, inmediata, tiene la facultad de “registrar las propiedades de las cosas”. De este modo, según desarrolló Greenberg, la experiencia estética acarrea una experiencia de distanciamiento frente al mundo de las apariencias, estableciéndose esta “distancia estética” como un tipo de atención “por medio de la cual penetra una consciencia que es percibida y aceptada por su misma inmediatez”70.

La concatenación entre autonomía del arte, inmediación y relación discordante con la realidad se extiende aún hasta nuestros días con el pensamiento de Jacques Rancière. Este filósofo compara el régimen de la estética que se inauguró con el Romanticismo con la abstracción musical –y lo contrapone a la mímesis en que se basaban las bellas artes– para definir la estética como “una relación sin mediaciones entre el cálculo de la obra y el puro afecto sensible, que es también la relación inmediata entre el aparato técnico y el canto de la interioridad”71.

En todo caso, si se sigue el razonamiento de Kant y se cruza con el que se ha visto antes de Fichte, se encuentra la aportación de otro filósofo del círculo de Jena: Friedrich Schelling, quien identificó el arte con el absoluto mismo. Por un lado, Fichte ya había negado en menos de una década el supuesto kantiano de una Cosa-en-sí, la cual tan solo podía ser conocida indirectamente y a través de la mediación. Por lo que, a partir de Fichte, Schelling pudo desarrollar sucesivamente las implicaciones estéticas de la cuestión del Yo Absoluto, si bien tomando en consideración la idea kantiana de la autonomía del arte.

De este modo, con su Sistema del Idealismo trascendental (1800), Schelling planteó que en el arte devenido autónomo es donde se cumple la experiencia del Yo Absoluto, en tanto que el artista –proyectado aquí como genio– es quien ostenta propiamente la capacidad para resolver la tensión fichteana entre el Yo y el no-Yo, entre el espíritu y la naturaleza. El genio es quien tiene acceso a una unidad intencionada superior y vive de manera inmediata el Yo Absoluto.

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