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Neoliberalismo. Aproximaciones a un debate

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6. RECUPERAR EL CRECIMIENTO ECONÓMICO

El mes de marzo de 2010 marcó el cierre definitivo de lo que algunos calificaron la coalición política más exitosa de la historia republicana de Chile, la Concertación de Partidos por la Democracia, la que logró sacar a Chile de la dictadura de Pinochet sin violencia, con la fuerza de los votos y la promesa de un desarrollo con equidad. El socavamiento de la Concertación venía de bastante antes cuando, a fines de los años 90, las críticas desde dentro se hicieron más abiertas y desafiantes al estilo de conducción y a los objetivos de las estrategias centrales93. El escepticismo y la desafección se habían entronizado en ella lo cual, entre otras cosas, favoreció el triunfo de la alianza de derecha en 2009.

Para la elección que habría en 2013, la centro-izquierda esperaba recuperar el poder Ejecutivo. Pero no estaba en absoluto claro que ello fuera a ocurrir en base a la misma alianza de gobierno que había constituido la Concertación. El ánimo mayoritario era que había que dar por terminada la Concertación, ampliar el abanico de fuerzas políticas más hacia la izquierda, para incluir al partido Comunista y terminar con lo que algunos consideraban la continuidad del neoliberalismo impuesto por la dictadura de Pinochet. De esa manera se constituyó una nueva alianza, ahora denominada Nueva Mayoría, que ganó la elección de 2013 con la firme voluntad de iniciar un nuevo ciclo político, caracterizado por un ambicioso programa de reformas institucionales, según declaró la presidenta Michelet Bachelet en los inicios de su gobierno. Estas abarcarían, entre otros, los ámbitos tributario, educacional, laboral, electoral y el inicio de un proceso de cambio de la Constitución, el cual podría prolongarse más allá de este período de gobierno. El amplio triunfo de la candidata Michelle Bachelet en esas elecciones y la mayoría absoluta que obtuvo su coalición en las dos cámaras del Congreso, le otorgó unas ventajas políticas iniciales que ningún gobierno anterior de la Concertación obtuvo.

Cómo se perdió la prioridad política del crecimiento económico

Las nuevas autoridades asumieron el gobierno en 2014 en el convencimiento de que tenían un mandato claro de la ciudadanía para realizar cambios sustantivos que tendrían el foco puesto en el desarrollo de un modelo de derechos sociales y en la disminución de las grandes desigualdades socio-económicas, atacando lo que consideraron las principales fuentes de éstas como son la estructura tributaria, el sistema educacional, el sistema previsional y las insuficientes regulaciones del mercado del trabajo. Adicionalmente se planteó una agenda valórica para atacar distintas formas de discriminación social. Para la Democracia Cristiana el nuevo ciclo político debía significar la profundización, expansión y revisión de las políticas de la Concertación. Para el resto de los partidos, de izquierda propiamente tal, la coalición marcaba la superación y el término de la Concertación. Dos aproximaciones que le penarían a ese gobierno durante todo su mandato94.

En efecto, podría decirse que el origen intelectual e ideológico de ese gobierno se remonta a los años finales de la década del 90 del siglo XX, en las postrimerías del gobierno concertacionista de Eduardo Frei Ruiz-Tagle. Es el período en que se produjo el debate entre los llamados autocomplacientes y los autoflagelantes, representando a las dos almas de la Concertación: un sector que realzaba los logros económicos, políticos y sociales desde 1990, los cuales provocaron una admiración y respeto internacionales y fue calificado como el período más exitoso de la historia republicana de Chile. Y otro sector, que en el fondo siempre estuvo desencantado por las negociaciones que la Concertación hizo con la dictadura, para evitar que ésta interrumpiera el difícil tránsito hacia la democracia, y por lo que estimaron significaba el continuismo del llamado “modelo neoliberal” impuesto por los economistas de la escuela de la Universidad de Chicago. Dos miradas, una hacia la mitad llena del vaso y la otra, hacia la mitad vacía95.

Tuvo que transcurrir toda la primera década del siglo XXI para que finalmente decantaran las expresiones más críticas a la Concertación y algunos de sus líderes optaran por la renuncia a sus militancias, e incluso uno de ellos, Marco Enríquez-Ominami se postulara como candidato a la presidencia de la República en las elecciones de 2009, alternativo al candidato concertacionista, Eduardo Frei Ruiz-Tagle, quien se postuló por segunda vez. Esa escisión y el correspondiente debate que provocó, llevó al triunfo de la derecha en esa elección, con el candidato Sebastián Piñera. Los partidos de la Concertación se sumieron en un proceso de autorecriminaciones, que los llevó a la pérdida de los liderazgos y al rechazo de la estrategia política que habían seguido.

Realismo sin renuncias

El segundo gobierno de Michelle Bachelet se inició en 2014 en medio de una situación expectante. Ella había terminado su primer período con alta popularidad, pero con un sentimiento de no haber podido concretar a cabalidad su visión progresista de un cambio institucional profundo. Entonces, asumió este desafío de un segundo mandato, con entusiasmo y convencida de que en esta oportunidad sí podría darle una impronta de izquierda al gobierno, vale decir, una estrategia de reformas sociales en profundidad, sustentadas especialmente en la educación, la estructura tributaria y una nueva Constitución. Decidió incorporar una nueva generación de políticos, más jóvenes, los cuales liderarían las estrategias políticas y económicas. A ellos se les encomendó la misión de delinear el programa de gobierno y las grandes prioridades para el nuevo ciclo político.

Este clima de optimismo inicial fue desapareciendo gradualmente. Un año y medio después las condiciones políticas eran muy diferentes. Un sostenido deterioro de la situación económico-política del país y una creciente y aplastante caída en la aprobación de la presidenta y de su gobierno, le hicieron inevitable a la jefa de Estado replantearse sus prioridades iniciales96. En una decisión inédita desde 1990, la presidenta reconoció que se estaban cometiendo errores gruesos en sus prácticas y destituyó a los líderes de su programa, el ministro de Hacienda y el ministro del Interior, asumiendo la deficiencia de la conducción política del jefe de gabinete. Resumió esta decisión como “un realismo sin renuncias”, frase que quedó acuñada en la historia del período para representar el reconocimiento de los errores tácticos, se podría decir, pero no la estrategia a más largo plazo. En reemplazo de aquellos designó a nuevos ministros del ala más moderada de su coalición, Rodrigo Valdés en Hacienda y Jorge Burgos en Interior. Ambos eran más cercanos al espíritu de la vieja Concertación.

¿Cómo fue que se produjo este inesperado vuelco en las condiciones políticas de un gobierno que un año y medio antes contaba con todos los vientos a su favor para cambiar “el modelo”? Era un gobierno que, además, había obtenido una mayoría absoluta en el Congreso.

El menospreciado objetivo del crecimiento económico, un verdadero dolor de cabeza para ese gobierno, estaba pasando la cuenta. El nuevo ministro de Hacienda, Rodrigo Valdés, informó a mediados de 2015 que el decaimiento de la economía chilena era mayor que el supuesto inicialmente, lo que provocó un enorme revuelo en el país. La inversión se estaba frenando. Después, el presidente del Banco Central, Rodrigo Vergara, confirmó que la institución revisó a la baja las tendencias del crecimiento de la economía. Más importante aún y, paradojalmente, señaló que las bases de la economía estaban relativamente sanas, a pesar de que la inflación se había mantenido por encima de las metas, por lo cual la explicación del debilitamiento no estaba tanto en las variables propias del sistema económico interno, sino que provenían de “afuera del sistema”, es decir, de un “shock exógeno o estructural”, en otras palabras, un deterioro de las variables internacionales que inciden en la economía chilena, como el precio del cobre.

Se produjo un enconado debate sobre la importancia relativa de los factores internos o externos en la explicación del deterioro de la economía. Pero se fue decantando que, sin duda, existía una pérdida de confianza de los inversionistas y de los consumidores, y que las ambigüedades y desprolijidades de los proyectos de reformas, habían aumentado la incertidumbre del horizonte económico. Además de una deficiente conducción política. Hubo numerosas y calificadas voces que cuestionaron la calidad del proyecto de reforma tributaria, así como otros proyectos legislativos enviados al Congreso. Se cuestionó también la celeridad para su tramitación. Como si fuera poco, se anunció la formulación de una nueva Constitución, dejando en total incógnita cuáles deberían ser los principales cambios y cuáles los mecanismos para llegar a ella. La inversión privada se frenó.

Más allá de la abstracción de los indicadores económicos, el problema concreto e inmediato que se planteó fue que el fisco recaudaría en impuestos muchos cientos de millones de dólares menos de lo presupuestado lo cual, a su vez, llevaría a que hubiera menos dinero para financiar la gratuidad que buscaría la reforma educacional, que tantas expectativas había creado entre los estudiantes universitarios. ¡Y ésta era la reforma emblemática del gobierno de la Nueva Mayoría! Por lo tanto, había que revisar las prioridades. Paradojas de la vida. Un gobierno que fue elegido por un amplio margen, con promesas de reformas institucionales ambiciosas para disminuir las desigualdades, se encontró en el callejón de las realidades duras, que muestran que no siempre los caminos más directos son los más razonables ni los más eficaces. Y que incluso la búsqueda de uno de los objetivos principales del programa de gobierno, como es la disminución de la extrema desigualdad existente, erosionó sus propias bases al debilitar la economía nacional y la fuente de sus recursos. Y si había factores internacionales adversos, eso imponía mayor prudencia y rigurosidad en el manejo de las variables internas.

 

Los defensores de esos proyectos argumentaron que había un “programa” que obligaba, una especie de biblia en la cual ya estaba todo escrito. Y que los agoreros pesimistas estaban equivocados. Los debates se acaloraron. Incluso no faltó quien sostuviera que no importaba tanto una caída del crecimiento, primero, porque probablemente sería un efecto a corto plazo y, segundo, porque esas reformas se amparaban en un imperativo ético que estaba por encima de las restricciones económicas.

En otro plano de consideraciones más extremas, se planteó que el frenazo de las inversiones era un chantaje del gran capital, que detrás habría una gran conspiración de la élite económica. Que esto revelaba el verdadero conflicto de fondo, que es entre democracia y capitalismo. Por cierto, no era un descubrimiento muy novedoso, pero los países más adelantados ya aprendieron a manejar ese conflicto y obtener lo mejor de cada uno de sus contenidos hace mucho tiempo. Pero había otro problema que es más de fondo y tiene que ver con la base estructural de nuestro desarrollo económico, al cual se hará referencia más adelante.

El revuelo fue sazonado por otros episodios ajenos, pero incidentes en el estado de ánimo nacional. Denuncias de corrupción de los unos, los poderosos, después de los otros, los reformadores, rasgados de vestiduras por todos. Tal parece que los cuatro jinetes del apocalipsis estaban asolando esta tierra sin dejar títere con cabeza. Como consecuencia, algunos ministerios tuvieron que ser descabezados y las nuevas autoridades, los ministros Burgos y Valdés, de reconocido prestigio político y técnico, llegaron con espíritus más conciliadores y abiertos a escuchar, a dialogar, a corregir errores. Sostuvieron que había escasez de recursos y no todas las expectativas podrían cumplirse. Una manera de disminuir la escasez era darle más prioridad al crecimiento de la economía, de donde debían venir los recursos y a ello se abocó el nuevo equipo ministerial.

Pero no fue el fin de la batalla. Los unos demandaron precisar más las rectificaciones, los rediseños. Se pidió al gobierno definir con claridad las nuevas prioridades y los medios que se utilizarían, que delineara las hojas de ruta de las reformas. Que el crecimiento económico volviera a tener prioridad. Pero los cónclaves y promesas de reformulaciones no avanzaron mucho y las cosas continuaron más o menos donde ya estaban por demasiado tiempo, manteniendo el clima de confusión, incertidumbre y desconfianza que se había instalado.

Por otra parte, hubo quienes no estuvieron dispuestos a abandonar así no más las esperanzas que se formularon en un comienzo. Les pareció que hablar de restricciones económicas era hablar de vulgaridades, de renuncios. Así es como las autoridades no sólo tuvieron que lidiar con la escasez de recursos, sino también con las dificultades que implica todo intento de persuadir a grupos enojados y expectantes. Incluso al interior de la base política de izquierda del gobierno hubo voces escépticas del nuevo giro revisionista y anunciaron la posibilidad de un abandono del barco. Algunas de esas voces acusaron de cobardía y pesimismo a las nuevas autoridades. Las prioridades no deberían cambiar. Que se podría recurrir al fondo de ahorros que tiene el Estado para amortiguar los shocks financieros internacionales97. Pareció haber un ejército de expertos que descubrieron que se podía “vender el sofá de don Otto”. En fin, cada argumento tuvo un contra-argumento, y así sucesivamente en una especie de carrusel sin término.

¿Cómo se llegó a esta encrucijada? ¿Cómo es que el jaguar impetuoso de algunos años antes se estaba convirtiendo en un gato de malas pulgas? ¿Es que faltó inteligencia, información, racionalidad?

Por qué importa el crecimiento económico

Hay razones obvias para priorizar el crecimiento económico y que no requieren mayor explicación. Sin crecimiento no hay aumento de las oportunidades de trabajo, ya sea de empleos remunerados, de trabajos informales, de oportunidades para los egresados de la enseñanza superior, de emprendimientos productivos. Tampoco posibilidades de que mejoren los sueldos y salarios. En otro ámbito, el crecimiento económico permite que el Estado aumente su recaudación a través de los impuestos y pueda disponer de más recursos para construir hospitales, carreteras o escuelas. Durante el segundo gobierno de la presidenta Bachelet, cuando había grandes expectativas de financiar la gratuidad masiva de la educación superior, la caída del crecimiento económico frustró parcialmente esas expectativas porque el Estado no pudo recaudar el volumen de impuestos que esperaba. Del mismo modo, los programas de superación de la pobreza que dependen de aportes directos del Estado se ven afectados también cuando cae la recaudación.

De manera que hay una relación directa entre el ritmo de crecimiento de la economía, el mejoramiento de las oportunidades de empleos, de aumentos de salarios, de los recursos públicos y disminución de la pobreza. Sin embargo, muchos sospechan que el crecimiento sólo aumentaría los ingresos de los “poderosos de siempre”, un slogan políticamente útil pero equívoco. Por cierto, es inevitable que cuando hay alto crecimiento económico los ricos ganen una parte de ese beneficio. Lo que debe combatirse son las ganancias inmerecidas o rentistas, producto de ventajas indebidas, de abusos o de la especulación.

En Chile las estadísticas de distribución del ingreso muestran que ha tenido una gran estabilidad desde los años 90, con una tendencia al mejoramiento, y más aun entre los segmentos más jóvenes de la población. Es decir, en las poblaciones más jóvenes, la distribución del ingreso es mucho menos desigual que en las poblaciones más viejas98. Ello se explica por el mayor nivel educacional de los jóvenes. Este es un hecho de enorme importancia, porque muestra el camino más seguro para disminuir las desigualdades que, por lo demás, ya estaba en marcha hasta antes de la pandemia. Pero hay quienes piensan que como todavía subsiste mucha desigualdad, ésta ha aumentado en el tiempo, lo que es una falsa deducción y un razonamiento errado. El fuerte empeoramiento de la distribución del ingreso se produjo durante la dictadura de los años 70 y 80. Después ha habido unos mejoramientos leves, como tendencia sostenida. El gran objetivo al cual todos aspiramos es a que la desigualdad llegue a niveles sustantivamente más bajos, como ocurrió en muchos países avanzados, especialmente los del norte de Europa durante las décadas posteriores a la segunda guerra mundial. En Chile el campesinado tradicional y los trabajadores con empleos más precarios pudieron mejorar su situación después de 1990, tuvieron un ascenso social y se incorporaron a las clases medias urbanas. Pero éste no es un proceso rápido o instantáneo, si es que se quiere asegurar su sostenibilidad.

Desgraciadamente, en las relaciones entre crecimiento y desigualdad, hay una asimetría perversa. Cuando hay crecimiento sostenido, la desigualdad puede disminuir en mayor o menor grado, dependiendo de las políticas y estrategias. Pero cuando no hay crecimiento o éste es muy bajo, es muy probable que habrá un empeoramiento en la distribución del ingreso. El estancamiento parte por empobrecer a los más pobres, porque son los empleos peor remunerados los que desaparecen en primer lugar, los trabajos informales, los pequeños empresarios. El economista francés Thomas Picketty lo argumentó en forma muy elocuente y elegante hace algunos años.

El lento crecimiento perjudica la redistribución del ingreso

En 2014 saltó a la fama internacional el economista francés Thomas Picketty99, quien tuvo gran resonancia entre sectores de izquierda por su lapidario diagnóstico sobre el desarrollo del capitalismo: a partir de la experiencia de algunos países desarrollados, sería inevitable el aumento de la desigualdad debido a la alta concentración de la riqueza. Su teoría, a partir de una cantidad impresionante de información histórica, plantea que en tanto la tasa de retornos del capital exceda a la tasa de crecimiento de la economía, habrá un aumento de la riqueza como proporción del PIB y, por lo tanto, un aumento del ingreso de sus propietarios. La tasa probable de retornos del capital a largo plazo puede oscilar en torno al 5 por ciento, pero la tasa de crecimiento del PIB tiende a caer al entorno del 2 por ciento anual en esos países. Esto es debido a la caída de la tasa de crecimiento de la población, que en varios de ellos tiende a cero. Además, es un hecho empírico que los países que alcanzan un alto nivel de ingreso per capita tienden a ver disminuida su tasa de crecimiento económico por haber alcanzado la frontera tecnológica, que limita el crecimiento de su productividad.

Hay también un efecto de la ley de rendimientos decrecientes al capital, entendido como riqueza productiva real (en contraste con la riqueza financiera e inmobiliaria). Al haber más capital productivo por persona su rendimiento en el margen tiende a disminuir (dada la frontera tecnológica). Pero si la tasa de retornos del capital financiero se mantiene estable o aun, aumenta, por efecto de un aumento del precio relativo de esos títulos, la participación de los ingresos del capital total (capital productivo más capital financiero) en el PIB tiende a aumentar, lo que provoca la mayor desigualdad. Cae el crecimiento del ingreso real de la economía pero aumenta el retorno del capital, sobre todo del capital financiero. De aquí se desprende la importancia del crecimiento de la productividad y del ingreso nacional real en una estrategia que busca disminuir la desigualdad económica entre el capital y el trabajo. El argumento central de Picketty ha sido criticado por la subestimación que hace de las posibilidades de que el progreso técnico contribuya a aumentar más rápidamente la productividad. Entonces, los resultados dependen más bien de las políticas de desarrollo y de innovación tecnológica, que de una fatalidad teórica. Pero ése es un campo que, en el caso de Chile, se muestra muy frágil.

En nuestro país, la caída del ritmo de crecimiento económico no se explica principalmente por un menor crecimiento demográfico (aunque sí hay una tendencia a la disminución de la tasa de participación en la fuerza de trabajo por los cambios en la estructura de edades), sino por la caída de la inversión real, del precio del cobre (hasta 2020), el estancamiento y bajo nivel de la inversión en ciencia y tecnología que ha afectado negativamente la productividad general, y la mayor incertidumbre provocada por la mala gestión del proceso reciente de cambios institucionales. La inversión privada real, que representa cerca del 80 por ciento de la inversión total, responde a los incentivos, a las condiciones de los mercados y al nivel general de mayor o menor incertidumbre el cual, al aumentar, incide negativamente en los proyectos de inversión. Con la caída del crecimiento, la demanda de los consumidores también se retrae, tanto por el efecto de un menor ingreso como por un efecto de precaución frente al futuro (ha habido una sostenida caída de la confianza de los consumidores)100.

La economía entra, así, en el círculo vicioso del estancamiento. Se crece menos porque se crece menos: se desalientan la inversión y el consumo, lo que refuerza las tendencias a la ralentización de la economía. Un panorama internacional negativo refuerza ese círculo vicioso. El rango de posibilidades para la política económica es muy limitado, pero al menos puede contribuir para hacer menos drástica la ralentización. Aparte del manejo de la política económica propiamente tal (fiscal, monetaria, de ingresos), las políticas institucionales no son menos relevantes.

Como conclusión, se puede afirmar que los dos objetivos, crecimiento económico y disminución de las desigualdades se mueven en forma armónica más que en sentido contrario101. La caída del crecimiento incidirá en una ralentización del objetivo de disminuir la desigualdad e incluso podría aumentar esta última. Chile tiene ya mucha experiencia al respecto, obtenida en las sucesivas crisis de los años 80, 90 y 2008.

Recuperar la prioridad para el crecimiento económico

De la argumentación anterior se desprende la necesidad de recuperar una alta prioridad política para el crecimiento económico. El promedio de crecimiento en los años 90 fue del orden del 6 por ciento por año, en la década siguiente bajó a un 4 por ciento y en la última, fluctuó entre 2 y 3 por ciento, con tendencia decreciente agudizada por la pandemia. Hay varios factores que explican esta caída, siendo uno de los más importantes la caída de la productividad general de la economía. El Banco Central ha estimado que la tasa tendencial de crecimiento en la actualidad está entre 2 y 3 por ciento anual, pero aun este bajo ritmo se ve como muy difícil en las actuales circunstancias políticas de Chile102. Esta es una muy mala noticia para las posibilidades de mejorías sostenibles en los niveles de empleos, de salarios y bienestar en general. Pero es evidente que afirmar la necesidad de aumentar la prioridad para el crecimiento económico no basta por sí sola. Se requiere una mirada amplia del proceso de desarrollo. Por lo pronto, es esencial rescatar la gobernabilidad política, tan deteriorada en los últimos años. Pero el problema va más allá del ámbito puramente político.

 

¿Qué significa esto?

En Chile, en los años 50 se comenzó a debatir la cuestión del crecimiento y del desarrollo económico. Había dos temas centrales. El primero, cómo lo propuso Aníbal Pinto, ¿cómo se explicaba que el país tuviera un mediocre desarrollo de su economía, en circunstancias que la institucionalidad política era de las más avanzadas en el continente? Detrás de esa pregunta, estaba la hipótesis de que la institucionalidad general y política son muy influyentes en la evolución de la economía, hipótesis que ha sido elaborada en décadas recientes por Premios Nobel de Economía y organismos internacionales como el Banco Mundial. Ello es así porque el desarrollo es un proceso de largo plazo, por lo cual requiere políticas sostenidas en el tiempo, confianza en el futuro, calidad, estabilidad y flexibilidad en las reglas del juego, todos factores muy dependientes de la calidad de la política. Entonces, si Chile tenía una institucionalidad política de buena calidad, comparativamente hablando, la mediocridad del desarrollo era una incógnita a explicar. Así surgió una vasta literatura al respecto, que apuntó al problema de la falta de diversificación productiva, excesiva dependencia de la industria del cobre, concentración de la propiedad de la tierra, la pugna distributiva o los agudos déficit fiscales que provocaron una de las más altas inflaciones del continente. Y, por cierto, comenzó también una crítica sostenida al sistema político que condujo, sucesivamente, a un gobierno, el de Ibáñez, que ofreció una escoba para barrer con los políticos, luego el gobierno de un independiente de derecha, Jorge Alessandri, para culminar con los dos gobiernos más políticos y reformistas del siglo XX, el de Frei y el de Allende. Ninguno de esos gobiernos logró sus cometidos, excepto parcialmente el de Frei Montalva, y la historia terminó con el golpe militar de 1973.

El cambio de las estructuras de propiedad, sobre todo en la agricultura y en la minería, indispensables para modernizar la economía, requería un cambio político mayor, que fue el que se inició en los años 60, con el gobierno del presidente Frei Montalva. Pero ese gobierno tuvo buen cuidado de compatibilizar los cambios de estructura a la propiedad con las condiciones necesarias para mantener el crecimiento económico y la estabilidad monetaria. Se dio, así, un equilibrio, precario, pero equilibrio al fin de cuentas, entre cambio político, cambio social y estabilidad económica. Ese equilibrio se perdió en el gobierno siguiente del presidente Allende, con las consecuencias conocidas.

Esas circunstancias condujeron el debate público a abordar el contenido del crecimiento. La experiencia y el análisis demostraron que no bastaba que hubiera crecimiento económico para lograr el desarrollo en un sentido más pleno. Si el crecimiento se lo puede mirar como un proceso lineal, de acumulación de capacidades productivas y expansión de la masa de bienes de consumo, una mirada más compleja, cualitativa y centrada en quienes se benefician del proceso y cómo, a qué costos, da a lugar al concepto de desarrollo como un proceso multivariado y multidimensional. Implica no sólo crecimiento de la economía, sino también transformaciones sociales, económicas y políticas.

Tal fue el énfasis que pusieron autores como el mismo Aníbal Pinto, Jorge Ahumada, Osvaldo Sunkel. Por ejemplo, en el ámbito político no es indiferente lograr el crecimiento en condiciones de una dictadura cruel, que atropella la dignidad y la libertad humanas, que tenerlo en condiciones de una democracia incluyente y respetuosa de los derechos humanos. Tampoco da lo mismo un crecimiento cuyos beneficios se concentran en unos pocos que un crecimiento que se distribuye con equidad social. O que mantenga a vastos sectores de población en condiciones de dependencia y sometimiento social. Se incorporó también al debate el tema de los efectos del crecimiento sobre el medio ambiente. En los años 50 el Club de Roma alertó sobre los posibles efectos de un crecimiento económico ilimitado sobre la disponibilidad de recursos naturales, reminiscente del viejo maltusianismo que en el siglo XIX adujo un posible desequilibrio entre el crecimiento de la población y el crecimiento económico. En tiempos más recientes ha surgido el fantasma del cambio climático, provocado por el calentamiento global. Fenómenos como la larga megasequía que afecta a Chile y las inundaciones de una intensidad desconocida hasta hoy en otras regiones, sugieren que ya no es un fantasma sino una amenaza real que llegó para quedarse.

Una aproximación adicional al tema del contenido del desarrollo es la que inició el Premio Nobel de Economía Amartya Sen y que enfatiza el aumento de las libertades de las personas para abordar sus propios proyectos de vida, lo que significa no sólo libertad frente a la escasez de los bienes esenciales, es decir, superación de la pobreza, sino también libertad para optar por otras formas de vida distintas de las basadas en el consumo de bienes materiales. Este enfoque ha sido recogido en el concepto de desarrollo humano.

Bienes y males psico-sociales

En forma similar, aunque enfatizando más la dimensión psicosocial, el economista Benjamin M. Friedman (2006)103 argumenta que el crecimiento económico provee lo que él llama “bienes morales”, siguiendo a los economistas clásicos, pero que en un lenguaje más contemporáneo se podrían denominar bienes psicosociales, como mejores oportunidades de desarrollo personal, en la línea de Sen, más y mejor democracia, más diversidad y más tolerancia social, mejor protección de la naturaleza y de los territorios, tan maltratados por el avance de la modernidad. Por cierto, también hay “males psicosociales” como, los más obvios, las tensiones familiares de la vida moderna, las enfermedades psicológicas, la congestión de las ciudades, los daños medioambientales, ya mencionados. Pero, en el balance, predominarían “los bienes psicosociales”, aunque es difícil la cuantificación de unos y otros104. Enfrentar los “males psicosociales” supone abordar políticas públicas para la protección de las familias, erradicar las distintas formas de violencia intrafamiliar, transformaciones en la educación, en la organización de la vida urbana, en el transporte, en los ambientes laborales, en la protección del medio ambiente y de la naturaleza y una larga lista de ámbitos que inciden en la calidad de vida de las personas.