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Neoliberalismo. Aproximaciones a un debate

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5. EL ESTALLIDO SOCIAL Y SUS CONSECUENCIAS

La fragmentación y desprestigio de la centro-izquierda han tenido graves consecuencias para la gobernabilidad del país. De haber sido un bloque compacto, con la argamasa de una amistad cívica forjada al calor de la lucha contra la dictadura, con las ideas renovadas que surgieron a partir de las experiencias de transición democrática en América Latina y en Europa, y el espesor intelectual alcanzado tras largos procesos de reflexión, esa coalición se ha venido convirtiendo en un archipiélago de partidos, movimientos y fracciones que resuman resentimientos, antagonismos, desconfianzas y egoísmos.

En paralelo, la ciudadanía se ha alejado de ellos, y de todos los partidos en general, anidando profundos sentimientos de desconfianza y falta de credibilidad, en un proceso que le ha causado enorme daño a la política76. En un intento por recuperar la adhesión ciudadanía, los partidos se enfrascaron en un proceso de competencia electoral que los ha llevado a volcarse hacia posturas populistas, abandonando sus propuestas sustantivas y luchando por titulares de corto plazo, reactivos a los avatares y urgencias inmediatas, válidas por cierto, pero que nunca deberían llevar a ignorar los objetivos fundamentales. En esa ciudadanía se fortalecen también los sentimientos de victimización y culpabilidad. Quienes no satisfacen sus expectativas, se sienten víctimas y obviamente, tiene que haber los culpables correspondientes. Ahí se está a un paso de asignar el bien y el mal, la víctima representa el bien mientras que el culpable, el mal. Éste debe ser eliminado, aun por métodos violentos. La política termina en las peores formas del maniqueísmo y éste es un muy mal escenario para un fortalecimiento de la democracia, porque impide que aflore el sentimiento de la cohesión y responsabilidad social.

El “estallido social”

El llamado “estallido social” que se inició el 18 de octubre de 2019 en Chile por un alza en el precio de los pasajes del metro y luego se extendió a una protesta generalizada y masiva, fue un nuevo punto de inflexión en el ya inestable desarrollo político nacional. Hubo dos procesos simultáneos: una movilización ciudadana masiva para manifestar un malestar largamente gestado y que ha sido interpretado como una protesta contra toda la clase política, gobierno, Congreso y partidos; y, acompañando esas manifestaciones, unos brotes de violencia y vandalismo que no se habían visto en muchas décadas, cuyo principal ejemplo fue la destrucción de un alto número de estaciones del metro, un bien público de interés general, y el incendio de iglesias, museos, monumentos y edificios públicos y privados.

La elite quedó descolocada y, por cierto, la mayor parte de la ciudadanía. Muchos analistas políticos han abordado la cuestión. Carlos Peña, entre otros, sostiene la tesis de que el alto crecimiento económico que tuvo Chile (sobre todo en los 90s), y especialmente el alto crecimiento del consumo, más la disminución muy importante de la pobreza, creó la expectativa de que el bienestar había llegado para quedarse77. Sectores sociales que antes fueron proletarios o campesinos y vivían en la pobreza, se incorporaron a una clase media baja, urbana, vulnerable. Descubrieron que el bienestar y el consumo (con sus expresiones de nueva generación como tecnología, viajes, farándula), les permitían darles un sentido a sus vidas, darles una identidad cultural, como consumidores de la modernidad y como emprendedores, una categoría social muy valorada en las últimas décadas. Lo asumieron como un derecho sin límites.

No poco importante, durante los gobiernos concertacionistas, especialmente el segundo de la presidenta Bachelet, se creó la promesa de que por medio de la educación universitaria se podría acceder en forma definitiva a otro estrato social. El aumento de la matrícula universitaria fue explosivo, multiplicándose en más de cinco veces en 30 años. Sin embargo, muchos de los egresados de esa educación no encontraron las oportunidades laborales prometidas. Experimentaron la frustración de que los años de formación y capacitación no les abrieron la puerta al bienestar esperado ni al status social soñado, aunque sí una mayor conciencia de la injusticia que sufrían. Vieron que la recaída en la pobreza estaba al acecho.

Cuando el crecimiento económico disminuyó en la última década, y aumentaron las deudas (el crédito estudiantil con aval del Estado, deudas de consumo, préstamos hipotecarios), se empezó a producir el desencanto y la rabia. Hay que agregar los escándalos de corrupción en la elite empresarial, política y de fuerzas armadas y carabineros, que salieron a la luz pública en años recientes. Se iniciaron las movilizaciones sociales para protestar, expresar la rabia y demandar el cumplimiento de aquellas expectativas. La izquierda más radicalizada vio la oportunidad de alargar la lista, atribuyendo el malestar a la desigualdad estructural.

A la frustración social, podríamos agregar también que en el nivel político hay una frustración profunda de la izquierda que no toleró la inclinación hacia la centro-derecha del electorado de clase media y que ha buscado por todos los medios provocar una derrota extra-electoral de este tipo de gobierno78. En vez de hacer el diagnóstico de la crisis social-demócrata (hay mucha literatura al respecto) y sus fracasos a partir del primer gobierno de Bachelet, ha optado por la radicalización y por la anomia (acusaciones constitucionales a destajo, proyectos inconstitucionales, farándula en el Congreso como las que gustan exhibir algunos diputados elegidos, no con una gran base electoral, sino por la aritmética electoral que se estableció en la reforma del sistema y que permitió que con votaciones ínfimas, del uno o dos por ciento de los votos se pudiera ser elegido, por arrastre de compañeros de fórmula). Es una izquierda que no tolera sentarse a conversar con el gobierno, porque es de centro-derecha.

Diversas otras circunstancias contingentes a lo largo de los años 90 y primera década del siglo XXI se añadieron progresivamente para intensificar las frustraciones y desencantos de los críticos de la Concertación. El juicio a Pinochet en Londres a fines de los 90 y la estrategia del gobierno chileno de traerlo de vuelta al país para ser juzgado, cosa que no ocurrió, desató las iras de un amplio sector de opinión. Luego vendrían otros hechos, como la crisis asiática de 1998, los casos MOP-Gate, la quiebra de Inverlink, el escándalo de La Polar y de las colusiones de algunos grupos económicos para aumentar el precio de unos bienes de consumo, que mostraron los problemas de falta de transparencia y de corrupción que se asomaban en la elite política y económica, el caos del transporte urbano en Santiago que provocó la instalación del Transantiago, la impronta favorable a los empresarios con que fue visto el gobierno de Ricardo Lagos, la revolución pingüina en demanda de mejoras en la calidad de la educación y, por último, la gran recesión de 2008, fueron sólo algunas de las circunstancias que minaron el clima optimista de la centro-izquierda de comienzos de los 90s. Este proceso culminaría con la primera derrota de la Concertación en la elección presidencial de 2009 a manos de la derecha, y luego la derrota de la Nueva Mayoría nuevamente a manos de Sebastián Piñera79.

En vez de una reflexión a fondo sobre las reales causas de sus derrotas, la centro-izquierda optó por la radicalización, impulsada por el polo más a su izquierda que nunca aceptó el carácter negociado de la transición democrática. En vez de reconocer que el triunfo de la centro-derecha representaba el desplazamiento de parte de su electorado hacia aquella y reflexionar sobre esto, ese polo ultra, representado principalmente por el partido Comunista, ha profundizado sus posturas y reafirmado su ortodoxia marxista-leninista, como quedó evidenciado en su Congreso XXVI de fines de 202080. Esta postura ha favorecido la balcanización de la izquierda, con una Democracia Cristiana incómoda y un polo socialista tradicional tensionado, como también les ocurre a las nuevas expresiones de una clase política más joven, expresada en el Frente Amplio.

Estas fricciones en las élites políticas de centro e izquierda han dado lugar en forma progresiva a la justificación, por una parte de ellas y también en sectores de la sociedad civil, de la violencia como método para obtener objetivos políticos. Es una violencia, la del estallido social de octubre de 2019 y a lo largo de 2020 que, si bien afloró en forma relativamente espontánea, a partir del movimiento ciudadano que reivindicaba derechos sociales, encontró eco en una parte de la elite de izquierda que la justifica por un contexto81. El problema es que esta violencia contaminó el quehacer político e incluso subyugó al gobierno de Sebastián Piñera, obligándolo a asumir la agenda política de la izquierda. Es un gobierno que se quedó sin agenda, sin liderazgo y sin gobernabilidad.

Para el país, el panorama político es desolador: un gobierno cercano al colapso, dinamizado sólo por la inercia, y una oposición sin brújula, desarticulada, sin ideas. Sólo la posibilidad de una nueva Constitución pasó a ser una válvula de escape a la crisis de 2019-2020. Pero bien se sabe que eso es sólo el comienzo de un camino, pero no una dirección hacia la cual avanzar.

El verano de 2020 dio un respiro a la situación en Chile y cuando se pensaba que la protesta social cobraría nuevos bríos a partir de marzo, se instaló la crisis sanitaria provocada por el corona virus que le cambió el giro a los debates en ciento ochenta grados. En el momento de escribir esta nota, parece un despropósito aludir a temas que son de largo plazo, porque la pandemia amenaza vidas y ha puesto en jaque toda la capacidad del Estado y del sector privado para erradicarla y retornar, no a la normalidad, que ya no volverá a ser la misma, sino a una “nueva normalidad” que es imposible de predecir. Lo que es más que probable y casi seguro es que esa nueva normalidad postpandemia sumará a su devastación sanitaria la crisis social, económica y política que sobrevendrá. El debate público tendrá que enfocarse en cuestiones mucho más inmediatas y del presente, en particular cómo abordar el aumento de la pobreza, del desempleo y la caída de ingresos que afectará a todo el país.

 

Pero lo que aparece claro detrás de ese “estallido”, es que en Chile emergió una izquierda dura que ha buscado deslegitimiar y destruir la institucionalidad que se ha venido construyendo en el país desde 1990. Los dardos se han dirigido sucesivamente a la educación, al sistema de seguridad social basado en la capitalización individual y a la Constitución. A pesar de todas las reformas que ésta ha tenido y que llevó al presidente Ricardo Lagos a anunciar que se daba por superada la Constitución de la dictadura, se logró crear un movimiento de opinión en contra de esas instituciones y repudiar incluso el “modelo de desarrollo” que hubo desde 199082. A partir de una intelectualidad afín que ha elaborado las municiones, se ha propiciado una sucesión de movilizaciones sociales desde el primer gobierno de Bachelet, primero contra el sistema de educación público-privada, luego contra la Constitución demandando una Asamblea Constituyente y más recientemente, contra el sistema previsional de capitalización individual. Esta fue la guinda de la torta a partir de la aprobación por la Cámara de Diputados el día 8 de julio de 2020, de un proyecto emanado de su propia iniciativa para autorizar el retiro de un 10 por ciento de los ahorros acumulados para enfrentar la crisis provocada por la pandemia83. Paradojalmente, esta medida revalorizó el sistema de las cuentas individuales en las AFP entre sus ahorrantes, quienes pudieron comprobar que sus ahorros sí existen y que eventualmente pueden ser utilizados por ellos mismos.

Una de las consecuencias de este proceso de descomposición política es que la gobernabilidad del país se ha puesto en jaque, cualquiera sea el signo de los gobiernos que emerjan a futuro. El gobierno del presidente Sebastián Piñera y las fuerzas de seguridad se vieron superados por el vandalismo callejero, recurriendo a excesos que dieron pábulo a acusaciones de violaciones a los derechos humanos. La izquierda dura empezó a construir su propia agenda política, subordinando a la centro-izquierda social-demócrata que había estado en el poder desde 1990, y una ciudadanía conformada especialmente por las nuevas generaciones, enrabiada, emergió como actor principal, aunque sin una estructura ideológica o partidaria clara84. Pero ha tenido la capacidad de poner en jaque la gobernabilidad del país. Y la experiencia histórica muestra que, sin gobernabilidad, se acentúan las desigualdades, la pobreza y el estancamiento.

Degradación de la política

Esta degradación del sistema político chileno avanza a pasos agigantados. Algunos la comparan con la crisis política de los años 20, o más bien 1925, que sumió al país en una dictadura, la de Carlos Ibáñez, y después en una anarquía, hasta 1932. ¡Siete años! Y también se podría comparar con la crisis durante la Unidad Popular, aunque en aquel tiempo las confrontaciones fueron inspiradas principalmente por las ideologías de la guerra fría y por las luchas en torno a las estructuras de la economía. Ahora son confrontaciones callejeras, inspiradas por un sentimiento de injusticia en torno a la estructura y carácter del Estado y sus políticas de prestaciones sociales. Antes, las movilizaciones eran protagonizadas por los trabajadores industriales, mineros y campesinos, ahora por clases medias vulnerables pero aspiracionales a una vida mejor. Antes, se cuestionaban las contradicciones entre capitalistas y trabajadores, ahora se cuestiona la capacidad y estructura del Estado, que no responde a las expectativas de una gran mayoría de la población.

Estas frustraciones generan un nuevo tipo de ideologismo, mucho más vacío de contenido. Las viejas ideologías de la guerra fría partían de diagnósticos y doctrinas. Ahora se basan en etiquetas e imágenes mediáticas. Se está pasando de la política de los acuerdos, que predominó en los años 90, a una política del ultrismo, del todo o nada, que se ha instalado85. A caballo de justas protestas sociales por las muchas deficiencias y carencias, sobre todo de las prestaciones sociales del Estado, se ha montado un ultrismo de izquierda que ha acarreado a la centro-izquierda, cooptándola y pulverizándola. Aquél no tolera que la derecha haya ganado el gobierno por segunda vez, en 2017, y está haciendo todo lo posible por paralizarlo, obstruirlo, impedirle avanzar en su programa, muy alicaído por cierto. Lo declaran sus líderes. Su objetivo central es que no gane la derecha de nuevo. No importan los contenidos sustantivos, se trata de impedir el gobierno. Y en lo posible, destruir la institucionalidad.

Ya descubrieron que pueden destruir el sistema financiero nacional, retirando los ahorros para los fondos de pensiones, recurriendo a resquicios legales. Es el corazón del sistema financiero chileno, con sus problemas, pero que tuvo resultados positivos durante al menos 20 años, a pesar del negacionismo que impera. Hasta los parlamentarios que apoyan al gobierno se han sumado a esa destrucción institucional. Hay muchos votos en juego. Cambian sus convicciones por votos. Pero es de una política muy miope, inédita, porque eliminan los fondos para las pensiones futuras, sobre todo de los sectores más pobres, uno de los motivos de reclamos de las protestas. El telón de fondo para extremar esta circunstancia lo dio la pandemia de 2020 y, por supuesto, el estallido social de octubre de 201986.

Es cierto, la centro-derecha y el gobierno de Piñera también participan de la responsabilidad de la degradación política. En dos períodos presidenciales no abordaron las reformas prometidas en las estructuras del Estado, algunas iniciativas del primer gobierno de Bachelet para dinamizar la estructura productiva y descentralizar regionalmente o las reformas al sistema de pensiones no fueron continuadas, se desconoció la demanda por una nueva Constitución y las promesas de reformas a los sistemas de seguridad ciudadana no llegaron a buen término. En lo fundamental, no se logró construir un relato histórico de las transformaciones realizadas en el país y las que deberían venir a futuro.

Un asunto de emociones

La antropóloga Patricia May, en entrevista de Cristián Warken en el foro de ICARE del 30 de agosto de 2020 resumió muy bien el asunto87. La política es un asunto primordialmente de emociones. En el eje derecha-izquierda, la primera se caracteriza por el miedo y la segunda, por el resentimiento. La elite de derecha vive con miedo, ¿a qué?, a perder su status, sus privilegios, su riqueza, sus valores. La primera dama Cecilia Morel lo expresó crudamente cuando ocurrió el estallido social de octubre de 2019. Trascendió haberse sentido aterrada. Miedo a perder bienes, respeto, sentido de ser elite, de tener el poder. A su vez, la ciudadanía de derecha, miedo a perder las certezas, la paz.

La elite de izquierda, en tanto, resuma resentimiento, ¿por qué? Por un sentido de superioridad moral que exhiben muchos de sus dirigentes, cuando se proclaman ser más justos, más compasivos, más conscientes de la pobreza y de las desigualdades, pero no logran diseñar e imponer las políticas públicas que estiman necesarias por el supuesto veto de la derecha ejercido al amparo de la Constitución vigente. El electorado de izquierda expresa resentimiento ante las discriminaciones de que se siente objeto, las frustraciones cotidianas, la mala calidad de los servicios a los cuales tiene derecho, el egoísmo de las elites.

De ahí que esa izquierda haya puesto en la agenda política y como primera prioridad, la formación de una Asamblea Constituyente para cambiar la Constitución. Proliferó el mensaje de que la causa de esas frustraciones está en la Constitución y que el cambio de las reglas del juego podría abrir el camino a una mayor justicia social. Objetivo que logró imponerle al gobierno de Sebastián Piñera en el marco del estallido social. El gobierno temió una profundización de la violencia si no consensuaba con la izquierda una fórmula para el cambio constitucional. Nuevamente el temor en la derecha, que la izquierda leyó como una claudicación y la estimuló a intensificar su estrategia de imponerle su agenda al gobierno. Sin embargo, consciente del riesgo general que surgía de la violencia descontrolada, la izquierda, excepto el partido Comunista, también aceptó concordar con las fuerzas de centro y derecha la realización de un plebiscito para convocar a una Convención Constituyente bajo reglas pre-establecidas en cuanto a los quórums de aprobación. Este Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución, firmado el 15 de noviembre de 2019, descomprimió el ambiente y dio inicio a un proyecto constituyente que ha sido reconocido internacionalmente como un paso hacia la cordura y el reencuentro democrático. En el plebiscito de 2021 la convocatoria a una Convención Constituyente fue aprobada por una abrumadora mayoría de 80 por ciento.

La pérdida de capacidad y liderazgo del gobierno para negociar con la oposición una agenda adecuada a las nuevas circunstancias ha dejado en evidencia la inconsistencia del régimen político existente en Chile, un régimen presidencialista en extremo. El liderazgo es la capacidad de sumar a otros, de entusiasmar, de seducir. En un régimen presidencial en que el Ejecutivo no cuenta con la mayoría suficiente en el Congreso, es esencial el liderazgo presidencial para generar los apoyos legislativos. Esto supone capacidad de negociación con los opositores. Sebastián Piñera, que siempre ha sufrido de un exceso de autocomplacencia, no cabe duda de que es una persona muy inteligente, ha preferido confiar en sí mismo, tomar decisiones voluntaristas y presentarse reiteradamente ante la opinión pública como el actor principal de un drama que no controla. Perdió credibilidad, su popularidad se fue al suelo y hasta algunos de sus propios partidarios en el Congreso le han dado la espalda88. Lo cual revela, además, las fracturas internas de la propia coalición de centro-derecha que, ante los nuevos desafíos, se ha resquebrajado y estimulado comportamientos oportunistas (proteger la adherencia de sus electorados antes que los beneficios para quienes más los necesitan) en la propia base de apoyo al gobierno.

Las incapacidades del gobierno de Piñera han ayudado no poco a la radicalización de izquierda. Es un gobierno que no ofreció un proyecto estratégico de largo plazo para enfrentar los desafíos más apremiantes, como la vulnerabilidad de la clase media baja, un estrato social grande que emergió como un actor muy relevante en los últimos años y que no está ni se siente protegido por el Estado. Las reformas al sistema de fondos previsionales se han dilatado y llegado tarde, a pesar de los muchos estudios y propuestas técnicas que han estado sobre la mesa por muchos años, creando una animadversión de un amplio segmento de la población en contra de sus administradoras. El sistema de salud pública tampoco está dando respuestas a una población que cada vez más resiente sus carencias, la mala atención y las listas de espera. También ha faltado una estrategia para el desarrollo productivo y tecnológico que genere empleos de calidad y exportaciones competitivas. Y en las circunstancias de la pandemia de 2020-2021, una falta de visión estratégica para implementar con agilidad las ayudas a la población precarizada, contribuyó a profundizar el quiebre del gobierno con la ciudadanía89.

Claramente la institucionalidad política ha caído a niveles ínfimos de credibilidad y respeto, arriesgando la frágil democracia y desde luego, la gobernabilidad. El proceso constituyente iniciado a partir del plebiscito de octubre de 2020 es una oportunidad para diseñar una nueva institucionalidad, pero tampoco hay que hacerse ilusiones de que con ella se resolverán los problemas de fondo que afectan el desarrollo del país. La Constitución Política del Estado no es una agenda de desarrollo. Mientras se escriben estas líneas, es difícil saber cuál va a ser el escenario ciudadano que presidirá los cambios a la institucionalidad90. Hay un símil con el conflicto mapuche. Hay grupos de ese pueblo que ya no creen en las instituciones ni en la elite dirigente y han preferido las acciones de hecho para reivindicar sus demandas, aunque ello signifique recurrir a la violencia. Por cierto, eso tampoco aporta solución alguna.

 

Las elites políticas están en deuda con el país. No hay carencia de ideas, ellas están, e incluso han estado durante muchos años sobre la mesa. Pero las desconfianzas, los intereses menores, la intolerancia, los ideologismos extremos, la frivolidad, la opción por la guerrilla verbal, el electoralismo, han podido más para llevar al país al estado de empate político y de inacción que ha impedido los acuerdos para avanzar en una agenda proyectada al corto, mediano y largo plazo.

La enfermedad de la concupiscencia por el poder

En términos más generales, se podría afirmar que la política viene padeciendo desde hace un tiempo la enfermedad de la doble concupiscencia por el mal y el poder. Un apetito desordenado. Por una parte, la atracción del mal. Es un fenómeno psicológico que ha sido analizado especialmente en relación a los regímenes totalitarios, como el nazismo. Ocurre cuando se identifica a alguien o a algo con el origen de los males que se padecen. La destrucción de ese objeto produce placer. Los nazis identificaron al judaísmo como el origen de los males que sufrían los alemanes, de ahí su decisión de eliminarlo, destruirlo. Esta acción generó placer en los perpetradores de la violencia, de otra manera es imposible entenderla. Dando un salto y cambiando los términos, se podría decir que en la actualidad se ha exacerbado la violencia urbana porque se identifica la propiedad ajena o las autoridades o la fuerza pública como las causas de la pobreza o de los males que aquejan a determinados grupos de población. Por cierto, no toda la población que sufre la pobreza asume esa conducta violenta, se trata más bien de grupos pequeños, anómicos, inducidos por otras fuerzas que hacen de la violencia su profesión, como el narcotráfico, el anarquismo o las barras bravas del fútbol. Pero hay una población más amplia que mira con simpatía e ingenuidad esa violencia, como manifestación ciudadana legítima, o al menos, no la condena.

En la práctica de muchos de esos sectores se percibe un guevarismo (la práctica del Che Guevara), que miró la política como la guerra, con amigos y enemigos. Al Ché Guevara no le gustaba la política, lo que lo impulsó a irse de Cuba para llevar la guerrilla al Congo y después a Bolivia, con fracasos en ambas regiones. Fue un hombre de acción y de lucha. Al enemigo había que odiarlo, aniquilarlo91. Es un abordaje que también existió en el nazismo, que definió enemigos que debían ser eliminados, primero los judíos, después quienes no se sumaron a sus posturas. La guerra fue el medio para lograr esos objetivos. ¡Los extremos se encuentran! Esta ideología fascista ha contagiado a muchos sectores y representantes de la izquierda chilena durante el segundo gobierno de Piñera, los cuales han asumido la lógica de amigos/enemigos.

Por otra parte, está la concupiscencia por el poder. La política es esencialmente la lucha por el poder. Pero en democracia, el poder hay que ganárselo con los votos. Cuando la competencia es muy reñida, como ocurrió en Chile con la reforma electoral que permitió la existencia de decenas de partidos, la conquista del voto pasa a ser dramática. Y hay una elite política, de derecha e izquierda, que descubrió que sintonizando con los slogans callejeros se pueden ganar votos. Por slogans callejeros me refiero a todos los mensajes extremadamente simplificados, a las noticias falsas, a las acusaciones a destajo que se transmiten en las manifestaciones públicas, de por sí perfectamente legítimas, como también a los mensajes por las redes sociales que se pueden amparar en el anonimato y en la brevedad de palabras92. Son mensajes polarizantes, estimulan las posturas extremas y antagónicas, en una lógica de amigos y enemigos. La tecnología de las redes sociales ha contribuido, sin duda, a potenciar esta concupiscencia por el poder, al premiar a quienes mejor manejan la publicidad, el espectáculo, el circo. Los mensajes cortos, simples, instantáneos, hacen la pega. Esta actitud, de poner encima de otras consideraciones la lucha por y la conquista del poder, ha contribuido en forma decisiva al desprestigio de la clase política y a la degradación de la política, más allá de la popularidad circunstancial que algunos puedan obtener.

Ante el gobierno de derecha sus opositores han usado todos los medios posibles, desde las acusaciones constitucionales a ministros e incluso al presidente, el uso de resquicios legales para sacar adelante proyectos de ley inconstitucionales que, por lo demás, abiertamente perjudican a los más pobres (los pensionados más pobres), las amenazas y funas a parlamentarios que no los acompañaron, la farandulización del Congreso, en unas tácticas que degradan la política y que en ocasiones, han llegado a ser patéticas.

La elite antisistema, de limitados recursos políticos e ideas ha sabido, sin embargo, conquistar poder y correr el cerco de los límites que se consideraban civilizados para ejercer el oficio de la política democrática, como el respeto por los acuerdos, por las reglas de la democracia, por la dignidad de las autoridades y de la propia clase política. El problema es que los límites se han corrido en la dirección de un populismo del cual se tienen abundantes experiencias, históricas y contemporáneas. Un populismo rentable a corto plazo pero que, bien lo sabemos, es muy caro en el plazo largo. Y en esta carrera hacia la degradación, la política arrastra también a la economía.

Como esos astronautas ansiosos ante un eventual riesgo en el espacio, deberíamos gritar, “¡Chile, tenemos un problema!” No vamos a resolver fácilmente nuestro problema. Lo grave es que se amenaza también a la democracia.