Posontológico, posfundacional, posjurídico

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Desde la teoría de la comunicación, las certezas mundovitales solo pueden escapar del mero conocimiento ubicado en el trasfondo cuando son emitidas a manera de enunciados, de un modo descriptivo que escapa de lo que se conoce desde lo performativo. Dicho modo se concreta en tres tipos de acciones lingüísticas: 1) la acción lingüística constatativa, en el cual “los componentes ilocutivos de los actos lingüísticos (como confieso que…, te recomiendo que…, o estoy firmemente convencido de que…)” (Habermas, 2015, p. 27) expresan al otro el resultado de lo experimentado, lo vivido, de tal forma que no se trata de la representación o forma performativa del conocimiento, sino de lo existente; 2) la acción lingüística consistente en la declaración descriptiva, en la que se abre a otra persona el contenido de una vivencia, y 3) la acción lingüística normativa, que se basa en una relación de intersubjetividad, esto es, en un intercambio de contenidos.

Ahora bien, la relación entre el mundo de la vida y el mundo objetivo queda expuesta desde la doble estructura de las acciones lingüísticas. Cuando en sus actos ilocutivos las personas se refieren a un algo, lo hacen entendiéndolo dentro del mundo objetivo (entre otras razones, porque los sujetos se entienden como parte del mundo de la vida), es decir, hacen referencia a lo externo, a manera de totalidad referente, en la que se encuentran los objetos que componen, a su vez, los hechos que se quieren representar. Sin embargo, ello no quiere decir que no sean posibles los enunciados del mundo de la vida, en la medida que cuando una persona, luego de la acción lingüística, decide adoptar en sí misma los enunciados de otra persona (que performan el mundo de la vida) los adopta a manera de contenidos que ubica como existentes en el mundo. En ese sentido, el mundo de la vida, en el que se generan la acción comunicativa y los enunciados, se convierte en un componente del mundo objetivo.

Pero es preciso hacer una salvedad. Según Habermas, el mundo de la vida, pese a su trasfondo de conocimiento implícito que es atribuible a todos en distintas representaciones, tiene una estructura ontológica, ausente en el mundo objetivo. En palabras del autor, “las realizaciones vitales presentes (es decir, las vivencias, las relaciones interpersonales, las convicciones) presuponen el cuerpo orgánico, las prácticas compartidas intersubjetivamente y las tradiciones en las que se hallan ya en todo momento, los sujetos que viven, actúan y hablan” (Habermas, 2015, p. 28).

Sobre el mundo objetivo, Habermas alude a las imágenes que se hacen día a día del mundo en el cual el sujeto se encuentra incluido, pese a que opere en el trasfondo el mundo de la vida y el conocimiento que este otorga. Pese a que en el trasfondo funcionen una serie de prácticas, afectos, relaciones vitales, etc., cuando el otro hace referencia al sujeto lo entiende como parte del mundo objetivo, como ese algo externo y ajeno. De ahí que se entienda que las relaciones que se establecen con los demás pertenecen también a un mundo objetivo.

En este punto, Habermas introducirá el concepto de mundo cotidiano para referirse a un mundo que, si bien está compuesto por aquellas relaciones vitales, familiares y de afectos (del mundo de la vida), no se limita solo a ello. Lo anterior se explica en la medida que el mundo cotidiano incluye el entorno natural en el cual se desarrolla el sujeto, con el cual se tropieza a diario; en el mundo cotidiano se produce la imagen del mundo que es posible, gracias a la clasificación que se realiza de todo lo que rodea al sujeto, de acuerdo con su trato práctico con aquel entorno referido, esto es, se clasifica como personas, como norma, como cuerpo, etc., en la medida que el trato permite verificarlo como tal en el ámbito de la experiencia. En ese sentido, de acuerdo con Habermas (2015) “los categorizamos como personas si son capaces de entablar relaciones comunicativas con nosotros; o como normas, actos lingüísticos, acciones […] si somos capaces de entenderlos como algo surgido de las personas” (p. 29).

Respecto a la reflexión del mundo objetivo es posible encontrar dos visiones, a saber: la visión científica y la mística tradicional. Por una parte, desde la visión científica el mundo es entendido como el contentivo de unos cuerpos susceptibles de ser analizados y descritos por las ciencias empíricas, siendo el universo una totalidad regida por unas condiciones físicas y unas leyes de la naturaleza. Por otra parte, desde las antiguas tradiciones místicas el mundo es un complejo de relaciones comunicativas en el cual los fenómenos no tienen una explicación precedente. De esta manera, existen relaciones entre todo lo que hace parte del mundo objetivo (lo que excede al mundo de la vida), esto es, personas, cosas, animales, divinidades, espíritus, etc., que existen en la medida que dialogan y se influyen entre sí. Dichas relaciones son presentadas a través la narración de sucesos.

En concordancia, las narraciones son una red de correspondencias, en la cual se encajan acciones rituales que se consolidan como el mecanismo de trato con poderes místicos, culto con los antepasados, magias rituales, entre otros. Las actitudes rituales son actitudes performativas de una persona para entenderse con otra, el medio a través del cual es posible su comunicación y comprensión, siendo en consecuencia una actitud objetivante. Se trata, así, de la comunicación con poderes suprapersonales o impersonales, sobre los que se quiere tener un efecto causal a manera de respuesta a la actitud performativa, por lo que se entiende que se ejerce un poder sobre él. En este panorama predomina, entonces, la acción comunicativa.

Cabe precisar que las imágenes míticas no están definidas solamente por la idea totalizante del mundo que habitamos, sino que este puede ser entendido en sus interrelaciones, en la medida que las imágenes del mundo están penetradas y estructuradas, además, por la conciencia performativa, característica del mundo de la vida. Por lo anterior, la distinción entre el mundo objetivo y el mundo de la vida se desdibuja en el caso de las visiones místicas tradicionales. En consecuencia, tanto el mundo objetivo como el mundo de la vida quedan subsumidos en el mundo cotidiano, en la medida que este, como fue explicado de manera previa, es una amalgama entre las relaciones vitales, familiares, de los afectos (esto es, el mundo de la vida) y el mundo natural que rodea al sujeto, compuesto por narraciones e imágenes míticas.

Pese a lo anterior, según Habermas, la progresividad de la imagen del mundo parece avanzar hacia una radicalización objetivante en cabeza de las ciencias empíricas, que desligan la imagen del mundo y el mundo de la vida bajo el discurso de neutralidad científica. En ese orden de ideas, el autor se propone describir ese tránsito del mundo de las imágenes al mundo de la vida que permite plantear un panorama más amplio de la imagen del mundo (entendida como totalidad), para lo cual planteará el siguiente orden argumentativo: en primer lugar, el paso del mundo mítico al mundo en su totalidad; en segundo lugar, la conexión occidental de una imagen del mundo teocéntrica y una cosmológica, que termina radicalizando la idea de la división entre creencia y ciencia, y, por último “la emancipación del conocimiento universal de las ciencias naturales con respecto de la metafísica que diluye […] la base relacional común de ciencia y creencia” (Habermas, 2015, p. 31).

Para desarrollar el primer eje argumentativo, esto es, el paso del mundo de las imágenes al mundo de la vida, Habermas, siguiendo a Karl Jaspers, señala que es en la mitad del primer milenio antes de Cristo, en las civilizaciones del Próximo y Lejano Oriente, que se conoce como la Era Axial, donde se produce una irrupción cognitiva que permite establecer la distinción entre el mundo objetivo y el mundo de la vida. Se tiene que con la aparición de tradiciones fuertes como el budismo, confucianismo, la filosofía griega, entre otras –que hacen referencia a una dimensión ajena al sujeto y al contexto donde ocurren los fenómenos, a manera de remanso de paz, nirvana, existencia eterna–, se hace referencia a un mundo objetivo (totalidad), en tanto en cuanto escapa de aquel en donde se desenvuelve la vida misma del sujeto budista, filósofo, orante o mágico. De este modo, se genera la “irrupción cognitiva hacia un punto de vista trascendente” (Habermas, 2015, p. 32).

Desde este punto de vista, que reafirma la clasificación entre mundo (totalidad) y mundo interior (sujeto y ámbito de los fenómenos), el mundo cotidiano queda reducido al plano fenomenológico. Sobre el plano de los fenómenos entran en ejercicio las ciencias objetivas, que buscan obtener de él conocimiento sustentado y transmisible, en la medida que, al desaparecer cualquier confusión entre el mundo de la vida y el mundo en su totalidad, no queda duda de la objetividad y autonomía de las imágenes del mundo que se generan. La consecuencia de la objetivación es la inmersión del mundo de la vida en el mundo cotidiano, dado que

el mundo propio de la vida que actúa a sus espaldas desaparece detrás de las imágenes del mundo objetivadas […] de tal modo que permanecen ocultas para ellos los rasgos proyectivos que siguen tomando prestados desde la conciencia performativa de su vital existencia en el mundo, vivida y elaborada. (Habermas, 2015, p. 33)

Dicho ocultamiento del mundo de la vida en esas tradiciones se evidencia, primero, en la idea del mundo como una totalidad envolvente que incluye al mundo de vida en la medida que lo predetermina; segundo, en el entendido de que las descripciones de los fenómenos no son teóricas, puesto que su validez radica ya sea en un nirvana, Dios o un telos específico, que no es más sino una pretensión de objetivación de lo proyectado por el mundo de la vida (que se lleva a cabo a través de actos lingüísticos); y tercero, en la medida que la descripción teórica del mundo parte de su sentido práctico, es decir, de los fenómenos y el mundo de la vida y se consolida como dogmas, el mundo de la vida se convierte en el conocimiento mismo infalible del mundo. En ese sentido, señala Habermas (2015) que “el modo performativo de conocimiento procedente del mundo de la vida tiene, por decirlo así, suficiente para llegar al dominio del conocimiento explícito del mundo” (p. 34).

 

En desarrollo del segundo eje argumentativo propuesto para explicar el tránsito del mundo de las imágenes al mundo de la vida, Habermas se dispone a hacer referencia a la distinción que se produjo entre creencia y ciencia durante los siglos XVII y XVIII, luego de la Era Axial ya referenciada. Se produce en estos siglos un giro que pretende desligar el entendimiento humano de un fundamento teleológico que había relegado a la razón, motivo por el cual el enfoque se ubica en el desarrollo de las ciencias empíricas objetivas.

Con la llegada de la comprensión secular y científica del mundo se transforman de nuevo los conceptos del mundo de la vida, el mundo de lo cotidiano y el mundo objetivo. En este panorama, la física moderna es la encargada de estudiar los fenómenos del mundo objetivo desde una perspectiva de totalidad, por medio de la utilización de un modelo mecanicista. En consecuencia, las ciencias empíricas estudian una serie de objetos que se influyen unos a otros y están regidos por las leyes de la naturaleza identificadas por la ciencia. En ese sentido, ya no se hace referencia a la esencia sino a enunciados verdaderos planteados desde la experiencia misma de los objetos.

Dentro de esta comprensión del mundo objetivo, ¿dónde queda, entonces, el mundo de la vida como proyección? Pues se tiene que el mundo de la vida es introducido a partir de la teoría del conocimiento (ya no de forma epistemológica), en la que el mundo objetivo se presenta ante el sujeto que juzga. De esta manera, el mundo de la vida se concreta en la subjetividad de quien reflexiona sobre el mundo objetivo.

La imagen del mundo del siglo XVII ya referenciada caracteriza el objetivismo contra el cual se dirigirá Husserl. Resulta que dentro del panorama objetivista se encuentra, a su vez, el paradigma mentalista, en el cual el mundo de la vida se esconde detrás de la fachada de subjetividad y conciencia. Lo anterior es fundamentado por Habermas a partir del desarrollo de dos ejes temáticos: el primero referido a la descripción de lo que se entiende como estatus mental, y el segundo referido al “escepticismo moral de los empiristas que provoca el giro filosófico trascendental de Kant”.

En primer lugar, para explicar aquello entendido como estatus mental Habermas señala que, dentro de la concepción del mundo objetivo como aquel que es explicable y descriptible epistemológicamente, la mente humana representa un problema en su comprensión. En la medida que el sujeto cognoscente se constituye en un algo afuera de aquella totalidad susceptible de explicación científica, su mente se aísla de la totalidad, esto es, del mundo objetivo. Pero ello no quiere decir que el sujeto no puede pensarse o imaginarse a sí mismo como sujeto que hace parte de dicho mundo objetivo, que tiene nexos causales con todo aquello que lo compone, por lo que, de acuerdo con el autor, este mundo no se agota en los fenómenos físicos explicables, puesto que la mente humana, a pesar de no pertenecer a un plano material, es susceptible de ser analizada, por la psicología, como parte del mundo objetivo.

Lo mental es, así, una subjetividad que se localiza frente a lo objetivo; la mente puede ser entendida como objeto pero solo en su modo de realización, esto es, cuando tiene una manifestación activa y receptiva; desde la teoría del conocimiento esta mente percibe, piensa e imagina y el sujeto cognoscente es consciente de que tiene ya una representación de los objetos, y de que a su vez es posible formarse nuevas representaciones. Ahora bien, el lugar de la conciencia, desde el paradigma mentalista y referido desde el empirismo de Locke y David Hume, hace alusión a la mente como reflejo de la naturaleza. Los sujetos se ven afectados como organismos por lo natural, lo que produce que sus pensamientos estén correlacionados con la naturaleza que los afecta, por eso la mente es su reflejo. Sin embargo, desde Kant existe una constitución normativa de la mente, que fue olvidada por Hume, desde la cual existen ciertas reglas o normas, cuyo cumplimiento es espontáneo a la facultad de entendimiento.

En ese sentido, Habermas (2015), citando a Kant, afirmará que “el empirismo fracasa en la explicación de la normatividad de la mente, no solo en relación con los logros epistémicos de esta, sino sobre todo en lo referente a los propios logros práctico-morales del empirismo” (p. 38). En consecuencia, se tiene que, desde el empirismo, la imagen del mundo radica exclusivamente en la descripción de fenómenos, olvidando los juicios de valor que operan paralelamente en esta descripción, lo que genera que la razón práctica no pueda tener un espectro de comprensión moral.

Contrario a lo anterior, Kant afirmará que el sujeto cognoscente está atravesado por el contexto en el que ocurre la acción de conocimiento y ese contacto con el mundo se analiza de manera trascendental. Así, el sujeto cognoscente se encuentra limitado a las contingencias de un mundo exterior que le es totalmente independiente, pero sin olvidar que la subjetividad influye en aquella descripción supuestamente objetiva del mundo, precisamente por las limitaciones para conocer que este le impone. Para ejemplificar lo anterior, Kant hace referencia a la ley moral trascendental que indica el “deber” como resultado de un ejercicio de la razón. Sin embargo, aquello entendido como deber imperativo no es realizable sino en el campo de las relaciones sociales, una vez se ha efectuado la acción comunicativa.

De acuerdo con Habermas, Kant ofrece así un horizonte teórico en el cual el mundo (objetivo) es cognoscible por el sujeto, pero dicho conocimiento es materializado en el mundo de la vida, esto es, en las relaciones sociales, de los afectos, de las emociones. En concordancia con esto, el autor afirma que “la teoría de las ideas de Kant ofrece puntos de conexión para el concepto destrascendentalizado de una razón que bosqueja al mundo, pero situada en el mundo de la vida descrito de una manera teórico-comunicativa” (Habermas, 2015, p. 40). Pese a lo anterior, el autor precisa que en la filosofía aun no es tarea finalizada la determinación de la superioridad de lo subjetivo sobre lo objetivo o viceversa, así como tampoco es una tarea terminada con certeza el lugar que ocupa la conciencia en el ejercicio del conocimiento.

Según Habermas, existen formas de objetivar el mundo y de entender cómo se ubica el sujeto en este, el mundo de la vida, que no obedecen a las ciencias naturales, sino a su postura contradictoria, esto es, las ciencias sociales y humanas. Desde estas ciencias, existen múltiples formas de vida culturales que son visibles gracias a la ejecución de unas prácticas acostumbras en las cuales los sujetos se encuentran inmersos de manera particular. Dichas prácticas permiten al observador la recolección de información y datos que son procesados a través de hechos históricos, sociales y culturales, que se consolidan como la objetivación del mundo de la vida.

En las ciencias sociales y humanas se utilizan las experiencias y las prácticas para deducir estadísticas e información que, aunque objetiva, solo es constatable en el ámbito de lo empírico. Según Habermas (2015), “con este impulso hacia la objetivación científica de los fragmentos del mundo cotidiano constituidos de forma mundo-vital se vuelve aún más problemático el concepto monolítico del mundo objetivo que se había impuesto en la teoría epistemológica” (p. 42). En ese orden de ideas, la diferencia entre las dos ramas de la ciencia radica en la objetivación, siendo que por su parte las ciencias naturales eliminan el mundo de lo cotidiano en el transcurso de la determinación del mundo objetivo y, a contrario sensu, las ciencias sociales hacen referencia a la objetivación del mundo de lo cotidiano por medio de la información recolectada de lo que sucede en él, a través de un ejercicio hermenéutico y de comprobación.

De lo anteriores argumentos es posible concluir que se polariza la imagen del mundo objetivo porque su objetivación parte de diferentes horizontes teóricos. En consecuencia, la cuestión se centra ahora en cómo se conjuga lo trascendental unitario, la universalidad abstracta, desde un panorama de multiplicidad de formas de vida, de lenguajes, culturas y sociedades. Dicha cuestión se desarrolla a continuación.

Resulta que las ciencias sociales cuestionan el concepto de sujeto trascendental, no en su aspecto constructivista y bosquejador del mundo objetivo (ciencias naturales), sino en el olvido del mundo de la vida que parte desde allí. Por ello, plantea el lenguaje como un mecanismo compuesto de categorías gramaticales (supeditadas a la validación en las prácticas y el contexto realizador del lenguaje) que no solo permite explicar el mundo, sino contradecir dichas explicaciones gracias a ejercicios de interlocución y de intelección o aprendizaje continuo que se derivan de estos ejercicios, quedando relegada “la fosilizada distinción trascendental entre una actividad constituyente del mundo y un suceso construido intramundanamente” (Habermas, 2015, p. 44). Los sujetos, al estar implicados en la interacción comunicativa, hacen parte del mundo de la vida.

Pese a lo anterior, desde el mundo vital el sujeto no queda resignado al olvido, lo que sucede es que ya no es trascendente, sino condición de posibilidad de conocimiento, en tanto en cuanto participe de la acción comunicativa. De igual forma, el mundo-vital no queda relegado en su comprensión a su aspecto intramundano, en la medida que se necesita que sus prácticas y artefactos se contextualicen en un mundo para que sean estudiados por las ciencias y la filosofía. En ese orden de ideas, ¿cómo opera el lenguaje como intelección que se comprueba en las prácticas si en todo caso necesita de la objetivación de los artefactos que componen el mundo vital? Habermas responde este interrogante desde lo que denomina objetivación bipolar.

Antes de ahondar en el concepto de objetivación bipolar, Habermas se enfoca en el mundo de la vida y en cómo desde allí se entienden tanto las ciencias sociales y humanas como las naturales. En ese sentido, cuando el intérprete realiza un ejercicio de análisis de las manifestaciones culturales se debe tener en cuenta que estas remiten a las prácticas que se dan en el mundo cotidiano. En ese sentido, el intérprete se nutre de una precomprensión sobre el lenguaje coloquial o de trato, resultado de la acción comunicativa intersubjetiva que opera en el mundo de la vida.

En esta doble dimensión que nos ofrecen las ciencias sociales –en la que el intérprete está precedido en su ejercicio de comprensión por unas prácticas que determinan los fenómenos del mundo de la vida, de los cuales deriva su conocimiento– aparece la necesidad de hacer uso de la estructura epistemológica de las ciencias naturales, con el fin de objetivizar el mundo de la vida para plantear una estructura general desde la cual sea posible una idea de unidad no homogeneizadora.

La multiplicidad de prácticas mundovitales, junto con su diversidad histórica y cultural, hace necesario plantear, desde el panorama de las ciencias naturales, un concepto formal del mundo de la vida resultado de un ejercicio de reflexión. Ahora bien, si se supone la objetivación del mundo de la vida, será preciso hablar de un fundamento y en este caso un fundamento de experiencia, el cual, según Habermas (2015), es exclusivamente “la conciencia performativa de los sujetos que hablan y actúan comunicativamente, que cooperan e intervienen en el mundo, que experimentan en la vida, que calculan y formulan juicios” (pp. 46-47).

Pese a que la objetivación ha redundado en el desencanto de la naturaleza y la formalización del mundo de la vida, dicho desencanto se atenúa dada la destrascendentalización del mundo de la vida, que no solo requiere de las ciencias humanas y sociales, sino además de las naturales. Ello en la medida que sigue siendo de suma importancia la idea creadora de unidad, que como tal presupone que los objetos se relacionan, argumento dentro del cual puede ubicarse tanto la perspectiva de las ciencias humanas como las naturales.

De este argumento parte la objetivación bipolar, la cual es el resultado de la evolución de las imágenes del mundo que hace el tránsito al mundo de la vida, y donde las dos perspectivas se encuentran inmersas y marcan el camino y los límites de la autoobjetivación naturalista de la mente humana, en la que la persona no se reconoce ni de forma individual ni general, al obedecer a un proceso sumamente específico, por lo que tampoco tiene cabida un lenguaje objetivador. Bajo este supuesto, Habermas se cuestiona si en realidad es posible una descripción de lo objetivo que se pueda incluir en el mundo de la vida.

 

La respuesta a la cuestión sobre la descripción de un mundo objetivo es afirmativa parcialmente. Ello se explica en que, de acuerdo con Habermas, no se trata de diferentes lenguajes, metodologías y prácticas que versen sobre un mundo, sino sobre diferentes teorías epistemológicas desde las cuales se conocen fragmentos de mundo, de acuerdo con el objeto de conocimiento de las teorías referenciadas. Lo que en esta instancia debe dejarse en claro es que las prácticas que esbozan esos mundos no pueden seguirse entendiendo simplificadamente, como algo que solo ocurre en ellos y que son comprobables en la medida de su ocurrencia.

Desde la perspectiva de Habermas, no es conveniente seguir bajo el supuesto de mundos fragmentados que redunda en la concepción de un mundo desintegrado, por lo que plantea un retorno a una unidad escindida, cuyo ejemplo más claro son las tradiciones fuertes que reconcilian el dualismo epistémico de unidad (ciencias naturales) y escisión (ciencias humanas y sociales). Esta reconciliación, que se manifiesta, según Habermas, en la teoría comunicativa, exalta la forma en que la espontaneidad trascendental “se repliega a las prácticas mundovitales sobre las que se ensambla la reproducción del mundo de la vida con los resultados de los procesos de aprendizaje intramundanos” (Habermas, 2015, p. 50).

Mundo de la vida como espacio de los argumentos simbólicos

Según Habermas, el lenguaje opera tanto como mecanismo de representación como de comunicación dentro de un rol pragmático, en el cual este es el medio comunicativo de los argumentos, en la medida que por medio del lenguaje es posible plantear a otra persona una pregunta sobre el porqué de las cosas. Del postulado interrogativo pueden resultar varios tipos de explicaciones o argumentos, entre ellos el causal (remite a una circunstancia originaria), el normativo (hace alusión a lo que respalda o autoriza) y el psicológico (se centra en la justificación o motivo). De acuerdo con Habermas, el uso de dichos argumentos se da en la comunicación cotidiana, sin embargo, desde la filosofía se ha designado al espacio científico como aquel lugar que está autorizado por privilegio para emitir explicaciones.

Pese a lo anterior, siguiendo a Habermas, las explicaciones no están reducidas a un lugar científico o cotidiano de enunciación; al contrario, están determinadas por el interlocutor que las emite, esto es, un experto o técnico o una persona que argumenta desde su cotidianidad. En ese sentido, ¿tiene validez uno sobre otro centro de producción de respuestas, siendo la enunciación científica privilegiada? Resulta que el texto científico se desvanece en el rol pragmático de los argumentos, los cuales tienen su lugar en la práctica discursiva desde la cual las prácticas cotidianas y el derecho, la política y la ciencia (cultura de los expertos) son permeables entre sí, en la medida que se mueven en la misma dinámica discursiva y se entrecruzan en el cauce de la comunicación.

Respecto a los argumentos, Habermas precisa que estos tienen como propósito aclarar las circunstancias no transparentes, es decir, aquellas que perturban porque abren un agujero en la totalidad y en la precomprensión de esta, sea errónea o deficiente. Se tiene, por consiguiente, que los argumentos tienen una relación epistémica con lo familiar que es perturbado por la incomprensión o revolución de las formas ingenuas de comprensión. Cabe precisar en este punto que los argumentos no solo sirven para llenar vacíos en la autocomprensión, sino que además, desde lo práctico-performativo, sirven para ocupar las interrupciones en las relaciones sociales, dado que por medio de los argumentos que se ofrecen al otro se establecen conexiones entre las acciones sociales.

En este contexto, se trata menos del entendimiento y explicación del mundo y más sobre el análisis de los criterios proposicionales de las personas sobre ese mundo y la crítica sobre estos. Los argumentos o criterios proposicionales sirven para entender los porqués de otras personas. Dichos argumentos no se presentan en un primer plano como explicaciones o justificaciones, sino que operan en el trasfondo, lo que quiere decir que, para el ejercicio de la comunicación de argumentos, se necesita que los hablantes cuenten con conocimientos previos comunes que les permitan llevar a cabo la acción comunicativa.

En el escenario de los conocimientos previos e implícitos, Habermas introduce el concepto de obviedad no pronunciada, que se refiere a aquello que se comprende sin necesidad de hacer alusión explícita a su significado por medio de palabras. Esto se deriva de la presunción de un acto argumentativo como verdadero o cierto como consecuencia de su contenido significativo común, que permite que el interlocutor reciba un mensaje supuestamente inequívoco.

Entonces, en este modo de comunicación los sujetos participantes tienen significados implícitos falsos sobre el mundo objetivo, que operan en el trasfondo y determinan el entendimiento. Los enunciados emitidos por el sujeto tienen pretensión de validez dado que él pretende que el otro lo afirme (sí, ratifica su validez) o critique (no, cuestiona la fiabilidad del argumento).

Aquel análisis de validez es el mismo análisis de los actos de habla, en donde quien recibe los argumentos crea una especie de estructura verificadora y validatoria de los argumentos del hablante. Aquí cabe hacer una distinción entre actos de habla y acción comunicativa. Por un lado, los actos de habla se refieren a la comunicación lingüística y, por otro lado, la acción comunicativa se interesa por la comunicación como modo de interacción social, como acción comunicativa interconectiva entre sujetos que se compaginan en espacios y momentos históricos determinados. Ahora bien, la “fuerza racionalmente motivante de una propuesta de actos de habla” (Habermas, 2015, p. 56) no se centra en la cuestión de su validez, sino en la garantía relativa al intercambio de su enunciado dotado de pretensiones de validez.

En la acción comunicativa el rol de la argumentación acerca al mundo de la vida como espacio en el cual se representa simbólicamente. De esta manera, se tiene que los argumentos fluyen en el nivel de la comunicación y se fijan en tradiciones culturales y modos de conducta que son, posteriormente, institucionalizados, y se convierten en el trasfondo del mundo vital contentivo de la comunicación cotidiana. Sin embargo, en el mundo vital los argumentos se encuentran previamente representados de manera simbólica. Habermas (2015) explica la representación partiendo de “la representación simbólica de contenidos semánticos” (p. 57).

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