Cuando se cerraron las Alamedas

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3

Se relajaron cuando vieron que la patrulla se dirigía a otra casa.

− Van donde el ministro de Agricultura−, comentó Margot.

Efectivamente, en esa casa vivía uno de los ministros de Allende, de hecho, uno de los más aborrecidos en la oposición. Era el que había dirigido la reforma agraria.

− Espero que se hayan ido−, le susurró Juan Pablo al oído a Margot, refiriéndose al ministro−. Él sabía que en caso de golpe sería de los primeros en ser detenido.

Los soldados entraron al antejardín y rodearon la casa, agachados y con sus fusiles en ristre. Supuestamente esperaban algún tipo de respuesta armada, lo que por cierto, no sucedió. Poco después, uno que había entrado por atrás, salió por la puerta principal y gritó a sus compañeros que la vía estaba libre.

− ¡No hay nadie!−, les anunció.

Los soldados se irguieron. Un oficial les ordenó hacer guardia en el jardín, mientras revisaban la casa. Él entró con un grupo de cuatro conscriptos. Tardaron unos quince minutos en salir. Un soldado cargaba un televisor y otro, una cantidad de libros.

Margot llamó a su hermano a que mirara.

− ¿Qué te parece? ¿Es la búsqueda de una persona o es un asalto a una casa para robar?

Estaba furiosa. Benjamín la quiso tranquilizar.

− No te enojes, mujer−, le palmoteó la espalda−. ¿Tú crees que al ministro le va a importar que le lleven el televisor mientras él anda arrancando? Esa casa va a quedar sola y es seguro que igual la van a desvalijar.

− Pero ellos no tienen por qué convertirse en unos ladrones vulgares. No están para eso.

El camión militar desapareció y volvió la calma.

Margot estaba inquieta por el arma que se había ocultado en el entretecho de su casa. Ya era de noche y su principal objetivo ahora se centró en que ese artefacto desapareciera. Era demasiado el riesgo si fuera encontrado en un eventual allanamiento militar. Tenía una idea. Llamó a Simón a la cocina y le habló.

− Simón, tu arma no puede permanecer más en mi casa. Hay que eliminarla. Tengo el siguiente plan. A unos doscientos metros de la casa, cerro arriba, corre un canal que después continúa a otras comunas. Existe desde cuando estas tierras eran destinadas a la agricultura. El canal es bastante ancho, de unos dos metros, y profundo. El agua corre con fuerza hacia abajo. Es el lugar ideal para arrojar el arma. Será arrastrado por la corriente y si alguien lo encontrara, ya será un montón de fierros oxidados.

Simón contempló a Margot sin expresión. Ella continuó.

− El problema es cómo llegar a ese canal sin levantar sospechas de nadie que pueda hacer denuncias. Estaríamos violando el toque de queda. Pero la noche nos favorecerá porque está nublado y no hay luna, de modo que la oscuridad es total. Además, en esa parte del barrio vive muy poca gente y abundan los terrenos despoblados. También hay árboles altos, eucaliptus principalmente, entre los cuales nos podremos esconder en caso de que apareciera alguien. La cuestión es quienes vamos, quien me puede acompañar. Yo tendré que ir porque conozco el lugar, pero no me atrevo a ir sola. No quiero comprometer a mi hermano, lo pondría en una situación muy inconfortable, aparte de que él es muy de derecha. Tampoco pueden ser tú ni Juan Pablo, porque lo pasarían muy mal si los detuvieran. Así es que tendrá que ser Ricardo. Y creo que es conveniente que sea una pareja, despertaría menos sospechas que una persona sola.

Lo llamó aparte y le contó. Ricardo no vio ningún inconveniente y, al contrario, pareció alegrarse de poder ayudar a Margot. Y también sintió que la adrenalina aumentaba.

Trataron de que Benjamín no se diera cuenta.

− No provoquemos a mi hermano−, les dijo en voz baja a Simón y a Ricardo.

Simón la miró con ironía. Si alguien se sentía provocado era él.

− Yo te acompañaré−, le dijo decidido a Margot−. Yo soy el responsable de esta arma y yo asumo lo que sea. No le voy a traspasar el riesgo a otra persona. Ya te estoy comprometiendo a ti. De hecho, tampoco deberías ir, Margot. No tienes por qué. Yo creo que puedo encontrar el camino, algunas veces he deambulado por ahí.

− No, señor−, Margot fue perentoria−. Si te llegas a perder es más que seguro que te irá mal. Mira, es de noche, la oscuridad es total, nadie nos va a ver si actuamos con prudencia. Conozco estos senderos como la palma de mi mano. Así es que ya, Ricardo, partamos de una buena vez.

Benjamín se había dado cuenta de que algo extraño sucedía y no tardó mucho en informarse. Se incorporó a la discusión.

− Mira, Simón−, se dirigió al guerrillero con rabia−. Eres un irresponsable y yo no voy a permitir que mi hermana corra peligro por tu culpa. Vas tú solito y asume las consecuencias.

− Por supuesto, yo asumo toda mi responsabilidad−, replicó−. Y ya, no se hable más.

Tomó el bulto y se lo echó al hombro.

− Pero, ¿estás loco? ¿Cómo se te ocurre echarte eso al hombro? −, terció Margot.- Esperen un poco.

Subió a su dormitorio y bajó luego con un impermeable. Era de su difunto esposo.

− Ponte esto−, le ordenó a Simón−. Esconde el arma por dentro del impermeable y apriétalo bien para que no se te deslice. Y ahora, vamos, abrázame con tu brazo libre y simulemos ser una pareja de pololos que aprovechan la noche.

No aceptó más réplicas y salieron. Benjamín, furioso, se quedó mascullando garabatos por la locura de su hermana, haber acogido a un guerrillero. Se retiró a mirar la televisión. Eran pasadas las nueve de la noche. Estaban transmitiendo una vieja película chilena de José Bohr, “Uno que ha sido marino”. Todos los canales estaban en cadena, de modo que no había elección posible. Gloria hizo algunas camas para los niños en el suelo con cojines y frazadas que recogió. Ricardo y Juan Pablo salieron al patio a respirar la noche. Todo estaba muy quieto, pero cada cierto rato el silencio se interrumpía con algunos disparos aislados y lejanos. Había enfrentamientos. Pensaron en los muertos que estarían cayendo en las calles.

Simón y Margot avanzaron con lentitud por un camino que subía cerro arriba hasta que sus ojos se adaptaron a la oscuridad. Iban en silencio, tratando de no hacer ruido con sus pisadas, abrazados. Estaban violando el toque de queda y ya por ese sólo motivo podrían ser arrestados, sin pensar en lo que ocurriría si los pillaban con una metralleta. Había luces en algunas casas, pero ellos trataron de evitarlas y avanzar más bien por las partes más oscuras. Algunos perros ladraron. En particular el perro de una casa se enfureció y no dejó de ladrar por varios minutos. Aceleraron el paso. Margot le susurraba a Simón la dirección que debían tomar. Éste había llegado hacía poco al barrio. De a poco se acabaron las casas y ya todo fue campo libre, con algunos árboles desperdigados. El camino se hizo más estrecho, luego se convirtió en un sendero y, por último, en una pequeña huella. Simón no veía nada, pero Margot conocía muy bien el lugar y con su instinto y las siluetas de las sombras se acercaron al canal. Se escuchaba el ruido del agua, corriendo con fuerza. De repente sentían deslizarse algún roedor.

− Estamos por llegar−, susurró Margot−. Ahora tenemos que evitar caernos al agua. Sería el colmo que nos pasara eso.

Llevaba una pequeña linterna, que accionó brevemente para ubicar bien el borde del canal. Cuando estuvieron seguros, Simón sacó la metralleta debajo de su impermeable y con mucho cuidado, arrodillado en la orilla, la deslizó hacia el agua, evitando que el bulto sonara al chocar con el líquido. Lo impulsó hacia el centro del canal, esperando que ahí la corriente fuera más intensa y arrastrara el arma lo más lejos posible. Se quedó inmóvil algunos segundos, escuchando por si había algún otro ruido que denotara presencia humana y luego se irguió. Lamentó desprenderse de su arma. Había tenido que gastar algunos ahorros para obtenerla, pero era un compromiso con sus compañeros de célula. Habían practicado tiro durante muchos meses, convencidos de que iba a haber un enfrentamiento final entre las fracciones sediciosas de las fuerzas armadas y los leales al presidente. La guerra civil era el desenlace natural del proceso que estaba en marcha. Y él estaba dispuesto a cerrar filas con la revolución que entonces se desataría. Pero los acontecimientos del día sugerían que no habría tal desenlace. No hubo ninguna señal de división de las fuerzas armadas. Y él perdió toda comunicación con sus compañeros. Tenía que improvisar ahora cuáles serían sus próximos pasos.

− Ya está−, le dijo a Margot−. Se fue el cuerpo del delito. Podemos volver.

− Sí, pero no olvides que estamos con toque de queda. Vamos a seguir las mismas precauciones.

Desanduvieron el camino, ahora más relajados. Margot se apartó un poco de Simón. Le había incomodado esa proximidad física que tuvieron que fingir para no despertar sospechas si alguien los veía a esas horas. Apreciaba a Simón pero era un extraño para ella, un vecino de barrio al que trató de ayudar muchas veces. Y ahora le molestaba mucho más haber comprobado que integraba algún grupo violentista, armado. Esa metralleta estaba destinada a matar gente y todavía tenía muy fresco en su memoria el recuerdo del vil asesinato de su esposo. Y también le molestaba su olor, su aliento, que había tenido que soportar tan cerca de ella. Las luces de las casas les sirvieron de faros para orientarse.

En algún momento Simón tropezó con una piedra y perdió el equilibrio.

− ¡Mierda!−, alcanzó a gritar en voz alta.

Margot quedó paralizada. Se abrió la puerta de una casa y apareció un individuo con linterna.

− ¿Quién anda ahí?−, gritó desde el antejardín, seguro de sí mismo.

 

Margot y Simón se agacharon y sin hacer ruido se guarecieron detrás de un árbol.

El hombre alumbró hacia la calle y movió la linterna en varias direcciones. Luego regresó a su casa y cerró la puerta.

La pareja respiró con tranquilidad. Margot no le habló a Simón hasta que llegaron. Él tampoco pretendió alguna cercanía. Ya en la casa fueron recibidos con expresiones de alivio por los demás. Eran cerca de las diez de la noche.

− Se ganaron un buen trago−, los invitó Ricardo−. Aquí les tenemos preparados unos pisco-sours o piscolas, para el que quiera.

Gloria abrazó a Simón y lo llevó adentro, a la pieza de Sebastián, donde acostó a sus niños en el suelo, encima de los cojines que ella pudo encontrar. El hijo de Margot dormía plácidamente en su cama. Los niños de la pareja estaban tendidos, pero no dormían.

En el living Benjamín seguía mirando la película, con cara de aburrido. Juan Pablo se acercó a Margot con un vaso de pisco sour, él sostenía otro en su mano y se sentaron en el sofá.

− ¿Todo bien? ¿Tuvieron algún percance?

− No, nada. Todo bien. Silencio total, excepto por los perros del vecindario, los conejos y los ratones que circulan sin inhibiciones por el campo. El agua se llevó la metralleta. Nadie nos vio, espero. ¡Es un bruto este Simón! ¡Cómo se le ocurre andar con una metralleta y en un día como hoy!

− Para eso la tenía, para un día como hoy. Pero supongo que se dio cuenta o recibió alguna instrucción de que no tenía objeto oponer resistencia.

− El creía que iba a haber una división de las fuerzas armadas y muchos enfrentamientos. Pero se desengañó. Mira, voy a preparar algo para que comamos. Deben estar todos muertos de hambre.

− Te acompaño−, y ambos se dirigieron a la cocina.

Margot decidió cocinar unos tallarines. Un puñado cundía mucho y además bastarían unos diez minutos para tenerlos listos, una vez hervida el agua. Juan Pablo hizo de ayudante de cocina. Ricardo se agregó al equipo. Preparó la mesa, sacó platos, servilletas, cubiertos y vasos. Buscó salsa de tomates y queso rallado para los tallarines. Puso un pan fresco que Margot logró conseguir en el almacén, buscó una nueva botella de vino tinto que descorchó y esperaron a que todo estuviera listo. Simón y Gloria habían bajado y conversaban en voz baja en un rincón.

Margot anunció la cena y pidió que alguien reanimara el fuego de la chimenea, del que solo quedaban brasas. Simón se apresuró a hacerlo y aprovechó de quemar otros papeles y libretas que sacó de su maleta. La anfitriona cortó la televisión, lo que no molestó mucho a Benjamín que estaba semi-dormido. En cambio, buscó un disco de música clásica, alguna sonata para piano de Mozart y lo puso en el tocadiscos. Se sentaron todos a la mesa y se repartieron los tallarines, que humeaban.

4

Habían transcurrido varias horas desde que comieron y ya era bien pasada la una de la madrugada. Ricardo dejó los platos y vasos lavados y guardados para que Margot pudiera descansar algo, aunque ella permaneció todavía en el living junto al resto de sus invitados. Gloria se había tendido junto a sus niños, en el segundo piso. Juan Pablo invitó a Margot a salir a tomar el fresco de la noche en el jardín de atrás, que era grande. Benjamín dormitaba en un sillón. Simón permanecía en silencio, sentado en el suelo, rumiando, afirmado contra un muro, con la mirada hosca y taciturna. Tenía un vaso de pisco a su lado. Su rostro denotaba la rabia que tenía. El ceño fruncido, los ojos muy abiertos pero inexpresivos. Los labios apretados. Sentía que el golpe era una lápida sobre las ilusiones que él y sus compañeros más cercanos se habían hecho durante los últimos tres años. Aunque era una posibilidad cierta, eso lo sabían todos, siempre era dejada de lado. Uno no quiere aceptar el peor escenario. Ahora veía claro que solo fueron eso, ilusiones, expectativas que alimentaron, a pesar de las muchas dudas que tenían. Cuando Allende fue elegido creyeron que se les abría el camino con el que habían soñado, el camino heroico, épico, de iniciar la revolución en el cono sur de América. Las condiciones estaban dadas. El pueblo estaba movilizado y eso se intensificaría. Iba a ser un proceso dinámico, crecedor. A medida que el pueblo tomara conciencia de que se podía acabar con la injusticia social, con el escándalo de que unos pocos, un puñado de familias oligárquicas, tuvieran el control del país, del poder económico y del poder político, cuando el pueblo viera que ahora sí, ahora iba en serio y no como en el gobierno anterior, que hizo un simulacro de revolución, nada podría detener la revolución de verdad. No iba a ser fácil, los reaccionarios se defenderían, él lo sabía bien, conocía la historia social del continente. Es lo que enseñaba en la universidad. Pero había que armar al pueblo. Llegaría el momento en que se produciría el enfrentamiento definitivo. Y para entonces el pueblo debería estar preparado.

− ¿En qué piensas, Simón?−, escuchó que alguien lo interpelaba. Levantó la mirada y vio a Benjamín que lo miraba a los ojos, echado en un sillón y su cabeza reclinada en el respaldo. No contestó y volvió a bajar la vista.

− ¿Es que realmente creías que con unas pocas metralletas la ultraizquierda iba a enfrentar y derrotar al ejército, a la aviación y a la marina juntas? ¿En qué mundo viven ustedes?

− Es difícil que la gente de derecha entienda estos procesos−, atinó a contestar, con desgano−. Aquí no se trataba de que un puñado de revolucionarios enfrentáramos al militarismo. Nuestro papel es crear conciencia, es movilizar, es convocar. El pueblo tendría que haberse sumado a un proceso que iría tomando fuerza, que crearía su propia dinámica.

− ¿Dinámica? ¿Para ir adónde? ¿Hacia el desastre al que nos estaba llevando el gobierno?

− Es que tú desconoces los procesos sociales. Cada cambio, cada transformación social que emprendiera el gobierno provocaría conflictos, como lo hemos visto estos tres años. Siempre hay grupos interesados en que los cambios fracasen y, ¡vaya que los ha habido! Eso es obvio. Pero esos conflictos son el método a través del cual el pueblo aprende y toma conciencia. Se avanza en grados de conciencia social y eso es lo que suma más adherentes a la movilización.

− ¿Me quieres decir que los conflictos son un método, una táctica para tomarse el poder? Francamente, me horroriza tu enfoque. Yo lo que veo es que los conflictos han afectado muy negativamente al país entero, incluido el pueblo, todos los hemos sufrido. Mira el desabastecimiento que hay.

− No creo que tú hayas sufrido el desabastecimiento. Estoy seguro que tienes tus reservas guardadas y si no, tampoco debes haber tenido problemas económicos para comprar en el mercado negro. Es el pueblo el que sufre las consecuencias en carne propia y eso es lo que lo hace reaccionar y movilizarse para encontrar sus propias soluciones.

− ¿Cuáles fueron esas soluciones? Ninguna. Al contrario, los problemas fueron cada vez más agudos, la escasez mayor. Y eso ha hecho sufrir a la gente, a los más pobres. Esa dinámica de los conflictos, como tú lo llamas, solo nos fue hundiendo a todos cada vez más en el pantano. Si el pueblo estaba tan comprometido con esos cambios ¿por qué no salió a las calles hoy día a defenderlos? Parece que no estaba tan convencido o movilizado.

− Porque hubo un error fundamental del gobierno popular. Fue un gobierno ambiguo, que no se decidió. Allende creyó que iba a hacer una revolución por la vía constitucional. ¡Y eso no existe! ¡Son ilusiones! ¡La revolución o rompe la institucionalidad o no es revolución! El error fundamental del compañero Allende es que no armó al pueblo. ¡Si incluso hizo aprobar una ley de control de armas que le dio facultades a las fuerzas armadas para estar encima de cualquier sospechoso! ¡Es ahí cuando empezó el golpe!

Benjamín guardó silencio. Desde el punto de vista de Simón había lógica. Pensó unos momentos cómo replicarle.

− El problema con tu razonamiento es que partes de premisas falsas. Para ti el mundo se divide entre buenos y malos. Ustedes son los buenos y el resto son los malos. Para ti la institucionalidad democrática no vale porque la hicieron los malos.

− ¿Qué democracia? ¿De qué institucionalidad democrática me hablas? ¿De una democracia burguesa, manejada al arbitrio de los que controlan el poder económico y el poder imperialista? ¿Qué democracia tiene el desempleado, el trabajador abusado, las familias empobrecidas que apenas tienen para comprar unos mendrugos? ¡Mira, ésta es una mierda de democracia y no importa un carajo que desaparezca!−, terminó gritando Simón.

− Simón, ¡cálmate! Te aseguro que de aquí en adelante tú y tus compañeros van a clamar a gritos para que vuelva esta tan denigrada democracia burguesa que permitió que Allende ganara las elecciones e incluso que la Unidad Popular alcanzara la mayoría en las elecciones senatoriales últimas.

− ¿Y de qué sirvió? Ya ves el resultado. Hoy lo tenemos a la vista. El palacio de La Moneda ardiendo. A esto nos condujo tu bendita democracia.

− ¡Ah, no! Ahí sí que tu argumentación se desmorona. Lo que estamos viviendo en este momento se debe al mal gobierno de tu compañero presidente, al cúmulo de errores que cometió, a la pésima administración de las empresas estatizadas, a esos famosos “resquicios legales” que usó para saltarse la ley y hacer la vista gorda a los abusos y tropelías en los campos y en las industrias. Fue el pueblo el que pidió la intervención militar. Y esto no sucedió en el gobierno anterior, que a mí tampoco me gustó nada.

− ¡El pueblo pidió la intervención militar! ¿Me estás tomando el pelo? ¿Quiénes fueron a golpear a los cuarteles? No fue el pueblo, ¡fueron los ricachones del barrio alto que no querían perder sus privilegios! Y tu comparación con el gobierno de Frei es muy mala, porque ese gobierno no se animó a hacer la verdadera revolución. Se llenaron la boca con la “revolución en libertad”, pero ¿qué logró el pueblo? Te hablo del pueblo proletario, del pueblo abusado, del pueblo que siguió en la pobreza

− Simón, ¿es que no reconoces los progresos que logró el campesinado y los pobres de este país con los avances en la educación, en la construcción de viviendas sociales, en las organizaciones, en el gobierno anterior? −. Terció una nueva voz. Era Ricardo, que había vuelto de la cocina.

− Claro, algo había que cambiar para que todo siguiera igual. Alguien escribió eso hace muchos años, no sé quién. Unos pocos beneficios para tranquilizar al pueblo, pero los gringos siguieron en el cobre, los viejos oligarcas chilenos siguieron controlando los bancos y las grandes industrias, la riqueza siguió concentrada en una elite. ¿A eso lo llaman revolución?

− No, por supuesto que no fue la revolución que tú querías, violenta, rápida, totalitaria−, insistió Ricardo−. Pero las condiciones del campesinado cambiaron radicalmente, subieron los salarios, se empezó una revolución educacional, un mayor control sobre el cobre, se organizaron las juntas de vecinos, tan importantes en las poblaciones. Fueron cambios graduales, de modo que el país los fuera asimilando de a poco.

− Bueno, parece que esta discusión da para largo y ahora no es el momento de seguir, al menos para mí. Me van a disculpar, pero por mi parte, dejo a los revolucionarios que se pongan de acuerdo y yo me voy a dormir un rato, aunque sea en el suelo, con la cabeza en un cojín. ¿Quién me pasa uno?−, era Benjamín que renunció a seguir en un debate que en realidad no le entusiasmaba mucho. Nunca pudo entenderse con la gente de izquierda. Prefirió dejar a un democratacristiano discutiendo con un ultraizquierdista. Pero Simón se encogió de hombros y cerró sus ojos. Al parecer ellos también estaban cansados y optaron por echar la cabeza hacia atrás en sus respectivos sillones.

Entretanto Juan Pablo había salido con Margot al jardín. Estaba muy frío, pero había una tranquilidad total. Una paz que no calzaba con la violencia que probablemente estaba ocurriendo en todo el territorio nacional, a la sombra de la noche. Se sentaron en un banco de madera, bajo un árbol frondoso.

− ¿Qué irá a pasar, Juan Pablo?−, le preguntó Margot, con más retórica que intención, porque nadie tenía la respuesta.

− Es una tragedia, amiga querida. En este mismo momento mucha gente debe estar muriendo en distintas partes del país. Se nos viene una dictadura y no creo que vaya a ser muy blanda. Nunca las dictaduras han sido blandas y menos en el primer tiempo. Mira lo que ha pasado en Brasil con su dictadura militar. Ya llevan casi diez años. Tengo algunos amigos brasileños y lo que cuentan da escalofríos.

 

− ¿Por qué tenía que pasar esto? ¿Cómo puede ser que el gobierno y la oposición no se hubieran podido poner de acuerdo?

− Cuando los ánimos se caldean y la violencia escala, se llega a un punto sin retorno. Las emociones prevalecen sobre la razón y perdemos la objetividad. Yo escuché que el presidente pensaba llamar a un plebiscito para que la ciudadanía decidiera qué caminos tomar, pero no llegó a concretarse. Y quizás ya era muy tarde. Habría sido muy difícil tener un plebiscito en las condiciones de beligerancia del país. ¿Te imaginas un plebiscito en este ambiente?

− ¿Qué vas a hacer tú, Juan Pablo? No puedes entregarte, por favor, no lo hagas.

− Lo he pensado toda la tarde y creo que tienes razón. No tengo por qué entregarme. No he cometido ningún delito. No he hecho nada ilegal. Todo mi pecado es haber sido un funcionario leal del gobierno. Esta orden de detención en mi contra es totalmente arbitraria. Son ellos los que se han salido de la constitución. No, no lo voy a hacer. Pero entonces tendré que refugiarme. Se ha instalado la ley de la fuerza. No me podré quedar en el país, Margot. No tengo pasta de mártir ni para andar ocultándome en la clandestinidad.

Permanecieron en silencio. Margot se sentía afectada emocionalmente. Juan Pablo era un buen amigo, sentiría mucho que tuviera que irse del país y dejar de verlo. Algo se estaba desgarrando nuevamente en su alma. Ya había sufrido la pérdida de su esposo y aunque el dolor lacerante no había desaparecido, sentía que estaba cicatrizando. Ahora iba a perder a un buen amigo, su mejor amigo, en realidad. ¿Sería algo más?, se preguntó, pero desechó ese pensamiento.

Miró las estrellas. El cielo se había despejado y la falta de luna hacía más brillante el firmamento. Le señaló a Juan Pablo las estrellas que podría identificar.

− Mira, ahí están las Tres Marías, la Cruz del Sur. ¡Qué linda está la noche!

− Diviso la constelación de Orión−, agregó Juan Pablo−. ¿Viste el aereolito que acaba de pasar? Le dicen también estrella fugaz. ¡Cómo puede cambiarle la vida a uno tan repentinamente!−, se quejó y de inmediato se arrepintió recordando la reciente viudez de Margot. Ella guardó silencio.- Margot, te quiero pedir un favor. Te quiero entregar la llave de mi departamento. Supongo que ya no volveré ahí, al menos por un tiempo, no sé cuánto. Se la puedes hacer llegar a mi hermano, quien se encargará de guardar mis cosas, arrendar el departamento y enviarme el dinero. Lo necesitaré. Y que me mande algunos objetos personales, alguna ropa y unos libros. Creo que no hará falta más.

− Por supuesto, no te preocupes. Hablaré con tu hermano y nos organizaremos. Yo puedo ayudar también.

− No tienes por qué molestarte−, sin darse cuenta, Juan Pablo estaba probando los sentimientos de Margot. Los suyos hacia ella, pero también su inseguridad, lo estaban alterando. El tiempo con ella a su lado se acababa y sentía la necesidad de dar algún paso, de manifestarse. Su corazón latió con más fuerza. Margot guardó silencio.

− No es molestia. Lo haré con mucho gusto−, le replicó, lo que aumentó su ansiedad. ¿Por qué algunas mujeres persistían tanto en prolongar la agonía de los enamorados?, pensó él.

− Y tú, ¿qué harás? No deberías quedarte sola aquí con tu hijo. Hay tanta incertidumbre.

De pronto sintieron un ruido que los alarmó. Desde el fondo de la parcela se podía escuchar con nitidez algo como un objeto que se remecía, como ramas que se agitaban.

− ¿Qué hay atrás?−, Juan Pablo se sobresaltó.

− La propiedad termina en una alambrada de púas y un cerco vegetal. El sitio de atrás es eriazo. Será algún perro, en la noche se pasean por todas partes.

Pero escucharon pisadas. Eran los pasos de un hombre. Parecía caminar sin inhibición. Divisaron una sombra avanzando hacia la casa. Se percibía un arma larga en su mano. Margot no pudo evitar tomarse de un brazo de Juan Pablo y se le entró el habla. Pero luego, armándose de valor, gritó fuerte:

− ¿Quién anda ahí?−, se irguió de su asiento y caminó unos pasos.

Nadie respondió, pero la sombra siguió avanzando, con más cautela. Margot repitió la pregunta, ahora con voz más alta y enérgica.

La sombra contestó.

− Señora Margot, ¿es usted? Soy su vecino.

El hombre iluminó a Margot con una linterna y luego se alumbró su propio rostro, como para identificarse.

− ¡Don Vicente! Pero, ¿qué hace usted aquí? ¿Por qué entró a mi jardín y a esta hora de la noche?−, la voz de Margot estaba alterada y molesta.

− Disculpe, señora Margot, pero escuché ruidos en su casa y decidí venir a ver si estaba todo bien, para acompañarla. Como usted vive sola.

− Le agradezco mucho, pero no se preocupe. Estoy bien, no pasa nada y mi hermano me está acompañando. Y, por favor, le voy a pedir que regrese a su casa por donde mismo vino.

− Veo que tiene algunos invitados en su casa−, dijo el intruso, mirando al interior de la casa, en la que se veía gente.

− Sí, tengo muy buenos amigos que vinieron a verme y los pilló el toque de queda.

El hombre no daba señales de irse. Sacó un cigarro y lo encendió.

Margot trató de mantener la calma y no mostrar su nerviosismo:

− ¿Se le ofrece algo más, don Vicente?

− A mí no, pero cualquier cosa que se le ofrezca a usted estoy a su disposición. Mire, si quiere le doy mi teléfono, pero necesito un papel y luz para anotárselo−, y se acercó a la casa.

Juan Pablo se había quedado en la sombra, semi-oculto, dispuesto a intervenir si fuera necesario.

Margot se hizo ánimo y le replicó, firme:

− No se preocupe más, don Vicente. Yo ya tengo su teléfono, que distribuyó la Junta de Vecinos hace un tiempo. ¿Se acuerda?

− Bueno, en ese caso, parece que no tengo más que hacer aquí. Pero, cuídese Margot, mire que anda mucha gente peligrosa por todos lados. Y dele mis saludos a su hermano−, concluyó con un dejo de ironía.

Dio media vuelta y se retiró por donde había entrado. Juan Pablo y Margot se quedaron mirando su sombra que se alejaba. Tomaron nota de que en su despedida se dirigió a ella en forma condescendiente, con algo de sarcasmo.

Se sentaron y ella se tomó del brazo de Juan Pablo. Temblaba de miedo. Él le acarició la espalda para calmarla.

− ¡Qué tipo más sinvergüenza! ¡Este sí que es un terrorista, pero de ultraderecha! Su nombre es Vicente Pérez. No venía a protegerme. Venía a espiarme. Seguro que vio las luces de la casa y los autos estacionados y sospechó que podría pillar gente para denunciar.

− ¿Por qué dices eso?−, quiso saber Juan Pablo.

− Porque es un tipo que conozco, es mi vecino. Desde hace tiempo gente de la ultraderecha bien conocida se reúne en su casa, incluso alguno que en su momento fue sospechoso de participar en el crimen del general Schneider. Es bien sabido en el barrio. Y él conoce toda mi historia. Sabe que Rodrigo fue funcionario del gobierno. Debe creer que yo también soy de izquierda y que estoy acogiendo a fugitivos. Quedé tiritona. Por favor, anda a traerme un vaso de vino, y otro para ti.

− Bueno, de hecho, miró mucho hacia adentro de la casa. Seguro que vio más gente. ¿No quieres entrar? ¿Tienes frío?

− Sí, pero quiero quedarme aquí otro rato. Acompáñame y trae ese par de vasos−. Juan Pablo regresó con los dos vasos de vino tinto.

− ¿Qué piensas hacer?−, le preguntó Margot, con ansiedad.

− Por lo pronto, tendré que desaparecer. Creo que tendré que buscarme alguna embajada que me acoja y después trasladarme al extranjero. Hasta que esto se calme y todos sepamos mejor qué rumbos va a tomar esta dictadura.