El diseño para el día antes

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El diseño de medio a mediador

Después de ver muchas opciones y variables, creo que la mejor manera de trabajar en ese «diseño para el día antes» (me resisto a usar un anglicismo, aunque the day before’s design sería un término bastante aproximado) es transformar el diseño en un mediador. Hay que partir de la base de que, en este momento, al contrario que en otros, el diseño no está en una posición central respecto a los cambios sociales que están ocurriendo. Y no creo que eso sea negativo. Hay que asumir esa posición de gregarios y dedicar nuestro esfuerzo a ayudar aquellos que sí están haciendo realidad esos cambios. Más aún desde la pandemia de la covid.

En abril de 2020, en un artículo conjunto entre diferentes publicaciones de todo el mundo ―en el nuestro fue con Le Monde diplomatique en español―, Ignacio Ramonet se inicia con un texto sobre la covid, con el título «La pandemia y el sistema-mundo», de la siguiente forma:

Todo está yendo muy rápido. Ninguna pandemia fue nunca tan fulminante y de tal magnitud. Surgido hace apenas cien días en una lejana ciudad desconocida, un virus ha recorrido ya todo el planeta, y ha obligado a encerrarse en sus hogares a miles de millones de personas. Algo solo imaginable en las ficciones posapocalípticas…

A estas alturas, ya nadie ignora que la pandemia no es solo una crisis sanitaria. Es lo que las ciencias sociales califican de «hecho social total», en el sentido de que convulsiona el conjunto de las relaciones sociales, y conmociona a la totalidad de los actores, de las instituciones y de los valores. (2)

Este «hecho social total» redibuja nuestro mundo de la cabeza a los pies. Algunos, al amainar la tormenta de la primera oleada de contagios, creyeron que todo volvería a ser como antes, pero los rebrotes y la gestión de los escenarios poscovid (aunque aún no hayamos salido de la pandemia) han dado un baño de realidad o de «nueva realidad» a los más ingenuos. Desengañémonos, ya nunca nada volverá a ser como era. A lo sumo, se le podrá parecer, pero el mundo que conocíamos, con sus luces y sombras, ha terminado. Hay historiadores que defienden que los siglos, como fenómenos socioculturales, no empiezan y acaban coincidiendo con las fechas. Quizás el verdadero siglo XXI empieza ahora. Un siglo donde se va a decidir la supervivencia de la especie humana.

En muchos casos, la pandemia ha actuado como acelerador de fenómenos que de una forma u otra ya estaban ocurriendo. En otros, sin embargo, ha surgido una situación nueva, nunca antes vivida por el humano como grupo. Esta aceleración ha hecho visible algunas fragilidades, torpezas y carencias que como especie tenemos, por lo que respecta tanto a las relaciones sociales-laborales-culturales-económicas, como por lo que respecta a la gestión de nuestro entorno. Ramonet prosigue en su artículo:

Nadie sabe interpretar y clarificar este extraño momento de tanta opacidad, cuando nuestras sociedades siguen temblando sobre sus bases como sacudidas por un cataclismo cósmico. Y no existen señales que nos ayuden a orientarnos… Un mundo se derrumba. Cuando todo termine, la vida ya no será igual. (3)

Con la aparición de las vacunas podría parecer que ya teníamos la situación bajo control. No parece que vaya a ser así, al menos no en breve. Pero, aunque así fuera, la vida social, cultural, política, económica e incluso la familiar e íntima ya no volverá a ser como fue.

Por supuesto, existe el peligro de que la deseada recuperación económica tras la pandemia genere una situación de retorno al modelo de «todo para el crecimiento». De hecho, ya hay algunos gobiernos que, aprovechando la circunstancia, están tratando de relajar los requisitos ecológicos y las condiciones laborales. La corriente ultraconservadora que tiene una fuerte influencia en países importantes está decidida a todo. Más nucleares, más prospecciones de petróleo, menos protección social, menos servicios públicos. Pero recordemos que ya estaban en esa línea antes de la covid. Este camino ya sabemos dónde nos lleva, venimos justamente de ahí. Y es muy probable que ese modelo de economía extractiva e hiperacelerada sea una parte importante del problema y seguro que no es parte de la solución. A pesar de que podría pasar que, a corto plazo, sean las soluciones más fáciles, porque ya sabemos cómo hacerlas. No es ese el futuro porque no lleva directamente al colapso, como se explica más adelante.

Todas las profesiones, a su manera, se están replanteando su papel en este nuevo escenario, y la voluntad de este estudio es hacer precisamente eso con el diseño. Es decir, qué le estaba pasando al entorno del diseño y sus funciones, qué le estaba pasando al mundo en el que opera y posteriormente, con este gran salto al vacío, qué es posible que le pase al diseño y en qué escenarios operará. Pero este estudio no es neutro, no se limita a mostrar lo que está ocurriendo, sino que ofrece alguna pequeña respuesta y lo hace desde un posicionamiento previo, que se irá desgranando a lo largo del texto: el diseño del futuro ha de pasar de ser un medio a ser un mediador. Esta tesis está desarrollada después de analizar a muchos diseñadores y teóricos del diseño que a lo largo de la historia han ido dando pistas de hacia dónde podría/debería/sería deseable que fuera el diseño y su función en la sociedad.

Definimos «medio» como los recursos o la metodología que hacen posible un fin más allá del mismo. Por otro lado, podríamos definir «mediador», en este contexto, como aquello que pone en relación a dos partes, creando un entorno donde se produce esta relación. Concretando, el diseño ha sido y es un medio para conseguir algo más allá del propio diseño, normalmente dar forma y función a un producto o servicio y colocarlo en el mercado de la manera más ventajosa posible para nuestro cliente. Pero, como decía, el diseño también puede ser un mediador entre nosotros y nuestro entorno, el doméstico, el urbano y el planetario; al mismo tiempo, puede ser un mediador entre nosotros y nuestras propias limitaciones biomecánicas; finalmente, puede ser un mediador entre nosotros y los demás.

El territorio donde el diseño opera no es otro que la vida. Y «vida» en minúscula, puesto que el diseño se ocupa principalmente del día a día. Es decir, aquello que surgió como título de una exposición en el Museu del Disseny de Barcelona que tuve la suerte de comisariar y que se ha ido asentando como un campo de trabajo: «Diseño para vivir». (4) En este vivir se analizan varios campos: el ser humano como ente, con su diversidad y sus limitaciones; el medio ambiente o, mejor dicho, la gestión medioambiental, la educación en sus diferentes ámbitos, la alimentación como necesidad básica primordial, la obtención y distribución de la energía, la vivienda como espacio de subsistencia esencial, los sistemas de transportes y su incidencia en el diseño urbano y, finalmente, el propio sector del diseño, ya no como parte de algo sino como objeto de estudio en sí mismo. Estos escenarios se analizarán como realidad presente y pasada y, por tanto, teniendo el diseño como medio, siendo parte de la cadena de valor de los productos. Pero también vislumbraremos estos entornos teniendo el diseño como mediador y, por tanto, como factor que propicia un cambio social en positivo de la situación inicial de la que parte.

Después, se ha hecho una recopilación de miradas sobre este tema de los propios expertos de ESDESIGN Escuela Superior de Diseño de Barcelona con los textos que formaron parte del estudio original. Con todo este material, se expondrán algunas conclusiones que no pueden entenderse como fórmulas, sino simplemente como tentativas de atisbar posibles respuestas que serán obligatoriamente parciales y nunca dogmáticas ni absolutas.

2- «La pandemia y el sistema-mundo». Ignacio Ramonet. Le Monde Diplomatique en español. https://mondiplo.com/la-pandemia-y-el-sistema-mundo

3- «La pandemia y el sistema-mundo». Ignacio Ramonet. Le Monde Diplomatique en español. https://mondiplo.com/la-pandemia-y-el-sistema-mundo

4- Exposición «Diseño para vivir»: https://ajuntament.barcelona.cat/museudeldisseny/es/exposicion/diseno-para-vivir-99-proyectos-para-el-mundo-real

1.
El diseño como medio

Una de las lecturas más habituales del diseño es como disciplina, como metodología. En esa acepción podríamos acordar que los parámetros en los que se basa el diseño fueron gestados entre finales del siglo XIX e inicios del XX. Eso coincide exactamente con la revolución industrial y la relación entre diseño y producción industrial parece lógica. Antes de la industrialización los talleres artesanos tenían una capacidad productiva muy limitada, acorde con el consumo que se hacía de sus manufacturas. Salvo algunas excepciones, se trataba de un mercado ultralocal donde el artesano conocía a su cliente. Las necesidades de lo que ahora llamamos productos de consumo eran también limitada. Los muebles se hacían cuando se producía una boda o un nacimiento. Los enseres del hogar tenían una larga vida y solo cuando se rompían o desgastaban lo bastante para no poder ser usados se adquirían unos nuevos. Los ropajes, excepto entre la aristocracia, se hacían durar mientras aguantaran los tejidos. Las casas de remozaban y redecoraban en contadas ocasiones, más pensando en su mantenimiento que en cambiar de «estilo». Todos estos «productos» eran caros, ya que estaban hechos de forma manual y con materiales de la mejor calidad que el usuario pudiera pagar. Su amortización era a muy largo plazo.

 

Pero en las minas de carbón de Inglaterra estaba a punto de suceder algo que lo cambiaría todo. Surgió la idea de aprovechar la potencia del vapor de agua, calentada con carbón, para hacer mover un pistón. Ese pistón se conectó a una bomba de extracción de agua que hasta entonces era manual. El objetivo era achicar el agua de las minas, muy abundante y peligrosa. El resultado fue una bomba mecánica muy poco eficaz pero que daría paso al mayor cambio en los sistemas de producción desde la revolución agrícola, miles de años antes. La bomba se hizo telar, prensa, imprenta, automóvil y cientos de cosas más que sustituían la fuerza muscular por vapor de agua.

Con la llegada de los procesos de producción seriada, primero con la maquinaria a vapor y más tarde con la eléctrica y con combustible fósil, casi todo cambió. Para empezar, las materias primas ya no siempre eran del entorno inmediato. Los medios de transporte, aunque aún precarios, permitían transportar grandes cantidades de materiales de un lugar a otro. Por otro lado, la capacidad productiva aumentó vertiginosamente, la progresiva automatización de parte de los procesos de fabricación agilizó su manufactura. Aquel objeto que antes llevaba, días o semanas de trabajo ahora se hacía en unos pocos minutos. Pongamos como ejemplo una tetera; de modo artesanal, su elaboración no lleva menos de dos o tres días entre la preparación del barro, la configuración, decoración, horneado, lacado y segundo horneado, secado, etc.; de forma industrial (tal como se hacía a finales sobre 1890), con moldes y cerámica, puesta a punto con maquinaria y hornos de cadena, aún con parte de proceso manual, se podían obtener en ese mismo tiempo 50 o 60 unidades.

Esta nueva situación exigió un cambio drástico en casi todos los aspectos que tienen que ver con el comercio. En primer lugar, los talleres/tienda de los artesanos fueron separados, las fábricas por un lado y las tiendas por otro. La tienda se comportaba entonces como una parte del proceso publicitario para la venta. Sus escaparates eran sistemas de comunicación y seducción con un objetivo: que quien pasara por delante sintiera el deseo de poseer lo que se exponía, al margen de que lo necesitara o no.

Por otro lado, los productos empezaron a necesitar singularizarse del resto, ya fuera por su marca, diseño o envoltorio, y los fabricantes, poco a poco, fueron necesitando quien pensara en esos aspectos de comunicación y seducción. Todo ello se enmarca en los inicios de lo que más tarde se llamaría capitalismo. Así que, de alguna forma, el diseño como disciplina es deudor de un sistema económico mercantilista. No hay diseño sin mercado, ni al revés.

En ese momento, los sistemas de producción, aún muy precarios, necesitaban de una mano de obra no especializada. Muchos trabajos mecánicos aún eran hechos por manos humanas, pero se intentaba que estos obreros funcionaran cual máquinas. Eso supuso unas condiciones laborales infrahumanas, insalubres e infrarremuneradas. Era una traslación de un antiguo régimen feudal al entorno fabril. El dueño de la fábrica actuaba como dueño y señor de sus dominios y sus trabajadores no gozaban de ningún derecho más allá de la mísera paga. En este escenario es en el que se desarrolla el movimiento Arts & Crafts y en el que personajes como William Morris o John Ruskin proponen una especie de neomedievialismo. Mucho se ha escrito sobre ellos, muy diferentes y al mismo tiempo con intereses similares, pero a menudo se pasa por alto que tanto el objetivo de Morris, por convicciones políticas, como el de Ruskin, por un estricto sentido religioso, era recuperar la salubridad en los espacios de trabajo y la dignidad de los obreros. Para recuperar las habilidades artesanas, Morris concibió un tipo de escuela taller que sustituía el desaparecido taller gremial.

Su estética ornamentada y nostálgica era un medio para llegar a su objetivo «moral» o ético de mejorar la vida de los trabajadores de base, y esa dicotomía entre estética y ética ha acompañado el diseño desde entonces. Pero, a pesar de todo, tanto las Arts & Carfts como el Art Nouveau que surgió un poco más tarde no eran sino intentos de adecuarse a un mercado incipiente, deseoso de novedades y productos, y a unos fabricantes que necesitaban situar sus productos en él. Morris llegó a fundar una empresa, Morris & Co, de fabricación de muebles en la que tanto la estética del producto final como las condiciones de trabajo se adecuaran a lo que él entendía como digno y justo. El gran conflicto de Morris fue que, paradójicamente, esos productos hechos en su empresa y que resultaban bastante caros solo eran accesibles (tanto económica como estéticamente) para los dueños de las fábricas que él detestaba por las condiciones laborales a las que sometían a sus trabajadores. Mercado y ética chocaban, y eso ha ocurrido a menudo desde entonces.

Quizás por eso, a pesar de estar muy lejos, estéticamente hablando, la escuela Bauhaus se fijó en Morris como modelo. Heredó su interés por el modelo de escuela taller, pero también surgió como una necesidad del propio mercado. Una nueva estética, adecuada a los nuevos sistemas de producción. Aunque, en realidad, era más un deseo que una realidad, ya que la industria de Weimar de entreguerras era más bien escasa y precaria. Pero lo verdaderamente importante de la Bauhaus, más allá del lenguaje formal, fue el establecimiento de la disciplina del diseño. Tanto en el periodo de la propia Bauhaus, de 1919 a 1933, como en su rehabilitación como modelo con la Escuela de Ulm, de 1953 a 1968, el sistema educativo basado en una creación al servicio de la industria, aunque con una innegable faceta cultural, ha configurado nuestra profesión y su función. Esta función se podría resumir como:

El proceso de crear nuevos productos para ser vendidos por una empresa. Un concepto muy amplio, es esencialmente la generación y desarrollo de ideas de manera eficiente y eficaz para crear un producto funcional e innovador, enfocado en solucionar una problemática a través de una serie de procesos. (5)

En esta definición ya detectamos esa dicotomía de la que antes hablaba. Si el objetivo es crear productos que se vendan, ¿qué peso tiene la funcionalidad? Ya sabemos que no siempre el consumidor compra aquello más útil, sino aquello que más le gusta. Hay infinidad de estudios sobre el tema. Uno de los más conocidos es el libro El diseño emocional: por qué nos gustan (o no) los objetos cotidianos, de Donald Norman. (6) En este libro hay una anécdota muy ilustrativa: estando el autor en un programa de radio y cargando contra la posmodernidad, una oyente llama y le cuenta que tiene la tetera que Michael Graves hizo para Alessi. Es una tetera que tiene un pajarito en el caño y que hace un silbido de pájaro cuando el agua hierve, un icono de lo que se llamó estilo o grupo Memphis, símbolo de la posmodernidad menos funcionalista. La oyente le dice que cuando se despierta tiene muy malas pulgas, y que esta tetera le arranca cada día una sonrisa y que no la cambiaría por ninguna otra. Norman queda desconcertado; no es la mejor tetera, ni la que se coge mejor, ni la que vierte el agua mejor y, sin embargo, esa persona es más feliz teniéndola cerca. Esta sería la lectura amable del conflicto función vs. emotividad; la versión menos dulce es la del consumismo compulsivo.

Si retornamos al movimiento moderno, que se inicia con la Bauhaus, continúa con Ulm, el funcionalismo, el Estilo Internacional y la Gute Form, podríamos acordar que su papel ha sido claramente el de ser un medio. Un medio que la industria ha utilizado en cada momento para configurar sus productos de la manera menos costosa posible y obtener el mayor número de ventas. Eso no anula, como antes decíamos, que exista una dimensión cultural del diseño. Obviamente, el diseño es cultura, pero, como dice el historiador y teórico Eugenio Vega:

Es verdad que algunos teóricos y, sobre todo, algunos diseñadores, insisten en esa función exclusivamente cultural. Pero lo que refleja el diseño son formas de interacción social en las que los artefactos tienen un papel esencial para definir las relaciones sociales. (7)

Aquí vislumbramos un papel de mediador que analizaremos más adelante; por el momento me interesa esa idea de que, si bien no es exclusivamente cultura, sí forma parte de ella.

Lo que no podemos negar es que el diseño es mercado. Nuestra relación con el diseño es, en gran parte, una relación con el consumo. Hay una lectura del diseño conforme el diseñador se debe a su cliente, que no es otro que el empresario, industrial o particular que le encarga un producto, una comunicación, un espacio, una colección, etc. De hecho, uno de los retos de las escuelas de diseño es preparar a los estudiantes para las «necesidades del mercado». Lo que sucede es que paulatinamente el marketing ha ido sustituyendo al diseño en ese cometido, es decir, en prever o augurar lo que va a «necesitar» el mercado en los siguientes meses o años. El resultado es que, hoy por hoy, en muchos casos, el diseño es una herramienta más con la que cuenta el marketing para implementar una estrategia de venta determinada. Es, por lo tanto, un medio al servicio de la venta.

Una cosa parece clara: en el preciso momento en que se pensaba que el lazo consumista no podía estrecharse más en su lógica narcisista, lo hizo: el diseño es cómplice de un circuito casi perfecto de producción y consumo, sin mucho «margen de maniobra» para nada más. (8)

La sociedad de consumo, tal y como la conocemos hoy en día, se extendió́ con fuerza a los países occidentales después de la Segunda Guerra Mundial y, posteriormente, al resto de los países industrializados durante las décadas de los cincuenta y los sesenta. A partir de ese momento, el consumo se orientó de manera cada vez más patente hacia cuestiones relacionadas con el estatus y el significado simbólico de los productos comprados. (9)

Por lo tanto, no podemos reducir el concepto consumo a la simple compra de productos. La sociología se ha interesado por el consumo como fenómeno social desde los años 80. En la tesis El diseño como mediador social de Felip Vidal Auladell se cita a Cooper y Press: «El consumo es un proceso que da significado al producto. El término cultura de consumo indica que consumir constituye un interés central de nuestra vida social y nuestros valores culturales». A lo que el autor de la tesis añade: «Cada vez nos definimos más por nuestro consumo y por los valores y el estilo de vida que expresa. Asimismo, puede ir evolucionando a lo largo del tiempo y en las diferentes etapas de la vida de cada cual». (10)

En los últimos años, han aparecido tendencias como el Design Thinking, que parecen dibujar un diseño más preocupado con el destinatario final de nuestro trabajo, es decir, el usuario. Pero, en la mayoría de los casos, suele ser una nueva estrategia de marketing para, efectivamente, centrarse en el destinatario final y sus necesidades, aunque con una precisión: se le suele llamar consumidor y no usuario. El nombre es importante. Al usuario hay que ofrecerle servicio, efectividad, una relación compensada entre valor de uso y valor de cambio; en otras palabras, que el precio de lo que compra se ajuste a lo que ofrece el producto. A un consumidor solo hay que seducirlo para que compre y, en todo caso, fidelizarlo con argumentarios de marca y técnicas de storytelling.

No hace demasiado, en una conferencia, oí a Isabelle Olsson, diseñadora industrial de Google y responsable de productos como el Home Mini, hablar de design feeling. Es algo que, de entrada, puede parecer interesante: centrarse no en aquello que piensa el consumidor, sino en aquello que siente. El problema es que, en materia de consumo, cuando más nos alejamos de la razón y, por tanto, de un consumo responsable, más nos acercamos a un consumo en base a objetivos aspiracionales, que apelan a los «sentimientos», algo tan subjetivo como maleable. Yo, sinceramente, preferiría que los productos de Google y los de cualquier empresa tuvieran etiquetas con criterios de trazabilidad, para conocer su currículo ecológico y social. Y que incluyeran prestaciones como una garantía antiobsolescencia y un manual de reparación en código abierto.


Los procesos de diseño han de cambiar para iniciarlos desde la empatía y la conexión con la realidad.

Por otro lado, ya hace tiempo que se habla de un cambio de modelo en el consumo, no tanto centrado en la compra de objetos o propiedades sino en la adquisición de experiencias. Hay una larga bibliografía al respecto. Otra vez en la tesis de Felip Vidal se cita a Alvin Toffler, quien anticipó lo siguiente:

 

… presenciaremos una revolucionaria expansión de ciertas industrias cuyos únicos productos consistirían no en artículos manufacturados, sino en «experiencias» programadas de antemano. La industria de la experiencia podrá́ llegar a ser uno de los pilares del superindustrialismo, la base misma, en realidad, de la economía del postservicio.

En este campo, ya hace tiempo que están usando el design feeling. En tanto que experiencias, el material con el que trabajan son sensaciones y emociones.

Cabe decir que esta industria de la experiencia (aquellas que son físicas, no virtuales) es quizás la que ha sufrido un mayor impacto con la pandemia actual y está por ver cómo se reconfigura en el futuro. Por el contrario, las empresas de «digitales», desde servicios de streaming a plataformas de videoconferencias o teletrabajo, han vivido un auge sin precedentes durante estos meses de confinamiento y se prevé que lo sigan haciendo en un futuro cercano. Ingentes cantidades de inversiones, tecnología y diseño se están destinando a este entorno de servicios digitales que va desde el entretenimiento a la oficina online pasando por la e-compra.

Sorprendentemente, no parece que los estudiantes estén viendo este cambio de escenario; viven esa realidad como consumidores, pero no parece que, en general, la entiendan como su territorio natural. Según una estadística del Arts Council de Inglaterra, entre los estudiantes de sus escuelas y universidades de diseño había más de un 70 % de alumnos que deseaban dedicarse al diseño de autor. Era la media entre las diferentes disciplinas del diseño, donde las que más escoraban hacia este tipo de perfil eran las de moda, producto e interiores, y las que menos, las de gráfica y digital.

El diseño de autor se caracteriza por tener un sello personal muy marcado. La personalidad y el estilo del autor están muy presentes en el producto final. Suelen ser producciones medianas o pequeñas con empresas también de tamaño reducido. En algunos casos, cuando los autores han dado un salto en su notoriedad, algunas grandes empresas buscan esos nombres propios para añadir prestigio a su catálogo. Eso es especialmente notorio en el campo del mobiliario. Con respecto a la moda, según Susana Saulquin, conocida por su trabajo de investigación sobre sociología de la moda y análisis del mundo textil:

Un diseño es de autor cuando el diseñador resuelve necesidades a partir de su propio estilo e inspiración, sin seguir las tendencias orquestadas desde los centros productores de moda. Ellos quedan en los márgenes de la red de complicidades y representan el otro polo del nuevo sistema de la moda con prendas personalizadas que comunican identidades.

El único problema es que los productos presentes en el mercado mundial que podríamos denominar «de autor» no llegan al 2 %. Es decir, que la gran mayoría de los estudiantes desean trabajar para crear una ínfima parte de los productos que nos rodean. A pesar de ello, no hay que menospreciar su papel: este diseño suele ser más arriesgado, innovador y sugerente que los productos de gran mercado, que suelen nutrirse de las ideas, tendencias y estilos creados por esa minoría de autores. Hasta ahora, eso bastaría para justificar su existencia y su papel en la historia del diseño, pero, como decíamos, el mundo ha cambiado. La sociedad nos pide soluciones reales a problemas reales, cada vez más presentes en infinidad de entornos. «Ya no se asocia el diseño solo con objetos y apariencias. Este se entiende cada vez más en un sentido mucho más amplio que la capacidad humana de planear y producir resultados deseados». (11)

Por lo tanto, estas personalidades propias que solían asociarse a un producto exclusivo, elitista y a menudo con vinculaciones artísticas, se enfrentan al reto de ofrecer no solo singularidad, sino respuestas sólidas a preguntas urgentes. Hay una situación global marcada por algunos temas que ahora iremos enumerando y que requieren de toda nuestra energía para intentar dar pequeñas soluciones (las grandes soluciones no suelen existir o, en todo caso, no dependen de nosotros, los diseñadores). Y eso no significa renunciar a la estética, ni mucho menos. El ingeniero, diseñador y arquitecto Richard Buckminster Fuller, conocido por sus estructuras geodésicas, se pasó gran parte de su vida buscando soluciones para la sostenibilidad de lo que él llamó «la nave espacial Tierra». En un fragmento de este libro dice: «Cuando estoy trabajando en un problema, nunca pienso sobre su belleza. Solo pienso en cómo resolver el problema. Pero, cuando lo termino, si la solución no es bella, sé que está equivocada». Parece un buen principio para plantear respuestas a los retos que tenemos por delante como sociedad, porque sabemos que la belleza, como concepto de la estética, está dentro del concepto matriz de la ética.

Otro aspecto del diseño como medio es su contribución a la omnipresencia de las marcas. Ya en el 2000, Naomi Klein publicó su best-seller No logo. En él, analiza una tendencia muy clara en el comportamiento de las corporaciones multinacionales. Esta tendencia se resume en que las corporaciones estarían cada vez menos interesadas en vender productos, y que lo que venden son modos de vida e imágenes aspiracionales. Así, observa cómo en muchos casos la manufactura de mercancías con el nombre de famosas marcas es subcontratada a otras compañías, mientras la corporación en sí se enfoca exclusivamente en el marketing de marca. El objetivo principal es asociar la marca a una imagen de prestigio o de vida atractiva. Esta deriva de la inversión empresarial del producto a la gestión de marca solo ha sido posible deslocalizando la producción a lugares donde las condiciones de trabajo son injustas y los sueldos son de miseria. Como diseñadores podemos vincular la gestión de marca a la RSC (responsabilidad social corporativa), impulsando acciones como la relocalización de la producción o la trazabilidad del origen y manufactura de sus productos. Hay un sector de los consumidores que están exigiendo este cambio y las marcas que sepan dar una respuesta a esta sensibilidad conseguirán situarse en el mercado del mañana. Si eso ya era importante, ahora, bajo el efecto de la pandemia global, aún es una necesidad más acuciante. Sabemos que los focos de covid se generan en entornos de hacinamiento e insalubres, justo las características que suelen darse en los centros de producción deslocalizados en países en vías de desarrollo. Así que trabajar para la mejora de las condiciones laborales de quienes fabrican nuestra ropa de marca, nuestro smartphone, nuestro gadget, nuestro material deportivo o donde se cultiva nuestra comida es, al mismo tiempo, trabajar para evitar la perpetuación de la covid.

A modo de resumen, el diseño como medio ha sido necesario, incluso imprescindible, para el desarrollo industrial en la segunda mitad del siglo XX, y consiguió aumentar el nivel de confort a una parte de la población mundial. Este proceso ha ido de la mano de la extensión del liberalismo. A veces pensamos que el liberalismo trata de la liberalización de los mercados. Eso es una verdad a medias: el propio concepto de individuo, que busca ante todo su bienestar y su realización personal, es un valor del liberalismo. Esa expresión del individuo, ya no sometidos a una doctrina común como la religión, con anhelos particulares y al que se le ha dicho que «debe explorar en su interior» y que lo importante es ser fiel a uno mismo, le ha colocado al mismo tiempo en una situación de fragilidad extrema donde el consumo forma parte indisoluble de su construcción como entidad. El design feeling es quizás la última expresión de ese liberalismo basado en el consumo, es decir, la última estrategia (por ahora) de aquellos que se dedican a «cuidar las marcas». Sigue necesitando que la inversión en las empresas se centre en la comunicación y deje a la producción en un segundo término. Da igual cómo, quién y dónde se fabriquen los productos que compramos, lo importante es que nos hagan sentir bien.

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