El beso de la finitud

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El malentendido del “Realismo Especulativo” o “Nuevo Realismo”

Las cosas son las maestras del hombre.

José Ortega y Gasset, Origen y epílogo de la Filosofía

Uno de los rasgos principales por los que se reconoce a un profesor de Filosofía, sobre todo en España –ignoro si se debe a la formación tomista de los más mayores de ellos–, es por su inveterada afición a explicar las grandes doctrinas del pasado mediante ejemplos tomados de las “cosas” humildes encontradas más a mano en un aula docente. Así, las filosofías de la antigüedad se tornan perfectamente evidentes cuando son aplicadas a mesas, tizas o pizarras (¿o no será al revés, y “mesa”, “tiza”, y “pizarra” son los genuinos paradigmas ideales en los que se inspiró Platón, que también daba clases? ¿sería capaz Aristóteles de argumentar su teoría de las formas substanciales cuando paseaba con sus pupilos por los alrededores del Liceo, o éstos debían transportar consigo para auxiliar al maestro una pizarra, una tiza y, naturalmente, una mesa?) Y cuando se trata de Marx o Hegel –la Geistphilosophie–, nada mejor que referirse al atuendo de la concurrencia, o a la relación dialéctica amo/esclavo que representa la gran tarima del profesor frente a los pobres pupitres del alumnado. ¿Y qué hacer si nuestra escuela favorita es, un suponer, el pragmatismo? Entonces se convierte en protagonista el hecho mismo de que estemos todos en este aula concreta, las razones individuales y sociales que nos han movido a congregarnos y los sacrificios de posibilidad que ha hecho cada uno para tomar esta determinada decisión, etc. Ortega y Gasset, por lo menos, y para variar, exponía su (“su” es un decir: la había leído en Nietzsche, y éste en Leibniz) doctrina del perspectivismo con una célebre manzana que se tomaba la molestia de traerse al aula o al teatro desde casa –o, cuando menos, de un árbol del jardín del campus: los árboles dan también para mucho…

Pues bien, hay un puñado de señores muy serios, franceses y de otras nacionalidades, que parecen haberse tomado esa costumbre didáctica más bien facilista en su literalidad y elevarla a corriente o movimiento filosófico desde 2007. Afirman que la posmodernidad del último cuarto del siglo XX ha consistido en el triunfo del textualismo y el constructivismo, es decir, de aquellas filosofías que entendían que no hay realidad, sino tan sólo un tejido de significados puestos por el puro signo –Derrida– o por actos sociales de poder/saber –Foucault, etc. Como esto es manifiestamente una locura, estos nuevos pensadores, en vez de preguntarse a sí mismos si no estarán equivocados en la exégesis de su inmediato pasado, pasan a dar por buena esa evaluación y diagnóstico para mejor criticarlo y fundar una nueva escuela de pensamiento. Se hacen llamar, entonces, “realistas especulativos” porque interpretan que las pobres mesas, tizas y pizarras han sido transformadas en polvo de irrealidad por los sucios y perversos posmodernos y que lo que hay que hacer ahora es rescatarlas de una especie de Wáter de Nulidad y devolverles su estatus ontológico. En esa batalla, surcada de mil pequeñas polémicas, llevan desde entonces hasta ahora, y mi opinión, que es lo que quisiera dar aquí en unas pocas líneas, es que resulta fácil refutar al maniqueo tonto, pero a costa de que lo que te salga después sea tonto también. Porque... cómo diablos va a dudar realmente nadie de la presencia de la realidad más allá de la conciencia humana, subjetiva o trascendental (volveré muy poco sobre eso), quién puede ser tan necio que piense de verdad que si abandono la manzana de Ortega en la mesa del típico profesor de Filosofía ataviado de pana no me la voy a encontrar dos semanas después maravillosamente putrefacta, sin que en ello haya tenido que ver nada la presencia de mi conciencia ante el objeto? ¿O quién puede ser tan iluso, tan distorsionadamente oriental, que dude de que cuando un árbol cae –ya digo que lo de los árboles es también muy socorrido; los árboles, esos venerables abuelos de la Tierra…– y nadie esté cerca, ni una pequeña ardilla, ni una miserable lombriz, ni un ratón, para oír la caída, el sonido se produce de todos modos, manifiestamente?

Bueno, pues sí, ha habido filósofos muy ilustres que han sido tan necios, ilusos y orientaloides como para instilar memeces así en sus lectores, pero no muchos ni los mejores. George Berkeley sobre todo, pero con fines beatamente religiosos. Arthur Schopenhauer, después, llevando a Kant allí donde el prusiano jamás hubiera querido ir (Kant había escrito contra Berkeley explícitamente en CRP, y contra Fichte en su correspondencia personal). Y, tal vez, Ernst Mach entrando ya en el s. XX, y creyendo con ello recuperar el espíritu de David Hume. Fuera de estos tres, máximos exponentes de hacer de la filosofía una pieza de ocultismo de opereta21, aunque sin duda con gran genialidad conceptual, no se me ocurre nadie realmente relevante que nos diese gato por liebre y Representación por Realidad. Platón no, Platón se daba perfecta cuenta, a mi parecer, de que el mundo del devenir no sería tan ilusorio si pudiera ser reglamentado por las disciplina de las Ideas, y Aristóteles no digamos, Aristóteles dio forma a la concepción filosófica de la sustancia que estos filósofos actuales reivindican, aunque él de una manera mucho más matizada (puesto que, de nuevo a mi modo de ver, Aristóteles sabía perfectamente que ousía es una categoría del lenguaje, es decir, algo que está entre la realidad y el pensamiento y por tanto que es en cierto modo Trascendental en el sentido de Kant). Pero en la escolástica cristiana, e incluso antes, en la Alta Edad Media, esas aportaciones de Aristóteles se reificaron, de modo que ya teníamos “cosas” en el sentido que las entendemos hoy, como cuerpos físicos receptores de propiedades y enunciables mediante atributos. A eso se agarran la escuela del Realismo Especulativo, queriendo convencernos de algo tan normal como de que las tales cosas están ahí antes de que ninguna conciencia las perciba, más aún: que la propia conciencia humana es una cosa entre las cosas, asuntos todos ellos de los que nadie en su sano juicio dudaría. A Descartes se le acusa a menudo de no haber sido capaz de romper amarras con el tomismo de su juventud, pero lo cierto es que cuando dice “res cogitans” está corroborándonos que no está tan chalado como para creer en el solipsismo metódico propuesto previamente por él mismo...

De modo que creo que el problema está en otra parte, en concreto en el malentendido acerca de la interpretación del Idealismo Alemán. Me explico. Como la filosofía desde Kant hasta Heidegger se dice en alemán y además se escribe en un estilo difícil y oscuro, la mitad de la población filosofante mundial se ha quedado con la versión fácil de que “idealismo” significa que el pensamiento crea la realidad, y por tanto que Hegel es el extravagante que habría dicho que todo es Espíritu en Movimiento regido por la Lógica Absoluta, y por consiguiente que no hay cosas, sino únicamente operaciones del Yo enredado consigo mismo. Ortega, por ejemplo, lo ve así, atribuyéndoselo a Descartes. Y, claro, es tal el desatino que se puede fundar un movimiento filosófico en el s. XXI que se difunda por Internet para cargarse minuciosamente semejante locura. De hecho, Hegel había escrito claramente que la pura percepción sin categoría es la nada, así que ya está, sin intelecto no hay cosa, Hegel fue el filósofo que intentó acabar con las mesas, las tizas y las pizarras de nuestros ejemplos docentes, el muy engreído. No parece importar nada que Kant hubiese hablado mil veces del noúmeno22, que el mismo Hegel se refiriese al noúmeno kantiano como algo que debe ser fenomenizado, que Marx, en sus Manuscritos económico-filosóficos, aclarase más gráficamente lo que Hegel quiso decir, o que Heidegger dedicase medio Ser y tiempo al trato semiótico y utilitario del Dasein con las cosas, sin las cuales no es nada (Graham Harman, uno de los conjurados del Nuevo Realismo, se pasó diez años leyendo a Heidegger, hizo una tesis doctoral y todavía sigue hecho un lío). Pues no es tan complicado, si se me permite la inmodestia. Hegel jamás pensó que la realidad no existe, que la manzana no está ahí cuando no la miro, lo que dice es que la percepción desnuda de la manzana no es posible, que siempre está mediada por la proyección del sujeto. El ser humano, aunque es del todo cierto que es un animal y hasta una “cosa” más, consiste en aquella función de conocimiento que “pone” sobre las percepciones confusas juicios, valores, apreciaciones y funcionalidades sociales. No es lo mismo un jamón de bellota en la cultura musulmana que en la española, pese a los siglos de Al-Ándalus, eso lo sabe cualquiera. Lo que pasa es que luego Hegel añade a esta obviedad que el sujeto al conocer la manzana o el jamón se conoce también a sí mismo en un largo proceso en el que concurre la negatividad, pero eso ya es otra historia, nunca mejor dicho. Pero del Idealismo Absoluto de Berkeley, o del mundo reducido a representación totalizante y sin resquicio de la Voluntad de Schopenhauer, que daba clase en el aula de al lado de Hegel pero ayuno de alumnos –haberlos “representado”…– niente di niente.

O sea, que es el significado eventual de las cosas lo que la Filosofía ha indagado, no la existencia o no de las “cosas mismas”, como las llamaba Husserl, que otro que tal bailaba (también últimamente se está intentando hacer de Husserl un realista, con el partido que le sacó y aún le saca la Iglesia Católica…) Los alegres muchachos del Realismo Especulativo creo que no han captado esto, y que van convirtiendo en problema algo que jamás lo fue. Ellos hablan de la “crítica de la correlación”, que es la relación sujeto– objeto, y se preguntan si eran o no reales los dinosaurios antes de que hubiera humanos para olerlos, tocarlos, verlos o servirles de cena. A esto lo denominan, con una pedantería de la que luego acusan a sus predecesores posmodernos, el archi-fósil. El Idealismo Alemán no consiste, como dice Sartre –El ser y la nada–, que no existe el Egipto antiguo, sino la Egiptología. El Idealismo Alemán, tan incomprendido hoy como seguido en su momento, consiste en señalar que hubo Egipto de los faraones, sin duda, pero su inteligibilidad no reside en las ruinas que nos pueda haber legado, sino que esa inteligibilidad es puesta por los egiptólogos en un proceso gradual de investigación. Y eso es todo, señores: la “correlación” no es en absoluto necesaria si no aspiras a obtener el sentido, el significado verdadero de algo que claro que estaba ya ahí antes de que posases tu interés en ello. Un glaciar es un archifósil prehumano, pero si quieres saber cómo funciona un glaciar, qué es un glaciar, en qué condiciones se produce el glaciar, etc., no te va a servir de nada hacer un viaje al Perito Moreno a pasar frío. O sí te va a servir, pero si extraes muestras, realizas mediciones, preguntas a los lugareños y finalmente piensas sobre todo ello. Hegel es mucho más complejo que todo eso, pero no es ningún estúpido “acosmista”. Si no haces nada de lo dicho, si el sujeto científico no asume al glaciar como objeto (en alemán Gegenstand, lo que “está en frente de”l sujeto o conciencia) de conocimiento y se pelea por tornar ese noúmeno fenómeno, es lo mismo que los defensores de las “cosas” lo llamen archifósil o Juana la Loca, ya que no sabrán nada cierto sobre él. Por eso la mejor divisa del Idealismo Alemán la aportó el Fausto de Goethe: Al principio fue la acción…

 

Como se ve, no es para tanto. Y, sin embargo, los del Realismo Especulativo se han pasado años enzarzados unos con otros por dictaminar si la “cosa en sí”, Die Frage nach dem Ding, por decirlo con Heidegger, es pasiva o activa, hipercosa o agregado, opaca o abierta, muerta o animista, oscura o matematizable, etc… Todo ello para derrotar a una posmodernidad que jamás existió –eso sí que no existió–, en la que los teóricos habrían sustituido las mesas por textos de mesas, las tizas por la construcción social de las tizas o las pizarras por la Teoría de Género de las pizarras… Derrotada esa posmodernidad fantasmagórica y de lo fantasmagórico, se veían dispuestos y preparados para fundar una post-post-modernidad flamante en la que la consideración por el ser estaría antes que la antropología, y la conciencia de la contingencia antes que los discursos legaliformes. Es decir: exactamente el programa de la posmodernidad real tal como lo entendía, por ejemplo, Gianni Vattimo leyendo a Nietzsche23 y Heidegger. Tiene guasa la cosa, por seguir hablando de cosas. Todo un sutil y poliédrico delirio a partir de una burda exégesis del pasado filosófico. También Bertrand Russell tiene un famoso artículo en el que se pregunta si una mesa es un conjunto de átomos perforados por enormes abismos de vacío o es un enser doméstico de almuerzo o estudio, como indican el Lebenswelt e Ikea a su manera. Pues es las dos cosas, señor, y muchas más, porque de lo que hablamos es del significado de una mesa de acuerdo con un determinado proyecto humano. De ahí que el que más medallas se haya colocado en la pechera de todo el Nuevo Realismo sea Markus Gabriel, al hablar de la pluralidad de los “campos de sentido”. Es tan mal lector del pasado como los demás, pero bueno... En sí, una mesa es un trozo de materia moldeado en una fábrica conforme con un esquema ingenieril realizado seguramente en una computadora que si la dejas ahí mil años retornará a la cruda naturaleza y le saldrán ramas, como aseguraría Aristóteles hace 2500 años. Con las tizas y las pizarras no me meto, que nos las han cambiado por rotuladores y punteros y velledas y superficies electrónicas de esas; así ya no tiene gracia, habrá que poner mejores ejemplos…

No obstante, uno siempre se puede poner místico de lo que le apetezca. Creo haber leído algo de Walter Benjamin en donde decía que las cosas se comunicaban entre ellas, y me gusta la idea. Voy más allá, incluso, y me parece que el sonido que continuamente hacen las sustancias es para expresarse a ellas mismas en su esencia. Un sonido metálico es el metal mismo, y connota su dureza y su lisura, por ejemplo. Pero no voy a meterme en esos jardines, que no deseo ser un Neo-nuevo-realista-especulativo, o no aquí y ahora, al menos. El pluralismo ontológico es una gran opción, en efecto, y es también cierto que el planteamiento moderno de la filosofía ha sido ya hace mucho superado por las circunstancias, pero esa no es una alternativa pos-pos-moderna, lo cual es ridículo e ignorante, sino precisamente posmoderna sin más. Puesto que esta pléyade de autores aciertan en su diagnóstico de la modernidad, aunque de un modo algo simplista, sería absurdo sostener que la posmodernidad no es –nada de fue: es– nada más que la decadencia y deshilachamiento de la modernidad. El devenir de ese deshilachamiento es ya el marco mismo, la condición del pluralismo, y, como Markus Gabriel dice, de la multiculturalidad, de manera que difícilmente esta última podría ser una objeción contra la posmodernidad a favor de un nuevo paradigma. Insisten mucho, estos señores, en que configuran un nuevo “paradigma”: me temo que tampoco tienen claro el concepto. Y, desde luego, orquestan la ceremonia de la confusión también, a mi juicio, pidiendo para la actualidad una “ciencia unificada”, que para colmo es la suya cuando esa suya es intrínsecamente diversa. Pero, hombres de Dios –Quentin Mellaissoux lo es– ¡cómo diablos va a ser precisamente “unificada” si estamos hablando de pluralismo!... Está mejor pensado, en cambio, y a mi juicio, cuando pretenden constituir la koiné filosófica de nuestro tiempo, imitando lo que Vattimo decía en los ochenta de la Hermenéutica, porque la koiné es un espacio de diálogo y confrontación, una especie de nueva lengua común, y no un resultado preestablecido o devenido de tal confrontación como se entiende que es precisamente un paradigma. Por eso no tendría Markus Gabriel que hablar de multiculturalidad, sino de interculturalidad –a no ser que por pluralismo entienda multiplicidad: ese hombre tiene un gran lío en la cabeza, y sin embargo es prepotente… En fin, creo, en plan prepontente yo también, que estos filósofos han exhumado algo importante, pero con medios pobres y confundiendo bastante los términos. Que los dioses, ya que no los libros, y en su calidad de seres interobjetivos, les sean propicios...

21 Los favoritos de Borges, y en general de todo aquel esteta empeñado en que todo es ficción, y, si no lo es, debería serlo, ese tipo de personajes que está por todas partes hoy hablándonos de la necesidad humana de narrar y escuchar narraciones, porque eso nos hace mejores, más ilusionados, más ricos, en un mundo de inhumanidad económica y tecnocientífica. Nunca les preguntes si lo que realmente están defendiendo es, como hiciera Oscar Wilde sin disimulo alguno, la forzosidad de la mentira en nuestras pobres vidas de miembros de superestados megapoblados e hiperatomizados. (Markus Gabriel, en cambio, asume a Borges como suyo propio, mostrando que no se entera, o es que el que no se entera soy yo…).

22 Con toda seguridad Kant había leído esta frase con la que Leibniz atacaba a Locke: “nada hay en el intelecto que no haya estado en la experiencia, salvo el intelecto mismo….” Todo un arranque espectacular para la filosofía crítica, aquella que entiende por existencia “posición absoluta del objeto”, y de ahí la refutación kantiana de San Anselmo y de Descartes.

23 De nuevo en mi modesta opinión, Nietzsche no tenía que haber escrito eso de “no hay hechos, sino interpretaciones”, lo que tenía que haber escrito es “no hay hechos puros, sino hechos interpretados y hechos de interpretación”…

Paul Valéry y T.S. Eliot: el paso del Tiempo a juicio…

Testa cabal, diadema irreprochable, yo soy en tu interior secreto cambio.

Paul Valéry, El cementerio marino

En mi opinión, cuando alguien dice que un científico, un arquitecto o un filósofo resultan “muy poéticos”, entonces hay que echarse a temblar o echarse a reír. A temblar si se trata de los dos primeros casos, y a reír si por el contrario de trata del último. Que un filósofo sea rapsódico, confuso, cursi o altisonante (pongamos Lucrecio, Nietzsche, Unamuno, Zambrano y un largo etcétera), antes podía ser peligroso, pero hoy ya no, ahora ese tipo de pensamiento, si es que es pensamiento, esta desconectado de toda praxis y por eso tiene más lectores que nunca. En cambio, que un científico o un arquitecto se pongan a cortejar a las Musas con sus respectivas profesiones puede ocasionar que reviente una central nuclear, o que se te caiga el techo de pladur encima. Por supuesto, científicos o arquitectos tienen perfecto derecho a sus veleidades artísticas, pero en su tiempo libre o por escrito (véanse los casos de Richard Feynmann dibujando chicas desnudas en las servilletas de locales de strip-tease entre ecuación y ecuación, o Le Corbusier, casi nazi, en Cuando las catedrales eran blancas…) Los filósofos, sin embargo, no. Bastante desprestigio tiene ya la filosofía a causa de las deliciosas aberraciones francesas como para además travestirse de lirismo, que va a parecer que estamos ahí para embelesar a Ana Rosa Quintana. No obstante, lo que sí me parece grandioso y ejemplar es que sea al revés, es decir, que los poetas sean filósofos (y no, horror, científicos o arquitectos...) Así enfocado, no se producen trastornos inapropiados e indecorosos, pues no se trata entonces de que el filósofo apele a la imprecisión de la intuición, sino de que el poeta recurra a la demarcación del concepto, pero teniendo como ventaja además no renunciar a la belleza expresiva. Casos se han dado, como los de Donne o Rilke, pero yo quería ahora referirme al s. XX.

En el siglo pasado, en efecto, se ha producido excelsa poesía, no menor en absoluto a la de centurias anteriores, si nos olvidamos de Virgilio, Dante o Milton. En dos de esos hitos más fundamentales encuentro yo como una especie de querella, de litigio entre pares. La cuestión a disputar es la naturaleza del tiempo, que comparece como acusado, donde el fiscal es T.S. Eliot y el abogado defensor Paul Valéry. Aunque en realidad el poema de Valéry, El cementerio marino, vino antes, en 1920, y todos deberíamos leerlo, porque es una maravilla, y está en Internet en una traducción que yo no manejo. Los Cuatro cuartetos de Eliot, por su parte, son de 1945, y se les nota eso, se les nota que a la poesía le han caído miles de bombas de la Segunda Guerra Mundial encima. También debería leerse universalmente, sin esperar un segundo, y también está entero en Internet en una versión que no conozco (yo he leído ambos en Alianza y Cátedra, respectivamente). Pues bien, Eliot, el poeta y crítico británico más admirado y seguido del modernismo, el amo de las letras anglosajonas de mitad del s. XX, arranca de esta manera su primer cuarteto:

Tiempo presente y tiempo pasado

Están ambos quizá presentes en el tiempo futuro,

Y el tiempo futuro contenido en el tiempo pasado.

Si todo tiempo es eternamente presente

Todo tiempo es irredimible.

Lo que podía haber sido es una abstracción

Y permanece como posibilidad perpetua

Sólo en un mundo de especulación.

Lo que podía haber sido y lo que ha sido

Apuntan a un fin, que es siempre presente.

Las pisadas resuenan en la memoria

Bajando el pasillo que no tomamos

Hacia la puerta que nunca abrimos A la rosaleda.

Mis palabras resuenan Así, en tu mente.

Pero con qué propósito

Removiendo el polvo en un cuenco de pétalos de rosa.

No lo sé.

Que no nos engañe el “no lo sé” en el que he interrumpido la transcripción. Antes de llegar a ese vahído lírico el poeta ha realizado afirmaciones metafísicas muy serias. Ha dicho, en pocas líneas, que todo lo que situamos en el pasado y en el futuro está en el presente, es presente, y que ese presente es eterno como tal presencia detenida. Dicho con otras palabras: no hay tiempo, el tiempo es una ilusión, que es lo propio de la metafísica cristiana. Los críticos del Crítico, o sea, los críticos de Eliot, han visto en ello un rasgo biográfico, puesto que Eliot era anglicano, y por tanto creía en la versión británica de Dios. Desde el punto de vista de Dios, es cierto, el tiempo no pasa, y Él habita un eterno presente bajo el cual todos los sucesos de la Creación son contemplados simultáneamente. De ahí que Eliot niegue los contrafácticos, lo que es decir las posibilidades que creemos que pudieran haberse dado, pero que no lo hicieron, como la victoria de Hitler en la novela El hombre en el castillo del chalado de Philip K. Dick. Piensa Eliot que lo que ha ocurrido es lo que tenía que ocurrir impepinablemente, y que es fantasía especular acerca de si Hitler hubiera vencido en Rusia o él mismo hubiera bajado aquel pasillo (menuda traducción: pongamos “pasadizo” o “escaleras” en vez de “pasillo”). Así mismo, y yendo más lejos que la Mecánica Cuántica y las Leyes de la Termodinámica, el futuro está cerrado, y todo lo que va a suceder es como si hubiera sucedido ya.

 

Bueno, pues frente a esta criogenización, a esta caquexia o anquilosamiento del tiempo ejecutada por Eliot, tenemos los bellísimos y paganos versos de Valéry –y ya es infrecuente que el que esto suscribe no anteponga un isleño a un galo–, de los cuales hago constar no los mejores, sino los más claros:

¡Zenón, cruel Zenón, Zenón de Elea!

¿Me has traspasado con la flecha alada

Que, cuando vibra volando, no vuela?

¡Me crea el son y la flecha me mata!

¡Oh sol, oh sol!… ¡Qué sombra de tortuga

Para el alma: si en marcha Aquiles, quieto!

¡No, no! ¡De pie! ¡La era sucesiva!

¡Rompa el cuerpo esta forma pensativa!

¡Beba mi seno este nacer del viento! Una frescura, del mar exhalada,

Me trae mi alma… ¡Salada potencia!

¡A revivir en la onda corramos!

Magnífico. Se percibe perfectamente la mano del traductor, que es Jorge Guillén. No y no al eleatismo por venir de Eliot. Las paradojas de Zenón (apostilla: este hombre pasa por ser todo cerebro, pero creo recordar que murió bajo tortura y para no soltar prenda se cortó la lengua con los dientes…) son sobradamente conocidas por todos, sea porque se han visto en Bachillerato o sea porque se ha leído a Borges. El único filósofo clásico que se ha enfrentado directamente a ellas fue Henri Bergson, y bastante bien por cierto. Lo que apuntó Bergson fue que Aquiles sí podría alcanzar a la tortuga, porque el impulso de salida del héroe es una realidad dinámica que sólo puede ser geometrizada después, es decir, que únicamente cuando Aquiles ya ha avanzado podemos aplicar una escala estática sobre sus pasos y dividirlos, si nos da la gana, infinitamente (que es, por cierto, de lo que trata el Cálculo Diferencial). El Movimiento es, pues, lógicamente anterior a la Geometría que lo mide, entre otras cosas porque, si no, nada habría por medir. Vuelta, pues, al sentido común. Heidegger, en la conferencia Tiempo y ser, de 1962, hace una observación yo suelo mencionar a veces, porque en el fondo es graciosa –Heidegger no es habitualmente nada gracioso–, a saber: Porque el tiempo mismo pasa. Y, sin embargo, mientras pasa constantemente, permanece como tiempo. Decimos que el tiempo mismo es el que pasa, pero es un hecho que siempre está aquí, o ahí, o doquiera; el tiempo es precisamente la única cosa, por decirlo así, que no pasa con el tiempo. Ni siquiera a los muertos se les “acaba el tiempo”, puesto que hace 250 años que murió Beethoven, por ejemplo. Eliot hace trampa, como aquel bolero, Reloj no marques las horas. Si el reloj se detuviera, entonces el amante tampoco gozaría de su amada, porque estaría paralizado como en las inmediaciones de un agujero negro. También lo canta así la banda MClan, de modo absurdo –son licencias poéticas–, cuando en Quédate a dormir Carlos Tarque dice “que pasen treinta años antes de mañana”. Eso, además de la noche de pasión más larga del cosmos, que para sí la quisiera el mismísimo Zeus, es una petición de matrimonio en toda regla…

De modo que entiendo que el juicio lo gana el abogado defensor, Paul Valéry, y el tipo jurídico bajo el que recae la sentencia lo sentó antes Nietzsche, al denominarlo “la inocencia del devenir”. Todos, a diario, y en todas partes del mundo, y más cuanto más mayores nos hacemos, nos lamentamos de lo rápido que pasa el tiempo, y de que “parece que fue ayer”… Es totalmente cierto, pero no es por ello el tiempo un devorador de vida, de una manera casi medieval, sino un donador de vida y de realidad. Como señalaba Heidegger, el tiempo siempre está ahí, dando más de sí, volviendo sobre sí mismo como una rueda para que nuevas cosas nazcan, nuevos sucesos tengan lugar. Nos quejamos mucho del tempus fugit, pero luego nos parece fatal, por ejemplo, que la Iglesia Católica o el Islam no se actualicen a la altura del s. XXI. Ergo no nos gustaría nada que las cosas siguieran siempre idénticas, pero tampoco que su transformación fuera tan radical que no hubiera Dios que las reconociera. Eliot negaba la contingencia, o eso que hoy Quentin Meillassoux denomina paradójicamente “la necesidad de la contingencia”, es decir, que-no-pueda-ser-que-no-sea-todo-contingente. ¿Podría Eliot haber tomado ese pasadizo, haber abierto aquella puerta y haberse acercado a la rosaleda? Pues no podemos saberlo, la contingencia no es un dato empírico, pero quien no haya sentido el vértigo de una decisión, el dolor de la libertad, quién al cruzar la calle piense que es lo mismo mirar hacia los lados o no porque el hecho de ser atropellado dos segundos después ya está escrito, es que es tonto de remate o es que no ha vivido jamás. El tiempo pasa y no pasa a la vez, para dejar sitio al acontecer, que es una visión muy heideggeriana también. Se da retirándose, y al hacerlo enriquece la realidad. Y no digo “enriquece” en sentido figurado o poético, sino literalmente. Es más exuberante un mundo en el que estoy yo, y luego mi hijo, a uno en el que sólo estoy yo, eterna y cansinamente. Lo digo mal, ni siquiera es un mundo más rico: es un mundo más mundo. Ayer escuché un anuncio de un tonto videojuego que se promocionaba con este grito: “¡podrías estar jugando eternamente!”. Pues entonces no os lo compréis, eso no es un mero juego, es heroína infográfica. Sólo hay un juego que se puede jugar una y otra vez, porque en él está la esencia misma del cosmos, el Fuego de Heráclito, y hasta tal juego aguanta mal el paso de la edad. Es –aquí sí que me pongo erudito a la violeta– el juego abrasador del corazón, muy propio de poetas más que de filósofos, y que Eliot debía conocer y con toda seguridad conocía. Arquíloco de Paros lo versificaba así, nada menos que en el siglo VIII a. C. (Fragmento 57 D):

Corazón, de tantas cuitas maltratado, corazón,

¡ea, arriba! al enemigo tenlo a raya, y frente a él

pon el pecho; de los odios y emboscadas plántate

cerca y firme; y más, si vences, no te ufanes por doquier.

Y si te vencen, no te metas en tu casa a sollozar;

no, sino goza en lo gozoso, y en los males no sin fin

penes; mira cómo al hombre olas llevan y olas traen…